Permanecer.

Israel, siempre en movimiento, nómada y luego exiliado, no ha experimentado nunca verdaderamente lo que es “permanecer”. Ni siquiera dispone de una palabra que exprese exactamente esta idea. Se ve obligado a describir meramente lo que ve: a un hombre sentado (Gén 25,27), al vencedor de pie, único superviviente de una batalla (1Sa 17,51; cf. Jos 7,12), o también las tiendas plantadas habitualmente en los mismos pastos (Gén 16.12: 25,18). Hay que aguardar los equivalentes griegos para lograr nuestras imágenes familiares de casa, estabilidad, permanencia.

Y, sin embargo, este pueblo, siempre en marcha, sueña con reposar de las fatigas del desierto: quería instalarse y vivir en paz en la tierra que le ha prometido Dios (cf. Gén 49,9.15; Dt 33,12.20). Al atardecer de cada grande etapa de su historia piensa Israel plantar sus tiendas para una “morada segura” (Dt 12,8ss). Y a la mañana de las nuevas partidas cobra alientos escuchando a los profetas que le anuncian un lugar en el que echará raíces (Am 9,15), una tienda que ya no se arrancará (Is 33, 20), o incluso una casa estable y una ciudad bien fundada (2Sa 7,9ss; cf. Is 54,2). Pero siempre Yahveh, su pastor, “destruye sus moradas” (cf. Am 5,15; Jer 12,14) para castigarlo y volverlo al desierto o, por el contrario, para dirigirlo hacia mejores pastos (Sal 23; Jer 50,19; Ez 34,23-31). Así permanecer es un ideal esperado siempre, pero no alcanzado nunca, que no hallará su realización sino en Dios.

1. LO QUE PASA Y LO QUE PERMANECE.

1. “Pasa la figura de este mundo” (iCor 7,31; 2Cor 4,18). El hombre, eterno viajero, no puede permanecer en la tierra, no dura: como toda carne, semejante a la hierba, su vida es corta, el hombre se marchita y muere (Is 40,8; Job 14,2). El mundo en que vive parece por lo menos más estable (2Pe 3,4), la tierra está sólidamente asentada sobre sus bases (Sal 104,5), y Dios garantizó a Noé la regularidad de las leyes de la naturaleza (Gén 8,22). Pero esta promesa vale únicamente “mientras dure la tierra”, pues “los cielos se conmoverán” (Heb 12,26s); y Cristo previno ya a los suyos: “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mt 24,35 p).

La misma alianza del Sinaí, si bien fundada en la ley y en las palabras de Dios, se demostró caduca: los hebreos, infieles a Yahveh, desobedientes a su ley, no pudieron permanecer en la tierra prometida (Dt 8, 19s; 28,30.36). En una palabra, no “permanecieron en la alianza” (Heb 8,9-13).

Por lo demás, ésta no era sino una figura pasajera de la nueva alianza (Jer 31,31; Mt 26,28 p; Gál 4,21-31).

Incluso entre las realidades de esta nueva economía algunas pasarán, como los carismas de profecía y de ciencia o el don de lenguas; pero “la fe, la esperanza y la caridad permanecerán las tres” (1Cor 13, 8-13).

Así, este mundo no es una “ciudad permanente”: hay que salir de él (Heb 13,13s); el cristiano mismo sabe que “su morada terrena” no es sino “tienda” que habrá de evacuar para ir a domiciliarse cerca del Señor (2Cor 5,1-8).

2. Sólo Dios permanece, Dios, que es, que era y que viene (Ap 4,8; 11,17), “él es el Dios vivo, él perdura para siempre” (Dan 6,27; Sal 102, 27s). Sentado en los cielos inaccesibles, morada santa y eterna, se ríe de las amenazas (Sal 2,4; 9,8; Is 57, 15). Él es la roca estable, sobre la que hay que apoyarse. Su palabra (Is 40,8; 1Pe 1,23ss), su designio (Is 14,24), su promesa (Rom 4,16), su realeza (Dan 4,31), su justicia (Sal 111,3), su amor (Sal 136) permanececen para siempre. Él es quien da solidez a todo lo que en la tierra posee alguna estabilidad en el orden físico como en el orden moral (Sal 119, 89ss; 112,3.6).

Así el justo es como un árbol plantado, que se mantiene en pie el día del juicio (Sal 1,3ss), o como el hombre que, fiándose de las palabras de Cristo, fundó su casa sobre la piedra (Mt 7,24s p), es decir, sobre Cristo, única piedra angular inconmovible (Is 28,16; 1Cor 3,10-14; Ef 2,20ss). En efecto, el hombre, para subsistir, debe apoyarse en la solidez de Dios, es decir, creer (Is 7,9) y perseverar en la fe (Jn 8,31; 15,5ss; 2Tim 3,14; 2Jn 9) en aquel que es “el mismo ayer, hoy y para siempre” (Heb 13,8).

II. DIOS HABITA EN NOSOTROS Y NOSOTROS EN ÉL.

1. Gracias a su presencia, permite Dios a los hombres permanecer. Se ha construido en Sión un templo, en el que reside su nombre y que está lleno de su gloria (Dt 12,5-14; iRe 8,11; Mt 23, 21). Por lo demás, esta morada es provisional; será, en efecto, profanada por el pecado: entonces la gloria de Yahveh la abandonará y el pueblo será conducido al exilio (Ez 8, 1-11,12).

2. Ahora bien, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). El Emmanuel (Mt 1,23; Is 7, 14), cuyo reino no tendrá fin (Lc 1, 33), debe “permanecer siempre” (Jn 12,34), porque el Padre permanece en él y él está en el Padre (14,10). Y sin embargo, debe cesar su presencia sensible; debe abandonar a los suyos (13,33), pues debe preparar la casa de su Padre (14,2s).

3. Para que se nos dé el Espíritu Santo y permanezca en nosotros (Jn 14,17) era necesario el retorno de Cristo a su Padre (16,7). El cristiano, habiendo así recibido la unción de Cristo (1Jn 2,27s), permanece en él si “come su carne” (Jn 6,27-56), si vive como él vivió (1Jn 2,6), en su amor (Jn 15,9), sin pecar (Jn 3,6) y guardando su palabra (Jn 14,15-23; 1Jn 3,24). Por el hecho mismo, el Padre, como Cristo y el Espíritu, permanecen en él (Jn 14,23). Una unión tan íntima y tan fecunda como la de los sarmientos y la viña se crea entre Dios y el cristiano (Jn 15, 4-7); esta unión le permite permanecer, es decir, producir fruto (15, 16) y vivir eternamente (Jn 6,56ss).

De esta manera Cristo, “en quien habita toda la plenitud de la divinidad” (Col 1,19; 2,9) inaugura el reino que subsiste para siempre (Heb 12,27s) y construye la ciudad sólida (Heb 11,10), cuyo único fundamento es él mismo (Is 28,16; 1Cor 3,11; 1Pe 2,4).

JULES DE VAULX