Salmo 8

¡Qué admirable es tu nombre!

«Por eso Dios lo exaltó y le dio el nombre que está por encima de todo nombre» (Flp 2, 9).

 

Presentación

El Sal 8 es el primer himno de alabanza que se encuentra en el salterio. Surgió en un ambiente sapiencial y tiene como objetivo confortar a las pequeñas comunidades posexílicas rodeadas por un mundo idólatra y hostil. La grandeza y el poder de Dios, soberano del cosmos, confieren dignidad y majestad también al hombre, su criatura. El salmo comienza y concluye con una aclamación maravillada al nombre de Dios (vv. 2s y v. 10); en el centro aparecen dos escenas cósmicas que se reclaman entre sí: en la primera se reflejan la omnipotencia de Dios y la pequeñez del hombre (vv. 2b-5); en la segunda se exalta la graneza del hombre, constituido por Dios como rey y señor de todo lo creado (vv. 6-9).


2Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre
en toda la tierra!

Ensalzaste tu majestad sobre los cielos.
3De la boca de los niños de pecho
has sacado una alabanza contra tus enemigos
para reprimir al adversario y al rebelde.

4Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,

5¿qué es el hombre, para que
te acuerdes de él,
el ser humano, para darle poder?

6lo hiciste poco inferior a los ángeles,
lo coronaste de gloria y dignidad,
7le diste el mando sobre las obras de tus manos,
todo lo sometiste bajo sus pies:
8rebaños de ovejas y toros,
y hasta las bestias del campo
9las aves del cielo, los peces del mar,

que trazan sendas por
el mar.

10Señor, dueño nuestro,
¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El versículo inicial resuena en el marco de una liturgia de alabanza como expresión admirada por la grandeza de Dios, pero este mismo poder se convierte en exaltación de la dignidad del hombre. La magnificencia del Creador se despliega ante la mirada encantada del salmista frente a la silenciosa belleza de un cielo nocturno. Todo revela a un Dios inmenso, al que pertenecen los cielos y los astros amorosamente dispuestos con orden y armonía por sus dedos de experto cincelador.

Y de aquí brota ahora la pregunta: «¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él?» (v 5). Se le considera con toda su fragilidad que le emparienta con la «tierra», de la que dice la Biblia que ha sido plasmado. Sin embargo, el Creador piensa continuamente en él y lo ha hecho poco inferior a los ángeles, o mejor aún, siguiendo a algunos exégetas, al mismo Dios. Vienen, a continuación, seis verbos que tienen a Dios por sujeto y al hombre por objeto. Dios lo crea, lo visita, lo entroniza como un rey, le confiere los atributos divinos «de gloria y dignidad», pone bajo su soberanía todo tipo de animales terrestres y pone bajo sus pies animales salvajes y marinos.

La mirada admirada se eleva después de nuevo desde este pequeño ser, hecho partícipe de la potestad divina, al Dios inmenso, creador del cielo y de la tierra. ¿Dónde sino en este Dios podía encontrar consuelo el corazón atemorizado de la comunidad posexílica? Bastan, en efecto, las bocas de los más pequeños para confundir a los enemigos de Dios y de su pueblo y hacer guardar silencio a los que se rebelan contra la soberanía divina.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

«¡Éste es el hombre!» (Jn 19,5): así fue presentado Cristo ante la muchedumbre que habría de enviarle a la muerte. Es fácil ver en filigrana en el Sal 8 la descripción del más bello de los hijos del hombre: Jesús. En él vemos realizado el designio que Dios concibió para cada hombre. En todo el Nuevo Testamento resuena el eco de este salmo referido al Resucitado. El mismo Jesús se aplicó en su vida terrena el v. 3 en el momento de su entrada en Jerusalén. Sí, los pequeños y los sencillos comprendieron lo que quedó ignorado para los doctos y los inteligentes; ellos le tributaron las alabanzas que le negaron los que conocían las Escrituras. Jesús es el verdadero Adán en el que se restaura el orden cósmico.

La carta a los Hebreos habla de Cristo «coronado de gloria y de honor» como aquel a quien el Padre le ha sometido todo, incluso la muerte, como recuerda san Pablo en 1 Cor 15,26s y en Ef 1,22: «Todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo, constituyéndolo cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por lo mismo, plenitud del que llena totalmente el universo». Jesús llegó a esto renunciando a «su igualdad con Dios para hacerse semejante a nosotros» (cf. Flp 2,6s). También san Pedro habla en su primera carta de la transfiguración como de un anticipo de la gloria pascual, cuando Jesús recibió del Padre «honor y gloria». Por eso la Iglesia no se cansa de entonar este bello himno al nombre de Dios que Jesús ha venido a revelar.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

El Sal 8, siempre maravillosamente actual, expresa con una gran sencillez la extraordinaria grandeza del hombre; ésta puede ser concebida únicamente en relación con Dios. No hay, en efecto, nada más errado que considerar a Dios un rival o competidor del hombre; al contrario, cuanto más grande le reconocemos, tanto más exaltada resulta la criatura de la que cuida y se acuerda amorosamente. Siempre tenemos necesidad de volver a esta clara concepción de Dios y del hombre.

A menudo, en efecto, al reflexionar sobre el hombre el pensamiento oscila, pasando de una exaltación desmesurada, de una especie de euforia por sus capacidades técnicas, a un miedo angustioso por su fragilidad innata, que culmina en la muerte. Por eso debemos mirar al verdadero «hombre», Jesús, al que se adapta perfectamente la descripción del Sal 8, pero que -como recuerda la carta a los Hebreos- fue coronado de honor y gloria después de haber sufrido. Fueron su pasión y su muerte las que libraron para siempre a toda la creación de la situación de precariedad y de límite.

También es Cristo quien nos proporciona la medida de lo que Dios se ha preocupado por nosotros, pecadores, poniendo bajo los pies de su Hijo crucificado a la última enemiga: la muerte (cf. 1 Cor 15,26s). En él, resucitado, ha sido glorificado el nombre grande y santo de Dios, que ahora puede resonar en nuestro corazón con la dulce denominación de «Abba, Padre».

b) Para la oración

Oh Dios, Padre nuestro, qué grande eres y qué desmesurada es tu majestad, que Jesús ha venido a revelarnos. También los pequeños -capaces de asombrarse- pueden afirmar tu omnipotencia, haciendo callar a los que te niegan o se rebelan contra ti y contra tu sabiduría.

Si miro el cielo estrellado, donde irradian su esplendor miles de millones de estrellas de incomparable belleza, me pregunto: ¿Qué soy yo para que te ocupes de mí? Sin embargo, has pensado en mí desde siempre en tu Hijo amado y me coronaste de esplendor y de belleza al precio de su sangre. Me hiciste partícipe de tu poder y de tu amor para que yo también me ocupara de todos los seres animados. En Cristo pusiste todo bajo mis pies y derrotaste también a la muerte, que intentaba arrancarme de ti. Por eso, en él, con él y por él repito cantando: «Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra».

c) Para la contemplación

El salmista, elevando su voz en nombre de muchos, exclama: «¡Oh Dios, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre!». Pero guardad silencio y escuchad. Aquí se expresa un coro de hombres santos, y quien lo guía es un profeta: el canto y la melodía nacen de la gracia del Espíritu: ¿cómo, entonces, no guardar silencio y escuchar con suma veneración y reverencia?

Estamos unidos al coro de las potestades celestiales: es un don celebrar asiduamente a Dios con himnos. Quien alaba a un rey de la tierra, habla con él de mando, de trofeos, de victoria. También aquí, pero de un modo diferente. Observa cómo empieza: «¡Oh Dios, Dios nuestro!». Nuestro por un doble motivo: porque nos ha sacado de la nada y porque se nos ha dado a conocer. Considera, a continuación, cómo pone enseguida de relieve la grandeza de sus beneficios, diciendo: «¡Qué admirable es tu nombre!». Basta con evocar tu nombre para quedar presos de asombro.

En efecto, en tu nombre queda vencida y destruida la muerte, quedan vencidos los demonios, reabierto el cielo, abiertas de par en par las puertas del paraíso, derramado el Espíritu en los corazones; los siervos son liberados, los enemigos se convierten en hijos, los extraños en herederos, los hombres en ángeles. ¿Qué digo ángeles? Dios se ha hecho hombre y el hombre Dios: el cielo asume la naturaleza de la tierra y la tierra acoge al que se sienta sobre los querubines. Ha quedado derribado el muro de separación: lo que estaba dividido ha recobrado la unidad, las tinieblas han desaparecido, brilla la luz, la muerte ha sido derrotada.

Pensando en todo esto, y todavía en mucho más, exclama el profeta: «¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!». Cuando vino el Hijo unigénito, con él se hizo admirable el nombre de Dios en todas partes. No sólo los hombres, sino también los ángeles alaban todo lo que él hizo y dan gracias por los beneficios que ha procurado a todo el género humano (Juan Crisóstomo, Expositio in Psalmis VIII, 1-2, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (v. 2).

e) Para la lectura espiritual

Yo no pido en absoluto a los astrofísicos que me «prueben» la existencia de Dios; que Dios, el Inaccesible, existe lo sé por otros motivos, por la fe, que es el don que Dios me ha concedido precisamente para llegar a él (y sólo nos pide que nos deje dárnoslo).

Ahora bien, los nuevos conocimientos que los científicos me proponen, me llevan a cantar con una reavivada intensidad los grandes salmos de Israel: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! [...] Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?» (vv. 1.5). En este mundo, que los científicos están intentando reconstruir, encuentro una armonía en las cosas y unas consonancias que me hacen gozar. No olvidemos una máxima clásica del cristianismo: «La adoración nace de la admiración».

Este orden explosivo, esta sinfonía de galaxias, me permiten más que cualquier otra cosa, ante la extensión del mal: no infravalorarlo ni explicarlo, y todavía menos consolarme, sino hacerle frente, insertarlo en un conjunto que manifiesta la inteligencia y la armonía de la conexión de las cosas. ¿Pueden tener la última palabra el absurdo y la desolación? (J. Loew, La felicitó di essere uomo. Conversazioni con Dominique Xardel, Milán 1992, 282).