Salmo 29

Acción de gracias por la liberación
de la muerte

«Padre, te doy gracias, porque me has escuchado. Yo sé muy bien que me escuchas siempre» (Jn 11,41).

 

Presentación

Canto de acción de gracias individual atribuido a David, al rey Ezequías o a un pobre que ha pasado por la experiencia de una enfermedad grave que casi le ha llevado a la tumba (cf. Is 38,10-20). Para otros, se trata de la experiencia de un fiel particular que se ha convertido, posteriormente, en experiencia de todo el pueblo. El salmista evoca el pasado y da gracias a Dios por haber superado el peligro. El texto entrelaza expresiones de alabanza y de súplica con notables términos antitéticos, sostenidos con el paso de lo simbólico a lo histórico. La estructura del salmo subraya cuatro momentos -a saber: enfermedad, súplica, liberación y acción de gracias- que pueden ser divididos en cinco estrofas, cada una de ellas con un tema antitético entre dos realidades-límite vividas por el orante:

- vv. 3-4: contraste entre muerte/vida por el beneficio recibido;

- vv. 5-6: contraste entre llanto/alegría por la gracia recibida de Dios;

- vv. 7-9: contraste entre incertidumbre/estabilidad por la prueba superada;

- w. 10-11: contraste entre muerte/vida, con la descripción de los motivos presentados a Dios;

- vv. 12-13: contraste entre llanto/alegría, con la alabanza agradecida por la bondad del Señor.

2Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.

3Señor, Dios mío, a ti grité,
y tú me sanaste.
4Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la Fosa.

5Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
6su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo.

7Yo pensaba muy seguro:
«No vacilaré jamás».
8Tu bondad, Señor, me aseguraba
el honor y la fuerza,
pero escondiste tu rostro,
y quedé desconcertado.

9A ti, Señor, llamé,
supliqué a mi Dios:
10
«¿Qué ganas con mi muerte,
con que yo baje a la fosa?
¿Te va a dar gracias el polvo
o va a proclamar tu lealtad?
11
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme».

12Cambiaste mi luto en danzas,
me desataste el sayal y me has vestido de fiesta;
13te cantará mi alma sin callarse;
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.

 

1. El salmo leído con Israel: sentido literal

El fiel comienza con una explosión de alegría y de gratitud a Dios porque ha escuchado su oración y le ha hecho «revivir» cuando se encontraba en una situación mortal, impidiendo así a sus enemigos exultar por su estado miserable. El versículo introductorio presenta el tema del salmo: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí» (v. 2). El pobre, que ha vuelto a saborear las alegrías y los bienes de la vida, siente la necesidad de comunicar su felicidad a otros e implicarlos en su acción de gracias al Señor: «Tañed para el Señor, fieles suyos, dad gracias a su nombre santo» (v 5). Pero es menester que todos conozcan los motivos de su agradecimiento por lo que el santo nombre de Dios ha realizado en su vida. Y ésta es la confesión pública del orante.

En un período de vida tranquilo y próspero, aunque fundamentado en sí mismo y en la vanidad de las criaturas, le ha sobrevenido un tiempo de grave enfermedad, que conduce a este hombre al borde de la tumba (vv. 4.10). Pensaba que Dios le había quitado su benevolencia y su protección (v. 8). Entonces suplicó al Señor que le otorgara su gracia y le liberara de la muerte cierta, dado que en el más allá no hay provecho para el hombre ni nadie puede alabar al Señor o proclamar la fidelidad en el amor: Dios mismo se quedaría privado de algo (v. 10). Y el Señor viene en ayuda del pobre que se ha dirigido a él con confianza, curándole, liberándole de la muerte y devolviéndole la alegría y la vida tras la triste experiencia por la que ha pasado: «Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta» (v. 12).

El hombre beneficiado ya no tendrá que llevar ahora la ropa de luto ni ponerse el sayal con el que participaba en las liturgias de expiación y de arrepentimiento. Todo cede su sitio a la fiesta por un renacimiento y una vida nueva en la alegría. Éste es el motivo por el que el fiel agraciado ha venido al templo del Señor ante la asamblea de los fieles: agradecer y cantar por siempre, junto con la comunidad devota, las alabanzas de Dios (v. 13).

 

2. El salmo leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

La oración del salmo, que reivindica la posibilidad de vida del hombre frente a Dios y cantar las alabanzas y la acción de gracias a la gloria del santo nombre del Señor, releída en clave cristiana, describe el acontecer humano de Jesús, con sus momentos de sufrimiento y de alegría. La lectura cristiana del salmo se presta a aplicarlo tanto a la vida de Cristo como a la de cada cristiano. «La vida humana conoce alternancias extremas de sufrimientos y de alegrías que no son las manifestaciones incontroladas de un destino caprichoso, sino que forman parte del detalle de un designio concertado, coherente y positivo. Sin embargo, lo que la vida aporta de negativo manifiesta su valor y su sentido sólo una vez superadas las crisis» (R. Lack).

Todo esto ha sido verdad por Cristo, que aceptó el plan de amor y de salvación de Dios sobre la humanidad con todas sus consecuencias. En efecto, Cristo tomó sobre sí la vida del hombre para llevar la vida a donde estaba la muerte, la alegría a donde estaba la tristeza. Su misterio de impotencia y debilidad, aceptado voluntariamente, fue el que nos condujo de nuevo a la amistad con el Padre, eliminando en nosotros el pecado que nos separaba de la comunión con Dios.

A través de la experiencia dolorosa de su muerte, la humanidad, rescatada de las tinieblas, volvió a ver la luz, desde el absurdo pasó a la vida, a esa vida nueva que Cristo nos obtuvo con su resurrección. San Pablo diría: «Momentáneas y ligeras son las tribulaciones que, a cambio, nos preparan un caudal eterno e inconmensurable de gloria; a nosotros, que hemos puesto la esperanza no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (2 Cor 4,17ss). Y verdaderamente el Hijo se puede dirigir al Padre con las palabras del salmo: «Cambiaste mi luto en danzas, me desataste el sayal y me has vestido de fiesta» (v 12).

A ellas hacen eco las palabras de Pedro el día de Pentecostés: «Israelitas, escuchad: Jesús de Nazaret fue el hombre a quien Dios acreditó ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que realizó por medio de él entre vosotros, como bien sabéis. Dios lo entregó conforme al plan que tenía previsto y determinado, pero vosotros, valiéndoos de los impíos, lo crucificasteis y lo matasteis. Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte, pues era imposible que ésta lo retuviera en su poder» (Hch 2,22-24).

 

3. El salmo leído en el hoy

a) Para la meditación

Toda la vida pública de Jesús tenía una meta bien precisa: la manifestación de la gloria de Dios, que la elevación del Hijo en la cruz pone de manifiesto. La hora de la pasión, que ni siquiera en Jesús elimina el error, sino que fue vivida por él en conformidad con la voluntad del Padre, se ilumina así de una manera sorprendente con el reconocimiento del señorío de Cristo sobre el mundo a través de la voz de lo alto: «Lo he glorificado y lo glorificaré aún» (Jn 12,28).

¿Cómo vivir hoy en concreto nuestras horas de oscuridad y de sufrimiento? Repensado en la hora de Jesús, para ser verdaderos creyentes, queda una sola respuesta a esta pregunta. «El Señor dice: Ha llegado la hora. Este decir ha llegado no es apenas un reconocerla desde fuera: la reconozco como si la viera en un espejo. La expresión ha llegado la hora se presenta así mucho más participada: es un modo de asumirla, de vivir para esa hora, de reconocerla y hacérsela propia. Porque hay un tiempo cronológico, y es el de los momentos que discurren, y hay un tiempo humano. El tiempo es humano, es decir, está lleno, lo vivimos, se vuelve historia humana, en la medida en que, precisamente, no podemos decir que los minutos discurren, sino que los vivimos, les damos un contenido, los asumimos. ¿Y cómo los asumimos? Como Jesucristo, que dice: Padre, ha llegado la hora. Asumir la hora como él significa, para nosotros, asumirla con el sentido del Padre, es decir, con el sentido del amor misericordioso de Dios, que es anterior" (G. Moioli).

A todos nosotros, los creyentes, nos espera un desafio a la luz del mensaje que Jesús nos dio con su Palabra de salvación y especialmente con su vida: la esperanza hemos de ponerla sólo en Dios, que puede realizar todo bien para la humanidad, pero él espera también la colaboración del hombre para convertir esta tierra, donde vivimos, en el punto de encuentro entre Dios y los hombres. Escribe Juan Crisóstomo: «Tengamos en nuestros espíritus la ciudad de la Jerusalén celestial, donde reside el Hijo de Dios resucitado; contemplémosla sin pausa, teniendo siempre ante los ojos sus bellezas. Es la capital del rey de los siglos, donde todo es inmutable, donde no pasa nada, donde todas las bellezas son incorruptibles. Contemplémosla para volvernos cada día más afectuosos con nuestros hermanos y heredar así el Reino de los Cielos».

b) Para la oración

Padre bueno, en tu infinita misericordia con nosotros, nos entregaste a tu Hijo para nuestra reconciliación y le hiciste pasar a la vida liberándole de los lazos de la muerte. Mi corazón es lento para creer y le fatiga pensar que Jesús tuviera que morir para entregarnos la vida y llevarnos de nuevo a la comunión contigo. Escucha mi oración: hazme comprender que yo también debo pasar por el sufrimiento y la incomprensión para entrar en la gloria, que debo pasar del llanto a la alegría y resucitar así a una vida nueva y cantar tus alabanzas. Ayúdame a reconocerte cuando escucho la Escritura y parto el pan en memoria tuya, para ser testigo creíble en medio de los hermanos que encuentre cada día en mi camino. Concédeme encontrarte a lo largo de mi camino y vivir para siempre contigo en una eternidad de alegría.

c) Para la contemplación

Fijaos bien, queridos hermanos: el misterio de Pascua es a la vez nuevo y antiguo, eterno y pasajero, corruptible e incorruptible, mortal e inmortal.

Antiguo según la ley, pero nuevo según la Palabra encarnada. Pasajero en su figura, pero eterno por la gracia. Corruptible por el sacrificio del Cordero, pero incorruptible por la vida del Señor. Mortal por su sepultura en la tierra, pero inmortal por su resurrección de entre los muertos.

La ley es antigua, pero la Palabra es nueva. La figura es pasajera, pero la gracia eterna. Corruptible el Cordero, pero incorruptible el Señor, el cual, inmolado como cordero, resucitó como Dios.

Porque él fue como cordero llevado al matadero y, sin embargo, no era un cordero; y como oveja enmudecía y, sin embargo, no era una oveja: en efecto, ha pasado la figura y ha llegado la realidad: en lugar de un cordero tenemos a Dios, en lugar de una oveja tenemos un hombre, y en el hombre, Cristo, que lo contiene todo. El sacrificio del cordero, el rito de la Pascua y la letra de la ley tenían por objetivo final a Cristo Jesús, por quien todo acontecía en la ley antigua y, con razón aún mayor, en la nueva economía.

La ley se convirtió en la Palabra y de antigua se ha hecho nueva (ambas salieron de Sión y de Jerusalén). El mandamiento se transformó en gracia y la figura en realidad; el cordero vino a ser el Hijo; la oveja, hombre, y el hombre, Dios.

El Señor, siendo Dios, se revistió de la naturaleza de hombre: sufrió por el que sufría, fue encarcelado en bien del que estaba cautivo, juzgado en lugar del culpable, sepultado por el que yacía en el sepulcro. Y, resucitando de entre los muertos, exclamó con voz potente: «¿Quién tiene algo contra mí? ¡Que se me acerque! Yo soy quien he librado al condenado, yo quien he vivificado al muerto, yo quien hice salir de la tumba al que ya estaba sepultado. ¿Quién peleará contra mí? Yo soy -dice- Cristo, el que venció la muerte, encadenó al enemigo, pisoteó el infierno, maniató al fuerte, llevó al hombre hasta lo más alto de los cielos; yo, en efecto, que soy Cristo. Venid, pues, vosotros todos, los hombres que os halláis enfangados en el mal, recibid el perdón de vuestros pecados. Porque yo soy vuestro perdón, soy la Pascua de salvación, soy el cordero degollado por vosotros, soy vuestra agua lustral, vuestra vida, vuestra resurrección, vuestra luz, vuestra salvación y vuestro rey. Puedo llevaros hasta la cumbre de los cielos, os resucitaré, os mostraré al Padre celestial, os haré resucitar con el poder de mi diestra» (Melitón de Sardes, «Homilía sobre la pascual», 2-7, 100-103, en Sch 123, 60.64.120-122).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del salmo:

«Señor, socórreme» (v 11).

e) Para la lectura espiritual

Quiero saber
si Cristo ha resucitado de verdad,
si la Iglesia ha creído
que ha resucitado de verdad.

¿Por qué entonces es una potencia,
esclava como todas las potencias?
¿Por qué no salir por las calles,
como si hubiéramos enloquecido
por una insolación,
a decir: Cristo ha resucitado, ha resucitado?

¿Por qué no se libera de la razón
y no renuncia a las riquezas
a cambio de esta única riqueza de la alegría?

¿Por qué no quema las catedrales,
no abraza a cada hombre por el camino,
sea quien sea,
para decirle únicamente: ¡ha resucitado!
Y llorar juntos,
llorar de alegría?

¿Por qué no se limita a hacer esto
y a decir que todo lo demás es vano?

Pero decirlo con la vida,
con manos cándidas,
ojos de niño.

Como el ángel del sepulcro vacío
con las vestiduras blancas de nieve al sol,
diciendo: «¡No busquéis entre los muertos al que vive!».

Iglesia mía, amada e infiel,
mi amargura de cada domingo;
Iglesia a la que quisiera loca de alegría
porque ha resucitado de verdad.

(D. M. Turoldo, O sensi miei... Poesie 1948-1988, Rizzoli, Milán 1990).