Salmo 76

Oh Dios, tus caminos son santos

"Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe" (Heb 10,23).

 

Presentación

Este salmo, que se remonta muy probablemente a la época del exilio, es el lamento de un israelita que sufre por la incomprensible acción de Dios en la historia de su pueblo. El motivo de la angustia no es tanto la dura realidad como la completa desorientación del creyente, puesto que Dios parece revelarse en esa situación con un rostro absolutamente distinto del conocido en la fe. El lamento se aplaca, no obstante, con la reflexión y desemboca en un himno en el que está incorporado el fragmento de un canto más antiguo. La consideración atenta del pasado confirma al orante, le vuelve a dar esperanza y renueva su adhesión al Dios santo, inaccesible a pesar de estar muy cerca.

2Alzo mi voz a Dios gritando,
alzo mi voz a Dios para que me oiga.

3En mi angustia te busco, Señor mío;
de noche extiendo las manos sin descanso
y mi alma rehúsa el consuelo.

4Cuando me acuerdo de Dios, gimo,
y meditando me siento desfallecer.

5Sujetas los párpados de mis ojos
y la agitación no me deja hablar.

6Repaso los días antiguos,
recuerdo los años remotos;
7de noche lo pienso en mis adentros
y meditándolo me pregunto:

8
« ¿Es que el Señor nos rechaza para siempre
y ya no volverá a favorecernos?
9
¿Se ha agotado ya su misericordia,
se ha terminado para siempre su promesa?
10
¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad
o la cólera cierra sus entrañas?»

11Y me digo: «¡Qué pena la mía!
¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!».
12
Recuerdo las proezas del Señor;
sí, recuerdo tus antiguos portentos,

13
medito todas tus obras
y considero tus hazañas.

14Dios mío, tus caminos son santos:
¿qué dios es grande como nuestro Dios?

15Tú, oh Dios, haciendo maravillas,
mostraste tu poder a los pueblos;
16con tu brazo rescataste a tu pueblo,
a los hijos de Jacob y de José.

'17Te vio el mar, oh Dios,
te vio el mar y tembló
las olas se estremecieron.

18Las nubes descargaban sus aguas,
retumbaban los nubarrones,
tus saetas zigzagueaban.
19Rodaba el estruendo de tu trueno,
los relámpagos deslumbraban el orbe,
la tierra retembló estremecida.

20Tú te abriste camino por las aguas,
un vado por las aguas caudalosas,
y no quedaba rastro de tus huellas:

21
mientras guiabas a tu pueblo, como a un rebaño,
por la mano de Moisés y de Aarón.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

La voz del salmista parece elevarse entre las tinieblas y la luz, tras una noche de insomnio, una más de una larga serie (vv. 2-3.5). La angustia está expresada con una inmediatez casi plástica: el texto judío pone de manifiesto la insistencia desesperada del grito (v 2), la mano extendida, sujetados los párpados de los ojos como en blanco por una pesadilla tormentosa (v 5). El salmista, intentando aplacar el tumulto de los sentimientos, reflexiona y precisa el motivo de su sufrimiento con algunas preguntas que quedan sin respuesta (vv. 8-10). Una conclusión desolada resume su itinerario interior y la primera parte del salmo (v. 11): Dios ya no es Dios, su obrar ha cambiado de manera radical. Lo que constituía la seguridad de Israel -la elección, la benevolencia, la misericordia de YHWH (vv 8-10)- se ha convertido en algo de lo que no es posible fiarse... ¿Qué apoyo podría sostener ahora a la vida humana?

En este punto, sin embargo, cambia de tono la reflexión: el salmista, antes replegado en el angosto horizonte de su yo, se abre ahora al tú de Dios, y a su luz considera el pasado; evoca de nuevo, en un verdadero diálogo orante (vv. 12ss), los prodigios de YHWH en la creación y en el Éxodo, citando un arcaico canto teofánico (los vv. 17-20 se distinguen de lo que precede en metro, lenguaje y estilo). No puede cambiar el Dios que sacó el cosmos del caos de las aguas primordiales y que, a través de las aguas del mar Rojo sacó a Israel de la esclavitud, revelándose en el fragor de la tempestad en el Sinaí. Sin embargo, pide un pleno abandono confiado: los caminos del Señor son santos, elevadísimos (v 14). El hombre no comprende a veces las razones del obrar divino, pero si se fía descubrirá que también a través de las grandes aguas, símbolo de lo que es adverso y hostil, se abre un paso que le conduce a una meta de paz inesperada (v. 21).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

El día de la angustia (v 3) del salmista se prolonga en los días de la Iglesia; todo el sufrimiento humano se recapitula en los días de la vida terrena de Jesús, en los que ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas al Padre (cf. Heb 5,7).

Cuando las situaciones se vuelven incomprensibles y ya no conseguimos captar el designio divino en los acontecimientos, se vuelve más aguda la tentación de la desesperación. Es el crisol de la prueba en el que se templa la fe; es la larga «noche» insomne de la que puede surgir una aurora de esperanza. Sin embargo, el punto de giro, el paso estrecho más allá del cual se empieza a entrever la luz en el túnel de la angustia, no es el cambiar de las circunstancias: es el corazón el que cambia a través de la oración.

Generaciones y generaciones de orantes han preparado -y prolongan en el tiempo- la agonía de Cristo en el Getsemaní. Con todo, el horizonte estrecho del propio presente -en el que la diestra del Altísimo parece inerte- se abre cuando la mirada se eleva hacia Dios. Entonces el recuerdo del pasado deja de ser un tormento para el yo y se convierte en memoria del tú divino, que sigue obrando maravillas en la historia.

Ante la santidad de los caminos del Señor nace un nuevo abandono confiado. Vivimos entonces la pascua: paso del Señor que, caminando precisamente sobre lo que era un obstáculo, nos conduce del caos a la armonía de la paz, de la esclavitud a la libertad interior, de la muerte a la vida nueva en Cristo. Sus huellas siguen siendo invisibles, pero el ojo de una fe purificada es capaz de distinguir el rastro de luz y seguirlo.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

«A cada día le basta su pena»; sin embargo, esta pena se vuelve en ocasiones insoportable y transforma el día en una noche sin fin. El cristiano no está preservado de la angustia; más aún, está llamado a hacerse cargo de las angustias y de los sufrimientos de sus hermanos de humanidad, para ponerlos en manos del Padre de todos.

Esa actitud nunca es fácil e inmediata, ni siquiera para el creyente. Este, como todo el mundo, siente la tentación de quedarse bloqueado en la oscuridad del «aquí y ahora», de replegarse tormentosamente sobre sí mismo, a lo mejor haciéndose la ilusión de orar. Es menester acallar el tumulto interior y hacer espacio a la reflexión; entonces la consideración de la historia de la salvación nos dilata en la esperanza, y la oración se convierte en apertura al tú de Dios. Nos damos cuenta de lo pequeños que somos y de lo limitada que es la vicisitud por la que estamos pasando...

No, no puede haber olvidado la misericordia aquel que en el Getsemaní nos mostró el rostro desfigurado de la divina compasión. En aquella angustia mortal, Cristo sometió enteramente a la voluntad del Padre su propia vida, su propia misión, su propio sufrimiento. Y por este victorioso abandono filial pudo caminar sobre las grandes aguas del mal y de la muerte, trazándonos un sendero de luz. Los abismos de los infiernos quedaron asolados al paso de la humildad de Dios y nunca más podrán engullir a los que le siguen por su camino. Tendamos a él nuestra mano en el día de la angustia: él vendrá a tomarla para llevarnos a la salvación.

b) Para la oración

Grito, grito a Dios y no tendré paz hasta que me oiga. Busco en el negro túnel de la angustia, busco en él un atisbo de esperanza; día y noche espero su salvación. No deseo otra cosa, pero no tengo paz. Me quedo insomne, con el corazón enmudecido en la consternación. Recuerdo la exultación del pasado. Pero ¿y ahora? ¿Acaso se habrá olvidado Dios de su bondad, durará su ira para siempre? ¿Se quedará cerrado su corazón para nosotros? Sí, éste es mi tormento: ¡Dios ya no es Dios! Y pienso todavía en ti, Señor, en todo lo que has hecho por nuestra salvación. ¿Quién puede captar o prever tu camino, tu designio?

Tú haces siempre maravillas, manifiestas tu poder en la historia. Tú abatiste las fuerzas del caos primordial y sacaste la luz de las tinieblas. Tú dominaste las fuerzas del mal y abriste a tu pueblo el camino de la libertad. Tú asolaste los infiernos, bajando a ellos por nuestra salvación, y sacaste al hombre de la muerte a la vida eterna. Gloria a ti, Señor, que tomas la mano tendida para buscarte en la noche y nos conduces seguros por el camino santo.

c) Para la contemplación

En el día de la angustia busco al Señor. ¿Eres uno de los que se comporta así? Presta atención a lo que buscas en el día de la tribulación. Busca a Dios en el día de tu tribulación. Escuchemos con la máxima atención los sufrimientos que ha soportado nuestro Iditun (salmista). El tedio se lo ha engullido; la tristeza le ha sumergido por completo y de una manera irreparable; rechaza el consuelo. ¿Qué le queda? ¿Adónde se dirigirá? «He pensado en los días antiguos».

El salmista había estado, por así decirlo, acosado desde afuera y ahora obra en el secreto de su espíritu. Y esto es bueno para él. Le deseamos que, con la ayuda de Dios, esté verdaderamente bien dentro de sí mismo. ¡Cuántas riquezas tiene el hombre en su interior, pero no excava! El salmista escrutaba en su espíritu; se interrogaba a sí mismo, se examinaba a sí mismo. Sin embargo, también aquí hay que temer que se quede en su espíritu y no sea capaz de ir más allá... «Me he acordado de las obras del Señor». Vedle ahora extenderse en la admiración de las obras del Señor. Escrutando el espíritu se ha acordado de los años eternos, se ha acordado de la misericordia del Señor, se ha acordado de que Dios no le rechazará para siempre, y ha empezado a alegrarse. Escuchamos hablar de estas obras y exultamos también nosotros. También nosotros tenemos, en efecto, nuestro domicilio interior. Alegrarte en las obras de Dios significa olvidarte de ti mismo, a fin de que puedas encontrar alegría en él. ¿Qué hay, en efecto, mejor que él? Dirijamos, por tanto, a él la mirada: ¡miremos a Cristo! (Agustín de Hipona, Comentarios a los Salmos, 76, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Tú, oh Dios, haces maravillas» (cf. v 15).

e) Para la lectura espiritual

El Sal 76 nos propone desde el comienzo una ejemplar y valiente determinación en la búsqueda exclusiva de Dios, emprendida a toda costa, sin compromisos, distracciones, indisponible a medidas a medias. Una búsqueda solitaria, total y urgente, como muestran las repeticiones («mi voz... Mi voz...») y las manos elevadas incansablemente al cielo, señales de un impulso impetuoso y apremiante. La voz y las manos mantienen el alma, el espíritu, el corazón, tenazmente dirigidos al Señor, hasta que dé señales de respuesta. Esta es la auténtica disposición para buscar a Dios.

Se cuenta de unos antiguos chassidim galileos, grosso modo contemporáneos de Jesús, que, después de trazar un círculo alrededor, se colocaban dentro sin salir hasta que no hubieran sido oídos en la oración de intercesión en favor del pueblo, que se dirigía a ellos con confianza. Del padre Arsenio (monje de Escete en la primera mitad del siglo V) contaban que el sábado por la noche, cuando ya apuntaba el domingo, dirigía la espalda al sol y extendía las manos al cielo en oración, hasta que el sol le daba de nuevo en el rostro, y sólo entonces se sentaba. Y del padre Macario se dice que amonestó: «No es necesario hablar mucho en la oración, pero extendamos a menudo las manos y digamos: "Señor, ten piedad de nosotros, como quieres y como sabes". Cuando tu alma esté en la angustia, di: "Ayúdame". Y Dios tendrá misericordia de ti, porque sabe lo que nos conviene».

La fe atenta a la acción salvífica de Dios se sostiene apoyándose directamente en él, alimentando una ilimitada confianza en quien «es capaz de hacer mucho más de lo que nosotros pedimos o pensamos» (cf. Ef 3,20s). La mayoría de las veces se tratará de recuperar un recuerdo auténtico de Dios y de nuestra historia marcada por su presencia, que se encuentra en la base de la fe. Una memoria histórica, no limitada a lo que nos gusta de Dios, y mucho menos circunscrita a nuestros momentos felices con él. La fe consistirá entonces en abandonarse sin reservas a la mano poderosa y misteriosa de Dios, tan libre, desconcertante e inesperada. Su camino, su modo de actuar, es el de la pascua de Jesús. El Crucificado, que ha fracasado clamorosamente, abrazando la muerte «infame» de la cruz, que ha padecido el abandono divino y el rechazo de su pueblo, es el Salvador —al que Dios ha resucitado de los muertos— y el que nos hace pasar de la muerte a la vida (R. Vignolo, Sillabe preziose. Quattro salmi per pensare e pregare, Milán 1997, 104-115, passim).