El seguimiento de los discípulos,
llamados a dejarlo todo

(Jn 1,35-51)


En aquel tiempo, 35 Juan se encontraba en aquel mismo lugar con dos de sus discípulos. 36 De pronto vio a Jesús, que pasaba por allí, y dijo:

-¿Qué buscáis?

Ellos contestaron:

39 Él les respondió:

Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él. Eran como las cuatro de la tarde.

40 Uno de los dos que siguieron a Jesús por el testimonio de Juan era Andrés, el hermano de Simón Pedro. 41 Encontró Andrés en primer lugar a su propio hermano Simón y le dijo:

42 Y lo llevó a Jesús. Jesús, al verlo, le dijo:

43 Al día siguiente, Jesús decidió partir para Galilea. Encontró a Felipe y le dijo:

44 Felipe era de Betsaida, el pueblo de Andrés y de Pedro.

45 Felipe se encontró con Natanael y le dijo:

46 Exclamó Natanael:

47 Cuando Jesús vio a Natanael, que venía hacia él, comentó:

-Éste es un verdadero israelita, en quien no hay doblez alguna.

48 Natanael le preguntó:

49 Entonces Natanael exclamó:

51 Y añadió Jesús:

 

LECTIO

El seguimiento de los primeros discípulos tras Jesús comienza con el segundo testimonio público de Juan el Bautista (v. 36). El texto presenta, fundidos de una manera armónica, el hecho histórico de la llamada de los discípulos, descrito como descubrimiento del misterio de Cristo, y el mensaje teológico sobre la búsqueda y sobre el seguimiento del futuro discípulo tras el Maestro. La perícopa completa se divide en dos escenas paralelas, con dos cuadros cada una. La primera escena (w 35-42), introducida por el testimonio positivo del Bautista, que suena como toque de trompa y sirve de vínculo con Jesús (w 35ss), incluye el paso a Jesús de dos discípulos del Bautista (vv. 37-39) y el encuentro con Simón, conducido al Maestro por Andrés (vv. 40-42). La segunda escena (vv. 43-50) nana la llamada a Felipe lanzada por el mismo Jesús (vv 43ss) y la conquista de Natanael (w 45-50). El punto más elevado del fragmento se alcanza en los versículos finales (vv 49-51), donde se pasa de la confesión de fe de Natanael a la palabra reveladora de Jesús, que anticipa en el sentido más profundo la manifestación de la gloria del Hijo del hombre. Jesús prepara lo que deberá suceder a continuación, anunciando: «Verás cosas mucho más grandes» (vv. 50ss).

El evangelista nos ofrece en el fragmento las etapas y los pasos fundamentales de un camino válido para poder llegar a ser discípulos de Cristo. Todo comienza con el testimonio y el anuncio de un testigo cualificado -primero por obra del Bautista («Este es el Cordero de Dios»: v. 36), después de Felipe («Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en el libro de la ley, y del que hablaron también los profetas»: v 45)- al que sigue un camino de auténtico discipulado («siguieron a Jesús»: v 37; «Jesús vio a Natanael, que venía hacia él»: v. 47). Este seguimiento florece después en un encuentro repleto de experiencia personal y de comunión de vida con el Maestro («Se fueron con él, vieron dónde vivía y pasaron aquel día con él»: w. 38ss; cf. v 48).

El diálogo entre Jesús y los discípulos versa sobre el sentido existencial de la identidad del Maestro, que les invita a hacer una experiencia de vida y de comunión con él, desvelando su realidad. Esta experiencia de intimidad concluye con una profesión de fe (tanto en el v. 41 como en el v. 49) que, a continuación, se convierte en compromiso de apostolado y misión. De hecho, Andrés, tras haber pasado por esta experiencia personal con Jesús, lleva a su hermano Simón a Jesús. Este, al verle venir hacia él, le cambia el nombre de Simón por el de Pedro, es decir, Ce fas, para indicar la misión que habría de desarrollar después en la Iglesia. Lo mismo sucede con Felipe respecto a Natanael (vv. 43ss).

El interés fundamental del fragmento se concentra, por tanto, en el origen de la vocación, en el discipulado tras Jesús y en su transmisión mediante el testimonio. Estamos ante un «itinerario vocacional» o ante un descubrimiento del misterio de Jesús, a través del gradual conocimiento y adhesión de los discípulos, después de la primera manifestación de Jesús como Mesías (vv. 29-34).

 

MEDITATIO

La figura de Juan el Bautista nos recuerda aspectos importantes de la identidad del consagrado. Éste, en primer lugar, se encuentra totalmente inclinado hacia el Cristo que debe venir, y le espera con la mirada tan fija en él que es capaz de reconocerle y libre de acogerle tal como el Mesías se revelará y no como el corazón humano lo quisiera. Una espera como ésta es de por sí contagiosa y liberadora: Simón y Andrés, en efecto, son libres de dejar a Juan para seguir al Cordero de Dios; libres porque el Bautista no está preocupado por la supervivencia de su propio grupito, sino que se siente feliz al ver que sus discípulos siguen al Mesías.

¿No se ocultará aquí tal vez una libertad importante para el futuro de la vida consagrada, la libertad de morir? En nuestros días, esa libertad es una condición indispensable -aunque resulte paradójico- para la renovación de la vida consagrada, así como para una animación vocacional eficaz. Si no estamos dispuestos a morir significa que no estamos esperando a Aquel que debe venir, porque estamos saciados y apegados a lo que tenemos, preocupados por nuestros censos y faltos de pasión y fantasía, corriendo así el riesgo de morir verdaderamente y no atraer ya a nadie.

El consagrado de verdad, en cambio, es el discípulo que busca al Maestro, que quiere conocer su morada para estar con él («¿Dónde vives?»), puesto que sabe que él es ese punto terminal donde toma puerto y se exalta la búsqueda humana de verdad y felicidad, y se aplaca la expectativa presente en todo corazón, a menudo de una manera no expresada. La vida consagrada debería ser capaz de interceptar esa expectativa y darle la misma respuesta que Jesús, invitando a compartir la vida. Existe una comunidad religiosa allí donde se comparten búsqueda y descubrimiento y donde pueden unirse otros al camino. Semejante fraternidad es una bendición para todos: quien la encuentra queda marcado para siempre, porque en ella encuentra al Señor.

En efecto, del mismo modo que Juan había fijado la mirada en Jesús, así Jesús fija ahora la mirada en Pedro: el mismo deseo del hombre que busca a Dios es el deseo de Dios hacia el hombre, el mismo anhelo, la misma fuente, el mismo autor, el mismo amor... Y si esa tensión deseosa abre al hombre al deseo de Dios, la mirada divina da al hombre un conocimiento inédito de sí mismo, de su identidad actual («Tú eres...», «Éste es un verdadero israelita») e ideal («Te llamarás...», «Verás cosas mucho más grandes...»). En este cruce de miradas nace la vocación: consagrarse es decidir permanecer en esta corriente de amor que parte de Dios y vuelve a él, para recibir de él el nombre nuevo, vivir la vida plena que se recibe de él y transmitirla después a los otros. Esa corriente de amor es entonces garantía de vida, es el dinamismo del amor que aparta las nubes y abre el cielo, a fin de que brille el sol del agápe sobre la ciudad de los hombres.

 

ORATIO

Maestro, ¿dónde vives? ¿Dónde está tu morada, cómo encontrarte o dónde puedo dejarme encontrar por ti? Quiero estar contigo porque tú eres el Maestro, sólo tú tienes palabras de vida. Tú, que eres el camino, revélame a lo largo de qué camino andas y me esperas. Tú, que eres la verdad, hazla resplandecer sobre tu siervo, porque sólo ella me hace libre. Tú, que eres la vida, explícame la historia del grano de trigo que muere para vivir.

Dime, Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, dónde encuentra reposo tu corazón, dónde está tu tesoro y la fuente de tu alegría. Indícame dónde has encendido el fuego que quisiste hacer arder en todos, hazme sentir la atracción misteriosa de tu cruz. Enséñame a orar como orabas tú, de noche, dialogando con el Padre. Sumérgeme en el mar abierto del amor trinitario, para que ésa sea también mi morada. Hazme vibrar con tus sentimientos, a fin de que yo, que he sido llamado a revivirlos, termine con mis lamentos narcisistas.

Señor Jesús, muéstrame tu rostro, porque también hoy, como en otro tiempo, dicen muchos: «¿Dónde está tu Dios?», ¿y de qué sirve un consagrado que no sepa responder? Concédeme el corazón y la mirada del Bautista, a fin de que yo pueda señalarte todavía hoy presente y crucificado en la historia humana, compañero de vida de los hombres y de las mujeres.

 

CONTEMPLATIO

Natanael se encontraba bajo la higuera, como a la sombra de la muerte. Le vio el Señor, del que se ha dicho: «La luz se levantó sobre los que estaban sentados a la sombra de la muerte». ¿Qué se dijo a Natanael? ¿Me preguntas, Natanael, donde te conocí? Tú hablas ahora conmigo porque Felipe te ha llamado. Pero aquel a quien el Señor llamó por medio de su apóstol, a ése ya le había visto antes formando parte de su Iglesia. Oh tú, Iglesia, oh tú, Israel, en quien no hay ficción; si tú eres el pueblo de Israel en el que no hay ficción, eso significa que has conocido a Cristo por medio de los apóstoles, como le conoció Natanael por medio de Felipe. Sin embargo, su misericordia te vio antes de que tú le conocieras, cuando todavía yacías bajo el peso del pecado. ¿Es posible que nosotros hayamos conocido primero a Cristo? ¿Es posible que no haya sido él el primero en buscarnos? ¿Es posible que hayamos sido nosotros, los enfermos, los que hemos ido al médico, y no haya sido más bien el médico el que ha venido a los enfermos?

Así, pues, hemos sido buscados para que pudiéramos ser encontrados; una vez encontrados, podemos hablar. No vayamos con soberbia, porque antes de ser encontrados andábamos perdidos, y hemos sido buscados. Y que aquellos a los que amamos y deseamos ganar para la paz de la Iglesia católica no vuelvan a decirnos: «¿Por qué queréis hacerlo? ¿Por qué venís a buscarnos, si somos pecadores?». Precisamente por eso os buscamos, para que no os perdáis; os buscamos porque también nosotros hemos sido buscados; queremos encontraros porque también nosotros hemos sido encontrados (Agustín de Hipona, Comentario al evangelio de Juan, VII, 20ss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra: «Maestro, ¿dónde vives?» (Jn 1,38).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El resorte que provoca una vocación religiosa de cualquier tipo se sitúa en un nivel de contemplación como es la actitud del hombre ante la perla preciosa o el tesoro. La mirada se posa, entonces, sobre Jesucristo, inseparable de su Padre y de su Evangelio, en cuanto él es el que es; no sobre él con el fin de... Dicho con otras palabras, Cristo no es considerado a partir de otra cosa que no sea él mismo, o con otro fin que no sea también él mismo y lo que implica su misterio. Mirada gratuita, adoradora. No tiene nada de utilitario; no tiene ningún moralismo mezquino, ningún pietismo viscoso. Decididamente nos encontramos en otro nivel. Como los apóstoles, fascinados por Jesús, que pasa por las orillas del lago y dirige su palabra que les toca en lo más profundo de su ser, también nosotros lo dejamos todo por su causa, así el religioso, tocado por la llamada de Cristo, introduce, en la misma raíz de los grandes dinamismos que le construyen y mediante los que construye su propio mundo, la confesión de Jesucristo como única razón de su propia existencia.

Si no se da esta comprensión, se cae en un puro y simple masoquismo. Los votos tienen que ser considerados como una confesión de fe hecha con el corazón, con la carne, con el espíritu, y no con palabras. Son una postración de todo el ser –tomado en las raíces constitutivas representadas por los impulsos del apetito sexual, de la posesión, del poder– frente a Alguien al que un hombre o una mujer reconocen como el Señor de su existencia. Los votos son adoración mucho antes que renuncia, mortificación, ascesis, muerte a sí mismo, sacrificio, abandono de la propia voluntad; son acto teologal antes que «medios para hacer libre a una persona para el servicio de la Iglesia»; son un himno al Señor del Reino, pagado con sudor de sangre para la construcción de este Reino. Ahora bien, precisamente por eso, son renuncia, medios para hacer a la persona más libre, generosidad del creyente (J. M. R. Tillard, Carisma e sequela, Bolonia 1978, pp. 57-60, passim).