IV. LAS GRANDES FAMILIAS LITÚRGICAS

 

 

La herencia apostólica, materializada y estructurada concretamente con gran libertad, es sinónimo de pluralismo. Originalmente, si hacemos abstracción de las pocas líneas fundamentales, encontramos una variedad de formas, y no una forma única y obligatoria para todos. Esto vale ya para lo que se refiere a la lengua. La primitiva comunidad apostólica de Jerusalén constituye el punto de partida. Pero ya aquí, junto a los judeocristianos que hablan arameo, encontramos a los helenistas (cf He 3, 9-11; 6, 1: "murmuración de los helenistas contra los hebreos con motivo del trato injusto a sus viudas y pobres). Se forman nuevas comunidades en Samaria (He 8, 5-25), en Cesaren (8, 40), Damasco ( 9,1), Antioquía (13, 1), Chipre (13, 4ss), y luego en toda Asia Menor y en Grecia y, finalmente, en Roma y España. La diversidad de lenguas es un hecho evidente: aquí el arameo, allá el griego koiné, la lengua común en la cuenca del Mediterráneo, la oikouméne de entonces. Para el culto esto significa inmediatamente la distinción entre el hebreo-arameo de la Biblia y su traducción griega llamada de los Setenta. Una importancia todavía mayor adquieren las comunidades cristianas procedentes del paganismo, o sea, los cristianos helenistas, que durante los siglos II y III fueron constituyendo cada vez más el núcleo de las iglesias cristianas. Las primeras iglesias se concentraron sobre todo en las grandes metrópolis del mundo de entonces, en Jerusalén y en Antioquía (donde los discípulos fueron llamados por primera vez cristianos: He 11, 26), en Corinto y Roma, en Alejandría y Efeso, etc. Naturalmente, de todo esto no sabemos todavía nada preciso o concreto. Debemos, por así decir, deducirlo de los datos seguros de la Sagrada Escritura, de la doble forma de la lengua, de la fundación de las primeras comunidades en esas grandes ciudades; y con esto debemos confrontar lo que conocemos de una época posterior, referido a las liturgias típicas formadas efectivamente en las grandes metrópolis, a saber: en Jerusalén, Antioquía Alejandría, Roma y el norte de África latina (Cartago). En esas ciudades habían puesto las bases los apóstoles; sus sucesores, frecuentemente grandes figuras de obispos santos, edificaron sobre ellas. Lo que ellos propusieron y ordenaron, lo que ellos, guiados por el Espíritu Santo y en virtud de su gran personalidad, formularon en un momento de feliz inspiración durante la celebración de los días festivos, todo eso se puso por escrito, se coleccionó y fue de nuevo utilizado. Comunidades más pequeñas de los alrededores lo acogieron con admiración; y así, a parar de la metrópoli, sede del obispo principal, se fue desarrollando una liturgia que tenía una impronta típica.

 

Podemos reconocer clarísimamente ese proceso en la irradiación ejercida por metrópolis occidentales como Roma, Milán y Cartago (en el norte de Africa proconsular). Aquí la formación de familias litúrgicas concretas va de la mano con el surgimiento de una específica latinidad cristiana. El latín cristiano se ha desarrollado sobre todo en el África septentrional. Al crecer el número de cristianos, hacia el final del período de las persecuciones y después del edicto de Milán del 313, la lengua griega koiné, adoptada originalmente en todas partes, cede el paso poco a poco al latín. Tertuliano puede considerarse como uno de sus grandes creadores; Minucio Félix, sobre todo san Cipriano y luego Lactancio son sus representantes principales. En un primer momento, con una decisión conservadora perfectamente comprensible, se había mantenido el griego en la celebración del culto. Pero para bien de los fieles era necesario cambiar. En la iglesia romana, el paso del griego al latín en la liturgia tuvo lugar bajo el papa Dámaso. La importancia de este acontecimiento puede caracterizarse así, según los estudios de Chr. Mohrmann y Th. Klauser: "... Los cristianos se crearon una lengua propia con dudas con miedo (a perder la belleza del latín clásico), aprovechando las posibilidades que ofrecía el estilo moderno de Gorgias (siglo I a. C.) o de la escuela asiática con su estilo paratáctico y antitético. Creando neologismos directos e indirectos, siguen una tendencia de vulgarización y renuevan el vocabulario... La evolución se aprecia fácilmente en las obras de Cipriano, de Hilario y luego de Agustín. Nace así una lengua propia, literariamente digna; el estilo paratáctico y antitético corresponde mejor a la dignidad de la oración cristiana por razones psicológicas, históricas y teológicas (es más popular; es el estilo del AT y del NT; ilumina mejor la dialéctica de la existencia cristiana: Dios-hombre, cielotierra, bien-mal)". Agustín puede decir: los cristianos "habent enim linguam suam qua utantur... Melius ergo de ore christiano ritus loquendi ecclesiasticus procedit" (Enarr. in Ps. 93, 3).

 

En este clima de libertad para una creación espontánea, de apertura lingüística, de consideración hacia las necesidades de los fieles, dominado por obispos excelentes por su genio y santidad, que gobiernan las principales sedes de la cristiandad, se producen abundantes textos nuevos: ya no hay solamente una sola gran plegaria eucarística (como sucedía y sucede todavía en las iglesias orientales), sino una multiplicidad de plegaras: una oratio (collecta) que abre la celebración; una oración introductoria sobre las ofrendas (super oblata); numerosos incipit intercambiables de la plegaria eucarística, que a continuación se llamarán prefacios; el núcleo de la plegaria eucarística (sobre todo en la forma, testimoniada por Ambrosio, pero elaborada típicamente en Roma, del canon romanus); breves oraciones conclusivas (post communionem, super populum). Todo esto en una forma literaria, podríamos decir, unitaria: en la lengua sintética, precisa, magistral de la latinidad tardía; en un latín cristiano que se conjuga de formas siempre nuevas, con las que se intenta expresar de alguna manera la grandeza de las acciones sagradas. Y con tal libertad, espontaneidad y multiformidad, que un concilio de Hipona del 393 -por tanto, contemporáneo de Agustín- se ve obligado a dar algunas advertencias: se pueden usar esas plegarias solamente después que hayan sido aprobadas y eventualmente corregidas por hermanos competentes bajo la vigilancia de los obispos (can. 21). Tanta riqueza y espontaneidad nos permiten decir: "Se trata aquí de una expresión típica de la mayor movilidad del genio occidental latino frente al genio más contemplativo, más tranquilo, de los orientales, que usaban una sola plegaria eucarística".7bis

 

Ante todo en Roma, pero también de manera parecida en otras partes, estas oraciones, creaciones de los grandes obispos, fueron coleccionadas, conservadas en el archivo, repetidas; luego las adoptaron las iglesias más cercanas después de copiarlas en pequeños libelli sacramentorum, fascículos que contenían los textos necesarios para una digna celebración de los sacramentos eucarísticos, que posteriormente se unieron en el libro denominado sacramentarium. Un primer ejemplo de una colección de este estilo hecha todavía por una mano privada, será el Sacramentarium Veronense (llamado también Leonianum, porque alguna que otra oración había sido compuesta por el gran obispo de Roma san León Magno).

 

De la misma manera debemos imaginarnos el desarrollo de la liturgia en las demás grandes ciudades. Con el apoyo de la iglesia episcopal de la metrópoli de la grandes provincias (con frecuencia sede antigua de un apóstol o de un discípulo de los apóstoles, y en todo caso de grandes obispos santos) se forman a lo largo del siglo IV y siguientes, en Oriente, la liturgia sirio-antioquena del siglo IV, que se remite a la Didaskalia siríaca del siglo III, concretada sobre todo en las Constituciones apostólicas (2, 57; 7, 39-45; 8, 5.11-15), y la liturgia alejandrina, que se nos ha conservado aproximadamente en el Euchologion de Serapión (siglo IV). En Occidente se formaron la liturgia (latinoafricana) romana; la milanesa (o ambrosiana); la hispana antigua (visigótica), que es la que más se diferencia de las formas romanas, y la galicana, de la que podemos hacernos una idea -aunque solamente aproximada- por los Sermones de san Cesáreo de Arlés y los escritos de Gregorio de Tours (siglo VI). La gran riqueza de estas familias litúrgicas pudo desarrollarse en la atmósfera de libertad instaurada bajo Constantino y sus sucesores. Junto a los textos para la celebración de los santos misterios redactados en las grandes lenguas de la época -siríaco, griego y latín- y en la correspondiente cultura espiritual, se desarrolló también el complejo del culto divino, empezando por la construcción de los edificios necesarios y de su decoración hasta la rica articulación de las fiestas en su repetición cíclica.

 

Mientras que al principio las comunidades se reunían en los locales de alguna casa espaciosa, ahora surgen nuevas construcciones destinadas expresamente al culto divino. De los lugares de reunión de los primeros cristianos hablan, por ejemplo, las escasas noticias de los Hechos de los Apóstoles: el yperôon de la comunidad apostólica primitiva, 1,13; la casa de María, madre de Juan Marcos, 12,12; la sala de las fiestas de Tróade, 20,8; finalmente, en general, en todos los lugares: la ekklesía [comunidad de los fieles] kat’ oíkon, la comunidad que se reunía para el culto en la casa de un creyente, la iglesia doméstica. El ejemplo clásico de semejante domus ecclesiae primitiva, que de ser de propiedad privada pasa a ser de la comunidad y se reestructura con esta finalidad, es la de Doura Europos (poco después del 200), enterrada durante casi dos milenios en la arena del desierto y recientemente sacada a la luz. Al final del siglo III se podían encontrar ya por todas partes muchos edificios por el estilo. A partir de ellos se desarrolla el local adecuado para las grandes celebraciones de la comunidad, estructurado de acuerdo con la nueva masa de participantes y con la nueva autoconciencia: la basílica, nacida de la unión de elementos de la domus ecclesiae cristiana y de la basílica romana profana. Se trata de una obra tan lograda, plasmada con un total espíritu cristiano en la simplicidad de su aspecto exterior y en la intimidad serena y festiva de su interior, que determinará en los siglos siguientes la mayoría de los edificios sagrados cristianos. Los ejemplos históricos más famosos y que conocemos suficientemente, al menos en su planta o en imágenes, son: las basílicas romanas de los apóstoles Pedro y Pablo, así como la iglesia catedral del obispo de Roma, o sea, la iglesia del Santísimo Salvador, de Letrán, además de las iglesias de Belén, Jerusalén, Constantinopla, Nicomedia, Tréveris, Aquilea, Milán, etc.

 

Junto a la basílica se coloca el otro tipo creativamente modelado e igualmente surgido de la transformación de edificios profanos de la época: la iglesia de planta circular, cuyo ejemplo más grandioso -la "Hagia Sophia", de Constantinopla- existe todavía, mientras que el espacio cultual en cuanto tal se nos muestra mejor en San Stefano Rotundo y en el mausoleo de Constanza, en Roma, así como en el más tardío de San Vital, de Rávena.

 

Asimismo deben recordarse las construcciones destinadas a acciones cultuales particulares: el edificio de planta circular del baptisterio, como el de Letrán, en Roma; las memorias más modestas sobre las tumbas de los mártires (a partir de las cuales, a continuación, se desarrollaron las imponentes iglesias sepulcrales) y en los lugares de la historia sagrada; finalmente, las instalaciones sepulcrales, como las de los cementerios romanos subterráneos, con sus capillas, iglesias sepulcrales y, no en último lugar, una serie de imágenes.

 

En estos lugares de culto -cuya decoración artística interna conocemos de manera suficiente a través de los mosaicos (naturalmente posteriores) de Santa María la Mayor, en Roma; de Aquilea y de Rávena - ejercen su función de presidentes del pueblo creyente, que se reúne para la celebración común, el obispo, los presbíteros y los diáconos revestidos de los trajes festivos de la sociedad de entonces, trajes que poco a poco se van convirtiendo en un hábito o uniforme utilizado solamente durante el culto y que dan comienzo a las vestiduras litúrgicas que usó la edad media y que todavía usa nuestro tiempo.

 

Sin embargo, el culto en su conjunto siguió siendo la liturgia comunitaria del pueblo de Dios en memoria del Señor y de su acción salvífica, con motivo de la celebración regular de la eucaristía el domingo (favorecida ahora incluso por la legislación civil, que prescribe el necesario descanso y la abstención de la actividad judiciaria y mercantil) y con motivo de la celebración del mysterium paschale la noche de pascua, preparada e introducida por la rica liturgia de la cuaresma, que culmina en el domingo de ramos y el triduo pascual, y encuentra su propio coronamiento en la noche pascual (con la administración de los sacramentes de la iniciación) y en el domingo de pascua. La fiesta continúa después en el "tiempo de los cincuenta días" de pentecostés con el carácter gozoso de su alleluia victorioso y con la espera del envío del Espíritu Santo.

 

Al mismo tiempo, ahora se abre camino -a lo largo del siglo IV- una nueva forma de celebración del misterio de Cristo, es decir, la celebración de su encarnación, de su epifanía, de su revelación luminosa como salvador del mundo, como luz de luz, como señor poderoso, que manifiesta su propia gloria divina y redentora en su bautismo y en sus grandes milagros como inicio de la revelación, que alcanzará su cumbre en la "beata passio" y en la gloriosa resurrección.

 

A lo largo del siglo IV se desarrolla también la veneración de los mártires. Sobre sus tumbas se levantan pequeñas memorias, los llamados martyria. La multiplicidad de las oraciones, que ahora las iglesias del Occidente introducen en la celebración de la misa, facilita la veneración de los santos, mientras la plegaria eucarística propiamente dicha, el canon, sigue reservado a la memoria central de la muerte y resurrección del Señor; en ese memorial encuentra su centro decisivo todo martyrium, toda veneración de los mártires.

 

De manera que, durante el siglo IV, el culto cristiano experimentó un desarrollo rico, multiforme y al mismo tiempo dominado siempre por algunas líneas fundamentales comunes: día del Señor, celebración pascual, nacimiento y epifanía del Señor, sacramentos de la iniciación, ordenación de los ministros, memorias de los santos (de los mártires), oración comunitaria por la mañana y por la tarde y también en las vigilias nocturnas; el centro de todo lo ocupa la celebración eucarística como núcleo y vértice de todo el culto cristiano, que realiza el memorial real de la muerte y resurrección del Señor. La iglesia local y su obispo están facultados para regular en sus particulares estas celebraciones, sobre todo por lo que se refiere a la elección de las lecturas bíblicas y la formulación de las oraciones. Precisamente aquí es donde se manifiesta la diversidad entre las formas orientales y occidentales. Mientras las iglesias orientales usan una sola gran plegaria eucarística, que se dice sobre los dones del pan y del vino y exalta en una síntesis grandiosa la obra salvífica de Cristo -plegaria diferente de una a otra iglesia, por lo cual poseemos un considerable número de ellas-, las iglesias occidentales introducen en cada misa diversas oraciones, que expresan con acentos siempre nuevos determinadas peticiones, acompañan la marcha de la acción sagrada y nombran y exaltan en los prefacios elementos particulares de la obra salvífica; por el contrario, siempre en Occidente, el núcleo de la celebración eucarística está formado de manera más bien sobria y breve, y precisamente -en Roma, en el África septentrional (?) y en Milán, y algo menos en España por un solo texto esencial, el llamado canon.