Venganza.

En el lenguaje de hoy, vengarse es castigar una ofensa devolviendo a otro mal por mal. En el lenguaje bíblico la venganza designa en primer lugar cierto restablecimiento de la justicia, una victoria sobre el mal. Si está siempre prohibido vengarse por odio del malvado, es, en cambio, un deber vengar el derecho atropellado. Sin embargo, el ejercicio de este deber evolucionó a lo largo de la historia: se sustrajo al individuo para confiarlo a la sociedad y, sobre todo, Dios se reveló poco a poco como el único vengador legítimo de la justicia.

1. El vengador de la sangre.

En la sociedad nómada que formaba Israel en sus orígenes, los miembros del clan debían protegerse y defenderse mutuamente. En caso de homicidio un gbel, “vengador de la sangre” (Núm 35,21), vengaba al clan matando al asesino. Al motivo de solidaridad se añadía la convicción de que la sangre derramada clama venganza (cf. Gén 4,10; Job 16,18), que ha profanado la tierra en que mora Yahveh (Núm 35,33s). Así debía salvaguardarse la justicia.

Israel, convertido en pueblo sedentario, conservó esta costumbre (cf. 2Sa 3,22-27). Pero su legislación ('Éx 21,12; Lev 24,17), aun considerando todavía al vengador de la sangre como justiciero (Núm 35,12.19), se cuida de regularizar el ejercicio de su derecho a fin de que esté prevenido contra los excesos de su ira (Dt 19, 6). Ahora ya sólo a consecuencia de un homicidio voluntario (Dt 24,16) cae el homicida bajo los golpes del vengador de la sangre; además; debe haberse celebrado un proceso en la ciudad-refugio a que se haya trasladado el asesino (Núm 35,24.30; Dt 19). Así, poco a poco el derecho a la venganza pasa del individuo a la sociedad.

2. La venganza personal.

La legislación israelita frena mediante la ley del talión (Ex 21,23ss; Lev 24,19; Dt 19,21) la pasión humana siempre pronta a devolver mal por mal; prohibe la actitud de venganza ilimitada de los tiempos bárbaros (cf. Gén 4,15.24). Finalmente, suaviza incluso la ley del talión admitiendo en ciertos casos la posibilidad de compensación pecuniaria, principio reconocido en otros códigos orientales (Éx 21, 18s.26s). Sin embargo, el talión podía impedir que la conciencia se elevara progresivamente: el deseo de venganza, aun codificado por la justicia social, puede seguir ocupando el corazón del hombre. Era, pues, preciso, realizar también una educación de la conciencia.

a) Prohibición de vengarse.

La ley de santidad ataca en su raíz al deseo de venganza: “No tendrás en tu corazón odio contra tu hermano... No te vengarás y no guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,17s). Son célebres algunos ejemplos de perdón: el de José, que interpreta la persecución de que ha sido víctima como un designio de Dios que sabe sacar bien del mal (Gén 45, 3s,7; 50,19); el de David que no se venga de Saúl (1Sa 24,4s; 26,5-12) a fin de no poner la mano en el ungido de Yahveh. Sin embargo, el mismo David hace que se ejerza una venganza póstuma contra Simeí y contra Joab (1Re 2,6-46). En todo caso, el deber del perdón queda restringido a los hermanos de raza: así el libro de los Jueces no critica en modo alguno a Sansón por vengarse personalmente de los filisteos (Jue 15,3.7). Con los Sapienciales este deber tenderá a universalizarse y a profundizarse: “Quien se vengue experimentará la venganza del Señor... No guardes rencor, a tu prójimo” (Eclo 28,1.7). El principio no excluye a nadie, a lo que parece.

b) El llamamiento a la venganza divina.

El motivo por el cual el justo renunciará completamente a vengarse es su confianza en Dios: “No digas: Yo devolveré el mal: ten confianza en Yahveh y él te librará” (Prov 20,22). El justo no se venga, deja a Dios el cuidado de vengar la justicia: “Mía es la venganza, dice el Señor” (Dt 32,35). Así lo hace Jeremías perseguido cuando “confía a Dios su causa” (Jer 20,12); cierto que desea “ver la venganza divina” (11, 20), pero es porque ha identificado su causa con la causa de Dios (15,15). No dé§ea el mal, sino la justicia; pero ésta sólo puede ser restablecida por Dios. Igualmente el salmista que, con énfasis semítico, desea “lavarse los pies en la sangre de sus enemigos” (Sal 58,11) y profiere contra ellos terribles imprecaciones (Sal 5,11; 137, 7s), está animado de una voluntad de justicia. Siempre es posible la ilusión acerca de la autenticidad de tal sentimiento, pero es innegable el valor religioso de la actitud. Coincide con la de Job: Sé que mi defensor (góel) vive, que, al fin, se levantará sobre la tierra” y hará justicia (Job 19,25).El Dios vengador. Job tiene razón, y Jeremías también, pues Dios es el juez por excelencia que sondea los riñones y los corazones y retribuye a cada uno según sus obras; es el góel de Israel (Is 41,14). Consiguientemente el día del Señor puede llamarse “día de la venganza” (Jer 46,10): Dios vengará entonces la justicia: vengará también su honra, y en este sentido puede decirse qne sólo Dios “se” puede vengar. Justicia, salvación, venganza: esto es lo que aportará el día del Señor (Is 59, 17s). En la medida en que Israel es fiel a la alianza puede, pues, apelar de la injusticia de los jueces humanos a su gdel, al “Dios de las venganzas” para que aparezca y juzgue a la tierra (Sal 94). Si esto no es todavía perdonar en cristiano, es por lo menos aguardar, con humilde sumisión al Señor, el día de su visita.

5. Cristo y la venganza.

Este día llegó cuando Jesús derramó su sangre: entonces la suprema injusticia de los hombres reveló la justicia infinita de Dios. En adelante el comportamiento del creyente será transformado radicalmente por el ejemplo de Cristo que “insultado, no devolvió el insulto” (1Pe 2,23). Jesús no sólo instaura una ley nueva que cumple o consuma el principio del talión, sino que prescribe que no se resista al malvado (Mc 5,38-42). No condena la justicia de los tribunales humanos, de la que Pablo dirá que está encargada de ejercer la venganza divina (Rom 13,4); pero exige de su discípulo el perdón de las ofensas y el amor de los enemigos. Sobre todo insinúa que sólo el que es capaz de soportar la injusticia personal no cometerá con otros injusticia. Desde ahora no basta ya remitirse a la venganza divina, sino que hay que “vencer el mal con el bien” (Rom 12, 21): así “se ponen carbones ardientes sobre la cabeza del enemigo”. colocándole en una situación imposible que le induce a cambiar su odio en amor.

Si bien por la sangre de Cristo se cumplió toda justicia, no es menos cierto que todavía no ha llegado el último día. El amor tiene en la tierra sus fracasos. Aun después de Jesús hay cristianos que mueren víctimas de una injusticia violenta. Si perdonan a sus verdugos (Hech 7,60), no por eso deja su sangre de clamar a Dios: “¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia, en tomar venganza de nuestra sangre en los habitantes de la tierra”? (Ap 6,10; cf. 16,6; 19,2). Pero esta venganza final de la justicia por el Dios-juez tendrá por resultado acabar para siempre con la maldición (22,3).

ANDRÉ DARRIEUTORT y XAVIER LÉON-DUFOUR