Apocalipsis 4,11; 5,9.10.12

El canto nuevo de los redimidos

«Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2, 9).

 

Presentación

Los versículos reunidos para formar este cántico pertenecen a dos momentos distintos de la visión inaugural en la que a Juan, arrebatado en éxtasis, se le muestran Dios (capítulo 4) y Cristo, Cordero inmolado y resucitado (capítulo 5). A él, el Vencedor, le ha sido confiado el dominio sobre la historia a través de la entrega de un libro cerrado con siete sellos que nadie más puede abrir para revelar su misterio. En el momento en el que el ángel se apresta a abrir los siete sellos, toda la corte celestial entona el cántico.

4,11Eres digno, Señor, Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder,
porque tú has creado el universo,
porque por tu voluntad lo que no existía fue creado.

5,9Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos,
porque fuiste degollado
y con tu sangre compraste para Dios
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación,
5,10
y has hecho de ellos para nuestro Dios
un reino de sacerdotes,
y reinan sobre la tierra.

5,12Digno es el Cordero degollado
de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza,
el honor, la gloria y la alabanza.

 

1. El cántico leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Los himnos cantados reúnen en la alabanza a Dios y al Cordero; ésta es la figura simbólica atribuida en el Apocalipsis a Cristo Jesús, el Mesías sacrificado y glorificado. La escena no se desarrolla en el templo, sino en un lugar representado como la sala del trono de un gran monarca oriental o romano. Esa simbología imperial nos ayuda a comprender lo que se describe a continuación. En las celebraciones solemnes de la corte, con la fórmula «Eres digno» se daba comienzo a la proclamación de las razones por las que el soberano, considerado como un dios, era digno de la alabanza. Juan, por medio de su formulación antiidolátrica, subraya que hay un único ser digno de recibir los honores y la alabanza: Dios. A él se le exalta como creador del universo al que pertenecen todas las cosas, que subsisten por su voluntad; a él se dirige toda adoración posible: la gloria, el honor, el poder. También al Cordero se le tributa el homenaje reservado a Dios, añadiéndole el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza: en él habita, en efecto, corporalmente, la plenitud de la divinidad (cf. Col 2,9).

Cristo es digno de honor porque ha llevado a cabo la redención de los hombres. A él se dirige, por consiguiente, el canto de los vivientes y de los ancianos (vv. 9s). Antiguamente se atribuía a los reyes figuras simbólicas (león, toro, buey...); el Mesías está representado aquí como un manso cordero que no abre la boca (Is 53,7), que se deja inmolar (Jr 11,19), más propiamente «degollar»: se emplea, en efecto, el término que alude a la inmolación del cordero pascual (Ex 12,1; 1 Cor 5,7; 1 Pe 1,19). El fruto de su sacrificio voluntario es el rescate de los hombres que habían caído en la esclavitud. El, pagando el precio de su propia vida, se ha constituido un nuevo pueblo que incluye a hombres de toda lengua y nación. La sangre de Cristo, mucho más que la del cordero pascual del Éxodo, que hizo posible la liberación de Egipto, libera a cada hombre de la esclavitud mortal del pecado y le hace miembro de un pueblo nuevo, real, profético y sacerdotal. Los fieles se unen, efectivamente, a Cristo en el sacrificio de alabanza y reinan ya con él, participando de su soberanía divina.

 

2. El cántico leído en el hoy

a) Para la meditación

Hemos afirmado repetidamente en el Sal 48 que el hombre rico es inconsciente: no comprende el sentido de la vida y de la muerte; más aún, ni siquiera se lo plantea. Pasa sus días en medio de un aturdimiento que le evita pensar. La liturgia nos ayuda también a considerar que, si bien no podemos rescatamos a nosotros mismos, sí existe Alguien que se ha tomado a pecho la suerte del hombre y le ha liberado de la esclavitud de la muerte. Por eso podemos prorrumpir en un canto de alabanza a Cristo, el Cordero inmolado, que, pagando con su sangre, ha liberado a «hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» de la condición de descarrío mortal en que el pecado les había puesto. El Cordero glorioso es el único capaz de abrir los sellos que convierten la historia en un enigma insoluble. El misterio de su pasión, muerte y resurrección nos permite asomarnos a los acontecimientos humanos con otra mirada, que los revela como una gran aventura de amor entre Dios y su criatura, cuya libertad respeta hasta el punto de correr el riesgo de ser rechazado. El creyente, sin embargo, ha sido hecho consciente de su nueva y maravillosa condición real y sacerdotal en que le sitúa el perdón de los pecados. Sabe que forma parte del pueblo de Dios, llamado a dar alabanza al Creador por medio del único mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús, que destruyó el pecado con su sacrificio redentor.

b) Para la oración

Oh Señor, Dios y Padre nuestro, eres digno de recibir la alabanza, la gloria y el honor porque no sólo lo creaste todo, sino que mantienes todo continuamente en la existencia por medio de tu Hijo. El es digno de desvelarnos el sentido de la aventura humana, porque con su muerte nos ha liberado de nuestra conducta vacía, para convertirnos en un pueblo de reyes y de sacerdotes. Por él, con él y en él te elevamos, Padre, una perenne acción de gracias, porque todo ha sido pensado en vistas a él, Cordero manso e inmaculado, que en el exceso de su amor derramó su sangre por nuestra salvación eterna, obedeciendo a tu voluntad.

c) Para la contemplación

Demos gracias al Único que con su vida llevó a cumplimiento todo lo que de él se había escrito en la Sagrada Escritura. Lo que no se podía comprender cuando se oía hablar de ello, se ha vuelto claro cuando lo hemos visto. El Antiguo Testamento contiene la encarnación, la pasión, la resurrección y la ascensión de Cristo; ahora bien, ¿quién de nosotros habría creído estas cosas si sólo las hubiera oído contar y no las hubiera conocido como hechos acaecidos? Ahora, el león de la tribu de Judá ha abierto, como se lee en el Apocalipsis de Juan, el libro sellado, que nadie podía abrir ni leer, porque él nos manifestó en su pasión y resurrección todos sus misterios. Y precisamente porque soportó los males de nuestra debilidad, nos mostró los bienes de su glorioso poder. El se hizo carne para hacernos espirituales; en su bondad se rebajó para elevarnos a nosotros; salió del cielo para introducirnos en él a nosotros; apareció visible para mostrarnos a nosotros las realidades invisibles; hizo frente a los latigazos para curar nuestras enfermedades; soportó humillaciones y escarnios para liberarnos de la desgracia eterna; murió para darnos la vida a nosotros. Si no hubiera asumido nuestra débil condición humana, nunca nos habríamos elevado al poder de su fuerza (Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel II, IV, 17.19s, passim).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder» (v. l la).

e) Para la lectura espiritual

Con la venida de Cristo en la carne y su muerte-resurrección, se ha cumplido la larga espera de los siglos, se ha dado la salvación, se han abierto de nuevo las puertas de los cielos, se ha marcado la reconciliación entre Dios y el hombre con el sello de un amor indefectible. El Apocalipsis nos educa para mantener viva la esperanza y ardiente el deseo, de modo que seamos en este mundo auténticos peregrinos con la mirada puesta siempre en la meta, en el encuentro sin velos con el Señor.

Debemos preguntarnos, en consecuencia, si verdaderamente el corazón de la Iglesia -y en primer lugar nuestro corazón- está dirigido a esta llegada de Cristo en la gloria, si está realmente a la escucha para comprender cada vez más, a través de los complicados entramados de la historia, el sentido definitivo de los acontecimientos, que tantas veces nos parecen absurdos, paradójicos y desconcertantes. El libro de la historia, aunque está escrito por nuestro vivir y sufrir cotidiano, seguirá estando sellado para nosotros si no hay quien lo lea y nos revele su arcano secreto. También nosotros, protagonistas de una realidad que nos supera infinitamente, como el apóstol Juan, lloramos con un llanto inconsolable que nos une a todos, nos llama a una compasión universal y nos invita a participar en la misma Pasión de Cristo para llegar a ser cooperadores de salvación.

Las visiones proféticas del Apocalipsis, que señalan el juicio de Dios sobre la historia, infunden un temor sagrado. Y éste podría convertirse en miedo y engendrar parálisis y angustia si no apareciera en escena, precisamente en el momento culminante, el único que es digno de abrir el libro en el que está encerrada la suerte de la humanidad y del cosmos: el Cordero inmolado. Puesto que Cristo ha venido a tomar nuestras llagas, nuestros pecados y nuestros sufrimientos, ahora nuestro dolor ya no es sólo nuestro, sino en primer lugar suyo, y nosotros lo ofrecemos con él, transformándolo en sufrimiento redentor que nos abre a la esperanza de la bienaventuranza en la vida eterna. Por eso, mientras caminamos llorando, pregustamos ya aquella plenitud de vida, de paz y de alegría que colmará nuestros deseos cuando todos juntos sigamos a Cristo, Cordero y buen Pastor, en los pastos del cielo (A. M. Cánopi, La stella radiosa del mattino, (sola S. Giulio 2000, 40-44, passim).