Salmo 31

Acción de gracias por haber recibido
el perdón de los pecados

«David llama dichoso al hombre a quien Dios salva independientemente de las obras» (Rom 4,6).

 

Presentación

Es el segundo de los salmos penitenciales. A pesar de los motivos didáctico-sapienciales, el salmo es un canto de acción de gracias individual que el poeta dirige a Dios por haberle concedido el perdón de sus pecados. El texto es la experiencia de un maestro de sabiduría que comunica a sus discípulos, primero, su estado de pecador y, después, su estado de convertido por la gracia divina, a fin de que ellos saquen provecho para su vida. Salmo atribuido a David cuando, llamado al orden por el profeta Natán, reconoce su propio pecado ante el Señor (cf. 2 Sm 12).

El salmo se compone de tres partes:

– vv. 1-2: doble bienaventuranza inicial para el pecador perdonado;

– vv. 3-8: experiencia del pecador que pasa del pecado ala confesión de su culpa;

– vv. 9-11: ejemplo del maestro ofrecido a sus discípulos.

 

1Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;

2dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito.

3Mientras callé se consumían mis huesos,
rugiendo todo el día,
4porque día y noche tu mano
pesaba sobre mí;
mi savia se me había vuelto un fruto seco.

5Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y
tú perdonaste mi culpa y mi pecado.

6'Por eso, que todo fiel te suplique
en el momento de la desgracia:
la crecida de las aguas caudalosas
no le alcanzará.

7Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación.

8Te instruiré y te enseñaré el camino que has de seguir,
fijaré en ti mis ojos.

9No seáis irracionales como caballos y mulos,
cuyo brío hay que domar con freno y brida;
si no, no puedes acercarte.

10Los malvados sufren muchas penas;
al que confía en el Señor,
la misericordia lo rodea.

11Alegraos, justos, y gozad con el Señor;
aclamadlo los de corazón sincero.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El relato es el testimonio de un hombre convertido que canta la bienaventuranza del perdón obtenido de Dios, para que también otros realicen la misma experiencia de vida, sin obstinarse en el pecado. La acción de gracias y la exhortación sapiencial constituyen los motivos de fondo del salmista. Este reconoce que la gracia más grande para un hombre culpable es el perdón concedido.

El poema comienza con una bienaventuranza sapiencial que expresa la alegría del perdón: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado» (v 1). A continuación, se evoca la experiencia de vida del pecador, cuando vivía pensando sólo en sí mismo, inmerso en los placeres terrenos. Sólo una enfermedad grave ha hecho recuperar la razón a este hombre, que interpreta su desventura como un castigo de Dios para llevarle al arrepentimiento: «Mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí» (vv. 3ss). La confesión sincera de la vida pecaminosa por parte del pecador le hace recuperar la salud fisica, cosa que el hombre interpreta como gesto benévolo de Dios, que le perdona el mal cometido: «Propuse: "Confesaré al Señor mi culpa", y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (v 5).

El convertido se ha vuelto ahora un penitente, un hasid (piadoso) y un maestro de vida, que pretende indicar a otros el camino que deben seguir y ofrecer el fruto de su lección moral de vida, a fin de que todos lleguen a ser capaces de evitar los verdaderos peligros que entraña la muerte fisica y espiritual, que como «la crecida de las aguas caudalosas» irrumpen en el momento del sufrimiento (v 6). De nada sirve mostrarse ante el dolor recalcitrante como caballos o mulos; sólo la confianza en el Señor y la petición de su benevolencia pueden liberar al hombre de todo mal, porque «al que confía en el Señor, la misericordia lo rodea» (v 10).

La conclusión del salmo es una invitación dirigida por el convertido y extendida a todos los fieles que se encuentran en el templo a que alaben al Señor para que la felicidad que él siente la experimenten también todos.

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

No resulta difícil ver en este salmo la oración de la fragilidad humana y de la esperanza, dado que también el cristiano pasa por la experiencia del pecado. La bienaventuranza del perdón es una característica del mensaje del Nuevo Testamento y de la vida de la Iglesia de todos los tiempos. San Agustín había convertido este salmo en su oración favorita y en el punto de referencia y de meditación sobre su conducta de vida cristiana, hasta tal punto que había colgado en la pared de su habitación este texto, en el que encontraba paz cuando le volvía a la mente su borrascoso pasado, y consuelo en sus vigilias de sufrimiento.

El tema del perdón de Dios, concedido al pecador que reconoce su propio pecado, está bien subrayado por san Pablo, que cita los primeros versículos del salmo como ejemplo de salvación gratuita de Dios y para demostrar que el Señor perdona a todo corazón penitente con amor misericordioso (cf. Rom 4,7ss). Pero también san Juan recalca esta realidad cuando escribe: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,8-9). Y, por otra parte, añade que los cristianos tenemos un abogado junto al Padre, a Jesucristo, el justo, que «es víctima de expiación por nuestros pecados» (2,2). El perdón de Dios no requiere obra alguna; sólo exige la conversión personal y sincera del pecador respecto a su propia culpabilidad.

Por otro lado, el salmo nos trae a la memoria las parábolas de la misericordia que contó Jesús y las palabras de perdón que el Nazareno dirigió a los pecadores arrepentidos, palabras que alimentan la esperanza del hombre: «Pues os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7). El salmo recuerda a los cristianos de todos los tiempos que todos somos pecadores, que o al menos lo somos en potencia, y que tenemos necesidad de experimentar el perdón de Dios. Reconocer nuestro propio pecado es un don que procede del Señor y un acto que sigue siendo posible sólo si el cristiano lo implora recorriendo un camino de fe en la humildad y en la simplicidad de vida.

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Con el gesto de perdón dirigido a los pecadores, así como con el ejemplo de la mujer adúltera, Jesús instauró un nuevo orden, el de la misericordia, porque él es el «que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Este comportamiento de acogida y de disponibilidad de Jesús frente a los pecadores nos invita a los creyentes a una confrontación sincera con la Palabra para llevarla a la vida. La Palabra de Dios llama, con verdad y humildad, a vivir una relación decisiva tanto con Jesús, Maestro justo y misericordioso, como con los otros, pecadores como nosotros o tal vez menos (cf. Lc 13,2-5; 15,10; Mt 9,13; 1 Tim 1,15).

Nuestra sociedad pasa por momentos de fuertes tensiones y divisiones en distintos ámbitos: desde las familias a los grupos sociales y económicos, desde las comunidades nacionales a las internacionales. Las comunidades religiosas, de todo tipo, están influenciadas asimismo por problemas de este género, hasta tal punto que resultan de ahí actitudes opuestas de laxismo o de rigorismo, de fatalismo o de utopía. El creyente, comprometido con la construcción de su propia historia y la de los hombres siguiendo la lógica del Evangelio, no debe olvidar nunca que, para superar cualquier dificultad o problema y aniquilar todo pecado, es menester ir a la raíz del mal. Jesús, con su actitud, recuerda muchas veces a sus oyentes esta verdad: el pecado no reside, en primer lugar, en la transgresión de la ley exterior visible, sino en la opción libre que cada hombre realiza en su propio corazón.

El lenguaje de la Biblia no emplea, en efecto, el término «conciencia» del hombre, sino el de «corazón», el centro íntimo de las decisiones, la totalidad del sentir y del querer humano. Las resonancias bíblicas suscitadas por la palabra «corazón» tienen que ver no sólo con los sentimientos, sino con los recuerdos, los proyectos, las decisiones. El corazón del hombre es la fuente de su personalidad consciente, libre e inteligente, el centro de sus opciones fundamentales y el lugar del encuentro con Dios, a través del de su Hijo, Jesús.

En la relación con Jesús no hemos de olvidar nunca que todos somos pecadores, que cada hombre necesita vivir en actitud de continua conversión. Sólo así Jesús vuelve a dar a cada uno de nosotros su dignidad, perdona nuestras debilidades, rectifica el profundo desequilibrio arraigado en el corazón humano y nos hace capaces de ser criaturas nuevas y de entregarnos generosamente a los que viven en medio de la necesidad. Los cristianos tenemos una misión en el mundo: proclamar el Evangelio con el ánimo de la misericordia y del amor a partir del modelo de Cristo.

b) Para la oración

Dios lleno de misericordia y de bondad, nosotros reconocemos nuestro estado de pecadores y no queremos esconderte nuestros pecados, que a menudo nos hacen enrojecer. Tú, en tu designio de amor, has querido salvarnos mediante tu Hijo, convertido en nuestro hermano, que pagó por nosotros y por nuestras fechorías sufriendo el suplicio de la cruz. Acógenos como hijos pródigos, revístenos con la túnica del hijo que vuelve arrepentido a la casa del padre, para que podamos gozar de la bienaventuranza del hombre al que se le perdona la culpa, como la pecadora en lágrimas y el buen ladrón arrepentido. Líbranos siempre de los pecados y haz que no dejemos que nos alcance el ímpetu de las aguas caudalosas que pueden arrollarnos y llevarnos lejos de ti. Concédenos, sobre todo, ser capaces de dar el primer paso por el camino de la reconciliación con los hermanos, cuando tú nos hagas sentir en el corazón el remordimiento de nuestra culpa, de suerte que podamos hacer frente con serenidad a tu juicio de Padre y cantar siempre tus alabanzas junto con los hermanos en la fe.

c) Para la contemplación

Oh divino sacramento de la cruz, en el que está firme la debilidad; libre está la virtud, encadenados los vicios, levantados los trofeos. Por eso dice el salmista: «Traspasa mi carne con los clavos de tu temor» (cf. Sal 118,120 Vulgata): no con los clavos de hierro, sino con los del temor y la fe, para significar la robustez de la virtud antes que la pena. Así la fe había encadenado a Pedro, al que nadie había atado, cuando siguió al Señor hasta el atrio del sumo sacerdote; encadenado por la fe, no pudo soltarle la pena. Al contrario, cuando fue atado por los judíos le liberó la devoción, no le retuvo la pena, puesto que no se alejó de Cristo.

Por eso, también tú crucificas el pecado muriendo a él, puesto que quien muere al pecado vive para Dios. Vive por aquel que no dispensó a su propio Hijo, para que en su cuerpo fueran crucificadas nuestras pasiones. Sí, Cristo murió por nosotros, para que en su cuerpo redivivo tuviéramos nosotros la vida. Así pues, murió en él no nuestra vida, sino nuestra culpa. «El cargó con nuestros pecados, llevándolos en su cuerpo hasta el madero, para que, muertos al pecado, vivamos por la salvación. Habéis sanado a costa de sus heridas» (1 Pe 2,24). El leño de la cruz es como la nave de nuestra salvación, nuestro vehículo, no la pena. No hay, en efecto, otra salvación fuera de este vehículo de salvación eterna, mientras que esperando la muerte no la siento, despreciando la pena no la sufro, no teniendo en cuenta el miedo lo ignoro. ¿Quién es, pues, ése por cuyas heridas hemos sido sanados, sino Cristo, el Señor? De él profetizó Isaías que sus heridas son nuestra medicina; de él dijo el apóstol Pablo en sus cartas: «El que no había conocido pecado» (2 Cor 5,21), es decir, aquel en quien no pecó la naturaleza humana que había asumido (Ambrosio de Milán, «Sobre el Espíritu Santo», I, 108-111, en PL 16, cols. 759ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Tú eres mi refugio, me libras del peligro» (v. 7).

e) Para la lectura espiritual

Llamados a caminar según el Espíritu, siguiendo a Cristo, para ir al Padre, debemos salir y alejarnos cada vez más de la esclavitud del pecado y progresar en la libertad de los hijos de Dios. En primer lugar, debemos reconocernos pecadores. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, perdonará nuestros pecados y nos purificará de toda iniquidad» (1 Jn 1,8ss). Todos somos pecadores, de hecho o en potencia. Reconocernos pecadores es ya un don de Dios, un acto posible sólo a la luz de la fe, una victoria difícil sobre la tendencia a la autojustificación.

El sentido de la culpa moral entre nuestra gente sigue aún bastante difuso; tiene que ver sólo con algunos pecados, como la violencia, la calumnia, la blasfemia. La mentalidad racionalista y secularizada tiende a reducir muchos desórdenes morales a desviaciones de la convenciones sociales, a errores que deben ser considerados con indulgencia, a debilidades que debemos comprender. Se ríe de buena gana de lo que considera como tabúes heredados del pasado. Exalta la transgresión como afirmación de la libertad. La fe nos hace reconocer muchas formas de pecado que desfiguran al hombre, imagen de Dios. En la Biblia encontramos varias listas de pecados bien detallados. Si quisiéramos recoger en un cuadro las principales indicaciones, obtendríamos una lista impresionante, por lo demás todavía a título de ejemplo y no exhaustiva: incredulidad, idolatría, brujería, blasfemia, perjurio, apostasía, ultraje a los padres, infanticidio, homicidio, odio, libertinaje, homosexualidad, orgía, fornicación, adulterio, robo, avaricia, tráfico de personas, traición, engaño, calumnia, habla soez, corazón despiadado, orgullo insensato. Estos pecados son considerados graves, incompatibles con la vida de comunión con Dios.

Desgraciadamente, la triste lista se prolonga con otras experiencias negativas de nuestra época: genocidio, terrorismo, tráfico de armas, aborto, eutanasia, tortura, encarcelación arbitraria, deportación, racismo, explotación de los países pobres, condiciones indignas de vida y de trabajo, violencia contra menores, trata de blancas, comercio pornográfico, tráfico de drogas, corrupción política y administrativa, especulación financiera, evasión fiscal, especulación de la vivienda, contaminación ambiental. La fe nos revela la profunda malicia del pecado. Este es infidelidad a la alianza, rechazo del amor de Dios, ingratitud, idolatría. Los hombres no acogen su propia existencia como un don, no dan gracias a su Creador y Padre. Prefieren un valor parcial absolutizado, cualquier figura del poder, del tener, del saber, del placer, a Dios. Prescinden de él como si fueran autosuficientes. ¡Y decir que toda energía viene de él, hasta la que es menester para rebelarse! (Conferencia Episcopal Italiana, La veritá vi fará liberi. Catechismo degli adulti, LEV, Ciudad del Vaticano 1995, p. 452. Edición española: Catecismo de adultos, Marova, Madrid 1987).