Salmo 113B

Nosotros, los que vivimos,
bendigamos al Señor

«Jesucristo es el Dios verdadero y la vida eterna. Hijos míos, guardaos de los ídolos» (1 Jn 5, 20b-21).

 

Presentación

Algunos investigadores han elaborado la hipótesis de la pertenencia de este salmo a una liturgia de renovación de la alianza (cf. Jos 23-24), aunque no se ha descubierto nada en concreto

e la confirme. Podemos datar el canto en el posexilio inmeato, que tiene la doble tarea de enseñar y exhortar: confirma la divinidad de YHWH, que la prueba del exilio había puesto en tela de juicio para muchos, e invita a la fidelidad a la alianza, repudiando toda idolatría. Estos aspectos se desarrollan en el interior de una oración litúrgica mediante la que el pueblo profesa su confianza en Dios y recibe la bendición del mismo.

1No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu bondad, por tu lealtad.

22Por qué han de decir las naciones:
«Dónde está su Dios»?

3
Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.

4Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:
5tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
6tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;
7tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
8que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

9lsrael confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
10
La casa de Aarón confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
11Los fieles del Señor confían en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.

12Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,
bendiga a la casa de Israel,
bendiga a la casa de Aarón;
13
bendiga a los fieles del Señor,
pequeños y grandes.

14Que el Señor os acreciente,
a vosotros y a vuestros hijos;
15benditos seáis del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

16El cielo pertenece al Señor,
la tierra se la ha dado a los hombres.

17Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
18
Nosotros, sí, bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El tema de la gloria y de la alabanza de Dios abarca Lodo el salmo. Desde el v 1 se invita a los fieles a adoptar una actitud de humilde adoración: la oración se vuelve también educación en la fe recta y, asimismo, su verificación (vv 1-11).

El pueblo, regresado del exilio, ha experimentado su propia debilidad y ha reconocido la felicidad y la misericordia de Dios en la hora de la prueba; ahora comprende que Dios ha manifestado su gloria precisamente de este modo, más que concediendo éxitos militares brillantes. De ahí la invitación a una fe más antigua y pura, que no se deja corromper por la mentalidad pagana, atraída por la preciosidad y la imponencia de los ídolos, que, en definitiva, son «obra de manos humanas» (vv. 2-4).

Los versículos siguientes desarrollan en este momento la polémica antiidolátrica. En la particular construcción del original judío parece subyacer una estructura responsorial en la que se invitaba al pueblo a reírse de las características de estos falsos dioses («tienen manos, y no tocan»).

La condenación final de la idolatría (v. 8) cierra una intuición de fe ulterior: los ídolos son inertes, impotentes, están «muertos»: los que confían en ellos se vuelven semejantes a ellos. La confianza en YHWH que profesa toda la asamblea, dividida por categorías cultuales (pueblo, sacerdotes, prosélitos), es muy diferente: esta fe tiene su apoyo y su defensa en Dios (vv. 9-11).

A la primera acción litúrgica (catequesis/profesión de fe) le siguen, en la segunda parte del salmo, la bendición del Señor transmitida por los sacerdotes (vv. 12-15) y una nueva confesión de fe: todo pertenece al Dios omnipotente (v. 15), pero él ha confiado la tierra al hombre. Y mientras callan los infiernos, el hombre vivo da gloria a Dios (vv. 16-18): lo que cualifica al hombre como viviente es precisamente su plena confianza en el Señor (cf. v. 8).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Este canto litúrgico ha entrado a formar parte del Hallel pascual. También la Iglesia lo canta en las segundas vísperas del domingo, pascua de la semana, releyendo en él su propia experiencia pascual.

Israel había experimentado en la debilidad del exilio que el poder y la gloria de Dios se manifiestan en su fidelidad y su misericordia, y, por consiguiente, había purificado su propia imagen de Dios en claro contraste con la que de él podían hacerse los pueblos paganos (vv. 1-8).

Del mismo modo, la Iglesia de todos los tiempos, reflexionando sobre la Pascua de Cristo, reconoce la victoria de Dios en la debilidad del Crucificado, mientras comprende que los ídolos deslumbrantes siempre en primer plano en el escenario de este mundo son, en realidad, inertes, no ayudan en nada, incluso llevan consigo la muerte verdadera, definitiva.

La Iglesia hace suya, por tanto, la renovada profesión de fe y de confianza de Israel (vv. 9-11), tras haber experimentado hasta qué punto Dios es ayuda y escudo para aquellos que -como Jesús- confían perdidamente en él. El Señor bendice este abandono confiado de los suyos, que parecen avanzar por escuadras (vv. 12s) para recibir del Padre la plenitud de toda bendición espiritual predispuesta en los cielos, en Cristo, desde la eternidad (cf. Ef 1,3s).

Se trata de una bendición de fecundidad que hace crecer a la Iglesia de siempre con nuevos miembros (v. 14). Es una bendición de vida, que hace de nosotros -conresucitados con Cristo mediante el bautismo- seres que viven para siempre, para alabanza y gloria del Padre (cf. Ef 1,6).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La liturgia lleva de la mano en este salmo a todo el pueblo de Dios, invitándole a verificar su fe a la luz de la pascua, a renunciar decididamente a las «idolatrías» y a recibir así la bendición del Padre a fin de darle gloria para siempre. Tal vez también nosotros, como los «gentiles», nos hayamos hecho una imagen de Dios cómoda y fascinante, aunque completamente irreal: se trata de una nada que arrastra a la nada.

El verdadero Dios, en cambio, el Padre de Jesucristo, nos muestra su rostro glorioso en el del Crucificado-Resucitado: un rostro desfigurado por el dolor y transfigurado para siempre por el amor de oblación. Es preciso sumergirse ampliamente en la mirada del corazón para reconocer y rechazar de una manera decidida las caricaturas o, en cualquier caso, falsificaciones de lo divino y, en consecuencia, las falsas espiritualidades que cada época propone.

¿Por qué han de decir las naciones: «Dónde está su Dios»? (v 2). Nuestro Dios está en la cruz, nuestro Dios ha bajado a los infiernos (cf. v. 17), nuestro Dios ha resucitado y reina en los cielos, a la derecha del Padre, porque nos ha amado hasta el extremo. Su poder se manifiesta plenamente en la debilidad asumida «por nosotros los hombres y por nuestra salvación». Por eso, queremos confiar en él sin reservas, sin más compromisos.

Como el antiguo Israel, también nosotros renovamos con este salmo nuestras renuncias bautismales y profesamos nuestra fe para acercarnos con plena confianza al Padre y recibir su bendición. De este modo llegaremos a ser capaces de una nueva fecundidad de gracia: canales de bien que toman de la Fuente de toda bondad, activos constructores del Reino en esta tierra dada a los hijos del hombre, cantores del aleluya perenne.

b) Para la oración

Gloria a tu nombre, Señor, que manifiestas tu omnipotencia en la misericordia y el perdón. ¿Cómo podremos responder a cuantos nos piden signos vistosos de tu existencia, a no ser indicando la cruz que salva? ¡Qué diferentes de ti son, en cambio, los «dioses» que propone el mundo! Marcados por el éxito, por el tener, el poder, aridecen hasta la muerte el espíritu de quienes confían en ellos. A ellos queremos renunciar para siempre, convirtiendo cada día en el camino pascual desde la esclavitud del pecado a la libertad de tus hijos.

Sólo en ti, Señor, confía la Iglesia. En ti confían tus consagrados y cuantos te buscan con sincero corazón. Acuérdate de todos nosotros, Señor, y danos tu bendición; bendice a tu pueblo, a los sacerdotes, a las familias, a los enfermos, al que es fuerte en la fe y al que vacila en la hora de la prueba. Da a todos la alegría de la vida nueva en Cristo resucitado, para que lleguemos a ser testigos creíbles de tu amor, alabando tu nombre ahora y por siempre. ¡Aleluya!

c) Para la contemplación

Ante todo, pídele con una oración muy constante que lleve a su término toda obra buena que comiences, para que Aquel que se dignó contarnos en el número de sus hijos, no tenga nunca que entristecerse por nuestras malas acciones.

En todo tiempo, pues, debemos obedecerle con los bienes suyos que él depositó en nosotros [...]. Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la práctica de las buenas obras, y sigamos sus caminos guiados por el Evangelio, para merecer ver en su Reino a Aquel que nos llamó.

Si queremos habitar en la morada de su Reino, puesto que no se llega allí sino corriendo con obras buenas, preguntemos al Señor con el profeta diciéndole: «Señor, ¿quién habitará en tu morada, quién descansará en tu monte santo?» [...] Estos son los que temen al Señor y no se engríen de su buena observancia; antes bien, juzgan que aun lo bueno que ellos tienen, no es obra suya, sino del Señor, y engrandecen al Señor, que obra en ellos, diciendo con el profeta: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria» (Benito de Nursia, Regla, Prol. 4-6; 21s; 29s).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Nosotros, sí, bendeciremos al Señor ahora y por siempre» (v. 18).

e) Para la lectura espiritual

El hombre es semejante a Dios, pero ten qué consiste esa semejanza? La Sagrada Escritura la define diciendo que Dios mismo reina y que ha concedido al hombre hacerlo también él. Este «también» hay que entenderlo bien. El hombre está, frente a Dios, en una relación de obediencia; y a este título le obedece el mundo. El hombre, al conocer, valorar, actuar y plasmar, convierte el mundo en su Reino; y, dado que él mismo está al servicio del altísimo Señor, el mundo se convierte, consiguientemente, en Reino de Dios. En esto consiste el haber sido creados a imagen y semejanza de Dios.

Si el hombre hubiera perseverado en ese camino, se hubiera vuelto cada vez más semejante a Dios. Habría tomado posesión del mundo de un modo cada vez más perfecto y lo habría restituido a Dios con un amor cada vez más puro. Sin embargo, se rebeló, quiso reinar por su propia gracia; quiso tener el mundo para él, sólo para él. El resultado fue que se convirtió él en esclavo del mundo. Traicionó al verdadero Señor; por eso el mundo se convirtió en su dios. Expresión de ese estado de hecho son los dioses, formas tangibles del poder que el mundo ha adquirido sobre el hombre cuando éste se separó de Dios. Así, el hombre, que debía ser semejante a Dios, se volvió semejante a los ídolos.

Si el hombre es consciente de que Dios le ha creado llamándole, si considera las diferentes situaciones de su vida como modos mediante los que esta llamada se hace más apremiante, y su propio obrar como una respuesta que da a la llamada divina, entonces el centro de su personalidad se vuelve poco a poco más firme, seguro y libre; su ser se hace cada vez más rico y con mayor sustancia de eternidad. Ahora bien, en la medida en que Dios desaparece de la conciencia del hombre, la sustancia de este último va a la ruina. Deja de saber quién es. Por muy exacta que pueda ser su ciencia, desarrollada su técnica y refinada su cultura, verdaderamente se queda sin base y sin apoyo, abandonado a la merced de toda mentira y de toda violencia. Se vuelve tal como dice el salmo: el hombre se hace semejante al Dios en el que cree (R. Guardini, Sapienza dei salmi, Brescia 1976, 41-44; edición española: «Sabiduría de los salmos», en Meditaciones teológicas, Madrid 1965, 126-127).