¿No sabíais que yo debo ocuparme
de los asuntos de mi Padre?

(Lc 2, 40-52)


En aquellos días, 40 el niño crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios.

41 Sus padres iban cada año a Jerusalén, por la fiesta de Pascua. 42 Cuando el niño cumplió doce años, subieron a celebrar la fiesta, según la costumbre. 43 Terminada la fiesta, cuando regresaban, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. 44 Éstos creían que iba en la comitiva y, al terminar la primera jornada, lo buscaron entre los parientes y conocidos. 45 Al no hallarlo, volvieron a Jerusalén en su busca.

46 Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas. 47 Todos los que le oían estaban sorprendidos de su inteligencia y de sus respuestas. 48 Al verlo, se quedaron perplejos, y su madre le dijo:

49 Él les contestó:

50 Pero ellos no comprendieron lo que les decía. 51 Bajó con ellos a Nazaret, y vivió bajo su tutela. Su madre guardaba todos estos recuerdos en su corazón. 52 Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.

 

LECTIO

Jesús acogió con amor y confianza la forma de vida terrena y las características de su desarrollo humano, diseñadas con inmensa sabiduría y bondad por el Padre. La realidad humana de Jesús era auténtica y, por consiguiente, estaba sometida a la ley del crecimiento.

La larga etapa de Nazaret se describe de manera insistente como etapa de crecimiento. En ella se dejó formar Jesús por el Padre, que se sirvió asimismo de la mediación humana y de la obra formadora de María, de José y de todo el clan del pueblo.

El punto central del texto que estamos examinando se encuentra en la incisiva confesión de Jesús a sus doce años. Esa declaración no debe ser interpretada como si Jesús hubiera preguntado: ¿Por qué me buscabais en otro lugar?, ¿por qué no me buscasteis desde el principio en el templo? Jesús no afirmó que hubiera estado el primero, el segundo y todo el tercer día en el templo. La confesión de Jesús expresa una realidad mucho más profunda.

La segunda pregunta de Jesús suena así en una traducción literal del griego: «¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?» (v. 49). Jesús declara de este modo que el primero, el segundo y el tercer día ha debido y responsablemente querido estar en las cosas de su Padre, y que ésta seguirá siendo en el futuro la suprema regla de su vida.

Estar en las cosas del Padre fue siempre y en todo lugar su programa de vida. Y lo repitió un poco antes de morir: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Estas palabras y las del Jesús de doce años forman en el evangelio de Lucas una inclusión: el Padre ha marcado toda la vida de Jesús.

 

MEDITATIO

Vamos a fijar nuestra atención en los dos textos del evangelio de Lucas que hablan del crecimiento de Jesús, contemplado con los ojos de su madre, llena de estupor y alegría. Estamos en el momento de la infancia y de la adolescencia: «El niño crecía y se fortalecía; estaba lleno de sabiduría y gozaba del favor de Dios» (Lc 2,39ss) y «Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52). Jesús crecía... Estupor de María, su madre, al contemplar el crecimiento del hijo. Crecimiento armonioso, humano y divino, en un proceso del que ella como madre conoce ya algunas etapas: ha crecido en su seno, ha crecido entre sus brazos...

Lucas nos habla de las dimensiones del crecimiento. En estatura: se trata del crecimiento natural, normal; es el proceso humano al que ha querido someterse, pero evoca un principio divino de vida que hay en nosotros y tiende a la madurez. Es el crecimiento humano, aunque como signo de otros crecimientos obligados.

En sabiduría: se trata del crecimiento de la inteligencia y del corazón, la apertura cada vez mayor al conocimiento de cuanto nos acaece; el progreso en la cultura, en la conciencia, en la autonomía, en las decisiones. Una maduración en la sabiduría. Jesús se abría a la naturaleza, a la cultura de su pueblo, a la religiosidad de su gente, a la historia, a la vida... El Verbo se hacía silencio mientras esperaba para expresarse como Palabra del Padre. Ahora bien, debía aprender nuestro lenguaje, nuestra cultura, para comunicarnos palabras divinas con lenguaje humano.

En gracia: el crecimiento de Jesús no es sólo el crecimiento del hijo de María; es también el del Hijo de Dios: lleva consigo la vida divina, la vida trinitaria. Crece la intimidad con el Padre y con el Espíritu, su conciencia mesiánica, la conciencia de su filiación divina, de su misión. La gracia en la que crece Jesús es también el amor filial, la madurez divino-humana, la docilidad al Espíritu. Y eso debía aparecer a los ojos de su Madre como plenitud, equilibrio, humanidad, simpatía, perfección en todo, diálogos divinos. María notaba que aquel niño era suyo, pero no le pertenecía del todo. Dentro de él había otros principios vitales, otras presencias: la del Padre y el Espíritu. Vivía, de una manera misteriosa, la belleza y la plenitud de la vida trinitaria...

Podemos contemplar así las etapas de su vida como un camino, un itinerario, un proceso, una ascensión hacia el misterio pascual, hacia Jerusalén, con la conciencia que le viene de la oración, de la plenitud de la vida divina, del conocimiento de los hombres, de hacer en todo la voluntad del Padre. Crece en libertad, en fortaleza, en amor, en misericordia, en entrega. Un crecimiento humano y divino. Crece entregándose y entregando al Padre, vaciándose y dándose a nosotros. El crecimiento de Jesús -aunque también el de María, a través de las noches oscuras y la prueba de Jesús, que se pierde en el templo de Jerusalén- es paradigma del crecimiento de todo cristiano, de todo religioso, en el camino de Cristo.

 

ORATIO

Poseyéndole a él, tú posees el cielo.

Mas, en Jerusalén, una amarga tristeza
te envuelve y, como un mar, tu corazón inunda.
Por tres días Jesús se esconde a tu ternura
y, entonces sí, sobre tu vida
cae un oscuro, implacable, riguroso, destierro.

Por fin logras hallarle y, al tenerle,
rompe tu corazón en transporte amoroso.
Y le dices al Niño, encanto de doctores:
«Hijo mío, ¿por qué has obrado así?
Tu padre y yo, con lágrimas, te estábamos buscando».

Y el Niño Dios responde, ¡oh profundo misterio!,
a la Madre querida que hacia él tiende los brazos:
«¿A qué buscarme, Madre? ¿No sabías, acaso,
que en las cosas que son del Padre mío
he de ocuparme ya?».

Me enseña el Evangelio que sumiso
a María y José permanece Jesús
mientras crece en sabiduría.
¡Y el corazón me dice
con qué inmensa ternura a sus padres queridos
él obedece siempre!

Ahora es cuando comprendo el misterio del templo,
las palabras ocultas del amable Rey mío:
Tu dulce Niño, Madre,
quiere que seas tú el ejemplo vivo
del alma que le busca
a oscuras, en la noche de la fe.

  • (Teresa de Lisieux, Porque te amo, María, estrofas 13-15).

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    CONTEMPLATIO

    La Madre de aquel hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical» «novedad» de la fe: el inicio de la Nueva Alianza [...]. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de «noche de la fe» -usando una expresión de san Juan de la Cruz- como un «velo» a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio.

    Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe a medida que Jesús «progresaba en sabiduría... en gracia ante Dios y ante los hombres». Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era María, que vivía con José en la casa de Nazaret.

    Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la Madre: «¿Por qué has hecho esto?», Jesús, que tenía doce años, responde: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?», y el evangelista añade: «Pero ellos [José y María] no comprendieron la respuesta que les dio». Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de que «nadie conoce bien al Hijo, sino el Padre», tanto que aun aquella a quien había sido revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y «manteniendo fielmente la unión con su Hijo», «avanzaba en la peregrinación de la fe», como subraya el Concilio. Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo; día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: «Feliz la que ha creído» (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris Mater, n. 17).

     

    ACTIO

    Que en los inevitables momentos de la prueba sea ésta tu reacción humana: «¿Por qué nos has hecho esto?». Pero acepta -como María- la respuesta de Cristo, que te invita a vivir como él en la voluntad del Padre.

     

    PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

    Cuando Jesús, sobre los doce años, se queda entre los doctores en el templo, le pierden sus padres. Podemos imaginarnos el desconcierto de María, después de haberle buscado y encontrado: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo te hemos buscado angustiados» (Lc 2,48). En este nuevo pasaje de la vida de María nos parece encontrar en su estado de ánimo una analogía con un fenómeno típico por el que pasan, llegadas a cierta edad espiritual, las almas que aman a Dios. Estas, en efecto, tras haber conocido y optado por el nuevo ideal de vida y haber correspondido a las muchas gracias recibidas del Señor, advierten en un momento determinado, con aguda insistencia, un nuevo florecimiento de las tentaciones que desde hacía tiempo ya no advertían y que parecían superadas definitivamente. En general, se trata de tentaciones contra la paciencia, contra la caridad, contra la castidad. Y, a veces, son tan fuertes que ofuscan la fascinación de la luz que las había iluminado primero.

    Se desvanece el entusiasmo y se frena el impulso. Esto nos hace sufrir y nos dirigimos al Señor casi lamentándonos, como hizo María: «Por qué te has alejado de mí? Te habías hecho tan presente en mi alma que me habías hecho creer que contigo habría podido vencer al mundo. Ahora estoy en la oscuridad de tu ausencia». Y el Señor parece respondernos, un poco como hizo con María, diciéndonos: «Z• No sabías que todo lo que te he dado es mío y sólo por gracia lo habías recibido? Esa aridez y esas tentaciones te han sobrevenido para que puedas comprender bien esto. De este modo podré hacer en ti lo que quiere mi Padre».

    El fenómeno del que hablo es ese que los místicos llaman la «noche de los sentidos». La pérdida del jovencito Jesús constituyó también, en cierto modo, para María, una noche de los sentidos. Ya no veía a Jesús, no oía su voz, su presencia se había sustraído a su amor sensible de madre. En el caso de María, después de la prueba, hubo un largo período en el que pudo convivir con Jesús, y nadie en el mundo podrá saber nunca cuán bello e íntimo fue. De modo paralelo, los que -con humildad- aceptan estas pruebas, a veces largas, y, con la gracia de Dios, las superan, pueden avanzar después en las diferentes experiencias de la unión con Dios en una nueva y profunda intimidad con él, algo que antes no habían experimentado nunca (C. Lubich, «Maria modello di santitá», en íd., Cristo dispiegato nei secoli. Testi scelti, Roma 1994, pp. 2000ss [edición española: Cristo a través de los siglos, Editorial Ciudad Nueva, Madrid 1995]).