Ternura.

Las entrañas (rahamim), plural de intensidad de rehem, el seno materno, significan la ternura: de las mujeres para con el fruto de su carne (1Re 3,26), de todos los humanos a sus hijos o a sus parientes (Gén 43,30), sobre todo la ternura de Dios mismo para con sus criaturas.

1. La ternura de Dios.

Dios es, en efecto, padre (Sal 103,13) y madre (Is 49,14s; 66,13). Su ternura, que trasciende la de los hombres, es creadora de hijos hechos a su imagen (Gén 1,26; 5,1-3); es gratuita (Dan 9,18), siempre vigilante (Os 11,8; Jer 31,20; Is 63,15), inmensa (Is 54, 7; Bar 2,27; Eclo 51,3), inagotable (Sal 77,10; Neh 9,19.27.31), nueva todas las mañanas (Lam 3,22s), inalterablemente fiel (Sal 25,6; Lc 1,50), demostrada a todos sin excepción (Eclo 18,12; Sal 145,9), especialmente a los más desheredados, a los huérfanos (Os 14,4), y capaz de reunir a los creyentes fieles aún más allá de la muerte (2Mac 7,29).

Este amor al que nada detiene se manifiesta en toda clase de favores (Is 63,7), por el don de la vida (Sal 119,77.156), de la salvación, de la liberación (Dt 30,3; Zac 1,16), e incluso por las pruebas educadoras (Lam 3,32; Sab 11,9). Pero por encima de todo, el perdón es lo que revela la ternura infinita del Señor, su misericordia (Is 55,7; Dan 9,9). Todo pecador, ya sea el pueblo entero (Os 2,25) o el individuo (Sal 51,3), puede y debe contar siempre con esta bondad desconcertante, no ya para pecarmás (Eclo 5,4-7), sino para volver al Padre que lo aguarda (Sal 79,8; Lac 15,20).

“Dios tierno y misericordioso” es el primer título que reivindica Yahveh y que le reconocerán, después del Éxodo (34,6), el Deuteronomio (4,31), los Salmos (86,15; 103,8; 111,4; 145,8), los profetas (Jl 2,13; Jon 4, 2), los libros históricos (2Par'30,9; Neh 9,17.31) y los Sabios (Eclo 2, 11; Sab 15,1). Así, el adjetivo “tierno”, excepto una sola vez que se aplica al hombre (Sal 112,4), está reservado a Dios (cf. Sal 78,38; 116, 5). Así pues, el fiel puede apoyarse en su Señor como un niño en su madre (Sal 131), y esta actitud filial será la de Jesús, en quien y por quien se revela plenamente la ternura de Dios.

2. La ternura de Dios en Cristo y por Cristo.

En Jesús apareció la bondad de Dios (Lc 1,78; Tit 3,4-7); en él se reveló el Padre de las misericordias (2Cor 1,3; Rom 12,1), que nos dio el supremo testimonio de su ternura con la resurrección de su Hijo, prenda de la nuestra (Ef 2,4-6; 1Pe 1,3).

En efecto, Jesús no sólo se beneficia de la ternura divina, sino que la hace suya y la derrama sobre nosotros: semejante a Dios ante su rebaño miserable (Ez 34,16), se siente penetrado de compasión ante las ovejas hambrientas de Evangelio (Mc 6,34) como de pan (8,2); se estremece de compasión ante los más desheredados, leprosos (Mc 1,41), ciegos (Mt 20,34), madres y hermanas en duelo (Lc 7,13; Jn 11,33); la ternura de Jesús, infatigable como la de Dios. triunfa del pecado y va hasta el perdón de los más desgraciados de todos: los pecadores (Lc 23,34).

3. La ternura de Dios en el cristiano y por el cristiano.

Dios quiere hacer que su ternura penetre en el corazón de los hombres (Zac 7,9; Sal 112,1.4: Eclo 28,1-7). Como los hombres son incapaces de apropiársela, él se la da (Zac 12,10) como regalo de boda (Os 2,21) en la alianza nueva sellada por Jesús. La ternura de Dios, venida a ser la del Hijo de Dios hecho hombre, puede, pues, llegar a ser la de los hombres renacidos hijos de Dios en Jesús. San Pablo sólo tiene un deseo: apropiarse los sentimientos de Cristo (Flp 1,8; FIm 20). Así puede invitar a los cristianos a “revestirse de las entrañas compasivas” de Dios y de su Hijo (Col 3, 12; Ef 4,32; cf. 1Pe 3,8). Los evangelistas hablan en el mismo sentido: cerrar las propias entrañas a los hermanos es excluirse del amor del Padre (1Jn 3,17); negar el perdón al prójimo es negarse uno mismo el perdón de Dios (Mt 18,23-35). Todos los hijos de Dios deben imitar a su Padre (Lc 6,36), teniendo como él un corazón movido a compasión para con sus prójimos (Lc 15,20.31), es decir, para con todos los hombres sin excepción, según el amor ejemplar, no sólo afectivo, sino también efectivo, del buen samaritano (Lc 10,33). Así es como entran en el movimiento de la ternura divina, que les viene del Padre, por Jesús, gracias al Espíritu de amor (FIp 2,1), y que los lleva a la felicidad sin fin, más allá del pecado y de la muerte, según la esperanza expresada en la oración eucarística del Misal romano: “Y a nosotros, pecadores, que exponemos nuestra esperanza en tu misericordia (en tu ternura) inagotable...”

MARIE-ÉMILE BOISMARD