Satis cognitum

LEÓN XIII

 
Sobre la unidad de la Iglesia y el primado de Pedro


29 de junio de 1896

  1. Tema de la Encíclica: La Unidad de la Iglesia. 

   Bien sabéis que una parte considerable de Nuestros pensamientos y de Nuestras preocupaciones tiene por objeto esforzarnos en volver a los extraviados al redil que rige el Soberano Pastor de las almas, Jesucristo. Aplicando Nuestro espíritu a ese objeto, Nos hemos pensado que sería utilísimo a tal designio y tan grande empresa de salvación, trazar la imagen de la Iglesia dibujando, por decirlo así, sus contornos principales, y poner de relieve, como su distintivo más característico y más digno de especial atención la unidad, carácter insigne de la verdad y del invencible poder que el Autor divino de la Iglesia ha impreso en su obra. 

   Considerada en su forma y en su hermosura genuinas, la Iglesia debe tener una acción muy poderosa sobre las almas, y no Nos apartamos de la verdad al decir que ese espectáculo puede disipar la ignorancia, y desvanecer las ideas falsas y las preocupaciones, sobre todo aquellas que no son hijas de la milicia. Puede también excitar en los hombres el amor a la Iglesia; un amor semejante a la caridad, bajo cuyo impulso Jesucristo ha escogido a la Iglesia por su Esposa, rescatándola con su sangre divina. Pues Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó El mismo por ella (Efes. 5, 2).

El retorno a la Iglesia. 

   Si para volver a esta madre amantísima, deben aquellos que no la conocen, o los que cometieron el error de abandonarla, comprar ese retorno desde luego, no al precio de su sangre (aunque a ese precio lo pagó Jesucristo), pero sí al de algunos esfuerzos y trabajos, bien leves por otra parte, verán claramente al menos que esas condiciones no han sido impuestas a los hombres por una voluntad humana, sino por orden y voluntad de Dios, y por lo tanto, con la ayuda de la gracia celestial, experimentarán por sí mismos la verdad de esta divina palabra: "Mi yugo es dulce y mi carga ligera" (Mat. 9, 30).

   Por esto, poniendo Nuestra principal esperanza en el "Padre de la luz de quien desciende toda gracia y todo don perfecto" (Jac. 1,17). sólo en Aquel que "da el crecimiento" (I Cor. 3, 7), Nos le pedimos con vivas instancias, se digne poner en Nos el don de persuadir.

2. Dios toma al hombre como ministro.

   Dios, sin duda, puede operar por sí mismo y por su sola virtud todo lo que realizan los seres creados; pero, por un designio misericordioso de su Providencia, ha preferido, para ayudara los hombres, servirse de los hombres. Por mediación y ministerio de los hombres da ordinariamente a cada uno, en el orden puramente natural la perfección que le es debida, y se vale de ellos, aún en el orden sobrenatural, para conferirles la santidad y la salud.

   Pero es evidente que ninguna comunicación entre los hombres puede realizarse, sino por el medio de las cosas exteriores y sensibles. Por esto el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana, El, que teniendo la forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres (Fil. 2, 7-7); y así, mientras vivió en la tierra, reveló a los hombres, conversando con ellos, su doctrina y sus leyes.

3- Constitución de la Iglesia.

   Pero como su obra divina debía ser perdurable, y perpetua, se rodeó de discípulos, a los que dio parte de su poder, y haciendo descender sobre ellos desde lo alto de los cielos el Espíritu de verdad (Juan, 16, 13), les mandó recorrer toda la tierra y predicar fielmente a todas las naciones los que El mismo había enseñado y prescrito, a fin de que, profesando su doctrina y obedeciendo a sus leyes, el genero humano, pudiese adquirir la santidad en la tierra, y en el cielo la bienaventuranza eterna.

   Tal es el plan a que obedece la constitución de la Iglesia, tales son los principios que han presidido a su nacimiento. Si miramos en ella el fin último que se propone y las causas inmediatas por las que produce la santidad en las almas, seguramente la Iglesia es espiritual; pero si consideramos los miembros de que se compone, y los medios por los que los dones espirituales llegan hasta nosotros, la Iglesia es exterior y necesariamente visible. Por signos que penetran en los ojos y por los oídos, fue como los Apóstoles recibieron la misión de enseñar; y esta misión no la cumplieron de otro modo que por palabras y actos igualmente sensibles. Así su voz, entrando por el oído exterior, engendraba la fe en las almas: la fe viene por la audición, y la audición por la palabra de Cristo (Rom. 10, 7).

4. Exteriorización.

   Y la fe misma, esto es, el asentimiento de la primera y soberana verdad, por su naturaleza está encerrada en el espíritu, pero debe salir al exterior por la evidente profesión que de ella se hace: pues se cree de corazón para la justicia; pero se confiesa por la boca para la salvación (Rom. 10, 10). Así nada es más íntimo en el hombre que la gracia celestial que produce en él la salvación, pero exteriores son los instrumentos ordinarios y principales por los que la gracia se nos comunica: queremos hablar de los Sacramentos que son administrados con ritos especiales por hombres evidentemente escogidos para ese ministerio. Jesucristo ordenó a los Apóstoles y a los sucesores de los Apóstoles que instruyeran y gobernaran a los pueblos; ordenó a los pueblos que recibiesen su doctrina y se sometieran dócilmente a su autoridad. Pero esas relaciones mutuas de derechos y de deberes en la sociedad cristiana no solamente no habrían podido ser duraderas, pero ni aun habrían podido establecerse, sin la mediación de los sentidos, intérpretes y mensajeros de las cosas.

5. La Iglesia cuerpo visible.

   Por todas estas razones la Iglesia es con frecuencia llamada en las sagradas letras un cuerpo, y también el cuerpo de Cristo. "Sois el cuerpo de Cristo" (I Cor. 12, 37). Porque la Iglesia es un cuerpo, es visible a los ojos; porque es el cuerpo de Cristo, es un cuerpo vivo, activo, lleno de savia, sostenido y animado como está por Jesucristo, que lo penetra  con su virtud, como, aproximadamente, el tronco de la viña alimenta y hace fértiles a las ramas que le están unidas. En los seres animados, el principio vital es invisible y oculto en lo más profundo del ser, pero se denuncia y manifiesta por el movimiento y la acción de los miembros; así el principio de vida sobrenatural que anima a la Iglesia, se manifiesta a todos los ojos por los actos que produce.

   De aquí se sigue que están en un pernicioso error los que haciéndose una Iglesia a medida de sus deseos, se la imaginan como oculta y en manera alguna visible, y aquellos otros que la miran como una institución humana, provista de una organización, una disciplina y ritos exteriores, pero sin ninguna comunicación permanente de los dones de la gracia divina, sin nada que demuestre por una manifestación diaria y evidente la vida sobrenatural que recibe de Dios.

6. Es un cuerpo animado

   Lo mismo una que otra concepción son igualmente incompatibles con la Iglesia de Jesucristo, como  el cuerpo o el alma son por sí solos incapaces de constituir el hombre. El conjunto y la unión de estos dos elementos es indispensable a la verdadera Iglesia, como la íntima unión del alma y del cuerpo es indispensable a la naturaleza. La Iglesia no es una especie  de cadáver; es el cuerpo de Cristo animado con su vida sobrenatural. Cristo mismo, Jefe y modelo de la Iglesia, no está entero si se considera en El exclusivamente la naturaleza humana y visible, como hacen los discípulos de Fotino o Nestorio, o únicamente la naturaleza divina e invisible, como hacen los Monofisitas; pero Cristo es uno por la unión de las dos naturalezas, visible e invisible, y es uno en los dos: del mismo modo su cuerpo místico no es la verdadera Iglesia, sino a condición de que sus partes visibles tomen su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y otros elementos invisibles: y de esta unión es de la que resulta la naturaleza de sus mismas partes exteriores.

7. Perennidad de la Iglesia.

   Mas como la Iglesia es así por voluntad y orden de Dios, así debe permanecer sin ninguna interrupción hasta el fin de los siglos, pues de no ser así, no habría sido fundada para siempre, y el fin mismo a que tiende quedaría limitado en el tiempo y en el espacio; doble conclusión contraria a la verdad. Es por consiguiente cierto que esta reunión de elementos visibles e invisibles, estando por la voluntad de Dios en la naturaleza y la constitución íntima de la Iglesia, debe durar, necesariamente, tanto como la misma Iglesia dure.

   No es otra la razón en que se funda San Juan Crisóstomo, cuando nos dice: "No te separes de la Iglesia. Nada es más fuerte que la Iglesia. Tu esperanza es la Iglesia; tu salud es la Iglesia; tu refugio es la Iglesia. Es más alta que el cielo y más ancha que la tierra. No envejece jamás, su vigor es eterno. Por eso la Escritura para demostrarnos su solidez inquebrantable, le da el nombre de montaña"[i]. San Agustín añade: "Los infieles creen que la Religión cristiana debe durar cierto tiempo en el mundo para luego desaparecer. Durará tanto como el sol; y mientras el sol siga saliendo y poniéndose, es decir, mientras dure el curso de los tiempos, la Iglesia de Dios, esto es, el cuerpo de Cristo, no desaparecerá del mundo"[ii]. Y el mismo Padre dice en otro lugar: "La Iglesia vacilará si su fundamento vacila; ¿pero cómo podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo no vacile, la Iglesia no flaqueará jamás hasta el fin de los tiempos. ¿Dónde están los que dicen: "La Iglesia ha desaparecido del mundo", cuando ni siquiera puede flaquear?"[iii].

8. Unidad dada por Jesucristo.

   Estos son los fundamentos sobre los que debe apoyarse quien busca la verdad. La Iglesia ha sido fundada y constituida por Jesucristo Nuestro Señor; por lo tanto, cuando inquirimos la naturaleza de la Iglesia, lo esencial es saber lo que Jesucristo ha querido hacer y lo que ha hecho en realidad. Hay que seguir esta regla cuando sea preciso tratar, sobre todo de la unidad de la Iglesia, asunto del que Nos ha parecido bien, en interés de todo el mundo, hablar algo en las presentes Letras.

   Si, ciertamente la verdadera Iglesia de Jesucristo es una; los testimonios evidentes y multiplicados de las Sagradas Letras han fijado tan bien este punto que ningún cristiano puede llevar su osadía a contradecirlo. Pero cuando se trata de determinar y establecer la naturaleza de esta unidad, muchos se dejan extraviar por varios errores. No solamente el origen de la Iglesia, sino todos los caracteres de su constitución pertenecen al orden de las cosas que proceden de una voluntad libre; toda la cuestión consiste, pues, en saber lo que en realidad ha sucedido, y por eso es preciso averiguar no de qué modo la Iglesia podría ser una, sino qué unidad ha querido darle su Fundador.

   Si examinamos los hechos, comprobaremos que Jesucristo no concibió ni instituyó una Iglesia formada de muchas comunidades que se asemejan por ciertos caracteres generales, pero distintas unas de otras y no unidas entre sí por aquellos vínculos que únicamente pueden dar a la Iglesia la individualidad y la unidad de que hacemos profesión en el símbolo de la fe: "Creo en la Iglesia una"...

9. Una en su naturaleza. 

   "La Iglesia está constituida en la unidad por su misma naturaleza; es una, aunque las herejías traten de desgarrarla en muchas sectas. Decimos, pues, que la antigua y católica Iglesia es una, porque tiene la unidad; de la naturaleza, de sentimiento, de principio, de excelencia... Además, la cima de perfección de la Iglesia, como el fundamento de su construcción, consiste en la unidad; por eso sobrepuja a todo el mundo, pues nada hay igual ni semejante a ella"[iv]. Por eso, cuando Jesucristo habla de este edificio místico, no menciona más que una Iglesia, que llama suya: "Yo edificaré mi Iglesia" (Mat. 16, 18). Cualquiera otra que se quiera imaginar fuera de ella, no puede ser la verdadera Iglesia de Jesucristo.

10. Continuar la misión recibida del Padre.

   Esto resulta más evidente aun, si se considera el designio del Divino autor de la Iglesia. ¿Qué ha buscado, qué ha querido Jesucristo Nuestro Señor en el establecimiento y conservación de la Iglesia? Una sola cosa: transmitir a la Iglesia la continuación de la misma misión, del mismo mandato que El recibió de su Padre.

   Esto es lo que había decretado hacer, y esto es lo que realmente hizo: Como mi Padre me envió, os envío a vosotros (Juan, 20, 21). Como tú me enviaste al mundo, los he enviado también al mundo (Juan, 17-18). En la misión de Cristo entraba rescatar de la muerte y salvar lo que había perecido (Mat. 18, 11); esto es, no solamente a algunas naciones o ciudades, sino a la universalidad del género humano, sin ninguna excepción en el espacio ni en el tiempo. "El Hijo del Hombre ha venido...; para que el mundo sea salvado por El" (Juan, 3, 17). (Juan, 3, 17). "Pues ningún otro nombre ha sido dado a los hombres por el que podamos ser salvados" (Hechos, 4, 12). La misión, pues, de la Iglesia es repartir entre los hombres y extender a todas las edades la salvación operada por Jesucristo y todos los beneficios que de ella se siguen. Por esto según la voluntad de su Fundador, es necesario que sea única en toda la extensión del mundo y en toda la duración de los tiempos. Para que pudiera existir una unidad más grande, sería preciso salir de los límites de la tierra e imaginar un género humano nuevo y desconocido.

11. Palabras de Isaías.

   Esta Iglesia única, que debía abrazar a todos los hombres, en todos los tiempos y todos los lugares, Isaías la vislumbró y señaló por anticipado, cuando, penetrando con su mirada en lo porvenir, tuvo la visión de una montaña cuya cima, elevada sobre todas las demás, era visible a todos los ojos y representaba la Casa de Dios, es decir, la Iglesia: "En los últimos tiempos la montaña, que es la Casa del Señor, estará preparada en la cima de las montañas" (Is. 2, 2).

   Pero esta montaña colocada sobre la cima de las montañas es única; única es esta Casa del Señor, hacia la cual todas las naciones deben afluir un día en conjunto para hallar en ella la regla de su vida. "Y todas las naciones afluirán hacia ella u dirán: Venid, ascendamos a la montaña del Señor, vamos a la Casa del Dios de Jacob y nos enseñará sus caminos y marcharemos por sus senderos" (Is. 2, 2-3).

   Optato de Milevo dice a propósito de este pasaje: "Está escrito en la profecía de Isaías: La ley saldrá de Sión y la palabra de Dios de Jerusalén". No es pues, en la montaña de Sión donde Isaías ve el valle, sino en la montaña santa, que es la Iglesia, y que llenando todo el mundo romano eleva su cima hasta el cielo... La verdadera Sión espiritual es, pues, la Iglesia, en la cual Jesucristo ha sido constituido Rey por Dios Padre, y que está en todo el mundo, lo cual es exclusivo de la Iglesia católica[v]. Y he aquí los que dice San Agustín: "¿Qué hay más visible que una montaña?" Y sin embargo, hay montañas desconocidas que están situadas en un rincón apartado del globo... Pero no sucede así con esa montaña, pues que ella lleva toda la superficie de la tierra  y está escrita de ella que está establecida sobre las cimas de las montañas"[vi]

12. El Cuerpo Místico de Cristo.

   Es preciso añadir que el Hijo de Dios decretó que la Iglesia fuese su  propio cuerpo místico al que se uniría para ser su cabeza, del mismo modo que en el cuerpo humano que tomó por la Encarnación la cabeza mantiene a los miembros en una necesaria y natural unión. Y así como  tomó un cuerpo mortal único que entregó a los tormentos y a la muerte, para pagar el rescate de los hombres, así también tiene un cuerpo místico único en el que, y por medio del cual hizo participar a los hombres de la santidad y de la salvación eterna. "Dios hizo (a Cristo) jefe de toda la Iglesia que es su cuerpo" (Efes. 1, 22-23)

   Los miembros separados y dispersos no pueden unirse a una sola y misma cabeza para formar un solo cuerpo. Pues San Pablo dice: Todos los miembros del cuerpo, aunque numerosos, no son sino un solo cuerpo: así es Cristo (Cor. 12, 12). Y es por esto por lo que nos dice también que este cuerpo está unido y ligado: "Cristo es el jefe, en virtud del que todo el cuerpo unido y ligado por todas sus coyunturas que se prestan mutuo auxilio por medio de operaciones proporcionadas a cada miembro, recibe su acrecentamiento para ser edificado en la caridad" (Efes. 4, 15-16). Así, pues, si algunos miembros están separados y alejados de los otros miembros, no podrán pertenecer a la misma cabeza como el resto del cuerpo. "Hay -dice San Cipriano- un solo Dios, un solo Cristo, una sola Iglesia de Cristo, una sola fe, un solo pueblo que, por el vínculo de la concordia, está fundado en la unidad sólida de un mismo cuerpo. La unidad no puede ser amputada; un cuerpo, para permanecer único, no puede dividirse por el fraccionamiento de su organismo". Para mejor declarar la unidad de su Iglesia, Dios nos la presenta bajo la imagen de un cuerpo animado, cuyos miembros no pueden vivir sino a condición de estar unidos con la cabeza y de tomar sin cesar de ésta su fuerza vital; separados han de morir necesariamente. No puede (la Iglesia) ser dividida en pedazos por el desgarramiento de sus miembros y de sus entrañas. Todo lo que se separe del centro de la vida no podrá vivir por sí solo ni respirar[vii]. Ahora bien; ¿en qué se parece un cadáver a un ser vivo ? Nadie jamás ha odiado a su carne, sino que la alimenta y la cuida como Cristo a la Iglesia, porque somos los miembros de su cuerpo formados de su carne y de sus huesos (Efes. 5, 29-30).

   Que se busque, pues, otra cabeza parecida a Cristo, que se busque otro Cristo si se quiere imaginar otra Iglesia fuera de la que es su cuerpo. "Mirad de la que debéis guardaros, ved por la que debéis velar, ved la que debéis tener. A veces se corta un miembro en el cuerpo humano, o más bien, se le separa del cuerpo una mano, un dedo, un pie. ¿Sigue el alma al miembro cortado? Cuando el miembro está en el cuerpo, vive; cuando se le corta, pierde la vida. Así el hombre en tanto que vive en el cuerpo de la Iglesia es cristiano católico; separado se hará herético. El alma no sigue al miembro amputado"[viii].

13. Unidad de los miembros con la cabeza y entre sí. 

   La Iglesia de Cristo es, pues, única y además, perpetua: quien se separa de ella, se aparta de la voluntad y de la orden de Jesucristo Nuestro Señor , deja el camino de salvación y corre a su pérdida. "Quien se separa de la Iglesia para unirse a una esposa adúltera, renuncia a las promesas hechas a la Iglesia. Quien abandone a la Iglesia de Cristo no logrará las recompensas de Cristo... Quien no guarda esta unidad, no guarda la ley de Dios, ni guarda la fe del Padre y del Hijo, ni guarda la vida ni la salud"[ix].

   Pero Aquel que ha instituido la Iglesia única, la ha instituido una; es decir, de tal naturaleza, que todos los que debían ser sus miembros habían de estar unidos por los vínculos de una sociedad estrechísima, hasta el punto de formar un solo pueblo, un solo reino, un solo cuerpo. "Sed un solo cuerpo y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza en vuestra vocación" (Efes. 4, 4).

   En vísperas de su muerte, Jesucristo sancionó y consagró del modo más augusto su voluntad acerca de este punto en la oración que dirigió a su Padre: No ruego por ellos solamente, sino por aquellos que por su palabra creerán en mí... a fin de que ellos también sean una sola cosa en nosotros... a fin de que sean consumados en la unidad (Juan 17, 20, 22-23). y quiso también que el vínculo de la unidad entre sus discípulos fuese tan íntimo y tan perfecto que limitase en algún modo a su propia unión con su Padre: os pido... que sean todos una misma cosa, como vos, mi Padre, estáis en mí y yo en vos (Juan, 17-21).

14. Unidad absoluta en la fe. 

   Una tan grande y absoluta concordia entre los hombres debe tener por fundamento necesario la armonía y la unión de la que seguirá naturalmente la armonía de las voluntades y el concierto en las acciones. Por esto, según su plan divino, Jesús quiso que la unidad de la fe existiese en su Iglesia; pues la fe es el primero de todos los vínculos que unen al hombre con Dios, y a ella es a la que debemos el nombre de fieles.

   "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Efes. 4, 5), es decir, del mismo modo que no tienen más que un solo Señor y un solo bautismo, así todos los cristianos del mundo no deben tener sino una sola fe. Por esto el Apóstol San Pablo no pide solamente a los cristianos que tengan los mismos sentimientos y huyan de las diferencias de opinión, sino les conjura a ello por los motivos más sagrados: "Os conjuro, hermanos míos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que no tengáis más que un mismo lenguaje, ni sufráis cisma entre vosotros; sino que estéis todos perfectamente unidos en el mismo espíritu y en loS mismos sentimientos" (I Cor. 1, 10). Estas palabras no necesitan explicación, son por sí mismas bastante elocuentes.

15. Punto en que muchos yerran. 

   Además, aquellos que hacen profesión del cristianismo reconocen de ordinario que la fe debe ser una. El punto más importante y absolutamente indispensable, aquel en que yerran muchos, consiste en discernir de qué es naturaleza, de qué especie es esta unidad. Puesta aquí, como Nos lo hemos dicho más arriba, en semejante asunto no hay que juzgar por opinión o conjetura, sino según la ciencia de los hechos hay que buscar y Comprobar cuál es la unidad de la fe que Jesucristo ha impuesto a su Iglesia.

   La doctrina celestial de Jesucristo, aunque en gran parte esté consignada en libros inspirados por Dios, si hubiese sido entregada a los pensamientos de los hombres no podría por sí misma unir los espíritus. Con la mayor facilidad llegaría a ser objeto de interpretaciones diversas, y esto no sólo a causa de la profundidad y de los misterios de esta doctrina, sino por la diversidad de los entendimientos de los hombres y de la turbación que nacería del choque y de la lucha de contrarias pasiones. De las diferencias de interpretación nacería necesariamente la diversidad de los sentimientos, y de ahí las controversias, disensiones y querellas como las que estallaron en la Iglesia en la época más próxima a su origen: He aquí por qué escribía San Ireneo hablando de los herejes: "Confiesan las Escrituras, pero pervierten su interpretación"[x]. y San Agustín: "El origen de las herejías y de los dogmas perversos que tienden lazos a las almas y las precipítan en el abismo, está únicamente en que las Escrituras que son buenas se entienden de una manera que no es buena" [xi].

16. Principio de unidad en la fe.

   Para unir los espíritus, para crear y conservar la concordia de los sentimientos, era necesario además de la existencia de las Sagradas Escrituras, otro principio. La sabiduría divina lo exige, pues Dios no ha podido querer la unidad de la fe sin proveer de un modo conveniente a la conservación de esta unidad, y las mismas Sagradas Escrituras indican claramente que lo ha hecho, como lo diremos más adelante. Ciertamente el poder infinito de Dios no está ligado ni constreñido a ningún medio determinado, y toda criatura le obedece como un dócil instrumento. Es pues, preciso buscar, entre todos los medios de que disponía Jesucristo, cual es el principio de unidad en la fe que quiso establecer.

   Para esto hay que remontarse con el pensamiento a los orígenes del cristianismo. Los hechos que vamos a recordar están confirmados por las Sagradas Letras, y son conocidos de todos.

17. Creer toda la doctrina de Cristo. 

   Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. " Si no hago las obras de mi Padre no me creáis" (Juan, 10-37). "Si no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado" (Juan, 15-24) "Pero si  yo hago esas obras y no queréis creer en mí, creed en mis obras" (Juan 10, 38). (Juan 10, 38). Todo lo que ordena, lo ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber, no solamente de aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla, es contrario a la razón.

   Al punto de volverse al cielo, envía a sus Apóstoles revistiéndolos del mismo poder con el que el Padre le enviara, les ordenó que esparcieran y sembraran por todo el mundo su doctrina. "Todo poder me ha sido dado en el cielo y sobre la tierra. Id y enseñad a todas las naciones... enseñadlas a observar todo lo que os he mandado(Mat. 28, 18-20). Todos los que obedezcan a los Apóstoles serán salvos, y los que no obedezcan perecerán.

   "Quien crea y se bautice será salvo; quien no crea será condenado" (Mc. 16, 16). Y como conviene sobrenaturalmente a la Providencia divina no encargar a alguno de una misión, sobre todo, si es importante y de gran valor, sin darle al mismo tiempo los medios de cumplirla, Jesucristo promete enviar a sus discípulos al Espíritu de verdad que permanecerá con ellos eternamente. "Si me voy os lo enviaré (al Paráclito)... y cuando este Espíritu de verdad venga sobre vosotros os enseñará toda la verdad" (Juan, 16, 17-18). Y "yo rogaré a mi Padre y El os enviará otro Paráclito para que viva siempre con vosotros; este será el Espíritu de la verdad" (Juan 14, 16-17). "El os dará testimonio de mí y vosotros también daréis testimonio" (Juan 15, 26-27).

18. Aceptar la doctrina de los Apóstoles.

   Además, ordenó aceptar religiosamente y observar santamente la doctrina de los Apóstoles como la suya propia. Quien os escucha me escucha, y quien os desprecia me desprecia (Luc. 10, 16).

   Los Apóstoles, pues, fueron enviados por Jesucristo, de la misma manera como El fue enviado por su Padre: Como mi Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros (Juan 20, 21). Por consiguiente, así como los Apóstoles y los discípulos estaban obligados a someterse a la palabra de Cristo, la misma fe debía ser otorgada a la palabra de los Apóstoles por todos aquellos a quienes instruían los Apóstoles en virtud del mandato divino. No era, pues, permitido repudiar un solo precepto de la doctrina de los Apóstoles, sin rechazar en aquel punto la doctrina del mismo Jesucristo.

   En efecto, la palabra de los Apóstoles después de haber descendido a ellos el Espíritu Santo, resonó hasta los lugares más apartados.

   Donde ponían el pie se presentaban como los enviados de Jesús. "Es por El (Jesucristo(, por quien hemos recibido la gracia y el apostolado para hacer que obedezcan a la fe todas las naciones en honor de su nombre" (Rom. 1, 5). Y en todas partes Dios hacía resplandecer bajo sus pasos la divinidad de su misión por prodigios. "Y habiendo partido, predicaron por todas partes y el Señor cooperaba con ellos y confirmaba su palabra por los milagros que le acompañaban" (Mc. 16, 20)

   ¿De qué palabra se trata? De aquella evidentemente que abraza todo lo que habían aprendido de su Maestro, pues ellos daban testimonio públicamente y a la luz del sol dado que les era imposible callar nada de lo que habían visto y oído.

19. La misión de los Apóstoles no debía terminar con su muerte.

   Pero, ya lo hemos dicho, la misión de los Apóstoles no era de tal naturaleza que pudiese perecer con las personas de los Apóstoles o para desaparecer con el tiempo, pues era una misión pública o instituida para la salvación del género humano. Jesucristo, en efecto, ordenó a los Apóstoles que predicasen el Evangelio a todas las gentes (Mc. 16,15), y que llevasen su nombre delante de los pueblos y de los reyes (Act. 9, 15), y que le sirviesen de testigos hasta en los últimos confines de la tierra (Act. 1, 8).

   Y en el cumplimiento de esta gran misión les prometió estar con ellos, y esto no por períodos de años, sino por todos los tiempos, hasta la consumación de los siglos (Mat. 28, 20). Acerca de esto escribe San Jerónimo: Quien promete estar con sus discípulos hasta la consumación de los siglos, muestra con esto que sus discípulos vivirán siempre, y que El mismo no cesará de estar con los creyentes[xii].

   ¿Y cómo había de suceder esto únicamente con los Apóstoles, cuya condición de hombres les sujetaba a la ley suprema de la muerte? La Providencia divina había, pues, determinado que el magisterio instituido por Jesucristo no quedaría restringido a los límites de la vida de los Apóstoles, sino que duraría siempre. Y, en realidad, vemos que se ha transmitido y ha pasado como de mano en mano en la sucesión de los tiempos.

20. Los Obispos sus sucesores.

   Los Apóstoles, en efecto, consagraron a los Obispos y designaron nominalmente a los que debían ser sus sucesores inmediatos en el ministerio de la palabra (Act. 6, 4). Pero no fue esto solo: ordenaron a sus sucesores que escogieran hombres propios para esta función y que los revistieran de la misma autoridad y les confiriesen a su vez el cargo de enseñar.

   Tú, pues, hijo mío, fortifícate en la gracia que está en Jesucristo, y lo que has escuchado de mí delante de gran número de testigos, confíalo a los hombres fieles que sean capaces de instruir en ello a los otros (II Tim. 2, 1-2). Es, pues. verdad que, así como Jesucristo fue enviado por Dios y los Apóstoles por Jesucristo, del mismo modo los Obispos y todos los que sucedieron a los Apóstoles.

   Los Apóstoles nos han predicado el Evangelio enviados por Nuestro Señor Jesucristo y Jesucristo fue enviado por Dios. La misión de Cristo es la de Dios, la de los Apóstoles es la de Cristo, y ambas han sido instituidas según el orden y por la voluntad de Dios... Los Apóstoles predicaban el Evangelio por naciones y ciudades; y después de haber examinado según el espíritu de Dios, a los que eran las primicias de aquellas cristiandades, establecieron los Obispos y los Diáconos para gobernar a los que habían de creer en los sucesivo... Instituyeron a los que acabamos de citar y más tarde tomaron sus disposiciones para cuando aquellos muriera, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio[xiii].

21. Conservación de la doctrina.

   Es, pues, necesario que de una manera permanente subsista, de una parte, la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que Jesucristo ha enseñado, y de otra, la obligación constante e inmutable de aceptar y de profesar toda la doctrina así enseñada. San Cipriano lo expresa de un modo excelente en estos términos:

   Cuando nuestro Señor Jesucristo, en el Evangelio declara que aquellos que no están con El son sus enemigos, no designa una herejía en particular, sino denuncia como adversarios suyos a todos aquellos que no están enteramente con El, y que no recogiendo con El, dispersan el rebaño: El que no está conmigo -dijo- está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama[xiv].

   Penetrada plenamente de estos principios, y cuidadosa de su deber, la Iglesia nada ha deseado con tanto ardor ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar del modo más perfecto la integridad de la fe. Por esto ha mirado como a rebeldes declarados y ha desterrado de su seno a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina.

22. No es lícito separarse en lo más mínimo del magisterio de la Iglesia. 

   Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los favorecedores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica[xv].

   Tal ha sido constantemente la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, que siempre han mirado como excluido de la comunión católica y fuera de la Iglesia a cualquiera que se separe en lo más mínimo de la doctrina enseñada por el magisterio auténtico. San Epifanio, San Agustín, Teodoreto, han mencionado un gran número de herejías de su tiempo. San Agustín hace notar que otras clases de herejías pueden desarrollarse, y que, si alguno se adhiere a una sola de ellas, por ese mismo hecho se separa de la unidad católica.

   De que alguno diga que no cree en esos errores (esto es, las herejías que acaba de enumerar), no se sigue que deba creerse y decirse católico. Pues puede haber y pueden surgir otras herejías que no están mencionadas en esa obra y cualquiera que abrazase una sola de ellas cesaría de ser cristiano católico[xvi].

23. San Pablo insiste en la integridad de la fe.

   Este medio instituido por Dios para conservar la unidad de la fe, de que Nos hablamos, está expuesto con insistencia por San Pablo en su epístola a los de Éfeso, al exhortarlos en primer término, a conservar la armonía de los corazones. Aplicaos a conservar la unidad del espíritu por el vínculo de la paz (Efes. 4, 3); y como los corazones no pueden estar plenamente unidos por la caridad, si los espíritus no están conformados en la fe, quiere que no haya entre todos ellos más que una misma fe. Un solo Señor y una sola fe (Efes. 4, 5).

   Y quiere una unidad tan perfecta, que excluya todo peligro de error a fin de que no seamos como niños vacilantes llevados de un lado a otro a todo viento de doctrina por la malignidad de los hombres, por la astucia que arrastra a los lazos del error (Efes. 4, 14). (Efes. 4, 14). Y enseña que esta regla debe ser observada, no durante un período de tiempo determinado, sino hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe, en la medida de los tiempos de la plenitud de Cristo (Efes.4, 13). ¿Pero dónde ha puesto Jesucristo el principio que debe establecer esta unidad y el auxilio que debe conservarla? Helo aquí: Ha hecho a unos Apóstoles, y a otros pastores y doctores para la perfección de los Santos, para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo (Efes. 4, 11).

24. Orígenes ensalza la tradición. 

   Esta es también la regla que desde la antigüedad más remota han seguido siempre y unánimemente han defendido los Padres y los doctores. Escuchad a Orígenes: Cuantas veces nos muestran los herejes las Escrituras canónicas, a las que todo cristiano da su asentimiento y su fe, parecen decir: En nosotros está la palabra de la verdad. Pero no debemos creerles ni apartarnos de la primitiva tradición eclesiástica, ni creer otra cosa que lo que las Iglesias de Dios nos han enseñado por la tradición sucesiva[xvii].

25. San Ireneo. 

   Escuchad a San Ireneo: La verdadera sabiduría es la doctrina de los Apóstoles... que ha llegado hasta nosotros por la sucesión de los Obispos... al trasmitirnos el conocimiento muy completo de las Escrituras, conservándolos sin alteración[xviii].

26. Tertuliano

   He aquí lo que dice Tertuliano: Es evidente que toda doctrina, conforme con las de las Iglesias apostólicas, madres y fuentes primitivas de la fe, debe ser declarada verdadera; pues, ella guarda sin duda la que las Iglesias han recibido de los Apóstoles, los Apóstoles de Cristo, Cristo de Dios. ..Nosotros estamos siempre en comunión con las Iglesias apostólicas,. ninguna tiene diferente doc- trina; este es el mayor testimonio de la verdad[xix].

27. San Hilario. 

   Y  San Hilario: "Cristo, sentado en la barca para enseñar, nos da a entender que los que están fuera de la Iglesia no pueden tener ninguna unión con la palabra divina. Pues la barca representa a la Iglesia, en la que sólo el Verbo de verdad reside y se hace escuchar, y los que están fuera de ella y fuera permanecen, esté- riles e inútiles como la arena de la ribera, no pueden comprenderle"[xx].

28. San Gregorio y San Basilio. 

   Rufino alaba a San Gregorio Nacianceno y a San Basilio porque "se entregaban únicamente al estudio de los libros de la Escritura Santa, sin tener la presunción de pedir su interpretación a su propia inteligencia, sino que la buscaban en los escritos y en la autoridad de los antiguos, quienes a su vez, según era evidente, recibieron de la sucesión apostólica la regla de su interpretación"[xxi].

29. Cristo instituyó el magisterio

   Es, pues, incuestionable, después de lo que acabamos de decir, que Jesucristo instituyó en la Iglesia un magisterio vivo, auténtico y además perpetuo, investido de su propia autoridad, revestido del espíritu de verdad, confirmado por milagros, y quiso, y muy severamente lo ordenó, que las enseñanzas doctrinales de ese magisterio fuesen recibidas como las suyas propias. Cuantas veces, por lo tanto, declarare ese magisterio que tal o cual verdad forma parte del conjunto de la doctrina divinamente revelada, todos deben tener por cierto que es verdad; pues si en cierto modo pudiera ser falso, se seguiría, lo cual es evidentemente absurdo, que Dios mismo sería el autor del error de los hombres, Señor, si estamos en el error Vos mismo nos habéis engañado[xxii]. Alejado, pues, todo motivo de duda, ¿Puede a nadie permitirse rechazar alguna de esas verdades, sin que se precipiten abiertamente en la herejía, sin que se separe de la Iglesia y sin que repudie en conjunto toda la doctrina cristiana?

30. Separarse en un punto es separarse en todo.

   Pues tal es la naturaleza de la fe, que nada es más imposible que creer esto y dejar de creer aquello. La Iglesia profesa efectivamente que la fe es "una virtud sobrenatural por la que, bajo la inspiración y con el auxilio de la gracia de Dios, creemos que lo que nos ha sido revelado por El es verdadero; y lo creemos, no a causa de la verdad intrínseca de las cosas, vista a la luz natura de nuestra razón, sino a causa de la autoridad de Dios mismo, que nos revela esas verdades, y que no puede engañarse ni engañarnos[xxiii].

   Si hay, pues, un punto que ha sido revelado evidentemente por Dios y nos negamos a creerlo, no creemos en nada de la fe divina. Pues el juicio que emite Santiago respecto de las faltas en el orden moral, hay que aplicarlo a los errores de entendimiento en el orden de la fe. Quien hace se culpable en un solo punto se hace transgresor de todos (Stgo. 2, 10). Esto es aun más verdadero en los errores del entendimiento. No es, en efecto, en el sentido más propio, como pueda llamarse trasgresor de toda la ley a quien haya cometido una sola falta moral, pues si puede aparecer despreciando a la majestad de Dios, autor de toda ley, ese desprecio no aparece sino por una especie de interpretación de la voluntad del pecador. Al contrario, empero, quien en un solo punto rehusa su asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda la fe, pues rehusa someterse a Dios en cuanto es la soberana verdad y el motivo propio de la fe. En muchos puntos están conmigo, en otros no están conmigo; pero a causa de los puntos en que no están conmigo, de nada les sirve estar conmigo en todo lo demás[xxiv].

   Nada es más justo; porque aquellos que no toman de la doctrina cristiana sino lo que quieren, se apoyan en su propio juicio y no en la fe, y al rehusar reducir a servidumbre toda inteligencia bajo la obediencia a Cristo (II Cor. 10, 5) obedecen en realidad a sí mismos antes que a Dios. Vosotros que en el Evangelio creéis lo que os agrada y os negáis a creer lo que os desagrada, creéis en vosotros mismos mucho más que en el Evangelio[xxv].

   Los Padres del Concilio Vaticano nada nuevo dictaminaron al respecto pues sólo se conformaron con la institución divina y con la antigua doctrina de la Iglesia y con la naturaleza misma de la fe, cuando formularon este decreto: Se deben creer como de fe divina y católica todas las verdades que están contenidas en la palabra de Dios, escrita o trasmitida por la tradición, y que la Iglesia, bien por un juicio solemne o por su magisterio ordinario y universal propone como divinamente revelada[xxvi].

31. Acogerse al seno de la Iglesia.

   Siendo evidente que Dios quiere de una manera absoluta que en su Iglesia reine la unidad de fe, y estando demostrado de qué naturaleza ha querido que fuese esa unidad, y por qué principio ha decretado asegurar su conservación, séanos permitido dirigirnos a todos aquellos que no han resuelto cerrar los oídos a la verdad y decirles con San Agustín: Pues que vemos en ellos un gran socorro de Dios y tanto provecho y utilidad, ¿dudaremos en acogernos al seno de esta Iglesia que, según la confesión del género humano tiene en la Sede Apostólica y ha guardado por la sucesión de sus Obispos la autoridad suprema, a despecho de los clamores de los herejes que la asedian y han sido condenados ya por el, juicio del pueblo, ya por las solemnes decisiones de los Concilios, o por la majestad de los milagros?

   No querer darle el primer lugar es seguramente producto de una impiedad soberbia o de una arrogancia desesperada. y si toda ciencia, aun la más humilde y fácil, exige, para lograrse, el auxilio de un doctor o de un maestro ¿Puede imaginarse un orgullo más temerario, tratándose de libros de los divinos misterios, negarse a recibirlos de boca de sus intérpretes y, sin conocerlos, querer condenarlos?[xxvii]


[i]S. Jeron. Hom. de capto Eutropio Nº 6, P.G. 52, 402.

[ii] S. Aug. In Psalm. 71, nº 8. P.L. 36, 609.

[iii] S. Aug. Enarrat. in Ps. 103, sermo II, nº 5. P.L. 37, 1353.

[iv] Clemens Alex. Stromat. 7, 17. P.G. 9, 551.

[v] Optato de Milevo, De achism. Donat. lib. III. nº 2. P.L. 11, 995-997.

[vi] S. Aug. In Ep. Jn. tr. I, 13. P.L. 35, 1988.

[vii] S. Cipr. De Cath. Eccl. Unit 23. P.L. 4, 517 .

[viii] S. Cipr. De Cath. Eccl. Unit 23. P.L. 4, 517.

[ix] S. Aug. sermo 267, nº 4. P.L. 38, 1231

[x] S. Iren. Ad. Haer. III, 12, nº 12. P.G. 7, 906.

[xi] S. Aug. Evang. Joa. tract. 18, c. 5, nº 1.

[xii] S. Jeron. In Matth. 1. 4, c. 28, 20.

[xiii] Clemente Rom. Epit. I Cor. cop. 42-44. P.G. 1, 291-298.

[xiv] S. Cipr. Ep. ad Magnum 1. P.L. 3, 1138.

[xv] Auctor Tract. de Fide Orthod. c. Arianos. c. 1. P.L. 17, 552.

[xvi] S. Aug. De Haeres. nº 88. P.L. 42, 50..

[xvii] Orígenes, Vetus interpr. Comm. in Mt. n. 46, P.G. 7, 1077.

[xviii] S. Irineo, Contra haer., 1.IV, c. 33, n. 8, P.G. 7, 1077. 

[xix] Tertul. De praescript., c. 21. P.L. 2, 33.

[xx] S. Hilar. Comment. in Mat. 23, n. 1. P.L. 9, 993.

[xxi] Ruf Hist. Eccl., I. II, c. 9. P.L. 21, 518.

[xxii] Ricardo de S. Victor, De Trinit., 1. I, c. 2. P.L. 196, 891.

[xxiii] Conc. Vatic., sess. III, c. 3. Denz. nr. 1789.

[xxiv] S. Agust. in Psalm. 54, n. 19. P.L. 36, 641.

[xxv] S. Agust. cont. Faust. 1. 17, 3. P.L. 42, 342.

[xxvi] Conc. Vatic. , sess. III, c. 3. Denz. nr. 1792 

[xxvii] Aug. De util. cred., c. 17, 35. P.L. 42, 91.