Llamados de las tinieblas
a su luz admirable

(1 Pe 2, 9ss)


9 Hermanos, vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. 10 Los que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais conseguido misericordia, ahora habéis alcanzado misericordia.

 

LECTIO

La Biblia de Jerusalén pone de relieve toda una serie de alusiones bíblicas (Is 43,20ss; Ex 19,5ss; Ef 1,14; Rom 3,24; Col 1,12ss; Hch 26,18; Os 1,6-9; 2,3.25) atribuyendo a la Iglesia los títulos de pueblo elegido y subraya su relación con Dios y su responsabilidad en el mundo (cf. Ap 1,6; 5,10; 20,6). La pertenencia a Cristo confiere a este «linaje» una unidad que escapa de toda clasificación (cf. Gal 3,28; Ap 5,9...).

En esta descripción converge y concluye la primera parte de la primera Carta de Pedro, la que, según 5,13, atestigua la identidad y la vocación del pueblo que el Padre eligió en su presciencia (1,2), que se adquirió no a precio de cosas corruptibles, sino con la sangre de Cristo (1,18), al que ha querido sacerdotal para ofrecer en Cristo sacrificios espirituales que acepta (1,5), al que ha hecho santo, es decir, que ha sido vivificado por el Santo, al que ha conferido la misión de proclamar las obras maravillosas (1,15). El pueblo sacerdotal y real es también profético y revela lo que Cristo lleva a cabo en, con y a través de las piedras vivas que se dejan insertar en su construcción: la victoria sobre las tinieblas de la ignorancia y del error; la participación en la luz de la verdad divina; la superación de la dispersión y de la fractura; el don de la misericordia que anula la condena.

Esta sublime irradiación erística resume y corona la regeneración en la resurrección (1,3), en virtud de la cual pueden ser los miembros del pueblo, con la fe y la esperanza, establecidos en el Padre (1,21), mantener frenadas las tendencias centrífugas, cantar el himno de bendición en todas las circunstancias de la vida (cf. 1,2.3) y, mediante la buena administración de los dones de la gracia (4,10), disponerse a recibir en herencia la bendición (3,10) prometida a los que viven sirviendo al Señor (cf. 1,16). Esos no secundan los comportamientos anárquicos, fatalistas; más aún, establecen toda su esperanza en la gracia que se dará cuando Jesús se manifieste (1,13). Como en una sublime inclusión, el himno de bendición a la gran misericordia del Padre comenzado en 1,3, termina con la alabanza a aquel que ahora nos colma de misericordia (2,10).

 

MEDITATIO

Las prerrogativas indicadas ahora son propias de toda comunidad cristiana. Sin embargo, podemos atribuirlas a las comunidades de vida consagrada: así lo han pensado innumerables fundadores y fundadoras.

Podemos considerar también que, sin forzar lo más mínimo las cosas, toda la carta describe la vida y las orientaciones de las comunidades que el Señor consagra a sí mismo con un particular vínculo de amor. La fidelidad coherente a esta inspirada propuesta de vida es fuente del testimonio que brindan al pueblo cristiano y a la humanidad cuando viven en medio de la concordia, participando de las alegrías y de los dolores comunes, animadas por un afecto fraternal, misericordiosas, humildes, y justo entonces, sin devolver mal por mal, bendicen (1 Pe 3,8ss), se santifican a sí mismas y, perseverando en el camino del Reino, constituyen una huella de la Trinidad en el camino de la historia (cf. VC 20, 79, 85). Las comunidades consagradas, en virtud de la misma fuerza de la fidelidad a su «regeneración en la resurrección» (1 Pe 1,3), obran el bien y huyen del mal (3,11); orientan la inteligencia a la acción (2,13); se santifican con la obediencia a la verdad del Evangelio a través de un amor fraterno intenso, recíproco, cordial y sincero; deponen la malicia, el fraude, la hipocresía, los celos, la maledicencia y, alimentadas del Espíritu, crecen hacia la salvación (1,22-2,3), creyendo y amando al Padre aun sin verlo (1,8).

El Espíritu de Cristo, que sostuvo a los profetas a la hora de indagar y profetizar las prerrogativas del pueblo de la expectativa, inspira hoy docilidad a los apóstoles que predican el Evangelio de la regeneración (cf. 1,10.12) que la Palabra de Dios, viva y eficaz, fecunda en los corazones (1,22ss). De ella brotan la contemplación, la participación en la liturgia eucarística, la alabanza y todas las actitudes que habilitan para cooperar en la conversión de las instituciones de pecado a fin de que no contrarresten la dignidad del pueblo que Jesús redimió.

 

ORATIO

Bendito seas, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en tu gran misericordia nos regeneraste, por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una esperanza viva, para la herencia que no se corrompe, no se mancha, no se marchita, que se conserva en los cielos para nosotros y que tú mismo custodias con tu poder mediante la fe (1 Pe 1,3ss).

Concédenos, Padre, comportarnos con ansia durante el tiempo de nuestra peregrinación (1,17), continuar haciendo el bien (4,19) y perseverar en la morada de tu gracia (5,12). Fortalece en nosotros, sobre todo en la hora de la prueba, la convicción de que nuestra historia no ha sido abandonada al sino, sino que te pertenece a ti, Padre, que te ocupas de nosotros (5,7) y nos provees en Cristo y en el Espíritu.

Haznos dignos de atraer a la humanidad (3,18) a tu admirable luz (2,9): haz de nuestra mísera conducta el camino para llevar de nuevo a ti todo el mundo (3,16). Haznos principio de nuestra perfección final, en la alianza nueva y eterna de tu pueblo que da razón de su esperanza (3,17) y con sus obras bellas implora la corona de gloria que no se marchita.

 

CONTEMPLATIO

A todos los que creemos en Cristo Jesús se nos llama piedras vivas, de acuerdo con lo que afirma la Escritura: Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo. Cuando se trata de piedras materiales, sabemos que se tiene cuidado de colocar en los cimientos las piedras más sólidas y resistentes con el fin de que todo el peso del edificio pueda descansar con seguridad sobre ellas. Hay que entender que esto se aplica también a las piedras vivas, de las cuales algunas son como cimiento del edificio espiritual. ¿Cuáles son estas piedras que se colocan como cimiento? Los apóstoles y profetas. Así lo afirma Pablo cuando nos dice: Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular.

Para que te prepares con mayor interés, tú que me escuchas, a la construcción de este edificio, para que seas una de las piedras próximas a los cimientos, debes saber que es Cristo mismo el cimiento de este edificio que estamos describiendo. Así lo afirma el apóstol Pablo: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. ¡Bienaventurados, pues, aquellos que construyen edificios espirituales sobre cimiento tan noble! Pero en este edificio de la Iglesia conviene también que haya un altar. Ahora bien, yo creo que son capaces de llegar a serlo todos aquellos que, entre vosotros, piedras vivas, están dispuestos a dedicarse a la oración, para ofrecer a Dios día y noche sus intercesiones, y a inmolarle las víctimas de sus súplicas; ésos son, en efecto, aquellos con los que Jesús edifica su altar. Considera, pues, qué alabanza se tributa a las piedras del altar. La Escritura afirma que se construyó, según está escrito en el libro de la ley de Moisés, un altar de piedras sin labrar, a las que no había tocado el hierro. ¿Cuáles piensas tú que son estas piedras sin labrar? Quizás estas piedras sin labrar y sin mancha sean los santos apóstoles, quienes, por su unanimidad y su concordia, formaron como un único altar. Pues se nos dice, en efecto, que todos ellos perseveraban unánimes en la oración y que abriendo sus labios decían: Señor, tú penetras el corazón de todos.

Ellos, por tanto, que oraban concordes con una misma voz y un mismo espíritu, son dignos de formar un único altar sobre el que Jesús ofrezca su sacrificio al Padre. Pero nosotros también, por nuestra parte, debemos esforzarnos por tener todos un mismo pensar y un mismo sentir, no obrando por envidia ni por ostentación, sino permaneciendo en el mismo espíritu y en los mismos sentimientos, con el fin de que también nosotros podamos llegar a ser piedras aptas para la construcción del altar (Orígenes, Homilías sobre Josué hijo de Nun, IX, lss).

 

ACTIO

Repite con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Sois el pueblo adquirido en posesión por Dios para anunciar sus grandezas» (1 Pe 2,9).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

El fundamento evangélico de la vida consagrada se debe buscar en la especial relación que Jesús, en su vida terrena, estableció con algunos de sus discípulos, invitándoles no sólo a acoger el Reino de Dios en la propia vida, sino a poner la propia existencia al servicio de esta causa, dejando todo e imitando de cerca su forma de vida.

Tal existencia «cristiforme», propuesta a tantos bautizados a lo largo de la historia, es posible sólo desde una especial vocación y gracias a un don peculiar del Espíritu. En efecto, en ella la consagración bautismal los lleva a una respuesta radical en el seguimiento de Cristo mediante la adopción de los consejos evangélicos, y el primero y esencial entre ellos es el vínculo sagrado de la castidad por el Reino de los Cielos.

Este especial «seguimiento de Cristo», en cuyo origen está siempre la iniciativa del Padre, tiene pues una connotación esencialmente cristológica y pneumatológica, manifestando así de modo particularmente vivo el carácter trinitario de la vida cristiana, de la que anticipa de alguna manera la realización escatológica a la que tiende toda la Iglesia.

En el evangelio, son muchas las palabras y gestos de Cristo que iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo, para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio de la transfiguración. A este «icono» se refiere toda una antigua tradición espiritual cuando relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús «en el monte». Además, a ella pueden referirse, en cierto modo, las mismas dimensiones «activas» de la vida consagrada, ya que la transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un «subir al monte» y un «bajar del monte»: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a «Jesús solo» en la humildad de la naturaleza humana, y son invitados a descender para vivir con él las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz (Juan Pablo II, exhortación apostólica Vita consecrata, n. 14).