Martes

9a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Tobías 2,10-23

Un buen día, Tobit, 10 cansado de tanto enterrar, regresó a su casa, se tumbó al pie de la tapia y se quedó dormido; 11 mientras dormía, le cayó en los ojos excremento caliente de un nido de golondrinas y se quedó ciego. 12 Dios permitió que le sucediese esta desgracia para que, como Job, diera ejemplo de paciencia. 13 Como desde niño había temido a Dios, guardando sus mandamientos, no se abatió ni se rebeló contra Dios por la ceguera, 14 sino que siguió imperturbable en el temor de Dios, dándole gracias todos los días de su vida.

15 Y lo mismo que a Job le insultaban los reyes, también los parientes y familiares de Tobit se burlaban de él y le decían:

16 —Te ha fallado la recompensa que esperabas cuando dabas limosna y enterrabas a los muertos.

17 Pero Tobit respondía:

18 —No digáis eso, 18 que somos descendientes de un pueblo santo y esperamos la vida que Dios da a los que perseveran en su fe.

19 Ana, la mujer de Tobit, iba todos los días a hacer labores textiles para ganarse el sustento con el trabajo de sus manos. 20 Un día le dieron un cabrito y se lo llevó a casa. 21 Su marido, al oír los balidos, dijo:

—¿No será acaso robado? Devuélveselo a sus dueños, porque no podemos comer, ni siquiera tocar nada robado.

22 Su mujer replicó, enfadada:

—Sí tu esperanza se ha visto frustrada; ya ves de lo que te ha servido hacer limosnas.

23 Y continuó ofendiéndole con estas palabras y otras por el estilo.


Tobit es hospitalario y observante y practica la Ley de Dios, aunque esto ponga en peligro su vida. En consecuencia, es un hombre al que Dios debería proteger y premiar. Sin embargo, no es así. Las cosas de la vida parecen suceder frecuentemente sin sentido, indiferentes al tipo de justicia que nosotros desearíamos. Ya le pasó a Job y ahora le pasa lo mismo a Tobit.

Tras haber perdido la vista, sometido a la prueba, es insultado y escarnecido por sus amigos: ¿de qué te han servido tu caridad y tu obediencia? ¿Vale la pena poner en peligro la propia vida por la Ley del Señor? Sin embargo, Tobit no se lamenta; permanece firme en su fe e incluso en la prueba sigue dando gracias al Señor. Justamente como Job: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!». También su mujer se burla de él: ¿éste es el fruto de tus limosnas? Está claro que tu fidelidad ha sido inútil.

Así le sucede con frecuencia al justo en la prueba: sufre golpes y es incomprendido. Al dolor de la desgracia se le añade el dolor de la soledad. Es el momento de la tentación, que procede de sus propios amigos, que son precisamente quienes deberían apoyarle. Es en estos momentos cuando se verifica la solidez de la fe y la fuerza de la paciencia. Esta última es la virtud de la roca: puedes pisotearla, golpearla, pero no se deja modificar. Así es la fe de Tobit.

 

Evangelio: Marcos 12,13-17

En aquel tiempo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos 13 le enviaron unos fariseos y unos herodianos con el fin de cazarlo en alguna palabra. 14 Llegaron éstos y le dijeron:

—Maestro, sabemos que eres sincero y que no te dejas influir por nadie, pues no miras la condición de las personas, sino que enseñas con verdad el camino de Dios. ¿Estamos obligados a pagar tributo al césar o no? ¿Lo pagamos o no lo pagamos?

15 Jesús, dándose cuenta de su mala intención, les contestó:

—¿Por qué me ponéis a prueba? Traedme una moneda para que la vea.

16 Se la llevaron, y les preguntó:

—¿De quién es esta imagen y esta inscripción?

Le contestaron:

—Del césar.

17 Jesús les dijo:

—Pues dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios.

Esta respuesta los dejó asombrados.


Los fariseos y los herodianos -enviados por las autoridades-, quieran o no, trazan un cuadro muy positivo de Jesús. Han venido para someterle a insidias, pero se ven obligados a reconocer su fuerte personalidad (vv. 13ss. Jesús es un hombre «sincero» y transparente, sin trampas ni hipocresías. Es alguien que dice lo que verdaderamente piensa. No es parcial con nadie. Justo lo contrario es la figura de las autoridades que les envían y la de los mismos que le interrogan. Fingiendo interés, intentan poner a Jesús en una situación embarazosa: son unos hombres astutos, hipócritas, dedicados a poner trampas. Pero vayamos al asunto.

La afirmación central está constituida por estas palabras: «Pues dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios» (v. 17). Los fariseos y los herodianos plantearon a Jesús una cuestión candente. Si respondía de manera negativa, habría suscitado la reacción de la autoridad romana. Si respondía afirmativamente, habría perdido la simpatía de las muchedumbres.

En torno a si era o no lícito pagar los tributos al emperador romano había posiciones diferentes: los herodianos eran favorables a los romanos; los celotas, por el contrario, predicaban abiertamente el rechazo y la resistencia armada; los fariseos rechazaban la rebelión abierta y pagaban los tributos para evitar lo peor.

La respuesta de Jesús es completamente inesperada y coge por sorpresa a sus interlocutores, porque se sustrae a la lógica de las diferentes formaciones. No se trata de una respuesta evasiva. Escapa al dilema, pero no por miedo a comprometerse. Lleva el discurso más hacia atrás, justo al lugar donde se encuentra el centro inspirador, es decir, la concepción justa de la dependencia de Dios y, por consiguiente, la justa libertad frente al Estado. Con su respuesta, Jesús no pone a Dios y al césar en el mismo plano.

En las palabras: «Pues dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios», el acento recae en la segunda parte. Lo que le preocupa a Jesús es, antes que nada, salvaguardar los derechos de Dios en cualquier situación política. El Estado no puede erigirse en valor absoluto: ningún poder político -romano o no, cristiano o no- puede arrogarse derechos que sólo competen a Dios, no puede absorber todo el corazón del hombre, no puede reemplazar a la conciencia. El hombre del Evangelio se niega a hacer coincidir su conciencia con los intereses del Estado. Se niega a caer en la lógica de la «razón de Estado» y es por eso, en su raíz, un posible «objetor de conciencia».


MEDITATIO

Una desgracia, un accidente... algo que, sea como sea, quiebra las ya frágiles seguridades de una vida experta en dolor. Y todo esto le pasa al hombre fiel, a alguien que «temía a Dios». ¿No es acaso un escándalo, una provocación, una injusticia? ¿Cuántas veces se habrá presentado el mismo espectáculo ante nuestros ojos? ¿Cuántas veces nos habremos encontrado nosotros mismos en una situación semejante? A nuestras reacciones de murmuración y de rebelión, a nuestros sobresaltos de desconcierto y de angustia, a la vacilación de nuestra misma fe le suena desconcertante la respuesta de Tobit, que casi nos parece de otro mundo: «Dándole gracias todos los días de su vida». Los amigos se burlan de él, su mujer le insulta, la ceguera le reduce a la impotencia, le sitúa entre la incomprensión y el escarnio de sus más allegados, pero él bendice a Dios.

Nuestra tentación consistiría en archivar el asunto como algo absurdo, imposible. Sin embargo, si hacemos callar el tumulto de los sentimientos y de las reacciones de defensa y nos ponemos a escuchar en un clima de verdad en el fondo de nuestro corazón, podremos volver a encontrar un acuerdo con la armonía de Tobit. Comprenderemos que ese hombre, humanamente hablando destruido, se encuentra en el punto justo cuando no se rebela y bendice a Dios. A buen seguro, esta actitud no se improvisa: Tobit «desde la niñez había temido a Dios y observado sus mandamientos».

Una fe débil, «dominical», podríamos decir, no basta para permanecer firmes en los momentos difíciles. Sin embargo, una fe madura, purificada en el crisol de la cruz, vivida en fidelidad a las cosas pequeñas de cada día, en el «sí» disponible repetido en cada situación, nos permite llegar incluso a gestos extremos.


ORATIO

Señor, Dios justo, purifícanos para que en nuestro obrar no nos mueva la búsqueda del favor o de las complacencias humanas, sino sólo el deseo de hacer tu voluntad y complacerte. Ilumina y fortalece nuestro corazón con tu Espíritu para que, a través de las pruebas de la vida, pueda permanecer firme en tu santo temor.

Cuando el sufrimiento, la soledad, el peso y la fatiga del camino diario nos resulten más pesados, enséñanos a dejarnos ayudar por ti, a unirnos más a ti, sin hacerte preguntas, sin exigir explicaciones, fiándonos de ti cuando más oscuro se vuelva nuestro cielo. Entonces también en nuestra oscuridad brillará la luz de la esperanza que no defrauda y el canto silencioso de la acción de gracias a ti, Dios bueno y fiel.


CONTEMPLATIO

Sin embargo, no quiero decir que no se pueda pedir [la curación] a nuestro Señor como a aquel que nos la puede dar, con la condición de que digamos: si ésa es tu voluntad; en efecto, siempre debemos decir: «Fiat voluntas tua» (Mt 6,10).

No basta con estar enfermos y padecer sufrimientos porque Dios lo quiera, sino que es preciso estarlo como él quiera, cuando lo quiera, durante el tiempo que lo quiera y del modo en que le plazca que lo estemos, sin elegir ni rechazar el mal o la aflicción, sea el que sea, aunque pueda parecernos abyecto o deshonroso; en efecto, el mal y la aflicción, sin abyección, hinchan el corazón, en vez de humillarlo. Sin embargo, cuando sufrimos un mal sin honor, o incluso con deshonor, envilecimiento y abyección, son muchas las ocasiones que se nos presentan de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia y la mansedumbre de espíritu y de corazón.

Debemos llevar, por consiguiente, gran cuidado, como la suegra de Pedro, en conservar nuestro corazón en la mansedumbre, sacando provecho, como ella, de nuestras enfermedades. En efecto, «ella se levantó» en cuanto nuestro Señor hizo que desapareciera su fiebre, «se puso a servirle» (Mt 8,15). No cabe duda de que en esto demostró una gran virtud y el provecho que había obtenido de la enfermedad. En efecto, una vez liberada de aquélla, quiso usar la salud sólo para servir a nuestro Señor (Francisco de Sales, 1 trattenimentti XXI, 6ss, Roma 1990, p. 352 [edición española: Obras de san Francisco de Sales, BAC, Madrid 1954]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«El corazón del justo está firme en el Señor» (del salmo responsorial).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»: son las palabras con las que Jesús pone voz a su actitud de ofrenda, de rendición ante el misterio; más allá y dentro de la oscuridad del misterio. Esta entrega de sí mismo, que nada quita a la oscuridad en que se vive, no libera del miedo a los elementos amenazadores que sentimos a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, pero expresa en nuestra vida el absoluto de Dios. Tal vez no exista en el vocabulario humano palabra más universal ni más censurada que la palabra «sufrir»: es universal, porque la experiencia del sufrimiento pertenece a todos los hombres, pero es también un término censurado, porque el sufrimiento evoca dentro de nosotros la conciencia de nuestra fragilidad.

Del vocabulario del sufrimiento forman parte palabras como «enfermedad» y «muerte», con sus corolarios de «debilidad», «miedo», «decadencia», «impotencia». Está la experiencia de la fraternidad traicionada: el hambre, la injusticia, la violencia [...]; éstas se manifiestan en formas antiguas, aunque también a través de formas típicas de este tiempo nuestro: el dolor de los niños, la soledad de los ancianos y de los pobres, el aislamiento de muchos jóvenes que no consiguen insertarse en la sociedad...

En el misterio del corazón humano, es la conciencia del dolor y de sus razones lo que, a veces, hace más agudo el sufrimiento: tocamos con la mano la conciencia de nuestra propia fragilidad; con frecuencia, las preguntas sobre el sufrimiento representan un dolor más profundo que el mismo dolor; perforan la conciencia, engendran un sentido de soledad que nos hace tocar con la mano el misterio: porque el sufrimiento es también siempre experiencia del misterio. Es inútil pretender descifrar y explicar el misterio; éste sólo puede ser custodiado en el corazón, con la expectativa de que un día se revele (P. Bignardi, II vangelo del quotidíano, Roma 2000, pp. 113ss).