Salmo 80
¡Si me escucharas!

«El que tenga oídos que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 3,22).

 

Presentación

El Sal 80 es una «composición litúrgica para las solemnidades». Nació, a buen seguro, para el culto, aunque no es posible precisar para qué solemnidad. En la segunda parte adquiere un tono homilético. Las grandes liturgias comunitarias brindaban, en efecto, la ocasión de hacer escuchar a todo el pueblo alguna Palabra del Señor por parte de un profeta o de un sacerdote.

Por el lenguaje y por sus contenidos se puede pensar que el texto procede de la escuela deuteronómica –transferida a Jerusalén tras la caída de Samaria–, que ejerció una gran influencia en tiempos de la reforma de Josías (finales del siglo VII a. de C.). El salmo se remonta presumiblemente a esta época.

2Aclamad a Dios, nuestra fuerza;
dad vítores al Dios de Jacob;
3acompañad, tocad los panderos,
las cítaras templadas y las arpas;
4tocad la trompeta por la luna nueva,
por la luna llena, que es nuestra fiesta.

5Porque es una ley de Israel,
un precepto del Dios de Jacob,
6una norma establecida para José
al salir de la tierra de Egipto.

Oigo un lenguaje desconocido:
7
«Retiré sus hombros de la carga
y sus manos dejaron la espuerta.

8Clamaste en la aflicción y te libré,
te respondí oculto entre los truenos,
te puse a prueba junto a la fuente de Meribá.

9Escucha, pueblo mío,
doy testimonio contra ti;
¡ojalá me escuchases, Israel!

10No tendrás un dios extraño,
no adorarás a un dios extranjero.
11Yo soy el Señor, Dios tuyo,
que te saqué del país de Egipto;
abre la boca, que te la llene».

12Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no quiso obedecer:
13
1os entregué a su corazón obstinado
para que anduviesen según sus antojos.

14¡Ojalá me escuchase mi pueblo
y caminase Israel por mi camino!:
15en un momento humillaría a sus enemigos
y volvería mi mano contra sus adversarios;
16los que aborrecen al Señor te adularían
y su suerte quedaría fijada;
17te alimentaría con flor de harina,
te saciaría con miel silvestre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

La primera parte de este salmo (vv 1-6b) constituye una especie de invitatorio. Cuatro verbos en modo imperativo parecen orquestar la fiesta: antes que nada se vuelve a despertar el entusiasmo del pueblo y después se dispone la liturgia en medio de la exuberancia de cantos, música y danzas. En la variedad de los instrumentos no puede faltar el shofar (v 4), el cuerno de carnero que indica el comienzo de las fiestas, distinguiendo el tiempo sagrado del profano.

Los v 5-6b explicitan el motivo de la invitación: se trata de una de las grandes solemnidades establecidas por el Señor, cuando liberó a su pueblo de la esclavitud de Egipto para que sirviera a Dios en el culto (cf. Ex 3,12). El v 6c no respeta la métrica del resto del canto, marcando una cesura intencional para introducir un oráculo del Señor (literalmente: un lenguaje «ignoto»): es la intervención de un profeta o de un sacerdote que presenta la Palabra de Dios comentando el primer mandamiento.

El Señor se presenta aquí como en el Decálogo (cf. Ex 20,2) con el testimonio de la historia (vv. 7s): él es el que tomó la iniciativa de la salvación de Israel, inclinándose sobre el sufrimiento de su pueblo y educándolo con la pedagogía de la prueba y de la corrección (v 8b). El verdadero contenido del oráculo está acompasado por el verbo «escuchar», que subdivide en tres momentos los vv. 9-17.

En primer lugar (w 9-11), la invitación: «Escucha», seguida del primer y principal mandamiento (cf. Ex 20,2-5; Dt 5,1.6-10). Sin embargo, el pueblo ha desatendido la alianza: no ha escuchado y no ha querido (así, el v 12 b al pie de la letra) al Señor; y puesto que ha abandonado a Dios, Dios lo abandona a su dureza de corazón como si fuera el peor de los castigos (vv. 12s). Finalmente, la última invitación acongojada (vv. 14-17) revela el corazón paterno y amante de Dios: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo!». El designio del Señor no ha cambiado: sigue deseando derramar su bendición y sus beneficios sobre Israel. Ahora bien, si Israel sigue su propio consejo en vez de los caminos de Dios, nunca podrá encontrar a aquel que le sale al encuentro y le ofrece la comunión del amor. Si falla a la fidelidad a la alianza, el pueblo se priva por sí mismo de la ayuda del Dios fiel. La fiesta para el Señor, preparada e iniciada en medio de la exultación (vv 2-6b), conduce, por tanto, a Israel a una renovada toma de conciencia de su propia vocación e invita a una opción decidida de conversión: entonces la bondad del Señor se derramará sobre él y la fiesta no tendrá fin.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El Señor nos invita a la fiesta perenne de la comunión con Dios, que comienza desde ahora en la fe. Las fiestas representan un momento fuerte del encuentro con el Señor. La celebración de la Pascua, de Pentecostés y de todos los misterios de la salvación renuevan en nosotros, efectivamente, la gracia de los acontecimientos, históricos y divinos al mismo tiempo. Cada domingo, día del Señor, se nos vuelve a proponer esta riqueza: toda la Iglesia está convocada y se exhorta a cada uno a dar lo mejor de sí mismo en la alabanza al Señor (vv 3s). Ahora bien, el verdadero culto que Cristo nos pide es el de la vida, es decir, el de la escucha obediente a la Palabra de Dios.

Celebrar el memorial de nuestra salvación significa ser conscientes del amor infinito de Dios Padre, que ha querido hacernos hijos suyos en Cristo; vivir como hijos es una decisión exigente que debemos renovar momento a momento. El sacrificio de la nueva alianza comporta una fidelidad todavía más estricta -por ser interior- a los mandamientos de Dios. Jesús lloró sobre Jerusalén, obstinadamente cerrada a su visita de gracia, en los días de su vida terrena. Ahora Jesús sigue esperando en cada hombre, proponiendo a cada uno el camino que conduce a Dios: un camino que compromete, pero que es alegre porque está sostenido por él mismo. No endurezcamos, pues, nuestro corazón y escuchemos la voz del Señor, para llegar a ser hijos de consolación para Dios.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Organizar una fiesta a una persona querida significa sorprenderla con algo que sabemos que le agrada: un regalo, un gesto, una imagen... Así, la fiesta se vuelve dos veces «nuestra», puesto que, al prepararla, pregustamos ya la alegría del otro, que después compartiremos con él. Hacer fiesta al Señor no es diferente. Y el Sal 80 nos enseña cómo hacer que se estremezca el corazón de Dios: «¡Ojalá me escuchase mi pueblo!» (v. 14). Ese es su deseo. Si aprendiéramos a escuchar al Señor para hacerle fiesta, nos daríamos cuenta de que él también está haciendo los preparativos para hacernos fiesta a nosotros, para hacernos felices (vv. 14-17): la vida cristiana no es en absoluto una rendición de cuentas de deberes más o menos cumplidos, sino un mutuo intercambio de amor, concretizado en cada aspecto de la vida.

La llave de esta relación con el Señor, que transforma de modo sustancial la que mantenemos con nuestro prójimo, es muy simple: «¡Escucha, Israel!». Es la premisa de los mandamientos del Antiguo y del Nuevo Testamento. Escuchar es la actitud profunda del que está concentrado para aprender algo que no conoce; es la acogida que se vuelve activa a través de la obediencia («escuchar» y «obedecer» tienen raíces emparentadas en muchas lenguas antiguas), es decir, en la disponibilidad a dejarnos interpelar y a entregarnos a nosotros mismos como respuesta.

Acojamos hoy la invitación del Señor en este salmo. Se trata de un lenguaje ignoto (v 6), porque aunque lo hayamos oído mil veces, todavía no ha bajado a nuestro corazón, todavía no nos ha llevado fuera de nosotros mismos, al encuentro con Dios. El nos ama desde siempre y para siempre, y tiene nuestra historia en sus manos, pero no puede colmarnos de felicidad si no nos encuentra dispuestos a acogerla, si no nos encuentra dispuestos a escuchar. Sea ésta la fiesta, la agradable sorpresa que hagamos hoy al Señor. Entonces la vida cotidiana se convertirá en un inexpresable canto de todo nuestro ser, en obediencia a su voluntad.

b) Para la oración

¡Celebrad la fiesta por el Señor, alegraos en él, nuestra fuerza! Preparad un coro armonioso, afinad los instrumentos, a fin de que todo sea bello para Dios. Es él quien ha dispuesto para nosotros este día de gracia solemne, memorial de sus beneficios, de su ternura con nosotros. El mismo nos invita a la escucha de su Palabra, espada de doble filo que discierne nuestras idolatrías y corta cada compromiso nuestro con la mentalidad del mundo. Señor, ¡cuántas veces te hemos vuelto la espalda para no escucharte, para no tener que ser «distintos de los otros»! Nos hemos encontrado lejos, más solos que nunca, en una tristeza abismal, aunque bien enmascarada... Ayúdanos a volver a ti, a permanecer fieles a tus mandamientos, a caminar con paso decidido por tus caminos. Acógenos, por fin, en tu abrazo de amor, tú que nunca te cansas de esperar el retorno de tus hijos a la casa paterna.

c) Para la contemplación

«Al salir de la tierra de Egipto, Israel oyó un lenguaje desconocido» (v 6). También nosotros, al salir de Egipto, oímos un lenguaje que ignorábamos. ¿Quién de nosotros conocía el Evangelio? ¿Quién al apóstol? ¿Quién a los profetas? Salimos de Egipto y aprendimos un lenguaje que ignorábamos. Cuando estábamos en Egipto no teníamos trigo, no teníamos el pan celestial que viene del cielo: no recibíamos aún el maná del cielo. ¡Qué grandes cargas llevábamos entonces! Por eso dice nuestro Moisés: «Venid a mí todos los que estáis cargados de pecados y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Una cosa son las cestas de Egipto, y otra las cestas de Jesús.

También Jesús tiene sus cestas, pero nuestro Salvador las llena de pan. Ahora, de repente, se introduce la persona de Dios, que habla al pueblo. «Escucha, pueblo mío, y te llamaré a juicio». Dios se dirige a nosotros. «¡Ojalá me escuchases, Israel!» (v 9). ¿Qué quieres que escuche? Veamos lo que manda: «No tendrás un dios de hoy» (v 10). Los vicios que tenemos, los pecados, son otros tantos dioses de hoy que tenemos. Me he airado: la ira es un dios para mí. He mirado a una mujer y la he deseado: la incontinencia es un dios para mí. En efecto, lo que cada uno codicia y adora, eso es para él un dios. El avaro tiene como dios el oro. «Y no adorarás a un dios extraño» (v. 10). Nuestro Dios es la virtud: los ajenos, los vicios y los pecados (Orígenes — Jerónimo, «Sul Salmo 80,6-9», en Settantaquattro omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, 200-202, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Aclamad a Dios, nuestra fuerza» (v. 2a).

e) Para la lectura espiritual

«Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sm 3,10): estas palabras expresan bien el hecho de que la escucha, según la revelación judeo-cristiana, es la actitud fundamental de la oración. Para la Biblia, Dios es ante todo el que habla, y este hablar originario de Dios hace del creyente alguien llamado a escuchar.

En consecuencia, el verdadero orante es alguien que escucha. Por eso, «escuchar es mejor que los sacrificios» (1 Sm 15,22), es decir, mejor que cualquier otra relación entre Dios y el hombre que se base en el frágil fundamento de la iniciativa humana. Si la oración es un diálogo que expresa la relación entre Dios y el hombre, la escucha eso que introduce el hombre en la relación, en la alianza, en la pertenencia recíproca: «Si escucháis mi voz, yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Jr 7,23). Comprendemos así por qué toda la Escritura está atravesada por el mandamiento de la escucha: gracias a ella es como entramos en la vida de Dios; más aún, permitimos a Dios entrar en nuestra vida. De la escucha («Escucha, Israel») nace el conocimiento de Dios («El Señor es uno»), y del conocimiento el amor («Amarás al Señor»).

La escucha es engendradora: nosotros nacemos de la escucha. La escucha es lo que nos introduce en la relación de filialidad con el Padre, y no es casual que el Nuevo Testamento indique que es Jesús, el Hijo, Palabra hecha carne, el que debe ser escuchado: «¡Escuchadle!», dice la voz de la nube en el monte de la transfiguración señalando a Jesús (cf. Mc 9,7). Escuchando al Hijo entramos en relación con Dios y podemos dirigirnos a él en la fe diciendo: «Abba» (Rom 8,15; Gál 4,6), «Padre nuestro» (Mt 6,9). Escuchando al Hijo somos engendrados como hijos. Con la escucha, la Palabra eficaz y el Espíritu recreador de Dios penetran en el creyente, convirtiéndose en él en principio de transfiguración, de configuración con Cristo (E. Bianchi, Le parole della spiritualitá, Milán 1999, 109-111).