Martes

3a semana del
Tiempo ordinario

 

LECTIO

Primera lectura: Hebreos 10,1-10

Hermanos: 1 La ley no es más que una sombra de los bienes futuros, y no la realidad misma de las cosas. Por eso, no puede hacer perfectos a través de estos mismos sacrificios a quienes todos los años sin falta se acercan a ofrecerlos. 2 En caso contrario, ¿no se habrían dejado de ofrecer, dado que quienes los ofrecen, una vez purificados, ya no tendrían conciencia alguna de pecado? 3 Sin embargo, estos sacrificios hacen patente cada año la memoria de los pecados, 4 porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados. 5 Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo:

No has querido sacrificio ni ofrenda,
pero me has formado un cuerpo;

6
no has aceptado holocaustos
ni sacrificios expiatorios.
7 Entonces yo dije:
Aquí vengo, oh Dios,
para hacer tu voluntad.
Así está escrito de mí
en un capítulo del libro.

8 En primer lugar dice: No has querido ni te agradan los sacrificios, ofrendas, holocaustos ni víctimas por el pecado, que se ofrecen según la ley. 9 Después añade: Aquí vengo para hacer tu voluntad. De este modo anula la primera disposición y establece la segunda. 10 Por haber cumplido la voluntad de Dios, y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios.


Como consecuencia de la caída original, la naturaleza del hombre está inclinada al mal y, de hecho, la inclinación se convierte en pecado realizado, que, a su vez, hace todavía más fácil el hundimiento. De ahí deriva un estado de esclavitud permanente. Por eso, la ley antigua prescribía complicados ritos de purificación, exigía la ofrenda repetida de víctimas sacrificiales: sangre de toros y de machos cabríos. Estos conseguían mantener viva la conciencia del pecado, pero eran absolutamente insuficientes para extirparlo de raíz y devolver la auténtica libertad. Un rito exterior no puede poner remedio de manera automática a una herida interior que tiene su origen en un acto de desobediencia a Dios, en una soberbia rebelión contra su voluntad. El verdadero antídoto está, pues, en la humilde obediencia al designio divino de salvación. Jesús vino al mundo a construir, por vez primera, este camino de retorno, abriendo así a los hombres la única vía que puede conducir a la salvación. Aunque era Hijo de Dios, se rebajó a la condición humana y se hizo obediente hasta morir en la cruz.

Toda su vida terrena encuentra una síntesis perfecta en esta afirmación: «Mi alimento es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado» (Jn 4,34). En esta obediencia consiste el culto perfecto en espíritu y en verdad, el que no se agota en prácticas exteriores, sino que se convierte en comunión con Dios y en salvación para todos.

 

Evangelio: Marcos 3,31-35

En aquel tiempo, 31 llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, le mandaron llamar. 32 La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron:

-¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan.

33 Jesús les respondió:

34 Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió:


El pasaje de la carta a los Hebreos ha subrayado que la encarnación de Jesús marca el final de la antigua ley e inaugura el nuevo culto en espíritu y en verdad, la obediencia amorosa al designio del Padre. El fragmento evangélico nos ofrece la misma enseñanza, poniendo incluso más de relieve su radicalismo. Mientras Jesús está enseñando, alguien viene a decirle que su madre y sus hermanos le buscan. Es una buena ocasión para perfilar los rasgos del verdadero cristiano, del auténtico discípulo. «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre», dice Jesús. Otros evangelistas refieren una afirmación todavía más incisiva: «Quien no odia a su padre y a su madre, no es digno de mí». Es la carta magna que funda la familia sobrenatural.

El cristiano debe ser capaz de poner a Cristo en el centro de su propia vida y anteponerlo a todo y a todos, exactamente como hizo María, Madre de Cristo según la carne, pero aún más discípula de Cristo en el espíritu. Ella no se limitó a decir su sí decisivo para la historia de la humanidad -ese sí que abrió a Jesús la entrada en el mundo- en el momento de la anunciación, sino que vivió después esta obediencia momento a momento, hasta la entrega suprema del Hijo al Padre, mientras por obediencia de amor estaba junto a la cruz y su corazón era traspasado por una espada. Entonces se convirtió María en Madre de la Iglesia: misteriosa fecundidad de una vida totalmente abandonada a la voluntad de Dios.


MEDITATIO

«Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad.» «El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre.» Sólo dos versículos, pero contienen todo el misterio de nuestra salvación. La liturgia de la Palabra de hoy presenta dos lecturas que tienen que ver con el punto más profundo de la vida cristiana; dos lecturas que, unidas de este modo, parecen escogidas para liberar el corazón del hombre de una visión estrecha de la obediencia y de extraños preconceptos sobre la voluntad de Dios, entendida, con excesiva frecuencia, casi como el capricho de un tirano o como una ley férrea y anónima. Para descubrir el verdadero significado de estas dos luminosas afirmaciones, preguntemos, aunque sólo sea por medio de brevísimas alusiones, a la Sagrada Escritura. En el salmo 17 leemos: «El día de mi desgracia me asaltaron, pero el Señor fue mi apoyo. Me liberó, me dio respiro, me salvó, porque me amaba», y la versión latina -fiel al original hebreo-dice simplemente: quia me voluit, «porque me quiso»: la voluntad de Dios es su quererme.

En la plenitud de su revelación, Jesús declarará: «Y su voluntad es que yo no pierda a ninguno de los que él me ha dado, sino que los resucite en el último día» (Jn 6,39). Si la voluntad de Dios consiste en el deseo de nuestro bien, ¿qué será, entonces, la obediencia? Desde el aquí estoy de Abrahán (cf. Gn 22,2) hasta el aquí estoy de María, desde el aquí estoy de Jesús al aquí estoy de todos los que han seguido sus huellas, la obediencia se revela como un canto nupcial que brota de un corazón deseoso de cooperar con el designio divino de salvación. La obediencia no es la fría ejecución de unas órdenes severas, sino un apasionado compromiso de toda la persona en un confiado abandono a aquel que es, a buen seguro, omnipotente, pero también Padre; Altísimo, pero también Emmanuel, Dios-con-nosotros. El hombre y lamujer obedientes encontrarán momentos de cansancio en su camino, pero siempre sentirán junto a ellos los pasos de aquel que nos precede llevando por amor a nosotros su-nuestra cruz.


ORATIO

Señor Jesús, Hijo obediente del Padre, atraídos por la misteriosa fascinación de tu persona y cautivados por la fuerza penetrante de tu Palabra, nos apretamos a tu alrededor, míseros y pobres, mendigando la paz y el perdón. Somos muchos, pero nos sentimos solos; quisiéramos mirarte a la cara, pero la vergüenza nos hace bajar la cabeza. Estamos aquí con el peso de nuestra nada, con la esperanza de una vida nueva. Posando tu mirada sobre nosotros, nos dices: «Quien hace la voluntad de mi Padre es para mí hermano, hermana, madre...». Estábamos solos, ahora somos tu familia, somos hermanos entre nosotros; nos sentimos unidos entre nosotros con una dulce y fuerte solidaridad. Que tu amor nos sostenga y nos impulse siempre a vivir contigo para todos.


CONTEMPLATIO

Si me preguntas dónde puedes encontrar la obediencia, cuál es la causa que te la quita y cuál el signo de que la tienes o no, te responderé que la encuentras de una manera consumada en el dulce y amoroso Verbo unigénito mi Hijo. Estuvo tan dispuesta esta virtud en él que, para cumplirla, corrió a la oprobiosa muerte de cruz. ¿Quién te la puede quitar? Considera al primer hombre y verás cuál es la causa que le quitó la obediencia: la soberbia engendrada por el amor propio.

La señal para saber si tienes o no esta virtud es la paciencia. No hay ningún hombre que pueda llegar a la vida eterna si no es obediente. Obligado por mi infinita bondad, puesto que veía que el hombre, a quien yo tanto amaba, no podía volver a mí, que soy su fin, cogí las llaves de la obediencia y las puse en las manos del dulce y amoroso Verbo, y él, como portero, abrió esta puerta del cielo.

Cuando volvió a mí, os dejó esta dulce llave de la obediencia. ¿Cuál fue la razón de la grandísima obediencia de este Verbo? La razón fue el amor que consagró a mi honor y a vuestra salvación. El amor no está nunca solo, sino que acompaña a todas las virtudes. Por eso, su madre, que es la caridad, le ha dado por hermana a la obediencia la virtud de la paciencia. Esta virtud tiene una nodriza que la alimenta; a saber, la verdadera humildad, por lo que el alma es tan obediente como humilde, y tan humilde como obediente (Catalina de Siena, Dialogo della divina Provvidenza, Bolonia 1989, nn. 154ss, passim [edición española en Obras de santa Catalina de Siena, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1996]).


ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Correré tras tus mandatos, pues me colmas de gozo» (Sal 118,32).


PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

La obediencia a Dios -objetará alguno- es fácil: a Dios no le vemos, no le oímos; podemos hacerle decir lo que queramos [...]. Es verdad [...]. Sin embargo, la Escritura nos ofrece el criterio para discernir entre la verdadera y la falsa obediencia a Dios. Hablando de Jesús, dice que «aprendió a obedecer a través del sufrimiento» (Heb 5,8). La medida y el criterio de la obediencia a Dios es el sufrimiento. Cuando dentro de ti todo grita: «Dios no puede querer esto de mí» y, sin embargo, te das cuenta de que quiere precisamente esto... y te encuentras ante su voluntad como ante una cruz en la que debes extenderte, entonces descubres lo seria, concreta y cotidiana que es esta obediencia. Para obedecer a Dios, haciendo nuestros sus pensamientos y sus voluntades, es preciso morir un poco cada vez. En efecto, nuestros pensamientos empiezan siendo diferentes a los de Dios no algunas veces, como por casualidad, sino siempre, por definición. La obediencia a Dios requiere, en cada ocasión, una auténtica conversión. Pongamos un pequeño ejemplo que vale tanto para la vida de comunidad como para la de familia. Alguien ha tomado para sí o ha cambiado o violado un objeto que te pertenecía: una pieza del vestuario o alguna otra cosa que pertenecía a tu uso particular. Estás firmemente decidido a señalar el asunto y a reclamar lo tuyo. Ningún superior interviene para prohibírtelo. Pero he aquí que, sin haberla buscado, te sale al encuentro con fuerza la Palabra de Jesús, o te la encuentras sin más delante, por casualidad, al abrir la Biblia: «Da a quien te pida, y a quien te quita lo tuyo no se lo reclames» (Lc 6,30). Comprendes con claridad que esa afirmación no valdrá siempre y para todos, pero que vale ciertamente para ti en esa precisa circunstancia; te encuentras frente a una obediencia bella y buena que realizar; si no lo haces, sientes que has dejado perder una ocasión de obedecer a Dios. La obediencia a Dios es una obediencia que siempre podemos realizar. Cuanto más obedecemos, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que éste es el don más bello que puede hacernos, el que hizo a su amado Hijo Jesucristo (R. Catalamessa, L'obbedienza, Milán, 1986, pp. 52-56, passim [edición española: La obediencia, Edicep, Valencia 1990]).