Salmo 46

El Señor, rey del universo y de los pueblos

«Y está sentado a la derecha del Padre [...] y su Reino no tendrá fin» (del Credo).

 

Presentación

El salmo exalta la realeza del Señor, rey de Israel, durante la celebración de una victoria en el templo; fue reutilizado después para celebrar a Dios en otras circunstancias, como rey del universo y de los pueblos. El género literario del texto es un himno a YHWH rey (cf. Sal 92; 95—98), que la liturgia judía usaba con ocasión del Año Nuevo, mientras que la cristiana, a causa del v. 6 («Dios asciende entre aclamaciones»), lo emplea el día de la Ascensión de Cristo.

El himno se puede dividir en dos partes, que se corresponden y tienen elementos comunes:

vv. 2-6: enuncian el motivo de la celebración festiva: las empresas gloriosas de Dios en el pasado y en el presente;

– vv. 7-10: renuevan la invitación al canto y a la alabanza porque Dios es «es el rey del mundo».

 

2Pueblos todos, batid palmas,
aclamad a Dios con gritos de júbilo;
3porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.

4Él nos somete los pueblos
y nos sojuzga las naciones;
5él nos escogió por heredad suya:
gloria de Jacob, su amado.

6Dios asciende entre aclamaciones;
el Señor, al son de trompetas:
7tocad para Dios, tocad;
tocad para nuestro rey, tocad.

8Porque Dios es el rey del mundo:
tocad con maestría.
9Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.

10Los príncipes de los gentiles se reúnen
con el pueblo del Dios de Abrahán;
porque de Dios son los grandes de la tierra,
y él es excelso.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

Han sido varias las interpretaciones sobre el origen de este salmo. Algunos lo hacen remontarse a la fiesta de Año Nuevo de Babilonia, en la que se celebraba la fiesta del rey, imagen del dios Marduk; otros piensan en una refundición de textos relativos a mitos cósmicos orientales; otros aún han leído en este himno un texto abierto a la esperanza escatológica de un Reino de Dios construido sobre la paz y la justicia. Sin embargo, es probable que con este salmo se celebrara la intervención de Dios en favor del pueblo en el período del asentamiento de éste en la tierra prometida, y especialmente con ocasión del culto procesional del arca, considerada como trono visible del Dios invisible, presente siempre entre el pueblo con el signo de su realeza universal.

El texto comienza con una invitación al aplauso y a la alegría, motivada por la contemplación de la grandeza de Dios: «Aclamad a Dios con gritos de júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra» (vv 2ss). Se exalta la trascendencia de Dios y su primado sobre todas las criaturas, que pone al hombre en estado de estupor y de veneración. Todos los pueblos, puestos delante de Dios en señal de sumisión, reconocen en Dios al «rey del mundo» (v 8). Estos pueblos exaltan y glorifican su realeza y señorío universal. Ahora bien, entre todas las naciones, se reconoce la elección de Israel y la tierra dada en heredad al pueblo, como «gloria de Jacob, su amado» (v. 5), y signo de un amor de predilección por parte del Señor.

La segunda parte del salmo es una nueva invitación a la alabanza y al canto por la realeza del Señor, que «se sienta en su trono sagrado» (v 9). Israel le exalta en sumo grado como rey con un culto de auténtica fe por sus innumerables intervenciones en favor de la vida del pueblo. Ahora bien, esta realeza aparece considerada también desde una perspectiva final, cuando al final de los tiempos se reúnan todas las naciones con Israel en el monte Sión y todos los hombres acepten la soberanía perfecta del Señor sobre la historia y sobre el mundo, convirtiéndose así a la fe del Dios de Abrahán. Con eso, las promesas de Dios hechas a Israel llegarán a su cumplimiento (cf. Gn 12,3; 17,6; 35,11).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La apertura universalista propia del final del salmo hace fácil al creyente de la nueva alianza releer el sentido espiritual de este salmo con la revelación del tiempo de la salvación inaugurada por Cristo. Desde los tiempos antiguos, la Iglesia ha visto en este salmo un cántico para aplicarlo a la entrada de Jesús en Jerusalén: él, mientras entra en la ciudad santa para encaminarse a la pasión, anuncia en realidad el día triunfal y glorioso de su resurrección y ascensión al cielo. Por otra parte, a causa del v 6, la Iglesia lo emplea en la liturgia del día de la Ascensión, cuando Cristo, con las insignias de la realeza de Dios sobre el mundo, se sienta en el trono a la derecha del Padre, como «Señor de los señores y Rey de reyes» (Ap 17,14; 19,16), después de haber derrotado al enemigo, a la muerte y al pecado, y haber llevado a toda la humanidad a la comunión con Dios.

El triunfo de Cristo inaugura así la humanidad nueva, el único y verdadero pueblo de Dios, formado por «judíos y paganos» (Rom 9,24), al que están llamados a formar parte todos los hombres de toda raza y estirpe. Entonces se cumplirá aquello que dijo Jesús: «Vendrán muchos de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos» (Mt 8,11). La Iglesia, al celebrar esta alegre exaltación de Cristo, recuerda también la misión universal que le ha confiado el Señor, a saber: la de llevar la Buena Noticia a todos los hombres (cf. Mc 16,15), incluidos también los que no han recibido aún el Evangelio, aunque están orientados de diversos modos al pueblo de Dios. La Iglesia, por último, contempla ya, en el Cristo resucitado y ascendido al Padre, la victoria escatológica, cuando venga el Señor al final de la historia y reine glorioso sobre toda la creación y toda la humanidad (cf. 1 Cor 15,28). Pero nos hace participar también de la realeza de Cristo a nosotros, sus fieles, cuando nos refiere las palabras de Jesús: «Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí, lo mismo que yo también he vencido y estoy sentado junto a mi Padre, en su mismo trono» (Ap 3,21).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

«Mi Reino no es de este mundo. Si lo fuera, mis seguidores hubieran luchado para impedir que yo cayese en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de este mundo» (Jn 18,36). Estas palabras dirigidas por Jesús a Pilato durante la pasión, en las que usa tres veces la expresión «mi Reino», nos introducen en la naturaleza de su realeza. La realeza de Cristo no tiene nada en común con la del mundo, aunque se extiende a él. No es política, porque Jesús no se sirve del poder ni hace uso de la fuerza de un ejército para defenderla; no es de origen mundano, porque Jesús no es de este mundo, sino que ha venido a él para salvarlo y llevarlo al Padre. No es obra humana, sino don de Dios, y se manifiesta en el amor convertido en servicio a la verdad y a la vida.

Sí, Jesús es rey, pero él presenta su realeza vinculada con la verdad. Es el testigo de un Dios-amor; es el revelador de la verdad que conduce al Padre; es la manifestación de la presencia salvífica de Dios a través de su palabra y de su obra, que inauguran el Reino mesiánico, por el que «la verdad del que habla», afirma Apolinar de Laodicea, «es la manifestación de sí mismo a los hombres y la salvación que les da por medio del conocimiento que tienen en él». Jesús vino al mundo para llevar a cabo la misión que le encomendó el Padre, a saber: dar testimonio de la verdad. Él es rey de «todo el que es de la verdad», o sea, de cada hombre que escucha su Palabra a través de una continua y sincera búsqueda, la interioriza y la vive. Sólo los que han abierto su ánimo de par en par a la acogida de sus palabras de verdad son discípulos suyos. Ningún hombre puede huir de la realeza de Cristo, porque nadie huye de su verdad. Aquel que es la Verdad no tolera ni la falsedad ni la doblez; obliga a optar: por él o contra él. Jesús vino al mundo para introducir a los hombres en su Reino y poner fin al poder del hombre sobre el hombre. Sin embargo, la opción que también hoy, como en tiempos de Pilato, toman los hombres revela que, a menudo, se prefiere la mentira a la verdad, rechazando hacer coincidir el Reino con la verdad.

b) Para la oración

Oh Dios de nuestros padres, que en Jesús, tu Hijo, constituido rey del universo, has reunido a todos los pueblos, haciendo de ellos tu heredad, guía nuestro camino hacia la nueva humanidad, que Jesús ha inaugurado ya con su pasión y muerte en la cruz. Haz que toda la Iglesia cante en tu honor las maravillas realizadas por Cristo, resucitado y ascendido al cielo, y al que tú has hecho sentarse a tu derecha en la gloria, dándole poder sobre toda la creación y sobre todas las naciones. Concede a tu Iglesia permanecer fiel a su vocación universal de salvación entre los pueblos. Haz que pueda difundir tu Reino y el Evangelio hasta los confines de la tierra, a fin de que todo hombre proclame tu verdad y te aclame y alabe toda la eternidad sin fin.

c) Para la contemplación

Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el Reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el Reino de Dios está dentro de nosotros, pues la Palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el Reino de Dios, lo que pedimos es que este Reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.

Este Reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el apóstol, esto es, cuando

Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su Reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre, que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino.

Con respecto al Reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el Reino de Dios y el reino del pecado.

Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal; antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu; de este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que hay en nosotros sean puestos por estrado de sus pies y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.

Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe revestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos ya a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección (Orígenes, «Opúsculo sobre la oración», 25, en PG 11, cols. 495-499).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Dios es el rey del mundo» (v 8).

e) Para la lectura espiritual

El Reino de los Cielos se da verdaderamente a quien no tiene nada pero posee una gran capacidad de acogida del don de Dios. Cuando parece que nos encontramos sometidos y aplastados, en realidad somos libres y soberanos. Cuando parece que somos impotentes, lo podemos todo. Aunque no solos, sino gracias a aquel que nos da la fuerza (2 Cor 3,5). Canten por ello con nosotros todos los que creen en la estupidez de la cruz. Aquel que había sido ejecutado, vive glorioso y sube al Padre, que le pone como rey del universo y árbitro de la historia. «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría». El apremio de esta invitación al canto y a la alegría revela la plenitud de los sentimientos y, al mismo tiempo, demuestra la inadecuación de la voz y del lenguaje humano ante un acontecimiento tan grandioso e inefable.

Escribe san Agustín: «¿Qué es el júbilo, sino la alegría que admira y no puede ser expresada con palabras? Los discípulos, cuando vieron subir al cielo a aquel a quien habían llorado muerto, se quedaron maravillados y llenos de alegría; como para expresar esta alegría no bastaban las palabras, no les quedaba más remedio que expresar con el júbilo aquello que ninguno de ellos podía explicar».

La liturgia de la fiesta de la Ascensión posee, en verdad, una atmósfera extática, de júbilo, de exultación casi infantil, pero contiene una realidad inmensa y un mensaje potente: «Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Dios, Dios. Esta repetida afirmación del nombre de Dios pretende brindar el sentido de su absoluta superioridad sobre todo y, especialmente, de su inquebrantable fidelidad: «Dios se sienta». Dios está, en la plenitud de su ser, en su majestad, en la luz gloriosa de su santidad. Y desde su trono sagrado gobierna el universo, provee a todas sus criaturas. Santo es su nombre, porque es bueno, porque su amor lo abarca todo. No se olvida de ninguna criatura, por muy pequeña que sea. Su mirada llega a todo, incluso a un insecto pequeño en el polvo del camino, incluso a la flor cuya efímera existencia no dura más que un día [...]. Con el acontecimiento de la ascensión comienza un nuevo modo de presencia de Jesús en el mundo, en nosotros; comienza su padecer en nosotros por la extensión y el arraigo del Reino de Dios mediante la fuerza del Espíritu de amor (A. M. Cánopi, 1 Salmi. Canto di Cristo e delta Chiesa, Paoline, Milán 1997, pp. 175-177).