Odio.

El odio es lo contrario del amor, pero le está también muy próximo. Si el amor de Amnón a Tamar se vuelve de repente aversión violenta, es que su pasión era ardiente (2Sa 13,15). No pocas fórmulas bíblicas que oponen en forma absoluta esta pareja de amor y odio (Mt 5,43; 6,24), suponen esta reacción natural del amor de aborrecer lo que antes era todo para él. Este estado de ánimo supone el Dt en el caso del marido que repudia a su mujer (Dt 22, 13.16).

Esta violencia de las reacciones es una de las bases del lenguaje semítico, que recurre fácilmente a parejas de palabras opuestas sin notar los matices intermedios. Pero la realidad no responde siempre al vigor del lenguaje, y así en un matrimonio polígamo se puede decir que la mujer que no es la preferida, o que sencillamente es menos amada, es odiada (Dt 21,15; cf. Gén 29, 18.31). Estas observaciones pueden explicar ciertas fórmulas sorprendentes (Lc 14,26; cf. Mt 10,37), pero dejan intacto el problema religioso que plantea el odio: ¿Por qué y cómo se presenta el odio en la humanidad? ¿Qué quiere decir la Biblia cuando aplica la noción de odio a Dios? ¿Qué actitud adoptó Cristo frente al odio?

1. EL ODIO ENTRE LOS HOMBRES.

1. El mundo entregado al odio.

El odio entre los hombres es un hecho de todos los tiempos. El Génesis señala su presencia desde la primera generación humana (Gén 4,2-8) y los sabios lo observan con mirada penetrante (Prov 10,12; 14,20; 19,7; 26.24ss; Eclo 20,8). Pero acerca de este hecho pronuncia la Biblia un juicio de valor. El odio es un mal, fruto del pecado, pues Dios hizo a los hombres hermanos para que vivieran en el amor mutuo. El casotipo de Caín muestra bien cuál es el proceso del odio: nacido de la envidia, tiende a la supresión del otro y conduce al homicidio. Esto basta para denunciar su origen satánico, como lo explica el libro de la Sabiduría: el diablo, envidioso de la suerte del hombre, le tomó odio y provocó su muerte (Sab 2,24). Desde entonces está el mundo entregado al odio (Tit 3,3).

2. El justo es objeto de odio.

Desde sus orígenes remotos, el esquema “envidia-odio-homicidio” se aplica siempre en el mismo sentido: el impío odia al justo y se conduce como su enemigo. Así Caín con Abel, Esaú con Jacob, los hijos de Jacob con José, los egipcios con Israel (Sal 105, 25), los reyes impíos con los profetas (1Re 22,8), los malos con los piadosos de los salmos, los extranjeros con el ungido de Yahveh (Sal 18; 21), con Sión (Sal 129), con Jerusalén (Is 60,15). Es, pues, una ley permanente: al que Dios ama es odiado, sea porque su preferencia suscite envidia, sea porque represente un reproche viviente para los pecadores (Sab 2,10-20). En todo caso Dios mismo, a través de su elegido, es tomado por blanco y hecho objeto de odio (1Sa 8,7; Jer 17,14s).

3. ¿Puede odiar el justo? ¿Puede odiar el justo en respuesta al odio de que es víctima? En el interior del pueblo de Dios está prescrito amar al projimo (Lev 19,17s); así la legislación ordena dar muerte al asesino que ha matado a otro por odio (Dt 19,llss), precisamente en el momento en que se esfuerza por afinar la práctica de la venganza de la sangre instituyendo ciudades de refugio (Dt 19,1-10).

Hay, sin embargo, otros casos: el de los malos que odian a los justos, el de los enemigos del pueblo de Dios; unos y otros se conducen como enemigos de Dios (Núm 10,35; Sal 83,3). La conducta que dicta aquí el amor de Dios puede parecer sorprendente. Israel odiará a los enemigos de Dios para no imitar su conducta: tal es el sentido de la guerra santa (cf. Dt 7,1-6). El justo desgraciado, que podría verse tentado a envidiar a los malos y a imitarlos (Prov 3,31; Sal 37; 73), para guardarse del pecado odiará al partido de los pecadores (Sal 26,4s; 101,3ss). “Amar a los que odian a Yahveh” (2Par 19,2) sería pactar con los impíos y hacerse infiel (Sal 50, 18-21). Al amor celoso de Dios debe responder un amor no dividido (Sal 119,113; 97-10). En todas las cosas hay que abrazar su causa: amar lo que él ama, odiar lo que él odia (Am 5,15; Prov 8,13; Sal 45,8). ¿Cómo, pues, no odiar a los que le odian (Sal 139,21s)?

Esta actitud no está exenta de ambigüedad y de peligro: ¿no se llegará fácilmente a ver en todo enemigo personal o nacional un enemigo de Dios para acaparar en forma egoísta los privilegios de la elección divina? El peligro no era quimérico: los sectarios que Qumrán, al declarar “odio eterno” al partido de Belial, identificaban de hecho el “partido de Dios” con su grupo cerrado. “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo” (Mt 5,43): no era tal la letra de la antigua ley, pero muchos admitían esta interpretación abusiva, dictada par un exclusivismo estrecho.

II. ¿EXISTE ODIO EN DIOS?

¿Cómo se puede hablar de odio a propósito del Dios de amor? Efectivamente, Dios no puede odiar a ninguno de los seres que él mismo ha hecho (Sab 11,24), y sería una injuria acusarle de odiar a su pueblo (Dt 1,27; 9,28). Pero el Dios de amor es también el Dios santo, el Dios celoso. Su mismo amor implica una repulsión violenta hacia el pecado. Odia la idolatría, la de los cananeos (Dt 12,31; 16,22) o la de Israel (Jer 44, 4). Odia la hipocresía cultual (Am 5,21; Is 1,14), la rapiña y el crimen (Is 61,8), el falso juramento (Zac 8, 17), el repudio (Mal 2,16), y más en general la colección de pecados que enumera Prov 5,16-19. Ahora bien, el pecador forma en cierta manera cuerpo con su pecado; se pone en posición de enemigo (es decir, de “odiador” de Dios: Éx 20,5; Dt 7, 10; Sal 139,21; Rom 1,30). La incompatibilidad total que por su falta establece entre Dios y él se traduce también en la Biblia en términos de odio: Dios odia al violento (Sal 11, 5), al idólatra (Sal 31,7), al hipócrita (Eclo 27,24) y en general a todos los malhechores (Sal 5,6ss). Odia a Israel infiel (Os 9,15; Jer 12,8), como odió a los cananeos a causa de sus crímenes (,Sab 12,3). El caso es algo más complejo cuando declara: “He amado a Jacob y odiado a Esaú” (Mal 1,2; Rom 9,13); quí Jacob designa a Israel y Esaú, Edom (Mal 1,4; cf. Gén 25,30; 32,28); Dios estigmatiza así las violencias de Edom para con Israel (cf. Sal 137,7; Ez 25,12ss; Abd 10-14); muestra también, con esta expresión, que la elección lleva consigo cierta preferencia, semejante a la del hombre que “ama” a una de sus esposas y “odia” a la otra (cf. Gén 29,31ss; Rom 9,11ss).

Pero si esta preferencia y esta repulsión son realidades muy positivas y en las que se afirma Dios con toda su fuerza, sin embargo, sólo se les puede dar el nombre de odio a condición de purgar esta palabra de todo lo que, en nuestro mundo pecador, comporta en materia de rencor malvado, de voluntad de perjudicar y de destruir. Así pues, si Dios odia el pecado ¿se puede decir que odia verdaderamente al pecador, él que “no quiere su muerte, sino que se convierta y viva” (Ez 18,23)? Dios, a través de la elección y del castigo, persigue un único designio de amor para todos los hombres; su amor tendrá la última palabra. Se ha revelado plenamente en Jesús. Así el NT no habla nunca de odio en Dios.

III. JESÚS FRENTE AL ODIO.

1. El odio del mundo contra Jesús.

Jesús, que aparece en un mundo agitado por la pasión del odio, ve converger hacia él todas las formas de éste: odio del elegido de Dios, al que se envidia (Lc 19,14; Mt 27,18; Jn 5,18), odio del justo cuya presencia condena (Jn 7,7; 15,24); los jefes de Israel le odian también porque quieren acaparar ellos mismos la elección divina (cf. Jn 11,50). Por lo demás, tras ellos le odia todo el mundo malvado (Jn 15,18): en él odia la luz porque sus obras son malas (Jn 3,20). Así se realiza el misterio anunciado en la Escritura, del odio ciego, inmotivado (Jn 15,25): por encima de Jesús apunta al Padre mismo (Jn 15,23s). Jesús muere, pues, víctima del odio; pero con su muerte mata al odio (Ef 2,14. 16), pues esta muerte es un acto de amor que reintroduce el amor en el mundo.

2. El odio del mundo contra los cristianos.

Todo el que siga a Jesús conocerá la misma suerte. Los discípulos serán odiados “por causa de su nombre” (Mt 10,22; 24,9). No deben extrañarse de ello (1Jn 3,13); deben incluso regocijarse (Lc 6,22), pues así son asociados al destino de su maestro; el mundo los odio porque no son de este mundo (Jn 15, 19; 17,14). Así se revela el enemigo, que estaba en actividad desde los orígenes (Jn 8,44); pero Jesús oró por ellos, no para que fueran retirados del mundo, sino para que fueran preservados del maligno.

3. Odiar el mal y no a los hombres.

Como Jesús, en quien no tiene nada el príncipe de este mundo (Jn 14, 30; 8,46), como el Dios santo, el Padre santo (Jn 17,11), también los discípulos tendrán odio al mal. Sabrán que hay incompatibilidad radical entre Dios y el mundo (Jn 2, 15; Sant 4,4), entre Dios y la carne (Rom 8,7), entre Dios y el dinero (Mt 6,24). Para suprimir en sí mismos toda complicidad con el mal, renunciarán a todo y llegarán hasta a odiarse a sí mismos (Lc 14,26; Jn 12,25). Pero frente a los otros hombres no habrá el menor odio en su corazón: “el que odia a su hermano está en las tinieblas” (1Jn 2,9.11; 3,15). El amor es la única regla, incluso para con los enemigos (Lc 6, 27).

Así, al final de la historia se ha esclarecido la situación. Con su venida cambió el Señor la faz del mundo: en otro tiempo reinaba en él el odio (Tit 3,3); ahora ha pasado ya el tiempo de Caín. Sólo el amor da la vida y nos hace semejantes a Dios (1Jn 3,11-24).

 

JEAN BRIÈRE