Salmo 62,2-9

El deseo de Dios

«La gente se agolpaba para oír la Palabra de Dios» (Lc 5,1ss).

 

Presentación

Salmo de lamentación individual con motivos de confianza y de acción de gracias. Según la anotación del texto hebreo, el rey David lo compuso cuando se refugió en el desierto de Judá y en la región idumea a causa de la rebelión de Absalón (cf. 1 Sm 23-26; 2 Sm 15,23-30). Esta magnífica composición lírica ha sido definida como «el canto del amor místico» y celebra el abandono total y confiado del salmista en Dios. Tal vez se trata de la oración de un levita exiliado y alejado de Jerusalén, que recuerda con nostalgia los días felices vividos en el templo.

El deseo de contemplar nuevamente el santuario se expresa en el anhelo ardiente de todo su ser, que sólo encuentra reposo y paz en la presencia y en la intervención salvífica del Señor (cf. Sal 16; 36; 61; 73; 84). El salmo se emplea en la liturgia bizantina de la mañana y en el canon eucarístico de la liturgia armenia.

2Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.

3 ¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
4 Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.

5 Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
6 Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.

7 En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
8 porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;

9mi alma está unida a ti
y tu diestra me sostiene.


1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El salmo se divide en tres estrofas bien distintas, pero entrelazadas entre ellas y ricas en imágenes pintorescas y símbolos de gran vivacidad: 1) el canto de la sed de Dios (vv. 2-4); 2) el canto del hambre de Dios (vv. 5-9); 3) el canto del juicio de Dios (vv. 10-12). La liturgia nos propone sólo las dos primeras estrofas. El fondo de la composición lírica está constituido por el santuario, cuyo centro está dominado por la figura de Dios: hacia él convergen la tensión y el deseo del orante.

La primera estrofa (vv. 2-4) canta la alegría del orante, que visita, al alba, a Dios en su templo a fin de buscar la luz de la intimidad con el Señor. El autorretrato del orante, en tensión hacia Dios, se expresa como sed física y espiritual, porque toda su persona está implicada en ello. Como la tierra rocosa de las colinas de Palestina es árida y está muerta sin la lluvia, así el orante necesita a Dios para existir y sentirse vivo. Es Dios, en efecto, quien calma la sed del corazón árido del hombre y llena sus «aljibes agrietados», fecundándolos con la «fuente de agua viva» (cf. Jr 2,13). Lo que el hombre espera de Dios no es, por consiguiente, tanto una vida feliz y longeva como su gracia (hesed), es decir, el amor misericordioso y fiel, el único bien verdadero del mundo espiritual, superior a cualquier otra aspiración humana, y la familiaridad del creyente con Dios, expresada en el lenguaje sálmico con la bendición y con el sorprendente tuteo.

La segunda estrofa (vv. 5-9) añade la alabanza a la bendición, expresada con las manos del orante elevadas hacia el cielo (cf. Sal 28,2; 88,10); y a la alabanza sigue la comunión con Dios mediante la participación gozosa en el convite sagrado, «un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera», preparado por Dios sobre las colinas de Sión (Is 25,6). Esta intimidad de vida es la que el fiel experimenta en la casa de Dios, y ese recuerdo de benevolencia y de ayuda le acompaña durante la noche como la mano de un padre que protege la vida de su hijo.

La tercera estrofa (vv. 10-12) evoca el combate contra las fuerzas del mal y el juicio de Dios, que hará justicia de los enemigos del orante. La pasión por el bien y la condena del mal se entrelazan en el salmo. La esperanza depositada en el juicio de Dios es motivo de confianza y de alegría, porque la mentira será derrotada, mientras que el que cree en el Señor encontrará la vida.


2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Las manos de la Iglesia se elevan hacia Dios al comienzo del día como gesto de acción de gracias, de alabanza y de ofrenda. Le buscamos desde la mañana con la oración hecha ya por Cristo. Ésta es «deseo», «sed» espiritual, porque todo ser humano, como hijo de Dios, está implicado en ella: «Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. Como dice la Escritura, de lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva» (Jn 7,37ss; cf. Sal 41,2ss). Sólo entonces la bendición del Señor llena la vida.

Este salmo, rezado por la mañana en el día del Señor, expresa los sentimientos de Cristo, que habla y celebra con nosotros, miembros de su cuerpo, los misterios de su vida, desde el nacimiento hasta la resurrección.

Cristo, en efecto, al encarnarse, suscitó en el corazón de la humanidad, herida por el pecado, la sed de Dios. Cristo, al hacerse nuestro compañero de viaje, nos enseñó a levantar la mirada para buscar el rostro del Padre, que nos ama (cf. Jn 3,16). Con la vida se ha hecho intérprete de las necesidades humanas: «Muy de madrugada, antes del amanecer, se levantó, salió, se fue a un lugar solitario y allí se puso a orar» (Mc 1,35). En su ministerio buscó siempre la gloria del Padre, estimando más su amor que su propia vida. Viviendo en la intimidad con el Padre, se abandonó con confianza a su voluntad (cf. Jn 14,31; Mt 26,39; Mc 14,36). Y en la hora de la prueba y de la cruz no confió en sí mismo, y por eso Dios le sostuvo con fuerza y con amor derrotando a sus enemigos (cf. 1 Cor 15,25).

En labios de la Iglesia, este salmo expresa el ardiente deseo y el amor fiel de sus hijos al Señor resucitado. La Iglesia, como tierra «reseca, agostada, sin agua», aspira a la fuente de agua viva de su Espíritu (cf. Jn 4,14), vive del memorial de su pasión y resurrección, y exulta a la sombra de sus alas, en la búsqueda cotidiana de su rostro y con el deseo de su gloria. Sin embargo, es en la celebración eucarística donde el amor esponsal entre Cristo y la Iglesia encuentra la promesa de la victoria sobre los enemigos espirituales (cf. Jn 6,55ss), y cada creyente alimenta con su Palabra la nostalgia del cielo (cf. Mt 4,4).


3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

La Palabra de Dios suscita con este salmo en el corazón del hombre de todos los tiempos y en el de cada uno de nosotros el deseo de volver a Dios, porque «la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios» (GS 19). Gracias a este diálogo de amor con Dios podemos crecer y ser capaces de dar sentido a las relaciones fundamentales de nuestra vida cotidiana.

Decía san Agustín que «la vida de un buen cristiano es toda ella un santo deseo. Ahora bien, si una cosa es objeto de deseo, todavía no la vemos, y, sin embargo, te dilatas por medio del deseo, y así podrás ser colmado cuando llegues a la visión».

Buscar a Dios, tener sed de él, significa que él fue el primero en venir a buscarnos y depositó en nuestro corazón la conciencia de nuestra pobreza y la aspiración profunda a nuestra felicidad, algo que sólo él puede apagar. Depositó en nosotros un germen de vida que es el Espíritu Santo, cuya invocación es fundamental en nuestra vida cristiana.

Así las cosas, la oración se entiende como «deseo» y «sed» humana y espiritual, búsqueda y aspiración a Dios, porque todo lo que somos -cuerpo, existencia, alma- se convierte en exigencia de vida y auténtico itinerario espiritual.

En el texto se expresan bien nuestros sentimientos de piedad personal y de búsqueda de Dios. El salmo nos ayuda a participar plenamente en el encuentro personal con el Señor y con los hermanos, en el encuentro eucarístico de la mesa dominical del pueblo de Dios, porque, como decía san Gregorio Nacianceno, «Dios tiene sed de que tengamos sed de él».

b) Para la oración

Señor, aunque mi alma tiene sed de ti «como tierra reseca, agostada, sin agua», mi corazón no desfallece y te busco constantemente en tu casa, en el silencio de la noche. Por ti estoy hoy aquí desde la aurora para encontrar reposo a los deseos de infinito que has depositado en mí y «viendo tu fuerza y tu gloria», que manifestaste en Cristo resucitado. Tu gracia, Señor, que un día me hará participar en la visión de tu Hijo, vale más que la vida que me has dado.

Por eso, aunque a veces me siento solo y desanimado, espero con confianza a la «sombra de tus alas» y canto con alegría la esperanza que me da la seguridad de bendecirte mientras viva. Escucha, Señor, la voz de mi corazón de arcilla que te anhela y sáciame en el banquete de la Palabra y de la eucaristía, a fin de que entone un día los cantos de acción de gracias en tu Reino.

c) Para la contemplación

«Mi alma ha tenido sed de ti.» He aquí el desierto de Idumea. Mirad de qué modo tiene éste sed, pero fijaos también en que su sed es buena. «Ha tenido sed de ti.» Hay, en efecto, algunos que tienen sed, pero no de Dios. El que quiere obtener algo, arde en deseo de ello; ese deseo es la sed del alma. Y fijaos cuántos deseos hay en el corazón de los hombres: uno desea oro, otro desea plata, otro aún desea propiedades, otro una herencia, otro dinero en abundancia, otro muchos rebaños, otro una casa grande, otro una mujer, uno los honores terrenos y otro hijos. Todos conocéis estos deseos y cómo están en el corazón de los hombres. Todos los hombres arden en deseos, pero qué dificil es encontrar uno que diga: «Mi alma ha tenido sed de ti».

La gente tiene sed del mundo y no se da cuenta de que está en el desierto de Idumea, donde el alma debería tener sed de Dios. Nosotros al menos decimos: «Mi alma ha tenido sed de ti». Digámoslo a todos, puesto que, en la concordia de Cristo, todos somos una sola alma: un alma sedienta en el desierto de Idumea (Agustín de Hipona, Esposizioni sui salmi, Cittá Nuova, Roma 1970, pp. 395ss. Existe edición española en la BAC).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Mi alma está sedienta de ti» (v. 2).

e) Para la lectura espiritual

Si dejamos entrar a Cristo, nos hará participar de sus dones y de sus bienes; nos dirá una palabra particular a cada uno de nosotros. Mediante su gracia, solicita continuamente -desde lo íntimo- nuestros corazones. Por eso quiere que estemos atentos a su venida, que abramos de par en par las puertas de nuestras almas. El es siempre el que viene, como precisa el texto: «Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Final» (Ap 22,13). El es la meta hacia la que tendemos; en él se resume todo, porque es el único final de todas las cosas. Ya ha comenzado algo que no terminará nunca, y es nuestra transformación en Jesucristo: es preciso dejarle actuar en nosotros...

Se nos pide estar sedientos, abiertos a Dios, para dejar brotar del fondo de nuestra alma esta sed de gracia que sólo el Señor puede extinguir: «Pero el que beba del agua que yo le daré ya no tendrá nunca sed» (Jn 4,13). Esta afirmación se dirige a todos, sin excepciones y sin poner condiciones: a pesar de nuestros pecados pasados, de nuestra mediocridad, de nuestra insensibilidad espiritual, basta con creer en el Amor, con creer que todo es posible siempre, que nada es irrevocable, a pesar de los fallos y las infidelidades. La gracia de Dios puede poner remedio a todo, redimirlo todo: volver a Dios es siempre un comienzo absoluto, porque el poder de Dios no tiene límites.

Y el que escucha dice: «Ven». Y el que tenga sed, que venga; y «el que quiera, que tome el agua de la vida gratuitamente» (Ap 22,17). Con «aquel que da testimonio» digamos «sí», «amén», abriendo nuestros corazones a lo que Cristo quiere llevar a cabo en nosotros y por nuestra mediación, a Fin de que mane desde el Fondo de nuestros corazones esta fuente inagotable de vida y de amor (J. Daniélou, Eléments de spiritualité pour le láic d'aujourd'hui, Cercles J. B., s. f. pp. 38-41).