Comunión de corazones,
comunión de bienes

(Hch 4,32-37)


32 El grupo de los creyentes pensaban y sentían lo mismo, y nadie consideraba como propio nada de lo que poseía, sino que tenían en común todas las cosas. 33 Por su parte, los apóstoles daban testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús, el Señor, y todos gozaban de gran estima. 34 No había entre ellos necesitados, porque todos los que tenían hacienda o casas las vendían, llevaban el precio de lo vendido, 35 lo ponían a los pies de los apóstoles y se repartía a cada uno según su necesidad.

36 Éste fue el caso de José, un levita nacido en Chipre, a quien los apóstoles llamaban Bernabé, que significa «el que trae consuelo». 37 Este tenía un campo, lo vendió, trajo el dinero y lo puso a disposición de los apóstoles.

 

LECTIO

Estamos ante el segundo gran resumen de los Hechos de los apóstoles, o sea, ante uno de los pasajes recopilatorios en los que Lucas, interrumpiendo el relato de la narración, esboza el estilo de vida de la primera comunidad cristiana (2,42-47; 4,32-35; 5,12-16). El rasgo distintivo que aparece aquí es el de la comunión de bienes, fruto de una comunión más profunda, la de los corazones y las almas, binomio típicamente bíblico que indica el centro de la persona humana.

El texto posee una resonancia con el tema griego de la amistad, un tema familiar a los destinatarios del escrito lucano. Según una máxima aristotélica, ampliamente difundida, «entre amigos todo es común». Igualmente evidente es el horizonte veterotestamentario. Según la versión griega de los LXX, en la comunidad escatológica ya no habrá ningún indigente (cf. Dt 15,4). La koinonía cristiana se presenta como la realización efectiva del noble ideal griego y como el cumplimiento de las promesas bíblicas.

La comunión de bienes es fruto también de la venta de campos y casas. El ejemplo que ha quedado en la memoria de la primera Iglesia es el de Bernabé (y en negativo el de Ananías y Safira). En la base de esto no figura el rechazo a la propiedad o un ideal ascético de pobreza, sino más bien un ideal de fraternidad y de igualdad percibida a partir de la participación común en los mismos valores: la paternidad de Dios y la muerte de Cristo por todos. Esta igualdad fundamental hace irrelevante cualquier otra diversidad. Los creyentes ponen sus bienes en común porque se sienten unidos en una sola realidad, en un solo cuerpo; han tomado conciencia de su unidad, de formar juntos una comunidad.

Se comparte no para ser pobres, sino para que ya no haya pobres. La propiedad, en sentido contrario a lo que acontece habitualmente en la sociedad, ya no es una realidad que divide, sino un medio que hermana. No existe comunidad digna de este nombre si, entre sus miembros, unos viven en la abundancia mientras otros siguen estando privados de lo necesario.

 

MEDITATIO

La vida monástica nació del deseo de ritualizar la experiencia de comunión de la primera comunidad de los cristianos de Jerusalén. De hecho, ya en el siglo III se lamentaba Cipriano del alejamiento respecto al ideal primitivo, respecto a aquella unanimidad (comunión de los corazones y de las almas) «que existió un tiempo, bajo los apóstoles»; el signo de ello se encuentra en la falta de comunión de los bienes materiales.

Los iniciadores de las distintas formas de vida consagrada pretendían simplemente volver a hacer florecer la «vida apostólica» -la vida vivida por los apóstoles y transmitida a la Iglesia de Jerusalén- en su forma originaria. «Intentemos imitar en nuestra vida», cuenta por ejemplo san Agustín, «el modelo de aquellos santos de los que dice el libro de los Hechos de los apóstoles: "Nadie consideraba propiedad suya lo que le pertenecía, sino que todo lo tenían entre ellos en común"... Comencé entonces a reunir hermanos de buena voluntad que quisieran ser compañeros míos en la pobreza, que no poseyeran nada, como tampoco yo tenía nada. Todos viviríamos del bien común. Todos habríamos de tener en común un gran y fertilísimo terreno: el mismo Dios» (Sermón 355, 2).

La comunión que se requiere en la vida consagrada se expresa en el pleno compartir los bienes materiales y los espirituales. Lo primero es evidente, aunque no siempre se realiza: las exigencias de la sociedad moderna (cuentas bancarias personales, tarjetas de crédito...) constituyen un auténtico desafío para la pobreza y la comunión entre las personas consagradas. La segunda no hay que descontarla en absoluto. Agustín decía que había que poner en común incluso el bien más precioso: Dios mismo. Esto implica compartir los talentos, los dones espirituales, las experiencias evangélicas, a fin de emprender juntos el camino del seguimiento y vivir unidos la aventura de la santidad.

La comunión de bienes materiales y espirituales es el primer paso para hacer a las personas consagradas auténticamente «hermanos» y «hermanas». La complementariedad de los dones que cada uno aporta al vivir común hace desaparecer los celos y las envidias, porque cada uno goza del bien del otro, con la convicción de que, precisamente en virtud de la comunión, le pertenece como propio. Esta comunión hará creíble también el testimonio y el anuncio del Reino de Dios. Esto es lo que quiere enseñarnos Lucas, que introduce en el interior del fragmento de la comunión el testimonio de la resurrección del Señor Jesús por parte de los apóstoles y la gran simpatía de que eran objeto. El anuncio debe verse apoyado siempre por una vida de comunión.

 

ORATIO

Tú, Hijo de Dios, eres uno con el Padre y con el Espíritu: la vuestra es una comunión perfecta, donde todo es don recíproco. Enséñanos también a nosotros a vivir en la tierra la vida del Cielo.

Tú, Hijo del hombre, no consideraste como un tesoro celoso tu igualdad con Dios. Nos la diste a nosotros para que nosotros, pobres, fuéramos ricos con tu don. Enséñanos también a nosotros a dar todo y a recibir el don del otro para que todo sea común entre nosotros.

Tú, Maestro de la sabiduría, enseñaste a tus discípulos a formar un solo corazón y una sola alma, en la fraternidad perfecta. Enséñanos también a nosotros a reconocer en el que está a nuestro lado al hermano que debemos amar, compartiendo con él todo lo que nos has dado, porque le pertenece.

Tú, Fuente de la vida, haz que acojamos como estatuto de nuestra vida el mandamiento de la caridad, para amarte a ti y a los hermanos como tú nos amas y convertirnos así en testigos creíbles de tu resurrección.

 

CONTEMPLATIO

Debe ser considerada, ciertamente, como verdadera y santa aquella vida de comunidad de la que se lee en los Hechos de los apóstoles: «Tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). Allí se ve que vale más tener un único corazón en muchos que no la despensa en común, y una sola alma que la mesa común. Sirve de poco poner en común las cosas cuando existe la división de los ánimos; que nadie piense que vive el ideal del canónigo sólo porque vive en la misma casa, se alimenta de la misma mesa o, a lo sumo, porque recibe el mismo cuerpo y sangre del Señor, si después no renuncia a su propia voluntad o bien destruye la comunión fraterna con malos comportamientos (Odón de san Víctor, Cartas, en PL 196, cols. 1399-1403).

Si los Hechos de los apóstoles, después de la descripción de la vida desinteresada y fraterna de la primitiva comunidad de Jerusalén, nos recuerdan que los apóstoles «daban testimonio con gran éxito de la resurrección de Jesús» y que «la gracia se derramaba abundantemente sobre todos», ¿no será tal vez para demostrar que sólo son verdaderamente idóneos para el apostolado aquellos que no poseen riqueza alguna en la tierra y que, al no tener bienes propios, lo tienen todo en común? (Pedro Damián, Contra clericos regolares proprietarios, XIV; en PL 145, cols 488 y 490).

 

ACTIO

Medita y reflexiona con frecuencia hoy esta Palabra:

«Todos ellos perseveraban en la enseñanza de los apóstoles y en la unión fraterna; vivían unidos y lo tenían todo en común» (Hch 2,42.44).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Todas estas personas [consagradas], queriendo poner en práctica la condición evangélica de discípulos, se comprometen a vivir el «mandamiento nuevo» del Señor, amándose unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13,34). El amor llevó a Cristo a la entrega de sí mismo hasta el sacrificio supremo de la cruz. De modo parecido, entre sus discípulos no hay unidad verdadera sin este amor recíproco incondicional, que exige disponibilidad para el servicio sin reservas, prontitud para acoger al otro tal como es sin «juzgarlo» (cf. Mt 7,1-2), capacidad de perdonar hasta «setenta veces siete» (Mt 18,22). Para las personas consagradas, que se han hecho «un corazón solo y una sola alma» (Hch 4,32) por el don del Espíritu Santo derramado en los corazones (cf. Rom 5,5), resulta una exigencia interior el poner todo en común: bienes materiales y experiencias espirituales, talentos e inspiraciones, ideales apostólicos y servicios de caridad. «En la vida comunitaria, la energía del Espíritu que hay en uno pasa contemporáneamente a todos. Aquí no solamente se disfruta del propio don, sino que se multiplica al hacer a los otros partícipes de él, y se goza del fruto de los dones del otro como si fuera del propio». En la vida de comunidad, además, debe hacerse tangible de algún modo que la comunión fraterna, antes de ser instrumento para una determinada misión, es espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia mística del Señor resucitado (cf. Mt 18,20). Esto sucede merced al amor recíproco de cuantos forman la comunidad, un amor alimentado por la Palabra y la eucaristía, purificado en el sacramento de la reconciliación, sostenido por la súplica de la unidad, don especial del Espíritu para quienes se ponen a la escucha obediente del Evangelio.

Es precisamente Él, el Espíritu, quien introduce el alma en la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo (cf. 1 Jn 1,3), comunión en la que está la fuente de la vida fraterna (Juan Pablo II, exhortación apostólica Vita consecrata, n. 42).