«Aquí vengo, oh Dios,
para hacer tu voluntad»

(Heb 10,5-10)

 

5 Por eso, al entrar en este mundo, dice Cristo:
No has querido sacrificio ni ofrenda,
pero me has formado un cuerpo;
6 no has aceptado holocaustos

ni sacrificios expiatorios.
7 Entonces yo dije:
Aquí vengo, oh Dios,
para hacer tu voluntad.

Así está escrito de mí
en un capítulo del libro.

8 En primer lugar dice: No has querido ni te agradan los sacrificios, ofrendas, holocaustos ni víctimas por el pecado, que se ofrecen según la ley. 9 Después añade: Aquí vengo para hacer tu voluntad. De este modo anula la primera disposición y establece la segunda. 10 Por haber cumplido la voluntad de Dios, y gracias a la ofrenda que Jesucristo ha hecho de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios.

 

LECTIO

El fragmento propuesto nos sitúa en el corazón de la importante reflexión realizada en la Carta a los Hebreos sobre el sacerdocio de Cristo. Cristo es quien hace inútiles los antiguos sacrificios, incapaces de obtener el perdón de los pecados. El ordenamiento religioso vigente en el Antiguo Testamento prescribía ritos que se repetían anualmente. Jesús vino a ofrecerse a sí mismo «de una vez para siempre». El, en efecto, sustituyó estos sacrificios externos por la ofrenda de su cuerpo, es decir, de toda su persona humana adherida plenamente al proyecto del Padre. En la apertura del fragmento encontramos precisamente los versículos del Sal 39 que -según la versión griega de los Setenta- dicen así: «No has querido sacrificio ni ofrenda, pero me has formado un cuerpo» (v. 7). La respuesta de Jesús es un canto de alegría: «Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

Los profetas habían criticado otras veces los defectos del culto tributado según la ley y habían presentado un culto espiritual y auténtico. Será éste, en efecto, el citado por Pablo en la Carta a los Romanos (cf. Rom 12,1 ss), donde se presenta la vida cristiana comprometida a vivir el mandamiento del amor como el verdadero culto espiritual agradable a Dios. Esto sólo es posible a través de la ofrenda que Cristo, desde el comienzo de su vida, cumplió realizando la voluntad del Padre, sin sustraerse ni siquiera ante el sacrificio total de sí mismo en la muerte de cruz. Esa ofrenda, al liberarnos del pecado y purificar nuestros corazones, ha hecho de nuevo capaz a nuestra voluntad de adherirse libremente al proyecto del Padre, que es nuestra santificación. Precisamente en esto podemos encontrar la plenitud de la alegría y de la paz.

 

MEDITATIO

Jesucristo entró en el mundo con un acto solemne de obediencia al Padre: «Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (v 7). Ha llegado la hora de pasar de los sacrificios sustitutorios, de los holocaustos y de las ofrendas de cosas materiales, al sacrificio espiritual, al don de nosotros mismos en el amor. Eso es, en efecto, la obediencia. El rechazo que el hombre había opuesto al amor de su Creador no podía ser expiado más que por un consentimiento sin reservas, por una confianza sin sombra de desconfianza.

El Hijo de Dios está dispuesto porque sabe que de él está escrito «en un capítulo del libro», o sea, en el designio eterno del Padre, que de ese modo podrá salvar a la humanidad, podrá restaurar el orden del amor en el universo creado. Por consiguiente, debemos a la obediencia de Cristo que podamos ser santificados, que hayamos sido recuperados y hayamos recuperado nuestra semejanza con Dios, el Santo. Ahora bien, el sacrificio de Jesús, nuestro hermano primogénito, tendrá eficacia en nosotros a condición de que nosotros también entremos en el misterio de su obediencia, convirtiendo nuestra vida en un alegre servicio a Dios y a los hermanos, sin reservar nada de manera egoísta para nosotros mismos. Lo que Jesús ha hecho «una vez para siempre» entregándose a la muerte de cruz da frutos de salvación y de santidad en la Iglesia, su cuerpo místico, que alcanza en todos sus miembros la gracia de la Cabeza y perpetúa en el tiempo su sacrificio redentor.

Como personas consagradas pertenecemos de modo especial al Señor, a él hemos confiado nuestra voluntad, para sintonizarla con la suya: en consecuencia, podemos hacer nuestro el cántico del Verbo que entra en el mundo como un hijo que quiere dar alegría a su padre, como un esposo que quiere entregarse exclusivamente a su esposa.

 

ORATIO

Padre, tú no has querido limitarte a los sacrificios de la antigua alianza, sacrificios exteriores que no cambiaban el corazón de los oferentes. Por eso mandaste a tu Hijo -tu Corazón- para que fuera él mismo, a través del don supremo de sí mismo en obediencia de amor, la ofrenda adecuada para el perenne rescate.

Haz de nosotros personas consagradas, elegidos previamente entre los hermanos y hermanas para ser con Cristo un sacrificio de suave olor, testimonios verídicos, a fin de que toda la Iglesia se renueve continuamente en cada uno de sus miembros y sea sacramento de salvación para toda la humanidad. Amén.

 

CONTEMPLATIO

«Jesús subió a una barca...» (Mt 8,23). Es el único y sólido madero de la fe el que se interpone para nosotros entre la vida y la muerte. En esta barca verás fácilmente representada la cruz misma en la que subió el Salvador para alejar de nosotros la muerte o, mejor, a nosotros de la muerte. El nos alejó, separó y liberó del mundo, de la carne y del diablo. El subió -se nos ha asegurado- no por constricción, no arrastrado a la fuerza, sino libremente; participó con alegría en el combate que le habían puesto delante. Que se presenten, pues, esos murmuradores, esos chismosos, esos tibios y trémulos, esos perezosos a los que es preciso arrastrar y empujar hacia la cruz y el sufrimiento de la vida religiosa, de la vida penitente a la que se han ligado con solemne promesa.

«Sus discípulos lo siguieron» (Mt 8,23), se nos ha dicho. Conviene, en efecto, que los discípulos sigan a su Maestro, los esclavos a su Señor, los hijos a su Padre. Porque «todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecuciones» (2 Tim 3,12). Si falta la persecución del exterior, es preciso que los discípulos de Jesús crucifiquen en sí mismos al hombre exterior con sus vicios y sus pasiones, y fijen también al hombre interior en la cruz de la obediencia de Jesús de modo que en todo y plenamente diga el humilde discípulo a su padre espiritual: «Abba, Padre, no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» (Mc 14,36). Y si la carne en su debilidad está postrada, si el alma se turba, si en su tristeza empieza a sentir miedo y angustia, que al menos el espíritu, único responsable ante Dios, esté siempre bien dispuesto a reprimir todo lo que le es inferior y a someterlo a la obediencia. Por mi parte, pienso que tengo buenos motivos para llamar «cruz» a esta disciplina requerida por nuestra profesión.

Así, con el recuerdo de nuestro Salvador y, sobre todo, de su amor y su paciencia, con el que nos revela la caridad suprema con nosotros y nos brinda su sublime ejemplo, soportemos la fatiga y mantengámonos firmes en todo tipo de tentación, participando por su amor en sus sufrimientos para compartir también su gloria. Que nos conceda esta gracia aquel sin el cual nada podemos, en quien lo ponemos todo, y quien vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo. Amén (Isaac de la Estrella, Sermones XV, 5ss y 15).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y haz tuya hoy esta Palabra:

«Aquí vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,7).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Querida [...]:

Me preguntas si la vida mística está reservada a pocos. Todos los cristianos están llamados a ella. Y esto no es nada extraordinario. El hecho de que tan pocos tomen este camino se explica por los obstáculos puestos por los mismos hombres. Lo que importa es unirse a Dios con la voluntad, es decir, uniformarnos con la voluntad de Dios. En todo caso, me parece que un camino seguro es el de llegar a ser una «vasija vacía» para la gracia divina.

Quería saber usted algo sobre el modo de poner de acuerdo la libertad cristiana con el cumplimiento de las normas de la vida conventual. Me parece que el acuerdo se encuentra todo él en el «Fiat voluntas tua» (cf. Lc 22,42). La santa Regla y los estatutos constituyen para nosotras la expresión de la voluntad de Dios. Sacrificarle nuestras inclinaciones personales es participar en el sacrificio de Cristo. La caridad requiere asimismo adaptarse a las reglas no escritas, a las costumbres de la casa, al gusto de la comunidad. Si hacemos todo esto por complacer al corazón de Jesús, no se trata ya de una limitación, sino de la expresión más elevada de la libertad, del libre don de amor de una esposa.

[Me pregunta a continuación] si debemos tender al amor puro. Ciertamente. Hemos sido creados para eso, y en eso consistirá nuestra vida eterna. Debemos intentar acercarnos a ella lo más posible aquí abajo. ¿Qué debemos hacer? Intentar con todas nuestras fuerzas estar vacíos; tener los sentidos mortificados y la mente dirigida al cielo a través de la esperanza; la razón dirigida a Dios con el ojo puro de la fe; la voluntad (como ya he dicho) consagrada por amor a la voluntad de Dios. Todo esto es muy fácil de decir, pero no bastaría con el trabajo de toda una vida para realizarlo si Dios no hiciera la parte principal. Podemos estar seguros de que él no dejará que falten las gracias si nosotros realizamos fielmente lo poco que somos capaces de hacer. Poco en absoluto, pero para nosotros es muchísimo (E. Stein, La scelta di Dio. Lettere (1917-1942), Roma 1974, pp. 128.141, passim [edición española: Autorretrato epistolar: cartas, 1916-1942, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1988]).