Apocalipsis 4,11; 5,9.10.12

Himno de los salvados, redimidos
en la sangre del Cordero

«Sabed que no habéis sido liberados de la conducta idolátrica heredada de vuestros mayores con bienes caducos —el oro o la plata—, sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin tacha. De esta forma, vuestra fe y vuestra esperanza descansan en Dios» (1 Pe 1,18-19.21).

 

Presentación

Este cántico, compuesto con aclamaciones tomadas de los capítulos 4 5 del Apocalipsis, es el resultado de la unión de tres cantos distintos elevados a Cristo, el Cordero inmaculado, el único capaz de abrir el libro de los siete sellos. En consecuencia, podemos subdividir el cántico en tres partes:

- 4,11: el versículo aplaude al Dios creador, a quien pertenecen todas las cosas y las hace vivir a todas;

- 5,9-10: se habla del Cordero, que tiene derecho a abrir el libro;

- 5,12: aclamación al Cordero, cuyos títulos de gloria y honor se reconocen.

4,11Eres digno, Señor, Dios nuestro,
de recibir la gloria, el honor y el poder,
porque tú has creado el universo,
porque por tu voluntad lo que no existía fue creado.

5'9Eres digno de tomar el libro y abrir sus sellos,
porque fuiste degollado
y con tu sangre compraste para Dios
hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación;
5,10y has hecho de ellos para nuestro Dios
un reino de sacerdotes y reinan sobre la tierra.

5'12Digno es el Cordero degollado
de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría,
la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza.

 

1. El texto leído con Israel: sentido literal

El fragmento del Apocalipsis, que recoge los tres breves himnos tomados de los capítulos 4 y 5, está enmarcado en una visión litúrgica solemne, en la que Dios entrega a Cristo, Cordero inmolado y resucitado, el dominio de la historia, dándole el libro sellado que sólo él está en condiciones de abrir. El revela su contenido, realizando los acontecimientos que se describen en el libro.

En esta liturgia de alabanza aparece una multitud inmensa que expresa el homenaje al Cordero con una serie de términos de celebración, como gloria, honor, poder, bendición, riqueza, sabiduría y fuerza. El primer breve himno (Ap 4,11), ejecutado por los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos, que representan al pueblo de Dios (las doce tribus de Israel y los doce apóstoles) y forman una corona en torno al trono divino, es una alabanza al Dios creador, que ha hecho todas las cosas, las hace vivir y las lleva a su consumación. La corte celestial exalta su trascendencia y omnipotencia en la obra de la creación (4,1-10).

El segundo himno (Ap 5,9ss) lo cantan también los veinticuatro ancianos y está dirigido al Mesías, que se encuentra ante el trono de Dios. El Mesías, con las vestiduras del Cordero inmolado (muerto) y de pie (resucitado), es decir, con los signos de su cruento sacrificio, por haber cargado sobre sí los pecados del mundo, y vivo en su misterio pascual, recibe la investidura mesiánica como descendiente de David en la casa renovada de Israel. Es el «canto nuevo» para Cristo, Señor de la historia, Redentor y Mediador entre los hombres por haberlos constituido como un «reino de sacerdotes» con la obra de la redención. El, por otra parte, recibe de Dios el libro sellado que contiene los acontecimientos de la historia humana salvada por él con su sangre.

El tercer himno (Ap 5,12) lo cantan los ángeles, que se encuentran alrededor del trono de Dios con los cuatro vivientes y los veinticuatro ancianos. El himno se canta en honor del Cordero inmolado, por los méritos contraídos en su pasión y muerte. Se exaltan de una manera abundante las cualidades de Cristo, su capacidad de organizar la historia de la salvación, y se proclaman su fuerza, la bendición y el honor tributados a Dios. Estamos ante himnos de acción de gracias que asocian la Iglesia peregrinante a la triunfante, haciéndola participar ya en la tierra de los bienes escatológicos, cuando todo el designio de la salvación de Dios se habrá realizado y se le someterán todas las cosas, porque Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28).

 

3. El texto leído en el hoy

a) Para la meditación

Para leer a fondo la historia humana se requiere, además del nivel de purificación interior (cf. Ap 1,4-3,22), una capacidad de lectura de los acontecimientos que cuente con un sentido agudo de la trascendencia de Dios. Es necesario reavivar el sentido de Dios, su inefable grandeza y santidad, unida a su dominio sobre todo lo creado. Este Dios trascendente, que se ocupa del acontecer humano, lo ha «previsto» todo. El no habla, pero ha trazado sus inmutables pensamientos y su proyecto sobre la historia en un libro sellado.

El hombre viene al mundo con una nostalgia de Dios y de infinito en el corazón. Los pensamientos y los proyectos de Dios son inalcanzables por parte del hombre (cf. Ap 5,3). El Dios «totalmente otro» y su misterio no pueden ser comprensibles sin la revelación de Cristo muerto y resucitado, presente y activo entre los hombres. Por eso, Jesucristo es el realizador de las esperanzas mesiánicas del Antiguo Testamento, es la figura central de la vida humana y del orden creado; su acontecimiento pascual sigue siendo el eje principal y recopilador de la historia, con todas las consecuencias espirituales que de él derivan.

Para descubrir el sentido de su existencia en el tiempo, cada uno de nosotros deberá dejarse guiar por la fuerza de Cristo y abandonarse a su Espíritu, permaneciendo con él bajo la cruz. No se llega a la resurrección más que a través de la pasión y la muerte. Por eso, la historia sigue estando aún ante la cruz de Cristo, consciente de que todo cristiano se realiza a través de los actos silenciosos de las decisiones personales vividas en la dimensión del Cristo crucificado. Con esta luz, la Iglesia, que camina hacia «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap 21,1), está convencida de que el criterio de evaluación de la historia es Cristo y de que el único modo de situarse en la historia es el camino recorrido por él.

b) Para la oración

Oh Señor y Dios nuestro, tú que eres el Cordero inmolado, que de modo admirable creaste el universo y de un modo todavía más admirable lo redimiste, rescatando a todos los hombres con tu sangre, tú que hiciste de nosotros un reino de sacerdotes, acoge mediante el humilde servicio de la Iglesia el honor, la alabanza y la gloria de toda la creación en esta alabanza vespertina nuestra. Infunde en cada uno de los miembros de la Iglesia tu luz y tu amor, para que poniendo su mirada en ti estemos disponibles a tu Palabra y nos encuentres dignos de participar en tu resurrección. Tú que eres el Reconciliador entre el cielo y la tierra, concédenos hacer frente a las pruebas de la vida, la soledad, la injusticia y la traición (incluso la de aquellos que son amigos nuestros) con tu misma paz interior, a fin de poder participar en tus sufrimientos y llegar un día contigo a la casa común del Padre celestial, que contigo y con el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos.

c) Para la contemplación

Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), «habiendo hablado antiguamente en muchas ocasiones de diferentes maneras a nuestros padres por medio de los profetas» (Heb 1,1), cuando llegó la plenitud de los tiempos envió a su Hijo, el Verbo hecho carne, ungido por el Espíritu Santo, para evangelizar a los pobres y curar a los contritos de corazón, como «médico corporal y espiritual», mediador entre Dios y los hombres. En efecto, su humanidad, unida a la persona del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación. Por esto en Cristo se realizó plenamente nuestra reconciliación y se nos dio la plenitud del culto divino.

Esta obra de redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, preparada por las maravillas que Dios obró en el pueblo de la Antigua Alianza, Cristo la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada pasión. Resurrección de entre los muertos y gloriosa ascensión. Por este misterio, «con su muerte destruyó nuestra muerte y con su resurrección restauró nuestra vida. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació «el sacramento admirable de la Iglesia entera».

Por esta razón, así como Cristo fue enviado por el Padre, él, a su vez, envió a los apóstoles llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al Reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica [...]

Desde entonces, la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual: leyendo «cuanto a él se refiere en toda la Escritura» (Lc 24,27), celebrando la eucaristía, en la cual «se hace de nuevo presente la victoria y el triunfo de su muerte», y dando gracias al mismo tiempo «a Dios por el don inefable» (2 Cor 9,15) en Cristo Jesús, «para alabar su gloria» (Ef 1,12), por la fuerza del Espíritu Santo (Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Sacrosanctum concilium sobre la sagrada liturgia, nn. 5ss).

d) Para la vida

Repite a menudo y reza este versículo del cántico:

«Eres digno, Señor, Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder» (v 11).

e) Para la lectura espiritual

Para valorar toda la importancia de nuestra página es preciso dar un paso atrás y ensanchar el horizonte. Según la concepción apocalíptica judía y cristiana, la historia se desarrolla en dos planos: la crónica que ves y el designio de Dios que está en el fondo, escondido de la crónica y, sin embargo, advertido por ella. La apocalíptica está atenta a las personas, a las situaciones y a los acontecimientos de su tiempo, pero ve todos estos acontecimientos como «signos» e «instrumentos» de una realidad que está más allá. De esta guisa, la apocalíptica no se contenta con leer los hechos particulares, con confrontarlos y conectarlos entre sí. Está convencida de que, para llegar a la historia «verdadera», es preciso situarse, en cierto sentido, fuera de ella. Hace falta una revelación. Para comprender la historia debemos mirarla desde lo alto: el verdadero historiador es el profeta.

Ahora bien, ¿en qué consiste el misterio que encierra la historia en su propio seno y que sólo aquel que posee la luz de Dios puede reconocer? Aquí es donde aparece la originalidad cristiana del Apocalipsis de Juan con respecto a toda la apocalítica judía, y es aquí donde la visión del libro sellado y del Cordero se presenta como la clave de bóveda de toda la construcción. La visión afirma que Jesús se encuentra en el centro de la historia. La revelación que hace falta para leer la historia y prever su curso es el acontecimiento histórico que él ha vivido. Observando el acontecimiento de su muerte y resurrección es como podemos comprender cómo van las cosas en el fondo. No es menester, por tanto, una revelación nueva, sino una memoria. Si recordamos el acontecimiento de Cristo, comprenderemos que el designio de Dios siempre ha sido combatido; que hasta hay un tiempo en el que las fuerzas del mal parecen prevalecer (la cruz), pero comprenderemos también que la última palabra es la resurrección. El camino del amor, de la no violencia valiente y del martirio puede ser crucificado, pero no vencido. Brota de aquí un gran consuelo. Pero, antes aún, un criterio de valoración. En sentido contrario a las apariencias, son los mártires quienes construyen la verdadera historia, no los poderosos y los opresores. Para el cristiano, esto es un criterio irreductible de lectura.

El Apocalipsis pretende responder, por tanto, a una pregunta crucial: ¿cómo valorar la historia y situarse en ella? La respuesta -que debe ser leída en el lenguaje particular del género apocalíptico- se sitúa plenamente en la línea de la tradición y es muy simple: el criterio de valoración de la historia es Cristo, y el modo de situarse en ella está indicado, de una vez por todas, por el camino que él recorrió (B. Maggioni, L'Apocalisse. Per una Iettura profetica del tempo presente, Citadella, Asís 1981, pp. 57ss).