Retribución.

El hombre hace de la retribución una cuestión de justicia: toda actividad merece un salario. Pero en el terreno religioso le parece por el contrario que el desinterés debe llegar hasta desechar toda idea de recompensa. Cristo, sin embargo, no exigió tal ideal ilusorio, aunque no por eso dejó de exigir a sus discípulos una perfecta pureza de intención.

1. RETRIBUCIÓN Y SALARIO.

La retribución es un dato básico de la vida religiosa, pero para ccmprender su sentido exacto conviene describir su génesis en la conciencia. Esta noción, como otras muchas, está enraizada en la experiencia humana, aquí en la relación entre amo y servidor; pero la desborda infinitamente, pues quien la funda es Dios. Se expresa, con palabras que designan el “salario”, pero no se reduce a lo que hoy día entendemos por salario debido a un trabajo: éste es efecto de un contrato, al paso que la retribución es el resultado de una visita de Dios, que sanciona con un juicio la obra de su servidor.

Desde los orígenes está el hombre en la tierra a fin de trabajar para Dios (Gén 2,15; cf. Job 14,6; Mt 20,1-15), y este trabajo comporta un salario (Job 7,1s). Dios es, en efecto, un amo equitativo: no puede menos de dar a cada uno lo que le corresponde si realiza el quehacer que se le ha encomendado. Por otra parte, el hombre no es un personaje importante que tiene medios personales de existencia y puede ofrecer gratuitamente a Dios una ayuda “desinteresada”. El hombre delante de Dios es el pobre, el mendigo, el servidor, ya que no el esclavo, que no tiene nada sino lo que el amo le otorga día tras día. La retribución aparece, pues, no como el objetivo de la vida religiosa, sino como un fruto normal del servicio de Dios.

Por eso desde los comienzos de la historia de la salvación promete Dios un salario a Abraham (Gén 15,1): y este “salario en proporción con el trabajo” reaparece en las últimas líneas de la Biblia (Ap 22,12). Entre los dos repite la Escritura incesantemente que Dios paga a cada uno según sus obras (Prov 12,14; Jer 31, 16; Sal 28,4; 2Par 15,7; Job 34,11; Is 59,18; Eclo 51,30; Lc 10,7; Jn 4,36; Rom 2,6; 2Tim 4,14), paga que, por lo demás, corresponde sólo a Dios (Dt 32,35; Prov 20,22; cf. Rom 12,17-20). Doctrina tan importante que lo propio del impío es negar la retribución (Sab 2,22), que la fe en Dios que “paga un salario a los que le buscan” es el complemento indispensable de la fe en la misma existencia de Dios (Heb 11,6).

Si el hombre que desempeña su servicio puede contar con su salario, el que rehúsa la tarea que se le propone se ve privado de este salario, despojado finalmente del derecho aexistir delante de Dios. También ser retribuido por las obras es pasar al juicio de Dios; es recibir recompensa o castigo según lo que uno hace: alternativa que significa para el hombre la opción entre la vida y la muerte. Desde luego este juicio de Dios rebasa el juicio del hombre, pues sólo Dios sondea los riñones y los corazones, y el hombre no penetra el misterio de Dios, misericordia e ira, fidelidad, justicia y amor.

II. LAS ETAPAS DE LA REVELACIÓN.

Si el hecho de la retribución es una certeza fundamental, su naturaleza no deja de ser misteriosa, y Dios sólo la reveló progresivamente.

1. Solidaridad y responsabilidad.

Ya en los orígenes las acciones de los hombres parecen a la vez depender de una responsabilidad personal y tener un alcance colectivo. La existencia del hombre es, en efecto, inseparable de la familia, del clan, del pueblo. También, en los antiguos textos, la mirada y el juicio de Dios caen globalmente sobre “el hombre” (Gén 6,5ss); la alianza y la fidelidad de Yahveh conciernen primariamente a un pueblo. Aun cuando domina esta personalidad colectiva, la responsabilidad personal no es desconocida; la existencia misma de un derecho penal es la prueba de ello; las viejas prácticas de las ordalías, de los “juicios de Dios” (cf. Núm 5,11-30), la “encuesta” instruida por Dios en el relato del paraíso (Gén 3,11ss), todo esto denota la voluntad de descubrir y de sancionar a un responsable. El episodio de Akán ilustra bien la preocupación constante de no eliminar ni responsabilidad personal ni alcance colectivo. Precisa, gracias a Dios, hallar al culpable cuya existencia era revelada por la derrota del pueblo entero (Jos 7,5-12); el castigo personal que sufre alcanza igualmente a su familia y a sus bienes (7,24; cf. Gén 3,16-19). Asimismo la recompensa del justo alcanza a sus allegados: tal sucede en el caso de Noé (Gén 6,18; 7-1), de Lot (19,12), de Obededom (2Sa 6,12).

Castigo y misericordia tienen repercusión a través del espacio (todo el pueblo comprometido por uno de sus miembros) y a través del tiempo (todo un linaje comprometido por una de sus generaciones), aun cuando la balanza se inclina claramente en favor de la misericordia, la cual dura infinitamente más (Ex 20,5s; 34,7).

A esta luz parece fácil la inteligencia religiosa de los acontecimientos: un Dios justo guía al mundo; si yo soy desgraciado o estoy abrumado de dificultades, es a causa de mis faltas o de las de un ser con el que soy solidario (cf. Jn 9,2). Viceversa: mi salvación inesperada a continuación de los peores crímenes, puede venir de mi solidaridad con algún justo: si hubiera habido diez justos en Sodoma, los habitantes no habrían pagado por su pecado (Gén 18,16-33; cf. 19,20ss). En aquella época este esquema parecía dar la explicación de todas las situaciones; sin embargo, no podía bastar para siempre.

2. El hombre, responsable de su destino.

En efecto, bajo la presión de las desgracias del exilio el pueblo había sacado de este esquema riguroso el dicho siguiente: “Los padres comieron los agraces y los hijos tienen dentera” (Jer 31,29s). Consecuencia escandalosa que ponía en tela de juicio la justicia de Dios. Este refrán no se debía ya repetir, proclama Jeremías (Jer 31,30); para Ezequiel no tiene ya sentido (Ez 18,2.3). De acuerdo con la tradición de Dt 7,9s, que evocaba lá solidaridad en la recompensa y en el castigo personal del pecado, Ezequiel se apoya en la doctrina de la conversión para anunciar que los justos sólo pueden salvarse a sí mismos: Noé que en otro tiempo salvó a sus hijos (Gén 7,7) no los salvaría ya en adelante; el designio de Dios ha atravesado una nueva etapa (Ez 14,12-20). Luego analiza Ezequiel todos los casos posibles (18); cada uno lleva en cada instante su propio destino, puede sin cesar comprometerlo o restablecerlo. Pero en este drama Dios no es hostil, ni tampoco imparcial: “Yo no me complazco en la muerte de nadie. Convertíos y viviréis” (Ez 18,32).

2. El misterio de la justicia de Dios.

Si el hombre es plenamente responsable de su destino, su vida viene a ser algo más serio; pero entonces se plantea otro problema, cuya plena solución no se dará sino con la revelación acerca de la vida de ultratumba. Si la retribución tiene lugar ya acá en la tierra, ¿por qué no es constante? La afirmación tradicional de que el justo es siempre dichoso (Sal 37; 91; 92; 112) se ve contradicha por la experiencia.

La Biblia muestra la presencia de este drama de la conciencia en el corazón de todos los que tratan lealmente de conciliar su fe y su experiencia. Jeremías no obtuvo otra respuesta a su angustia sino un estímulo a seguir inquebrantablemente su camino (Jer 12,1-5); pero Job, el Eclesiastés, los salmistas afrontaron el problema y trataron de resolverlo.

a) Durante largo tiempo hubo sabios que se asieron a la solución tradicional intentando adaptarla: la retribución, diferida durante tanto tiempo, se manifiesta todavía en la tierra, concentrada totalmente en el momento dramático de la muerte, que adquirirá una extraordinaria densidad de bienaventuranza o de sufrimiento (Sal 49,17s; Eclo 1,13; 7,26; 11,18-28); es sin duda esta hipótesis la que rechaza el salmista: “En su muerte no hay tormento” (Sal 73,4 heb.).

b) El Eclesiastés, que “ha explorado la sabiduría y la retribución” (Ecl 7,25) sin hallar otra cosa sino una incoherencia que desmiente los principios tradicionales (8,12ss), preconiza una modestia activa que trata de sacar de la vida día tras día el mejor partido posible (9,9s), con una confianza en Dios que se mantiene tranquila, pero se niega a resolver el problema.

c) En los que sufren por su fe y se adhieren incondicionalmente al Señor, se produce cierta luz. Dios es su “lote”, su “luz”, su “roca” en medio de todas las aflicciones (Sal 16,5s; 18,1ss; 27,1s; 73,26; 142,6; Lam 3,24); no tienen otro fin, no quieren otra recompensa sino hacer su voluntad (Sal 119,57; Eclo 2,18; 51,20ss). Esto supone un clima de fe intensa, el clima en que vive Job: ha “visto a Dios” (ver), y este contacto misterioso con su santidad lo deja en actitud humilde y adoradora, consciente de su pecado y deslumbrado por su nueva forma de conocimiento de Dios (Job 42,5s).

d) Algunos finalmente presienten que para explicar el sufrimiento del justo hay que ampliar el horizonte y pasar del plano de la retribución al de la redención. Tal es el sentido del último de los poemas del Siervo (Is 53,10; cf. Sal 22). Pero, al igual que en la visión de las osamentas áridas y resucitadas (Ez 37, 1-14), la retribución no parece referir-se todavía sino al pueblo purificado por los sufrimientos del exilio. 4. La retribución personal. En una última etapa, la fe en la resurrección personal al final de los tiempos es la que da la solución al problema planteado. En efecto, según ciertos textos difíciles de interpretar, Dios debe colmar al hombre en su sed de equidad: no puede castigar al justo,aun cuando haya de sacarlo un momento del seol para recompensarlo (Job 19,25ss). Dios no puede tampoco dejar sin respuesta la llamada del hombre que aspira a unírsele definitivamente (cf. Sal 16,9ss): si “llevó” consigo a Elías o Enoc, ¿por qué el justo no habría de ser también “llevado” cerca de Dios (Sal 49,16; 73,24)?

La persecución de Antíoco Epífanes, al suscitar mártires, arrastra a los creyentes a la certeza de una recompensa más allá de la muerte mediante la resurrección (2Mac 7; cf. Dan 12,1ss). Esta fe en la resurrección la implica el libro de la Sabiduría a través de la creencia en la inmortalidad (Sab 3,1; 4,1): cuando tenga lugar la visita de Dios en el último día los justos vivirán para siempre en la amistad de Dios, y en ello consiste su salario (cf. Sab 2,22; 5,15), un salario que es también una gracia (cf. 3,9.14; 4,15), que rebasa infinitamente el valor del esfuerzo humano.

III. CRISTO Y LA RETRIBUCIÓN.

Con la venida de Cristo halla la retribución su sentido pleno y su finalidad.

1. Mantenimiento de la retribución individual.

No faltan en Israel (Mt 22,22; Hech 23,8), y hasta entre los discípulos de Cristo (1Cor 15,12) quienes todavía dudan de la resurrección, de la vida eterna, del reino sin fin que recompensará a los justos; pero Jesús y sus apóstoles mantienen firmemente la auténtica tradición de Israel (Mt 22,31s; 25,31-46; lCer 15,13-19; Hech 24,14ss). El Dios de Jesucristo, al resucitar a su hijo, muestra que es justo (Hech 3,14ss; Col 2,1s). El creyente sabe que recibirá un salario por sus obras (cf. Mt 16,27; Mc 9,41; 2Tim 4,14; 2Jn 8; 2Pe 2,13; Ap 18,6) y que en el juicio el “rey” arrojará a los hombres, según lo que hayan; obrado, a la vida o al castigo (Mt 25,46), al cielo o al infierno. Se trata pues de llevar el combate con ardor para alcanzar el premio (1Cor 9,24-27; Gál 5,7; 2Tim 4,7).

2. La verdadera recompensa.

Si ello es así, renace el riesgo de volver a una concepción, la de los fariseos, según la cual la recompensa divina se mide por la observancia humana. Pero al creyente se le pone continuamente en guardia contra semejante deformación de la doctrina de la retribución.

En primer lugar, el hombre no debe ya buscar las ventajas terrenas, gloria, reputación, gratitud y reconocimiento, o interés; el que hace el bien por tales motivos “ha recibido ya su salario” (Mt 6,1-16; Lc 14, 12ss; cf. 1Cor 9,17s). Pero sobre todo, poniendo a Cristo en el centro de todas las cosas, lo que persigue el cristiano no es su felicidad, ni siquiera espiritual, ni siquiera adquirida por la renuncia y el don de sí; el fin del cristiano es Cristo (F1p 1, 21-26). Su salario es la herencia divina (Col 3,24), la cual le hace primero coheredero, hermano de Cristo (Rom 8,17). La corona que aguarda el Apóstol, la recibirá por el hecho mismo de la venida de Cristo esperado con amor (2Tim 4,8). En una palabra, lo que quiere es estar “con Jesús” para siempre (1Tes 4,17; cf. Ftp 1.13; Lc 23,43; Ap 21,3s). Todo el empeño de su vida es la fidelidad a su bautismo: identificado con la muerte de Cristo se prepara a resucitar con él (Rom 6,5-8; Col 3,1-4). La salvación que aguarda el hombre justificado (Rom 5,9s) no es otra cosa sino el amor de Dios manifestado en la persona de Cristo (Rom 8,38s). Es lo que dice Juan con otras palabras: al hambre y a la sed de los hombres, a su deseo apasionado de triunfar de la muerte responde Jesús con lo que él es: es la fuente del agua viva, es el pan,la luz, la vida (Jn 7,37s; 6,26-35; 8,12; 11,23ss).

Por la vida en Cristo Jesús quedan resueltas todas las antinomias que ofrecía la doctrina de la retribución. Dada al hombre al final de su búsqueda y de sus esfuerzos, es, sin embargo, gratuidad absoluta que rebasa infinitamente toda espera y todo mérito. Aguardada con fervor y en la esperanza, se posee ya desde el momento de la justificación. Certeza tranquila, que queda fundada en el solo testimonio de Dios acogido en la obscuridad y en la prueba de la fe. Tocando al hombre en lo más profundo de su personalidad, lo alcanza en el seno del cuerpo de Cristo. Nada de oposición entre “moral de la retribución” y “moral del amor”, puesto que el amor mismo quiere la retribución.

CLAUDE WIÉNER