Salmo 120

El Señor es tu guardián

«Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, corno tú y yo somos uno» (Jn 17,11).

Presentación

Esta breve y delicada composición poética de confianza se presenta como el segundo de la serie de los salmos llamados graduales (Sal 119-133) o salmos de las ascensiones, que acompasaban la subida de los fieles a Jerusalén. Según algunos investigadores, el salmo habría servido originariamente como una «plegaria de guerrero» compuesta en una época anterior y entró después a formar parte de este «salterio para peregrinos» a partir del siglo IV a. de C. El salmo se puede dividir en cuatro estrofas de dos versículos cada una:

Aunque simple en apariencia, este salmo presenta en realidad una estructura compleja de acentos que lo convierten en un caso único en todo el salterio.

 

1Levanto mis ojos a los montes:
¿de dónde me vendrá el auxilio?
2El auxilio me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

3No permitirá que resbale tu pie,
tu guardián no duerme;
4no duerme ni reposa
el guardián de Israel.

5El Señor te guarda a su sombra,
está a tu derecha;
6de día el sol no te hará daño,
ni la luna de noche.

7El Señor te guarda de todo mal,
él guarda tu alma;
8
el Señor guarda tus entradas y salidas,
ahora y por siempre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El Sal 120 podemos leerlo como una expresión de confianza en Dios o como una invitación a abandonarnos en él de una manera ilimitada. La situación que se presenta es genérica. Un hombre que se encuentra en la necesidad levanta los ojos a los montes en busca de ayuda. ¿Se trata de un antiguo guerrero que espera refuerzos de las montañas próximas? ¿O bien se trata de un fiel que levanta sus ojos a los montes que rodean Jerusalén y después, todavía más arriba, al cielo, hasta reconocer la ayuda en Dios creador? ¿Es el interlocutor el mismo orante en un diálogo interior o se trata de una ejecución litúrgica? No hay respuestas a estas preguntas, que, por otra parte, nos permiten entrar a cada uno con mayor facilidad como protagonista en una plegaria tan bella.

La reflexión sobre Dios continúa. El Omnipotente «que hizo el cielo y la tierra» (v. 2) no se encuentra en un monte inaccesible, sino cerca del fiel, para sostenerle a fin de que su pie no tropiece. Más aún, el Señor va siempre como guardián al lado del que se ha puesto en camino. Custodia, en efecto, siempre a su fiel. Son seis veces las que se repite la raíz del verbo «custodiar» en un juego de asonancias y de llamadas que ponen esta certeza precisamente en el centro del salmo: «El Señor te guarda» (v. 5a).

Vela sobre cada uno y salva de los peligros del día y de la noche: las insolaciones o las influencias nefastas de la luna. Protege constantemente la vida de quien se confia a él, desde que sale del seno materno hasta que entra en la tumba, ahora y por siempre. ¿Acaso no es ésta la protección que experimenta ya el pueblo de Israel en el duro camino del desierto hasta la tierra prometida?

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Si el pueblo del Antiguo Testamento había experimentado ya la consoladora certeza de tener la ayuda del Dios del cielo y de la tierra, que, a lo largo del fatigoso camino de la historia, revelaba su presencia de guardián atento y solícito, a los cristianos nos resulta ahora todavía más dulce orar con los acentos confiados de este salmo. Se puede decir que toda la vida humana es un viaje hacia la verdadera patria. También nosotros levantamos confiadamente los ojos al cielo, desde donde el Padre nos ha manifestado a su Hijo, el Enmanuel, al emprender el camino.

Jesús se hace peregrino con nosotros y le ha pedido al Padre que nos guarde del maligno (Jn 17,15), que nos envíe a su Espíritu consolador (Jn 14,16); más aún, él mismo se ha quedado con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28,20). En consecuencia, recorre todavía nuestras calles explicándonos -mediante su Iglesia- las sagradas Escrituras; se nos da él mismo en alimento como Pan de vida y nos protege de los asaltos del Enemigo, porque con su cruz nos ha salvado para siempre. Precisamente, con su sacrificio cruento nos ha hecho a todos los hombres merecedores de ser hijos sobre los que el Padre posa su mirada con amor y a quienes no abandona hasta que les haya llevado a sus moradas eternas.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Hay siempre en el hombre algún aspecto que le hace frágil, débil, necesitado de protección, y esto surge sobre todo en ciertos momentos de la historia. Vivimos, efectivamente, en una época que, marcada, en primer lugar, por una especie de delirio de omnipotencia en el que parecía estar a cubierto de todo, asegurada contra todo evento, ve ahora a muchas personas de países más afortunados que se encuentran de improviso amenazadas, empobrecidas.

Se trata de la misma situación que suscitó la oración del salmo tantos y tantos siglos antes. Repetirla nos sumerge en una experiencia saludable: hay Uno capaz de «custodiar» al hombre en la vida y en la muerte, capaz de salvarle verdaderamente no sólo de los males contingentes, sino del verdadero mal, que es el pecado. Este nos separa, en efecto, de la amable protección de un Dios que se ha hecho hasta tal punto cargo de nuestra situación que ha venido a compartir nuestra humana peregrinación para ponernos definitivamente a salvo: «Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado» (Jn 17,11).

Así oró Jesús por nosotros, y sabemos que su oración filial siempre es escuchada. Entrando en comunión con él nos guía un buen Pastor que no nos dejará golpear por ningún tipo de sequedad y que hará que nada pueda arrancarnos de su mano. Por eso ha venido a hacerse viajero como nosotros, a darnos su cuerpo como pan que nos guarda para la vida eterna. Por eso podemos levantar los ojos todos los días a lo alto, al cielo, como el mismo Jesús hizo muchas veces orando al Padre, dándole gracias y alabándole porque, por su amor, nos guarda aquel que es para nosotros camino y meta: Jesús, nuestro todo.

b) Para la oración

Oh Padre, levantamos los ojos al monte santo al que Jesús, tu Hijo, subió para ofrecer su vida por amor a nosotros. En él encontramos ayuda y fuerza. El nos ha revelado tu nombre santo y nos ha hecho conocer que tú no eres sólo el Dios omnipotente creador del cielo y de la tierra, sino también el Dios cercano. El Enmanuel. El nos ha custodiado en tu nombre y ahora nos confia continuamente a ti para que toda nuestra existencia, desde el nacimiento a su ocaso, esté preservada del mal, hasta que, una vez llegados al término de nuestra peregrinación terrena, contemplemos asombrados de alegría tu rostro.

c) Para la contemplación

El Señor veló en vida para que nosotros no nos adormeciéramos en la muerte. Sufrió por nosotros el sueño de la muerte mediante el misterio de la Pasión. Pero el sueño del Señor se ha convertido en vela para todo el mundo, dado que la muerte de Cristo ha sacudido de nosotros el sueño de la muerte eterna. Veló también en el sueño de su Pasión, como nos revela él mismo con las palabras de Salomón: «Yo duermo, pero mi corazón vela» (Cant 5,2). De ahí resulta con toda evidencia el misterio de su divinidad y de su humanidad. Durmió en cuanto hombre, pero su divinidad velaba.

Leemos estas palabras a propósito de la divinidad de Cristo: «No duerme ni reposa el guardián de Israel» (Sal 120,4). Es lo mismo que cuando dice: «Yo duermo, pero mi corazón vela»; en efecto, durante el sueño de su Pasión durmió en cuanto hombre, pero su divinidad visitaba los infiernos para sacar al hombre que allí estaba retenido como prisionero. Nuestro Señor y Salvador quiso visitar de hecho todo lugar y ser misericordioso con todos. Descendió del cielo a la tierra para visitar el mundo; descendió aún de la tierra a los infiernos para llevar a la luz a los que allí estaban prisioneros, según lo que dice el profeta: «A los que habitaban en tierra de sombras una luz les ha brillado» (Is 9,2) (Cromacio de Aquileya, Catequesis al pueblo, Sermón CVI, 1, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«El auxilio me viene del Señor» (v 2).

e) Para la lectura espiritual

La atmósfera espiritual en la que se mueve esta oración es un profundo sentimiento de fe en Dios y un abandono absoluto en sus manos. La Iglesia, peregrina en la tierra, levanta la mirada hacia este monte del templo de Dios que se ha elevado desde la tierra al cielo en Cristo resucitado y ascendido a la derecha del Padre. ¿De dónde le vendrá la ayuda para llegar hasta allí arriba? Ya se siente confortada por la confiada oración del salmo, pero a esta oración se añade la confirmación concreta de la palabra de Cristo, que oró así por su Iglesia al Padre: «No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del maligno» (Jn 17,15). Por otra parte, también nos prometió: «Yo rogaré al Padre para que os envíe otro Paráclito, para que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16), y aún: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). «Cristo está siempre presente en su Iglesia, y de modo especial en las acciones litúrgicas» (SC 7). El vigila con su presencia sobre ella, la protege; la vivifica con su Espíritu y custodia a los miembros de su cuerpo místico con su cuerpo y su sangre eucarística para la vida eterna.

«El cristiano ni es el único ni está solo consigo mismo...; en la soledad y en la libertad del cristiano, en su dignidad y responsabilidad hay otra cosa distinta de él; Otro: Cristo... En todo cristiano revive Cristo, su vida, por así decirlo: primero es niño, después llega por grados a la madurez, hasta que llega plenamente a la mayoría de edad del cristiano... Mi yo está encerrado en Cristo, y debo aprender a amarle como a aquel en quien tengo mi propia consistencia... En él está el receptáculo de mi ser» (R. Guardini).

Releyendo nuestro salmo a la luz de estas consideraciones, que tienen su fundamento en el misterio de la encarnación, comprenderemos también mejor el modo como Cristo nos custodia y nos protege: él se ha construido una habitación en el interior de nuestra vida (cf. Jn 14,23), ha tomado sobre sí el destino de cada uno de nosotros, se ha hecho en nosotros peregrino sobre la tierra: nos conoce más de lo que podemos conocernos nosotros mismos, porque nos conoce en las íntimas profundidades de nuestro ser. Volvamos con espíritu de fe a nosotros mismos: allí encontraremos nuestro auxilio, nuestra protección, porque allí encontraremos a Cristo, el guardián siempre vigilante y «el guardián de nuestras almas» (1 Pe 2,25) (S. Rinaudo, 1 Salmi, preghiera di Cristo e della Chiesa, Leumann [To] 1978, 672-674).