Efesios 1,3-10

Dios nos ha elegido santos e inmaculados en el amor

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

 

Presentación

El cántico, que es una magna bendición a Dios por el acontecimiento realizado por medio de Cristo, se divide de este modo:

– v. 3: exposición del motivo de la bendición elevada a Dios;

– v. 4: primera bendición: por nuestra elección para ser «santos e irreprochables ante él
    por el
amor»;

– vv. 5-6a: segunda bendición: por nuestra adopción como hijos;

– vv. 6b-7: tercera bendición: por la redención y por la remisión de los pecados;

– vv. 8-10: cuarta bendición: por la recapitulación de todas las cosas en Cristo Jesús.

 

3Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

4Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante él por el amor.

5Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
6para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

7Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

8El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
9dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado 10realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

 

1. El texto leído con Cristo y con la Iglesia: sentido espiritual

Pablo aparece en nuestro cántico como arrebatado al pensar en el maravilloso plan de salvación que Dios ha realizado en Cristo desde la eternidad. Este designio de salvación tiene su origen en el Padre, y su tema dominante es la gloria de Dios. Desde los cielos, él distribuye con abundancia a los hombres dones espirituales a través del único mediador, Cristo. Por eso es justo que los hombres alaben y bendigan al Padre celestial.

El apóstol empieza, en efecto, con una gran bendición dirigida al Padre porque Cristo nos ha bendecido. La fórmula de bendición es judía: es «ascendente» si el hombre bendice a Dios; es «descendente» si Dios bendice al hombre.

La primera bendición se eleva del hombre a Dios por nuestra elección en Cristo para convertimos en «santos e irreprochables ante él por el amor» (v 4).

La segunda está motivada por nuestra incorporación a él mediante la filiación divina (v 5). Todo este maravilloso plan salvífico es fruto únicamente del amor preveniente y eficaz de Dios (cf. Col 3,12; 1 Tes 1,4; 2 Tes 2,13; Rom 11,28).

La tercera bendición a la alabanza y gloria de Dios subraya que su plan se ha realizado mediante la redención llevada a cabo por Cristo, «por su sangre» (v 7), y ha tenido como resultado la remisión de los pecados. La redención llevada a cabo por Cristo ha hecho a los cristianos propiedad de Dios y pueblo de la nueva alianza, sustrayéndole a la esclavitud del pecado y de la muerte (cf. Rom 6,6.16-23). Por otra parte, la gracia de la redención ha sido enriquecida con los dones espirituales de la sabiduría y el discernimiento, a fin de que los creyentes puedan conocer todas las múltiples y misteriosas riquezas y vivir en consecuencia con una nueva vida conforme al plan amoroso de Dios (v 8).

La cuarta bendición, por último, tiene como objeto el conocimiento del misterio de la voluntad de Dios, que no puede ser intuido y conocido por los hombres sin una gracia especial de revelación. Esa gracia ha sido revelada a los santos en la plenitud de los tiempos en que lo había previsto el designio divino (v 9). Y «el misterio de su voluntad» consiste en la recapitulación de todas las cosas y de los seres creados y celestiales en Cristo; éstos encuentran en él el verdadero restaurador, su significado y su valor, la fuente de unidad y de inteligibilidad.

2. El texto leído en el hoy

a) Para la meditación

Al rezar este himno cristológico de la carta a los Efesios, nos viene de modo espontáneo a la mente dar las gracias y glorificar a Dios Padre, del que deriva todo proyecto de bien para toda la humanidad. El, en su amor misericordioso, ideó este plan de salvación antes de la creación del mundo y lo realizó en la historia, cuando estuvieron maduros los tiempos, en la persona de su Hijo. En este designio salvífico de amor, el Padre contempló a su Hijo Jesucristo y, a través de él, a nosotros, la humanidad redimida. De hecho, todos los dones que Dios ha derramado sobre su pueblo, Israel, con la encarnación del Hijo y la venida del Espíritu Santo, han sido dispensados a los que se han adherido a la Palabra de Jesús y se han dejado guiar en la fe por la acción del Espíritu. Por medio de Cristo hemos sido llamados a la santidad por un camino vivido en el amor a Dios y a los hermanos; en Cristo nos hemos convertido en herederos del mismo destino de gloria.

Este plan universal de la historia de la salvación está encerrado en el misterio de la voluntad de Dios, que él mismo realizó en la historia humana. Ese designio en favor de los hombres repara el pecado con el que se había manchado la humanidad, y lo hace por medio de la redención llevada a cabo por Jesucristo con el sacrificio de la cruz. Los cristianos sabemos que ese plan de salvación nos ha sido revelado en aquel que es la cima y el principio de todo y que recapitula en sí todas las cosas.

Si pensamos en nuestra vocación cristiana, nos será fácil recordar los dones recibidos con el bautismo y la confirmación mediante la acción del Espíritu Santo. De hecho, hemos sido elegidos y hechos hijos de Dios; nos han sido perdonados todos los pecados por la sangre de Jesús; se nos ha concedido el don de la presencia del Espíritu Santo, que, cultivado en nosotros, nos enriquece de sabiduría y de discernimiento para conocer los caminos de Dios. Todos estos dones espirituales nos hacen semejantes a la imagen de su Hijo, Jesucristo, y para poder comprenderlos tenemos necesidad de la luz que viene de lo alto. Pidamos que esta luz penetre en nosotros y nos conduzca a la plenitud del misterio de Dios.

b) Para la oración

Te bendecimos, oh Padre de toda bondad, por haber querido realizar este designio de salvación dirigido a todos los hombres y por haberlo llevado a cabo por medio de tu Hijo, Jesús. Bendito seas por tu gran generosidad con nosotros, a quienes, sin mérito alguno, nos has elegido desde la creación del mundo para ser santos e irreprensibles en el amor: tú nos has predestinado a ser tus hijos y nos has redimido mediante la sangre de Cristo.

Derrama abundantemente sobre nosotros tu gracia mediante la acción del Espíritu Santo, a fin de que podamos realizar en nosotros tu designio de salvación y alabar y glorificar tu nombre. Haz que toda la Iglesia pueda caminar en santidad de vida y ser irreprensible ante ti en el amor.

c) Para la contemplación

¿Qué te falta? Te ha convertido en inmortal, te ha hecho libre, hijo, justo, hermano, coheredero, reinas con él, con él eres glorificado. Se te ha dado todo y -como está escrito- «¿cómo no nos dará con él todas las cosas?» (Rom 8,32). Tus primicias (cf. 1 Cor 15,20.23) son adoradas por los ángeles, por los querubines, por los serafines: ¿qué te puede faltar ahora? [...] «Nos ha predestinado a ser sus hijos adoptivos», queriendo manifestar de este modo la gloria de su gracia. «Según el beneplácito de su voluntad, dice, para alabanza y gloria de su gracia, que nos ha dado en su Hijo amado» (Ef 1,5ss). En consecuencia, si nos ha gratificado así para alabanza y gloria de su gracia, para que ésta se manifestara, permanezcamos firmes en ella. ¿Por qué quiere ser alabado y glorificado por nosotros? Para que así nuestro amor por él sea más ferviente. De hecho, no desea otra cosa de nosotros que nuestra salvación; no desea el servicio, ni la gloria, ni cualquier otra cosa, y lo hace todo con este fin. Así, el que alaba y admira la gracia que le ha sido dada, se mostrará más solícito y atento.

El Señor ha hecho como alguien que restituye de una manera súbita la flor de la juventud a un ser marcado por la sarna, por la peste, por todo tipo de enfermedades y por la decrepitud, reducido ahora a la pobreza y al hambre extremas, haciéndole más bello que todos los hombres, con el rostro radiante como si ocultara los rayos del sol en el brillo de los ojos resplandecientes. Y después de haberle llevado a la flor de la juventud, le habría revestido de púrpura imponiéndole la diadema y adornándole con todo el aparato real. Del mismo modo, el Señor transformó nuestra alma y la embelleció, haciéndola deseable y amable, hasta el punto de que los ángeles desean contemplarla. De este modo, nos hizo tan agradables que nos convertimos en el objeto de su deseo. Dice, en efecto: «Has cautivado al rey con tu hermosura» (Sal 44,12). Considera cuántas cosas malas decíamos antes, y las palabras cargadas de gracia que profiere ahora nuestra boca. Ya no ambicionamos las riquezas, ya no deseamos los bienes presentes, sino los celestiales y las cosas del cielo (Juan Crisóstomo, «Comentario a la carta a los Efesios, Homilía 1,3», en PG 62,11.13ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Él nos eligió en la persona de Cristo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (v 4).

e) Para la lectura espiritual

La contemplación cristiana es una actividad transitiva y comprometedora que se muestra capaz de plasmar una humanidad renovada, de volver a crear el corazón del hombre: «Muéstrame tú a tu hombre, y yo te mostraré a mi Dios», decía Teófilo de Antioquía, y el icono perfecto del Dios-hombre es Cristo crucificado, que puede ser dado a conocer, ser hecho visible a la humanidad por la compasión sin límites que siente por el hombre que sufre, por la misericordia que siente por el hombre pecador en plena solidaridad de quien se sabe asimismo pecador. Por lo demás, la contemplación del Crucificado se convierte de inmediato en visión del propio pecado, conocimiento de uno mismo como pecador y, en consecuencia, se resuelve en arrepentimiento y conversión: tras contemplar al Crucificado, las muchedumbres se volvieron a casa golpeándose el pecho» (Lc 23,48). Sí, como decía Isaac el Sirio, «es más grande aquel que sabe ver su propio pecado que quien ve a los ángeles». Así pues, la contemplación cristiana está encaminada a la caridad, a la makrothymia, a la compasión, a la dilatación del corazón, es acontecimiento que no «puentea» ni la mediación eclesial ni la sacramental, y se manifiesta en una vida personal y comunitaria en estado de conversión.

Más aún. La contemplación cristiana se convierte también en capacidad de juicio y de mirada crítica sobre la historia: no es casualidad que a Juan, el testigo de la crucifixión, se le llame «el vidente», «el teólogo», «el contemplativo», y a él se le atribuye la composición del Apocalipsis, un texto que sabe dirigir una mirada crítica severa y penetrante al totalitarismo del Imperio romano y leer la historia con los ojos de Dios, es decir, con el espíritu embebido por el Evangelio. Sólo de él puede nacer, en efecto, una mirada sobre la historia que sepa discernir el pecado del hombre y la presencia de Dios (E. Bianchi, Le parole della spiritualitá. Per un lessico della vita interiore, Rizzoli, Milán 1999, pp. 98-100).