Tradición.

La existencia de una tradición es un hecho común a todas las sociedades humanas. Lo que asegura su continuidad espiritual es el hecho de que de una generación a otra, ideas, costumbres, etc., se transmiten en forma estable (traditio = transmisión). Particularmente, desde el punto de vista religioso, creencias, ritos, formularios de oración o de canto, etc., se transmiten con una solicitud muy particular. En las sociedades que rodean al mundo de la Biblia la tradición religiosa está además integrada en todo el conjunto de las tradiciones humanas que constituyen la civilización.

El vocabulario moderno emplea, sin embargo, la palabra tradición en dos sentidos diferentes. Unas veces designa con él un contenido transmitido de edad en edad (por ejemplo la tradición cultual de Egipto), otras, un modo de transmisión caracterizado por su notable estabilidad y en el que la escritura sólo desempeña un papel secundario y hasta nulo (de esta manera se puede calificar de tradicional la civilización sumeria, y todavía más las civilizaciones puramente orales). En relación con este hecho general la tradición propia de la revelación bíblica presenta a la vez semejanzas y peculiaridades originales.

AT.

1. TRANSMISIÓN DE UN DEPÓSITO SAGRADO.

No cabe duda de que bajo la antigua ley hay en Israel transmisión de un depósito sagrado, por tanto tradición. Conforme al estatuto particular que posee entonces el pueblo de Dios, este depósito abarca todos los aspectos de la vida: tanto los recuerdos de historia, como las creencias que en ellos arraigan, las formas de oración lo mismo que la sabiduría que regula la vida práctica, los ritos y gestos cultuales y las costumbres y el derecho. La transmisión de este depósito es la que da a Israel su fisonomía particular y asegura su continuidad espiritual, desde la época patriarcal hasta los umbrales del NT.

Si este depósito es sagrado, no lo es sólo por ser un legado de las generaciones pasadas, corno en todas las tradiciones humanas. Lo es, ante todo, por ser de origen divino: en la base de las creencias hay una revelación dada a Israel por los enviados de Dios; en la base del derecho y de las costumbres por él reguladas hay prescripciones positivas enunciadas en nombre de Dios por los depositarios de sus voluntades. Evidentemente estos elementos positivos debidos a la revelación no excluyen ciertos elementos más antiguos tomados del medio oriental y asumidos por la revelación misma; pero sólo ésta funda el carácter sagrado de la tradición que de ella depende.

La tradición del pueblo de Dios, así definida en su relación con la revelación, que constituye su originalidad, combina dos caracteres complementarios. Por una parte la estabilidad: sus elementos fundamentales quedan fijados en materia de creencias, de derecho, de culto (monoteísmo, doctrina de la alianza, costumbres venidas de los patriarcas y ley mosaica, etc.). Por otra parte el progreso: la revelación misma se desarrolla a medida que nuevos enviados divinos completan la obra de sus predecesores en función de las necesidades concretas de su tiempo. Este progreso sigue naturalmente la marcha de la historia, pero no está sometido únicamente a los puros azares de la evolución cultural, como sucede en las otras tradiciones religiosas, donde el sincretismo está a la orden del día. También en esto afirma su originalidad la tradición de Israel.

II. MODO DE TRANSMISIÓN.

1. Formas literarias y medios de vida.

Para transmitirse este depósito sagrado adopta necesariamente forma literaria: relatos, leyes, sentencias, himnos, rituales. etc., son sus medios de expresión. Ahora bien, también tales formas son determinadas por el uso y en este sentido son tradicionales. En gran parte corresponden a los géneros literarios utilizados en las culturas de los pueblos vecinos (Canaán, Mesopotamia, Egipto). Sin embargo, aquí se reflejan las particularidades de la tradición doctrinal de Israel: la literatura bíblica tiene su manera propia de tratar ciertos géneros comunes, como las leyes o los oráculos proféticos: tiene su fondo original de expresión. clisés a que recurren más o menos todos los autores; tiene sus géneros predilectos, adaptados al mensaje que ha de transmitir. El estudio de estos géneros es por tanto indispensable para la inteligencia de la tradición misma, puesto que permite captar al vivo la historia de su formación.

Permite también ver por qué canales se transmite la tradición a través de las generaciones. En efecto, las formas que adopta están en estrecha relación con los medios o ambientes que la transmiten y con las funciones que desempeña en la vida del pueblo de Dios: enseñanza de los sacerdotes, guardianes de la ley y del culto; predicación de los profetas; sabiduría práctica de los escribas... Cada ambiente tiene sus tradiciones propias y sus géneros preferidos; pero se notan también numerosas interferencias, debidas a los contactos entre los diferentes medios y a la unidad fundamental de la misma tradición israelita.

En el punto de partida los materiales tradicionales se transmiten por vía oral, bajo formas adaptadas a este modo de transmisión: relatos religiosos ligados a los santuarios o a las fiestas; formularios jurídicos; rituales, himnos, formularios de oración; discursos sacerdotales o proféticos; sentencias de sabiduría,, etc. Finalmente, en el marco de esta tradición oral nacen textos escritos, en gran parte alimentados por ella. Así la tradición bíblica cristaliza poco a poco en las sagradas Escrituras que con el tiempo van adquiriendo una importancia creciente: compuestas bajo el influjo del Espíritu Santo, suministran al pueblo de Dios la regla divina de su fe y de su vida.

2. Escritura y tradición.

En el judaísma próximo a la era cristiana el legado de la tradición antigua se conserva esencialmente bajo esta forma escrita. Sin embargo, el pueblo de Dios no es un mero agregado de creyentes agrupados en torno a un libro: es una institución organizada. Por eso, paralelamente a la Escritura, subsiste en él una tradición viva que continúa, a su manera, la de los siglos pasados, aunque por derecho no puede aspirar a la misma autoridad normativa que la Escritura. Se la halla en los medios sacerdotales, entre los doctores y hasta en el seno de las sectas en que se divide el judaísmo. Es objeto de una verdadera técnica de transmisión, esencialmente fundada en el contacto personal entre el maestro y sus discípulos: el maestro transmite, entrega (masar) y el discípulo recibe (aram. qabbel) lo que deberá repetir (heb. sanah; aram. tenah) a su vez. Esta tradición en el sentido fuerte del término (hebr. qabbala; gr. paradosis) es conocida por el NT: Marcos cita la “tradición de los mayores” (Mc 7,5.13 p), y Pablo las “tradiciones de mis padres” (Gál 1, 14). Este legado se añade a las Escrituras para formar “las tradiciones que legó Moisés” (Hech 6,14), pues los escribas hacen que su origen se remonte al pasado más remoto con el fin de reforzar su autoridad. Por lo demás, su transmisión oral constituye la cuna de una nueva literatura que se desarrolla en torno a la Biblia, desde la traducción de la Biblia en griego (Setenta) y en arameo (Targum) hasta las escritos rabínicos, pasando por los libros apócrifos y la producción literaria de las sectas (p.e., Qumrán). Pero la tradición tardía, que revelan estos libros, no se debe confundir con la tradición oral primitiva, de la que se alimentaron los escritos canónicos.

NT.

1. LA TRADICIÓN EN LOS ORÍGENES CRISTIANOS.

1. Jesús y la “tradición de los mayores”.

Desde el principio marcó Jesús su independencia respecto a la tradición judía de su tiempo. Lo esencial del legado tra dicional conservado en las Escrituras no se pone en tela de juicio: la ley y los profetas no se deben abolir, sino cumplir, realizar (Mt 5,17). En cambio, la “tradición de los mayores” no goza de este mismo privilegio: es cosa completamente humana que podría incluso anular la ley (Mc 7,8-13); así Jesús deja que sus discípulos se emancipen de ella y él mismo proclama su caducidad.

Pero al mismo tiempo él en persona se comporta como un maestro que enseña, no a la manera de los escribas - repitiendo una tradición recibida-, sino como hombre que posee autoridad (cf. Mc 1,22.27); y sus discípulos reciben la misión de repetir sus enseñanzas (Mt 28,19t). Más aún: innova hasta en sus actos: perdona los pecados Mt 9,1-8), comunica a los hombres la gracia de la salvación, inaugura signos nuevos que ordena repetir a ejemplo suyo (1Cor 11,23ss). Con sus palabras y sus actos da, pues, origen a una nueva tradición, que sucede a la de los mayores como base de interpretación de las Escrituras.

2. La tradición apostólica.

Efectivamente, en la Iglesia se comprueba la existencia de esta tradición, definida en un vocabulario tomado del judaísmo. El hecho se nota sobre todo en Pablo, versado por su formación primera en las técnicas de la pedagogía judía. A los tesalonicenses “dio instrucciones” de parte del Señor Jesús (1Tes 4,2), y ellos “recibieron su enseñanza” (1Tes 4,1). Les conjura que “guarden firmemente las tradiciones (paradoseis) que han aprendido de él, oralmente o por carta” (2 Tes 2,15). Dice a los filipenses: “Lo que habéis aprendido, recibido, oído de mí, y observado en mí. eso es lo que debéis practicar” (F1p 4,9). Y a los corintios precisa: “Os he transmitido en primer lugar lo que yo mismo había recibido” (1Cor 15,3),

“Yo he recibido del Señor lo que yo a mi vez os he transmitido” (11,23); en el primer caso se trata de un sumario doctrinal relativo a la muerte y a la resurrección de Cristo; en el segundo, de un relato litúrgico de la Cena. El objeto de la tradición apostólica consiste, pues, tanto en actos como en palabras.

Tales hechos hacen pensar que los materiales esenciales de esta tradición, ya antes de Pablo, como también luego en el marco de su predicación, fueron sometidos a una técnica de transmisión análoga a la de la tradición judía. Ahora bien, estos materiales constituyen la substancia misma de la vida de la Iglesia y la trama del Evangelio, regla de la fe y de la conducta cristiana. Por eso Lucas puede escribir en el prólogo de su obra que “muchos han tratado de componer un relato de los acontecimientos [evangélicos], tal como los han transmitido los que fueron desde el principio testigos y servidores de la palabra” (Lc 1,2). Las colecciones evangélicas no hacen, pues, más que consignar por escrito una tradición ya existente. Paralelamente a ellas, la Iglesia conserva los gestos y las costumbres legadas por Cristo y practicadas por los apóstoles.

3. De la tradición a la Escritura.

La tradición apostólica tiene sus órganos de transmisión. En primer lugar los apóstoles, que la “recibieron” de Cristo en persona; Pablo es uno de ellos gracias a la revelación del camino de Damasco (Gál 1,1.16). Luego, los maestros que reciben mandato de los apóstoles y a los que éstos confían la autoridad en las comunidades cristianas (1Tim 1,3ss; 4,11; 2Tim 4,2; Tit 1,9; 2,1; 3,1.8). Esta tradición se vierte en formas apropiadas a su naturaleza y a las diferentes funciones que desempeña en las comunidades cristianas: desde los relatos sobre Jesús hasta las profesiones de fe (1Cor 15,1ss), desde los formularios litúrgicos (1Cor 11, 23ss; Mt 28,19) hasta las oraciones comunes (Mt 6,9-13) y hasta a los himnos cristianos (Flp 2,6-11; Ef 5,14; 1Tim 3,16; Ap 7,12; etc.), desde las reglas de vida que provienen de Jesús hasta los esquemas de homilías bautismales (1Pe 1,13...), y así sucesivamente. El estudio de la tradición apostólica exige, pues, una atención constante a los géneros literarios testimoniados en el NT. En efecto, éste es, en su diversidad su expresión formal ocasional, efectuada de modo definitivo bajo el carisma de la inspiración. Como en el AT, la tradición nacida de Cristo y transmitida por los apóstoles viene a desembocar así en la Escritura.

II. CARÁCTER DE LA TRADICIÓN CRISTIANA.

1. Fuente: la autoridad de Cristo.

En el AT la tradición finalmente cristalizada en la Escritura tenía por fundamento la autoridad de los enviados de Dios. En el NT se distingue de la “tradición de los mayores” (Mt 15,2) y de toda “tradición humana” (Col 2,8) por el hecho de fundarse en la autoridad de Cristo. Cristo habló y obró (Hech 1,1) dando a sus discípulos una interpretación normativa de las antiguas Escrituras (Mt 5,20-48), instruyéndolos acerca de lo que habrían de enseñar en su nombre (28,20), dándoles un ejemplo vivo de lo que habrían de hacer (Jn 13,15; Flp 2,5; 1Cor 11,1). Así como la doctrina predicada por él no era de él, sino de aquel que le había enviado (Jn 7,16), del mismo modo la tradición apostólica sigue conservando en sí misma la impronta de Cristo salvador, cuyo espíritu, prescripciones y gestos conserva exactamente. Pero si, caso de no disponer de una palabra precisa de Cristo (cf. 1Cor 7,25), un apóstol emite un parecer personal para resolver un problema práctico planteado por la vida cristiana, lo hace con la misma autoridad: ¿no tiene el “pensamiento de Cristo” (1Cor 2, 16)? En efecto, el Espíritu de Cristo resucitado mora con los suyos para enseñarles todas las cosas (Jn 14, 26) y guiarlos en la verdad entera (Jn 16,13). Así pues, no hay diferencia entre la autoridad de los apóstoles y la de su Maestro: “El que os escucha, me escucha; el que os rechaza, me rechaza y rechaza a aquel que me ha enviado” (Lc 10,16). 2. Tradición apostólica y tradición de la Iglesia. Si la tradición apostólica goza así de una autoridad única que por lo mismo alcanza a las Escrituras en que ha cristalizado, no por ello se la debe oponer a la tradición de la Iglesia, haciendo de ésta una tradición puramente humana, análoga a la del judaísmo que fue abolida por Cristo. Entre la una y la otra hay una continuidad real.

a) Continuidad en el objeto transmitido.

La tradición de la era apostólica, sin ser propiamente creadora, constituía todavía un medio en el cual progresaba la revelación a medida que los apóstoles explicitaban el sentido de las palabras y de los actos de Jesús. La tradición eclesiástica es únicamente conservadora. Su norma quedó ya fijada en el NT: “Guarda el depósito” (1Tim 6,20: 2Tim 1.12.14), y este depósito es la tradición apostólica. Ésta no puede ya recibir elementos verdaderamente nuevos: la revelación está cerrada. Su desarrollo en la historia de la Iglesia es de otro orden; no hace sino explicar las virtualidades contenidas en el depósito apostólico. Naturalmente la Escritura, testigo inspirado de la tradición apostólica, desempeña un papel capital en esta conservación fiel del depósito: es su piedra de toque esencial. Sin embargo, nada nos asegura que todos los elementos del depósito original se consignaran en ella explícitamente. Más aún: sólo la tradición viva conserva una cosa que la Escritura no está en condiciones de comunicar: la inteligencia profunda de los textos inspirados, obra del Espíritu que actúa en la Iglesia. Gracias a ella, la palabra fijada en la Escritura sigue siendo siempre la palabra viva de Cristo Señor.

b) Continuidad en los órganos de transmisión.

La tradición de la Iglesia no se transmite en una colectividad anónima, sino en una sociedad estructurada y jerárquica; y ésta no es una mera organización humana, sino el cuerpo mismo de Cristo gobernado por su Espíritu, en el que las funciones de gobierno perpetúan a través de los siglos las de los apóstoles, disponiendo de su autoridad. También aquí las epístolas pastorales establecen normas (p.e., 1Tim 4, 6s.16; 5,17ss; 6,2-14; 2Tim 1,13ss; 2,14ss; 3,14-4,5; Tit 1,9ss; 2,1.7s). Muestran que el criterio del auténtico depósito apostólico conservado en la tradición de la Iglesia no es la Escritura sola sino, conjuntamente, la garantía de los que recibieron la misión de velar por él y la gracia para desempeñar esta función: el mismo Espíritu que inspiró las Escrituras continúa asistiéndoles (1Tim 4,14; 2Tim 1,6).

c) Continuidad en las formas fundamentales en que se ha fijado literariamente la tradición.

Esta permanencia de las formas traduce en forma sensible la permanencia de las funciones y de los medios de vida en la Iglesia. Sin duda los géneros evolucionarán en la literatura eclesiástica con el andar de los tiempos y con las culturas. Pero por encima de esta evolución las obras más diversas quedarán profundamente marcadas por las formas de la tradición apostólica fijada en el NT, y ciertos documentos muy antiguos, sin gozar de una autoridad idéntica a la de la Escritura, pueden incluso hacer muy directamente eco a la tradición apostólica (símbolos y formularios litúrgicos de la era subapostólica).

Sentado esto, importa hacer dos observaciones. 1) Es esencial a la tradición eclesiástica evolucionar en sus formas contingentes para conservar el depósito apostólico adaptando su presentación a las épocas y a las mentalidades de los hombres a quienes se transmite. 2) Importa no atribuir a la tradición en que está implicada la Iglesia en cuanto tal, todas las formas contingentes que ha podido revestir, y todas las tradiciones - de valor muy diverso - que han podido nacer en el transcurso de las edades sucesivas. Pero es evidente que al NT no se le puede pedir la solución directa de los problemas planteados por esta tradición eclesiástica, puesto que, por definición, ésta no surgió sino a partir del momento en que quedó cerrado el canon de los libros inspirados.

PIERRE GRELOT