Silencio.

El silencio, precediendo, interrumpiendo a prolongando la palabra, ilumina a su manera el diálogo entablado entre Dios y el hombre.

1. El silencio de Dios.

Antes de que el hombre oyera la palabra, “la palabra estaba en Dios” (Jn 1,1); luego vino la “revelación de un misterio envuelto en el silencio en los siglos eternos” (Rom 16,25. Esta maduración secreta de la palabra se expresa en el tiempo por la predestinación de los elegidos: aun antes de hablarles los conoce Dios desde el seno materno (Jer 1,5; cf. Rom 8,29). Hay, sin embargo, otro silencio de Dios, que no parece ya cargado de un misterio de amor, sino grávido de la ira divina. Para inquietar a su pueblo pecador no habla Dios ya por sus profetas (Ez 3,26). ¿Por qué Dios, después de haber hablado tantas veces y con tanto poder, se calla ante el triunfo de la impiedad (Hab 1,13) y no responde ya a la oración de Job (Job 30,20) ni a la de los salmistas (Sal 83,2; 109,1)? Para Israel que quiere escuchar a su Dios, este silencio es un equivale a castigo (Is 64,11); significa el alejamiento de su Señor (Sal 35,22);una cesación de la palabra (cf. Sal 28,1); anuncia el “silencio” del áeol, donde Dios y el hombre no se hablan ya (Sal 94,17; 115, 17). Sin embargo, el diálogo no se ha interrumpido definitivamente, pues el silencio de Dios puede ser también un reflejo de su paciencia en los días de infidelidad de los hombres (Is 57,11).

2. El silencio del hombre.

“Hay tiempo de callar y tiempo de hablar” (Ecl 3,7). Esta máxima se puede entender a diferentes grados de profundidad. En la sucesión de los días el silencio puede significar la indecisión (Gén 24,21), la aprobación (Núm 30, 5-16), la confusión (Neh 5,8), el miedo (Est 4,14); el hombre acentúa su libertad reteniendo su lengua para evitar la falta (Prov 10,19), sobre todo en medio de palabrerías o de juicios inconsiderados (Prov 11,12s; 17, 28; cf. Jn 8,6).

Por encima de esta sabiduría que pudiera parecer puramente humana, es Dios quien funda en el hombre los tiempos del silencio y de la palabra. El silencio delante de Dios traduce la vergüenza después del pecado (Job 40,4; 42,6; cf. 6,24; Rom 3,19; Mt 22,12) o la confianza en la salvación (Lam 3,26; Éx 14,14); significa que ante la injusticia de los hombres, Cristo, como fiel siervo (Is 53,7), puso su causa en manos de Dios (Mt 26,63 p; 27,12.14 p). Pero en otras circunstancias dejar absolutamente de hablar sería falta de orgullo y omitir la confesión de Dios (Mt 26,64 p; Hech 18,9; 2Cor 4,13): entonces no es posible callarse (Jer 4,19; 20,9; Is 62,6 Le 19,40).

Finalmente, cuando Dios va a visitar al hombre, la tierra guarda silencio (Hab 2,20; Sof 1,7; Is 41,1; Zac 2,17; Sal 76,9; Ap 8,1); una vez que ha venido, un silencio de temor o de respeto significa la adoración del hombre (Lam 2,10: Éx 15, 16; Lc 9,36). Este humilde silencio es, para el que medita en su corazón (Lc 2,19.51), no sólo el acceso al reposo (Sal 131,2), sino también la apertura a la revelación que el Señor ha prometido a los pequeñuelos (Mt 11,25).

ANDRÉ RIDOUARD