Victoria.

La victoria supone combate y riesgo de derrota. En efecto, con una derrota se abre en la Biblia el drama de la humanidad, vencida por Satán, por el pecado, por la muerte. Pero ya en esta derrota se esboza la promesa de una victoria futura sobre el mal (Gén 3,15). La historia de la salvación es la de un encaminarse hacia la victoria definitiva. AT. El pueblo de Dios hace en primer lugar en su historia temporal la experiencia de la victoria y de la derrota. Pero ésta tiene por resultado orientar finalmente su fe hacia la espera de otra victoria, realizada en otro plano.

1. Las victorias del pueblo de Dios.

Los israelitas comienzan por medir la fuerza de Dios a un nivel muy imperfecto: el de sus éxitos militares. El triunfo de Dios sobre el mal se confunde a sus ojos con sus victorias sobre sus enemigos. Cuando están en guerra ¿no constituyen “los ejércitos de Yahveh” (Éx 12,41; Jue 5,13; 1Sa 17,26)? Él es. pues, quien combate por ellos y les proporciona el éxito: bajo Moisés (Éx 14,14; 15,1-21; 17,8-16), bajo Josué (Jos 6,16; 10,10), bajo los jueces (Jue 7,15) bajo los reyes (1Sa 14,6; 2Par 14,10s; 201l5-29). Hay que combatir, pero hay también que recibir de Dios la victoria como una gracia y como un don (Sal 18,32-49; 20.7-10; 118,10-27). En la época tardía de los Macabeos no vacilarán éstos en atribuir a Dios el éxito de sus armas (1Mac 3,19; 2Mac 20,38; 13, 15; 15,8-24).

Dios aparece, pues, como el aliado invencible (Jdt 16,13; Dt 32,22-43; Is 30,27-33; Nah 1,2-8; Hab 3; 1Par 29,11s). Así como en los orígenes dominó Dios las fuerzas del caos (Gén 1,2) personificadas por sus bestias monstruosas (Sal 74,13), así en la historia continúa triunfando sobre los pueblos paganos que encarnan estas fuerzas y se oponen a su designio de salvación. Por eso pueden los Israelitas vencer a sus enemigos; experiencia cuyo contenido religioso es innegable, pero que no deja de ser ambigua: ¿no se verán tentados a pensar que la victoria de Dios coincide necesariamente con su propio poder temporal? Una experiencia complementaria va a preservarlos de este error.

2. Las derrotas del pueblo de Dios.

Ya en el momento del éxito recuerdan los profetas a los israelitas que la victoria otorgada por Dios no es necesariamente una recompensa de la buena conducta (Dt 9,4ss). Pero les son necesarios los reveses para que adquieran verdaderamente conciencia de su miseria moral. Las pruebas del éxodo (Núm 14,42s; Dt 8, 19s), las lentitudes de la conquista de Canaán (Jos 7,1-12; Jue 2,10-23), las derrotas sufridas por la monarquía (2Par 21,14; 24,20; 25,8-20) y sobre todo la catástrofe del exilio (Jer 15,1-9; 27,6; Ez 22) les muestran que Dios no vacila en combatir contra los que le traicionan. Estas derrotas son un castigo de la infidelidad (Sal 78; 106). Lejos de significar una derrota de Dios, señor de los imperios, revelan que la victoria de Dios es de otro orden que el del éxito temporal. Así llevan a Israel a comprender y a preparar la sola victoria verdadera.

3. Hacia otra victoria.

En efecto, los oráculos proféticos anuncian para los “últimos tiempos” una victoria divina que rebasará en todos los aspectos las del pasado, y los sabios ponen en evidencia una victoria espiritual que no se reporta con las armas.

a) La victoria escatológica.

Los profetas postexílicos gustan de representar la crisis final de la historia como una guerra gigantesca en que Dios se enfrentará con sus enemigos coligados. Y los aniquilará ciertamente (cf. Is 63,1-6), como aniquiló a los monstruos primordiales (Is 27,1). Esta victoria será el preludio de su reinado final (Zac 14; cf. Ez 38-39). Otros textos presentan al que será el artífice de este triunfo definitivo. Ora adopta los rasgos del Mesías regio (Sal 2,1-9; 110,5ss), ora se le personifica en el Hijo del hombre transcendente, ante el cual Dios aniquila a las bestias (Dan 7).

Más paradójica es la victoria del siervo de Yahveh, que triunfa por su sacrificio (Is 52,13ss; 53,11s) y lleva a su realización el designio de Dios. Si la victoria del Hijo del hombre desbordaba el plano temporal porque se situaba más allá de la historia, la del siervo se sitúa de golpe en el plano espiritual, único que finalmente importa.

b) La victoria de los justos.

Tal victoria pueden ya adquirirla los justos que triunfan del pecado. La idea late en el fondo de toda la enseñanza de los sabios. Pero toma cuerpo al final del AT, en el libro de la Sabiduría: los justos, por haber vencido en combates sin tacha, se ceñirán en la eternidad la corona de los vencedores (Sab 4,1s); el Señor les dará esta recompensa merecida en el momento mismo en que dé el último asalto a los malvados (Sab 5,15-23). Tal es también la victoria que va a reportar Cristo y todos los cristianos tras él.

NT.

1. Victoria de Cristo.

Con Cristo se supera definitivamente el plano de las luchas temporales. La lucha real que sostiene es de otro orden. Ya en su vida pública se afirma como el “más fuerte” que triunfa del fuerte (Lc 11,14-22), es decir, de Satán, príncipe de este mundo. En vísperas de su muerte advierte a los suyos que no teman al mundo maligno que los ha de perseguir con su odio: “¡Tened confianza! Yo he vencido al mundo” (In 16,33). Esta victoria reasume los rasgos paradójicos de la del siervo de Yahveh que realiza a la letra. Pero con la resurrección es como se afirma como realidad concreta y definitiva. En ella triunfó Cristo del pecado y de la muerte; arrastró a los poderes vencidos tras su carro de vencedor (Col 2,15). Mejor que los antiguos reyes de Israel ha vencido este león de Judá (Ap 5, 5), este cordero inmolado (5,12), venido a ser señor de la historia humana. Y su victoria se manifestará finalmente con esplendor cuando triunfe de todas las fuerzas adversas (17,14; 19,11-21) y cuando venza para siempre a la muerte, este último enemigo (1Cor 15,24ss). La cruz, derrota aparente, proporcionó la victoria del Santo sobre el pecado, del vivo sobre la muerte.

2. Victoria del pueblo nuevo.

Como la victoria de Cristo, así es la del pueblo nuevo al que arrastra tras sí. No es tampoco una victoria temporal; en este plano puede sufrir una derrota aparente. Así los mártires, devorados por la bestia (Ap 11,7; 23,7; cf. 6,2), la han vencido ya, sin embargo, gracias a la sangre del cordero (12,1Os; 15,2). Del mismo modo los apóstoles, a los que Cristo lleva en su triunfo (2Cor 2,14), pero a los que pueden quebrantar las pruebas del apostolado (4,7-16). Así finalmente todos los cristianos. Habiendo -econocido a su Padre y habiéndose alimentado con su palabra, han vencido al maligno (1Jn 2, 13s). Nacidos de Dios, han vencido al mundo (5,4). Su victoria es su fe en el Hijo de Dios (5,5), gracias a la cual vencen también a los anticristos (4,4). Esta victoria se ha de consolidar con un combate espiritual: en lugar de ser vencidos por el mal, han de vencer al mal por el bien (Rom 12,21). Pero saben que con la fuerza del Espíritu pueden ahora ya triunfar de todos los obstáculos: nada los separará ya del amor de Cristo (8,35ss).

Compartiendo la victoria de su cabeza tendrán también participación en su gloria. El NT evoca por medio de imágenes diversas esta recompensa de los vencedores. Es una corona que les está preparada allá arriba; corona de vida (Sant 1,12; Ap 2,10), de gloria (1Pe 5,4), de justicia (2Tim 4,8); corona imperecedera, a diferencia de las que se obtienen en la tierra (1Cor 9,25); corona viva hecha con los que los Apóstoles hayan conducido a la fe (Flp 4,1; 1Tes 2,19). Sobre todo el Apocalipsis, tan atento a la situación de los cristianos en guerra con la bestia, describe la suerte reservada a los vencedores; serán hijos de Dios (Ap 21,7), se sentarán en el trono de Cristo (3,21) y regirán con él a las naciones (2,26); recibirán un nombre nuevo (2,17), comerán del árbol de vida (2,7), serán columnas en el templo de su Dios (3,12): entrados en la vida eterna no tendrán ya que temer la segunda muerte (2, 11), a diferencia de los vencidos, de los cobardes y de los réprobos (21, 8). El NT se cierra con esta victoria radiante. Para los vencedores se realiza así, más allá de toda esperanza, la promesa de los orígenes: el hombre, en otro tiempo vencido por Satán, por el pecado y por la muerte, ha triunfado de ellos gracias a Cristo Jesús.

MARIE-ÉMILE BOISMARD