Los dones del Espíritu, una riqueza
al servicio de la comunidad

(1 Cor 12-14, passim)


12.1 En cuanto a los dones del Espíritu, no quiero, hermanos, que sigáis en la ignorancia [...]. 4 Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo. 5 Hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. 6 Hay diversidad de actividades, pero uno mismo es el Dios que activa todas las cosas en todos. 7 A cada cual se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos [...]. 11 Todo esto lo hace el mismo y único Espíritu, que reparte a cada uno sus dones como él quiere.

12 Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo. 13 Porque todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido un mismo Espíritu [...] 27 Ahora bien, vosotros formáis el cuerpo de Cristo y cada uno por su parte es un miembro [...]. 31 En todo caso, aspirad a los carismas más valiosos.

14.1 Buscad, pues, el amor. En cuanto a los demás dones, aspirad sobre todo al de hablar en nombre de Dios [...]. 3 Pero el que habla en nombre de Dios, habla a los hombres, los ayuda espiritualmente, los anima y los consuela [...].

12 Así, pues, ya que tanto deseáis los dones del Espíritu, procurad que el abundar en ellos sea para el bien de la comunidad [...]. 26 que todo sea para provecho espiritual [...] 40 En cualquier caso, que todo se haga con orden y decoro.

 

LECTIO

Los capítulos 12-14 de la primera Carta a los Corintios forman una página bíblica unitaria. Son un icono de la Iglesia, cuerpo místico, en perenne progreso para alcanzar la plenitud de Cristo. Leemos aquí el apasionado diálogo del apóstol Pablo con la joven comunidad de Corinto, nacida entre dos mares en la ciudad del istmo, símbolo de una realidad rica en encuentros, relaciones, conflictos, rivalidades, llamada a crecer en medio de las muchas dificultades que le planteaba la vida.

Pablo había confiado estos cristianos a la acción del Espíritu Santo, protagonista de los dones que habilitan a cada creyente para cooperar en el desarrollo y la maduración del cuerpo eclesial. El apóstol ve en los carismas -«los dones del Espíritu», precisamente- la acción de la gracia, ofrecida por el único Espíritu, que se diversifica en los diferentes cristianos (1 Cor 12,4-11.12-27.28-31), a fin de producir en cada uno la capacidad adecuada para desarrollar el crecimiento de toda la comunidad (14,12).

Pablo toma una postura sobre los hechos espirituales de sus comunidades de una manera muy equilibrada. Allí donde vislumbra el peligro de un fácil y equivocado entusiasmo o de individualismos extravagantes que no están encaminados a una armoniosa edificación comunitaria, tal como estaba sucediendo en Corinto, interviene de manera drástica con todo el peso de su autoridad y rechaza categóricamente toda ávida apropiación de estos dones. Quien se apropia de ellos y actúa sin amor los hace dones enloquecidos, efímeros y sin fruto («Si hablara..., tuviera..., conociera..., poseyera..., distribuyera..., pero me falta el amor... soy nada y de nada me sirve»: 13,1-3).

Con todo, su preocupación no se dirige sólo a frenar la sobrevaloración indebida de los carismas, sino que se encamina también a no mortificar estos dones suscitados por el Espíritu en vistas al bien colectivo. Pablo interviene con igual decisión en la comunidad de Tesalónica para que vigilen atentamente («No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinadlo todo, retened lo que es bueno»: 1 Tes 5,19-21). El Espíritu es el don por excelencia que permite al amor de Dios revelarse en el corazón del hombre y construir auténticos vínculos fraternos (1 Cor 12,31). Pablo ofrece indicaciones para comprender la profecía como un don más grande que los otros, y proclama la caridad como superior a cualquier don carismático. En efecto, los carismas pasan, sólo el amor permanece: con el amor, toda comunidad cristiana se desarrolla orgánicamente en la diversidad y forma un solo cuerpo y un solo espíritu.

 

MEDITATIO

El diálogo de Pablo con los corintios nos incita a replantear a fondo cómo vivir el don de los carismas en las comunidades cristianas particulares y cómo desarrollar la vida consagrada en la Iglesia. Todos participan de la gracia divina, pero ésta no se da a todos de una manera uniforme: se da a cada uno según la medida del don de Cristo (cf. Ef 4,7). Eso significa que cada comunidad está llamada a participar en el servicio común de edificar el único cuerpo de Cristo a través de la fidelidad dinámica y creativa al carisma de su propio fundador y no según los propios individualismos extravagantes. Como nos exhorta Pedro, «cada uno ha recibido su don; ponedlo al servicio de los demás como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe 4,10).

Acoger los dones personales del Espíritu «para el bien de todos» corresponde a reconocernos miembros los unos de los otros, responsables de nuestra propia vida y de todo el cuerpo comunitario. La mejor vía para edificar la comunidad, dice Pablo, es la caridad, que armoniza todas las diferencias e infunde a todos la fuerza del mutuo apoyo en el impulso apostólico.

Los carismas de la vida consagrada, con su carácter de universalidad y comunión, pueden contribuir mucho a la edificación de la caridad en la Iglesia particular. La vida consagrada, con sus múltiples carismas, hace, en efecto, presente de una manera permanente, tanto en la Iglesia como en el mundo, en el espacio y en el tiempo, el misterio de Cristo. Está vacía, sin embargo, y no edifica la Iglesia si no es signo de la caridad de Cristo, si no es fermento de unidad y de comunión. La vida fraterna, en efecto, entendida como vida compartida en el amor, es testimonio de la comunión eclesial, signo para el mundo y fuerza de atracción elocuente que se abre a la gente y conduce a creer en Cristo. La unidad y la comunión son fruto de la caridad.

Por eso, la Iglesia confia precisamente a las comunidades de vida consagrada, con sus carismas, la tarea particular de hacer crecer la espiritualidad de la unidad y de la comunión, antes que nada en su propio interior, a fin de abrir el diálogo de la caridad en un mundo dividido e injusto, manteniendo vivo el sentido de la comunión entre los pueblos, las razas y las diferentes culturas. La caridad, fruto del Espíritu, es lo que edifica la Iglesia y cada comunidad.

 

ORATIO

Te alabo y te doy gracias, Señor, porque me has llamado a formar tu cuerpo, signo de unidad en la diversidad y multiplicidad, icono de la Santísima Trinidad. Tu cuerpo está en todo fragmento, y todo fragmento es tu cuerpo. Crees que puedo modelarme según tu Espíritu y tu amor, porque sin la caridad todo lo que hago está vacío y no sirve para nada.

Tú quieres vencer en mí al hombre viejo, al hombre solo, al hombre dividido. Yo quiero vencer en ti y contigo, para entrar en tu voluntad. Invoco al Espíritu Santo para que ilumine el sentido profundo de la Palabra en mi vida, me alivie y guíe a la verdad que me sale al encuentro para habitar en mí y ponerme en relación con los otros, que son tu cuerpo y el mío.

Tú en mí y yo en ti, un solo cuerpo con los otros, que extiende sus brazos hasta los confines de la tierra. Que la gracia que hizo de la Iglesia tu cuerpo, haga que todos nosotros, como miembros de la caridad, permanezcamos compactos, respetando la especificidad de cada uno, perseverando en la unidad de un solo espíritu y de un solo cuerpo.

 

CONTEMPLATIO

El Dios omnipotente lleva a cabo en los corazones de los hombres lo que hace en las regiones de la tierra. Podía conceder a cada una de las regiones todos los frutos, pero si una región no tuviera necesidad de los frutos de la otra, no estaría en comunión con la otra. De donde ocurre que a ésta le concede abundancia de vino, a aquélla abundancia de aceite; en ésta hace abundar una multitud de ganado, en aquélla una mies lozana, a fin de que, mientras que aquélla procura lo que ésta no tiene, ésta lo cambie con lo que aquélla no produce: también las tierras divididas entre ellas se unen por medio de una comunión de gracia. Como las regiones de la tierra, así las almas de los santos. Estas se intercambian lo que han recibido, del mismo modo que las regiones procuran a las otras regiones sus frutos, a fin de que todas se encuentren unidas en la misma caridad (Gregorio Magno, Omelie su Ezechiele, Roma 1979, p. 229).

Aunque por separado seamos muchos y Cristo haga habitar en cada uno de nosotros el Espíritu del Padre y suyo, es, sin embargo, uno e indivisible aquel que reúne en la unidad, mediante sí mismo, los espíritus distintos entre sí, en cuanto existen de manera singular, y les hace ver en sí mismo a todos como una sola realidad. Así como, en efecto, el poder de la santa carne une en el mismo cuerpo a aquellos en los que está, del mismo modo, me parece, el Espíritu de Dios, que habita de una manera indivisible en todos, los encierra en la unidad espiritual (Cirilo de Alejandría, Commento al Vangelo di Giovanni, Roma 1994, pp. 368ss).

 

ACTIO

Recuerda con frecuencia y medita hoy esta Palabra:

«Del mismo modo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, por muchos que sean, no forman más que un cuerpo, así también Cristo» (1 Cor 12,12).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

Si «la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa de las familias de vida consagrada», deberá ser ante todo una espiritualidad de comunión, como corresponde al momento presente: «Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo».

En este camino de toda la Iglesia se espera la decisiva contribución de la vida consagrada, por su específica vocación a la vida de comunión en el amor. «Se pide a las personas consagradas -se lee en Vita consecrata- que sean verdaderamente expertas en comunión y que vivan la respectiva espiritualidad como testigos y artífices de aquel proyecto de comunión que constituye la cima de la historia del hombre según Dios».

Se recuerda también que una tarea en el hoy de las comunidades de vida consagrada es la «de fomentar la espiritualidad de la comunión, ante todo en su interior y, además, en la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí donde el mundo de hoy está tan desgarrado por el odio étnico o las locuras homicidas». Esta tarea exige personas espirituales forjadas interiormente por el Dios de la comunión benigna y misericordiosa, y comunidades maduras donde la espiritualidad de comunión es ley de vida.

La comunión que los consagrados y consagradas están llamados a vivir va más allá de la familia religiosa o del propio Instituto. Abriéndose a la comunión con los otros institutos y las otras formas de consagración, pueden dilatar la comunión, descubrir las raíces comunes evangélicas y juntos acoger con mayor claridad la belleza de la propia identidad en la variedad carismática, como sarmientos de la única vid. Deberían competir en la estima mutua (cf. Rom 12,10) para alcanzar el carisma mejor, la caridad (cf. 1 Cor 12,31).

Se debe favorecer el encuentro y la solidaridad entre los institutos de vida consagrada, conscientes de que la comunión «está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integración orgánica de las legítimas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un solo cuerpo, el único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12.12)» (instrucción Caminar desde Cristo, nn. 28.30).