Habacuc 3,2-4.13a.15-19

He escuchado tu anuncio

«Alzaos y levantad la cabeza, porque vuestra liberación está cerca» (Lc 21,28).

 

Presentación

Este antiquísimo y magnífico himno –compuesto probablemente en el siglo X a. de C.– ha sido recogido por el profeta Habacuc en el interior de oráculos de entorno al año 620 a. de C. En él se presenta a Dios como guerrero terrible dispuesto para una acción militar contra los enemigos de su pueblo, al que salvará con un poder invencible.

2Señor, he oído tu fama,
me ha impresionado tu obra.
En medio de los años, realízala;
en medio de los años, manifiéstala;
en el terremoto, acuérdate de la misericordia.

3El Señor viene de Temán;
el Santo, del monte Farán:
su resplandor eclipsa el cielo,
la tierra se llena de su alabanza;
4su brillo es como el día,
su mano destella velando su poder.

[ 5Ante él marcha la Peste,
la Fiebre sigue sus pasos.

6Se detiene, y tiembla la tierra,
mira, y dispersa a las naciones;
se desmoronan las viejas montañas,
se prosternan los collados primordiales,
los caminos primordiales, ante él.

7Agobiadas veo las tiendas de Cusán,
sacudidas las lonas de Madián.
 

8¿Es que arde, Señor, contra los ríos,
contra los ríos tu cólera,
contra el mar tu furor,
cuando montas tus caballos,
tu carro victorioso?

9Despiertas y alertas tu arco,
está llena de flechas tu aljaba.
10Hiendes con torrentes el suelo,
al verte se retuercen los montes,
pasa una tromba de agua,
el océano alza su fragor,
levanta sus brazos a lo alto.

11Sol y luna se detienen en su morada,
a la luz de tus flechas que cruzan,
al brillo del relámpago de tu lanza.

12Caminas airado por la tierra,
pisoteas furioso a las naciones.]

13Sales a salvar a tu pueblo,
a salvar a tu ungido.

Aplastas al cabecilla de los malvados,
lo despojas de pies a cabeza;
14con sus propios dardos
traspasas la cabeza a sus huestes,
que me atacan para destrozarme,
exultantes como quien va a devorar
a un indefenso a escondidas.]

15Pisas el mar con tus caballos,
revolviendo las aguas del océano.

16Lo escuché y temblaron mis entrañas,
al oírlo se estremecieron mis labios;
me entró un escalofrío por los huesos,
vacilaban mis piernas al andar;
gimo ante el día de angustia
que sobreviene al pueblo que nos oprime.

17Aunque la higuera no echa yemas
y las viñas no tienen fruto,
aunque el olivo olvida su aceituna
y los campos no dan cosechas,
aunque se acaban las ovejas del redil
y no quedan vacas en el establo,
18
yo exultaré con el Señor,
me gloriaré en Dios, mi salvador.

19El Señor soberano es mi fuerza,
él me da piernas de gacela
y me hace caminar por las alturas.

 

1. El cántico leído con Israel: sentido literal

Este cántico, en el que se entrelazan magistralmente acontecimientos de guerra y perturbaciones cósmicas, se abre con una consideración del profeta que se dirige a Dios en un tono de ardiente súplica (v 2). Habacuc ha oído ya el anuncio de la obra divina que se habría revelado en la historia y, gracias a esa anticipación, reconoce la mano del Señor cuando llega el momento de la intervención. Con todo, eso no le ahorra un gran temor que le lleva a orar: «En el terremoto, acuérdate de la misericordia» (v 2). Se presenta a YHWH al lado de su pueblo, siguiendo unas coordenadas geográficas que llegan a abarcar incluso el cielo y la tierra.

La teofanía está descrita siguiendo la tipología del Éxodo: Dios viene a salvar a su pueblo en medio de un resplandor de rayos, como ya en otro tiempo, en el paso del mar Rojo, había precipitado en el mar los canos y los caballos del faraón.

Una vez más, la manifestación del poder divino precipita en la consternación también al profeta, que reconoce en la devastación de los campos, de los pastos y de los huertos la intervención del Señor contra el opresor. Por eso puede alegrarse con la certeza de la salvación; más aún -tras los prodigios de este nuevo Éxodo-, canta ya la victoria, porque es cierto que Dios le hace caminar desde ahora con la agilidad de las ciervas sobre las alturas del país liberado.

 

2. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

No es difícil caer en la cuenta de que este canto arcaico y fascinante es una profecía de Cristo. A primera vista puede parecer paradójico, pero basta rezar con intensidad esta súplica para sentirla vibrar con fuerza sobrehumana.

En efecto, el hombre, cuando tiene que enfrentarse con el juicio de Dios, está siempre penetrado de un sentido de temor y de temblor. La certeza de sus intervenciones salvíficas en favor del hombre no suprimen la consternación frente al despliegue de su poder, porque el cielo y la tierra tiemblan en verdad ante él. Sin embargo, en la imagen de la majestad de Dios, que avanza en medio de un esplendor de luz, es posible vislumbrar el misterio devastador del juicio divino sobre la historia, un juicio en el que, junto a la manifestación de la indignación contra el mal, se lleva a cabo la salvación mediante la ofrenda de Cristo en la cruz.

Sus destellos (cf. 4b) han sido interpretados por la meditación cristiana no ya como las flechas de YHWH rey guerrero, sino como rayos que salen de las manos traspasadas de Jesús crucificado. Estos rayos son los que curan el universo dándonos la salvación y la exultación de los que se sienten seguros -para siempre- en las colinas eternas de la verdadera tierra prometida.

 

3. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Es muy difícil, incluso entre los cristianos, tener un vivo sentido del misterio de Dios, de su trascendencia, de su ser precisamente Dios y no hombre. Suena, por consiguiente, extraño a nuestros oídos lo que pide el canto de Habacuc: «En el terremoto, acuérdate de la misericordia» (v 2); sin embargo, en las palabras inspiradas de este fascinante cántico encontramos la posibilidad de conocer algunos aspectos de Dios que, normalmente, escapan de nuestra reflexión. ¿Cómo atribuir a Dios algunas de las cosas que se dicen en el salmo? Sin embargo, encontramos expresado aquí, una vez más, el enigma insondable de un Dios bueno -que, por definición, es Amor-, que, no obstante, resulta ser, con excesiva frecuencia, el imputado último de muchos acontecimientos trágicos, si no queridos, sí al menos permitidos por él.

Hay momentos en la historia de la humanidad en que da la impresión de que vemos actuando el desdén de Dios, que quiere despertar nuestra conciencia adormecida precipitándola en una gran consternación. Es la hora en la que el hombre se ve casi obligado, a su pesar, a entrar en sí mismo y a enmudecer. De estas grandes heridas infligidas en el corazón de la humanidad se filtra entonces una luz procedente de otra parte y el hombre, finalmente, no puede escapar de la ineludible pregunta por el sentido de su propio vivir y de su propio morir.

Lo que a la humanidad se le presenta como una extraña cólera de Dios, como un capricho implacable de un ser omnipotente y extravagante, puede revelarse como la extrema y sufrida expresión de un amor misterioso que no quiere rendirse a la dureza del corazón humano. La alternativa se vuelve ineludible: o rebelarse o abrazar una fe «desesperada», entendida como una confianza ilimitada en el amor de Dios, que actúa a menudo por caminos desconcertantes para nuestra inteligencia. Es éste un camino poco transitado hoy por nuestra reflexión, pero mirando a Jesús crucificado tal vez haya otra posibilidad de leer en el desdén de Dios hacia la iniquidad del hombre su ternísima clemencia.

b) Para la oración

Señor, sé que intervienes siempre en favor del hombre, pero ten piedad, ya que somos tan pequeños que no nos resulta fácil reconocer tu visita en los días de las grandes desgracias, en los que nos vemos obligados, a nuestro pesar, a levantar acta de que tus caminos son muy distintos de los nuestros. Reconocemos nuestras culpas, pero tú, piadoso, ven aún a salvarnos.

Concédenos descubrir en los muchos males que nos afligen no sólo la justa intervención de tu desprecio contra el mal, sino, todavía más, la ardiente invitación de tu amor que nos llama a la conversión. Haz que acojamos cada visita tuya como un momento de gracia en el que nos manifiestas un nuevo aspecto de tu amor, que, salvándonos, nos pone seguros en la verdadera tierra prometida: Jesús, tu Hijo y nuestro Salvador. Amén.

c) Para la contemplación

«Señor, he oído tus palabras y he tenido miedo». Me ha aterrorizado lo que dijiste al Padre, cuando se acercaba Judas el traidor y ya era inminente la hora de la Pasión: «Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz» (Mt 26,42). Te he oído confesar ante los apóstoles, empapado de un sudor de sangre por el exceso de la angustia, que estabas triste hasta la muerte. Lo he oído y me he quedado espantado. En efecto, ¿quién no debería temer, si teme aquel al que temen todas las cosas; si se espanta aquel ante el que se dobla toda rodilla; si queda aterrorizado al acercarse a la muerte aquel que es la muerte de la muerte y el aguijón contra el infierno? ¿No habías venido para esto, no habías anunciado previamente que sería así? Si tú obedeciste voluntariamente al Padre, sin estar obligado por ninguna necesidad a sufrir, ¿por qué te lamentas, por qué quieres sustraerte? Ahora bien, tu trepidación debía expresar la condición común de la humana debilidad, debía enseñar que la totalidad de los que viven en la carne está sometida a este dolor; a toda la descendencia de Adán, sin excepción, se le ha impuesto la pena de temer la dificultad del último paso.

Oh Señor, tú, que, tras haber consumado todo, vas al Padre, llévanos también a nosotros detrás de ti; haz que no nos angustiemos en la vida presente y llevemos tu cruz; haz que, contigo, seamos pequeños; que, contigo, seamos circuncisos y bautizados; que, contigo, ayunemos y, lavados los pies, comamos el pan de los ángeles; haz que, crucificados al mundo, tengamos la vida, llenos del Espíritu Santo, y perseveremos así en el cuerpo y en el espíritu para la eternidad (Ernaldo de Buonavalle, «I principali misteri di Cristo», en Unione Monástica Italiana per la Liturgia [ed.], 11 dialogo che ci salva. Sussidi per l'ufficio delle letture, Turín 1973, I, 196).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«En el terremoto, acuérdate de la misericordia» (v 2).

e) Para la lectura espiritual

La ira y la venganza atribuidas a Dios no son nociones fáciles de aceptar: son conceptos que, de una manera más o menos consciente, hemos relegado al Antiguo Testamento, como si pudieran desaparecer del horizonte y hubieran perdido su razón de ser con la venida de Jesús. ¿Acaso no estoy expuesto incesantemente en Jesús a la ira y a la gracia, cogido en medio, en el lugar donde podría situarse la conversión? Mucho después de la muerte y resurrección de Jesús, Pablo –al comienzo de su magna síntesis teológica sobre la gracia– escribirá a los cristianos de Roma: «La ira de Dios se revela» (Rom 1,18). También es verdad que Pablo anuncia en otra parte que la gloria de Dios debe revelarse (cf. Rom 8,18), pero esta gloria va precedida siempre de la ira. «Por naturaleza», dirá todavía Pablo, «éramos merecedores de la ira» (Ef 2,3).

El amor y la gracia constituyen excepciones en relación con la ira y suponen que nosotros hemos sido elegidos de una manera especial para ser liberados de ella. El estado de gracia es excepcional respecto al estado de ira, que es, efectivamente, nuestra condición primaria: una excepción colmada de amor, a causa de Jesucristo, el Hijo de Dios.

Hay otros pasajes del Nuevo Testamento que nos iluminan mayormente sobre esta ira de Dios, diciéndonos en particular que no se sitúa en el pasado, sino que debe venir aún y nos espera en el futuro. El Apocalipsis habla del «gran día de la ira», el día en el que Dios hará «beber la copa de vino de su cólera terrible» (Ap 16,19). La imagen de la copa de la ira que Dios nos hará beber está muy cerca de otra copa de la que nos habla la Escritura: el cáliz de la Pasión de Jesús. La copa de la ira se convierte en manos de Jesús en el cáliz de la salvación, la bebida mortal de la ira se convierte en una bebida de amor. Nosotros, como Jesús, recibimos también este cáliz de la mano de Dios, para que lo bebamos a nuestra vez, y este cáliz es también para nosotros una copa de venganza o bien de ternura. Estamos ebrios: o bien de la ira de Dios o bien del amor de Dios, pero el paso de lo uno a lo otro sólo puede tener lugar con Jesús y gracias a él (A. Louf, Sotto la guida dello Spirito, Magnano [Bi] 1990, 8s).