Obras.

La palabra obras puede revestir toda clase de sentidos, puede designar acciones, trabajos, producciones diversas y más especialmente “la obra de carne” en que consiste la generación. Aplicada a Dios indica también todos los aspectos de su actividad externa. En un caso como en otro sólo puede comprenderse la obra remontándose al obrero que la ha producido. Y tras toda obra humana importa descubrir la obra única de Dios: a su propio Hijo, con el que enlaza y al que quiere expresar a su manera.

AT.

I. LA OBRA DE DIOS.

Anteriormente a todo desarrollo, hay que notar que las obras de Dios (ma'aseh yahveh) no se insertan en una historia-marco, sino que constituyen la historia en su verdad. Luego, si es cierto que los magnalia Dei presentan dos aspectos, creación y salvación, ello es con vistas a establecer progresivamente el reinado de Dios en la tierra. En el AT la revelación sigue una marcha particular: Israel reconoce a Dios en acción en su historia, antes de interesarse por su obra creadora.

1. La obra de Dios en la historia.

La obra divina comienza a manifestarse por “acciones y altas gestas con que nada se iguala” (Dt 3,24): la liberación de Israel, los maravillosos episodios del desierto, en que el pueblo “vive las obras” de Yahveh (Sal 95,9), el establecimiento en la tierra prometida (Dt 11,2-7; Jor 24,31). La evocación de este pasado suscita el entusiasmo: “Venid y ver las obras de Dios” (Sal 66,3-6). Pero no basta con recordar el pasado (Sal 77,12s); hay que estar atentos a la obra actual de Dios (Is 5,12; Sal 28,5) que sin cesar dispone todo (Is 22,11). Hay que presentir su obra que vendrá en su día (Is 28,21), ya se trate de la deportación a Babilonia (Hab 1.5), ya de la liberación del exilio ([s 45,11): obrando por intermedio de las naciones (Jer 51,10) o del libertador Ciro (Is 45,1-6), realizará Dios su “obra de salvación” (41,4) en favor de Israel, su pueblo elegido (43,1; 44,2).

La obra divina se refiere, pues, ante todo a Israel, considerado colectivamente. Pero no por eso se desinteresa de los individuos; no sólo de los que Dios suscita con miras a su pueblo, como Moisés y Aarón (1Sa 12,6), David y los profetas; sino también de cada hombre en particular, del que Dios se ocupa hasta en la vida cotidiana, como lo muestra en detalle el libro de Tobías. Tal es “la obra de sus manos”, perfecta (Dt 32,4), fiel y verdadera (Sal 33,4), profunda (Sal 92,5s), llena de bondad y de amor (Sal 145,9.17; 138,8), que debe despertar en el corazón del hombre un gozo desbordante (Sal 107,22; Tob 12,22).

2. La obra de Dios en la creación.

Desde los orígenes debió admirar Israel “al que hizo el cielo y la tierra” (Gén 14,19), “las Pléyades y Orión..., que formó las montañas y el viento” (Am 5,8; 4,13). Pero sólo con el exilio viene a ser la creación motivo de confianza en el Señor de la historia: esta obra estable, majestuosa, poderosa ¿no es prenda del poder y de la fidelidad de Dios (Is 40,12ss)? Se le alaba por todo lo que es “obra de sus manos”: los cielos (Sal 19,2) y la tierra (102-26), el hombre establecido sobre la creación entera (8,4-7). Séanle dadas gracias por medio de sus obras (145,10), cuya admirable belleza se reconoce (Job 36,24s). El hombre, consciente de ser obra de Dios, debe sacar de esta certidumbre de fe una verdadera audacia, pues Dios no puede “despreciar su obra” (Job 10, 3), pero también una humildad profunda, pues “¿puede una obra decir a su hacedor: No soy obra tuya?” (Is 29.16; 45,9; Sab 12,12; Rom 9, 20s).

3. La sabiduría, obrera divina.

El movimiento que lleva del Dios de la historia al Dios creador, conduce en un esfuerzo último a presentir en Dios la palabra creadora, el espíritu que dirige la marcha del mundo. El Eclesiástico medita sobre la obra de Dios en la creación (Eclo 42,15-43,33) y en el tiempo (44,1-50, 29); el libro de la Sabiduría ensaya una teología de la historia (Sab 10-19). Es que los dos han reconocido a la sabiduría divina en acción acá en la tierra. Esta sabiduría regia, representada como “el maestro de obras” de la creación (Prov 8,30), fue producida por Dios al comienzo de sus designios, antes de sus más antiguas obras (8,22). Esta sabiduría escogió habitar más especialmente en Israel (Eclo 24,3-8); pera existía ya mucho antes (24,9), pues fue la “obrera de todas las cosas” (Sab 7, 22): ella es la que da a los hombres el conocer a través de su obra al Señor de la naturaleza y de la historia.

II. LAS OBRAS DEL HOMBRE.

También el hombre debe, a imagen de Dios, su creador, operar constantemente.

1. En la fuente de las obras del hombre.

Lo que induce al hombre a obrar no es sencillamente una necesidad interior, sino la voluntad de Dios. Ya en el paraíso se le manifiesta bajo la forma de un mandamiento que responde al designio de Yahveh (Gén 2,15s). Las obras del hombre aparecen así como la eflorescencia de la obra divina. Exigen, sin embargo, por su parte un esfuerzo personal, un empeño, una elección. En efecto, la voluntad de Dios se presenta concretamente a la libertad humana bajo la forma de una ley exterior a él, a la que debe obedecer.

2. Las obras mayores del hombre.

Aun antes de enumerar los mandamientos de la ley, el relato de la creación manifiesta las dos obras principales que deberá realizar el hombre: la fecundidad y el trabajo.

El hombre tiene un deber de fecundidad: para poblar la tierra (Gén 1,28) procreará hijos a su imagen (5,1ss), la cual por su parte reproduce la imagen de Dios. En virtud de este deber la raza de los patriarcas dará nacimiento al pueblo de Israel - pueblo mediador para todas las familias de la tierra -, del que finalmente nacerá Cristo. La “obra de la carne” adquiere así un sentido bajo el doble título de la creación y de la historia de la salvación. El hombre debe también trabajar, para dominar la tierra y someterla (Gén 1,28), incluso cuando, a causa de su pecado, quede maldita la tierra (3,17ss). Gracias a este trabajo puede subsistir (3,19), pero el pleno significado religioso del mismo se logra en el culto: la obra maestra de Israel es el templo, construido para la gloria de Dios.

Es cierto que los hombres están expuestos a desviar de su fin sus dos obras esenciales, ya sea profanando la procreación (Rom 1,26s) ya adorando las obras de sus manos haciendo de ellas ídolos mudos (1Cor 12,2). La ley, con sus mandamientos, trata de precaver tal degradación de las obras humanas. Prescribe también gran número de otras obras, entre las que el judaísmo tardío notará especialmente las que se refieren al prójimo: dar limosna, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos. Éstas son las “buenas obras” por excelencia.

3. El fin de las obras.

El judaísmo no perdió nunca de vista que las obras prescritas por la ley estaban ordenadas al reino de Dios. Sin embargo, la casuística desfiguró con frecuencia el verdadero sentido de las obras que hay qu realizar, concentrando el esfuerzo del hombre en la letra de la ley. Sobre todo, una falsa comprensión de la alianza tendía a transformarla en contrato y a dar a los “practicantes” una confianza excesiva en sus posibilidades humanas, como si las obras realizadas otorgaran al hombre un derecho sobre Dios y fueran suficientes para conferirle la justicia interior. Contra esta concepción degradada de la religión es contra la que se alzará Jesús haciendo presente el único sentido de las obras humanas: manifestar la gloria de Dios, único que obra a través del hombre.

NT.

1. LA OBRA DE JESUCRISTO.

“Mi Padre obra constantemente y yo también obro” (Jn 5,17). Jesús subraya con estas palabras la identidad de operación del Hijo y del Padre, en cuanto que la obra del Padre se expresa con plenitud por la del Hijo.

1. Jesucristo, obra maestra de Dios.

Jesús, imagen visible del Padre, es la sabiduría de que hablaba el A f. Por él todo fue hecho al principio, y por él se realiza en la historia la obra de la salvación. Por eso se le ve hacer vibrar a la creación en sus parábolas, revelando por ejemplo la afinidad entre las leyes del crecimiento del trigo y del sacrificio (Jn 12,24). Salva las obras humanas del peligro que las amenaza, revelando el sentido oculto de la fecundidad carnal (Lc 11,27s), el significado profundo del templo y del culto (Jn 4,21-24). Concentra en su persona la espera del reino y la obediencia a la ley. Si es cierto que la obra del hombre debe realizarse a imagen de la de Dios, ahora ya basta con ver obrar a Jesús para saber obrar según la voluntad del Padre.

2. Jesús y las obras del Padre.

Los Sinópticos hablan sólo raras veces de las obras de Jesús (Mt 11,2), aun cuando se detienen a contar sus milagros y todos los actos que preparan el porvenir de su Iglesia. Juan, por el contrario, muestra que Cristo cumple y lleva a cabo las obras que le ha dado el Padre (Jn 5,36). Estas obras testimonian que no sólo es el Mesías, sino también el Hijo de Dios, pues son idénticamente las del Padre, sin confusión de las personas operantes. El Padre no le dio al Hijo obras ya acabadas, como si él fuera su único autor (14,10; 9,31; 11,22.41s), como tampoco obras sencillamente que realizar, como da mandamientos que cumplir (4,34; 15, 10). El Hijo tiene por misión la de glorificar al Padre llevando a término la obra única que Dios quiere realizar en la tierra, la salvación de los hombres; y este término es la cruz (17,4). Todas las obras de Cristo se refieren a ésta. No son sólo un sello puesto a la misión de Jesús (6,27), sino que revelan al Padre a través del Hijo (14,9s). El Hijo se muestra tan activo como el Padre, pero en su puesto de hijo, en el amor que lo une al Padre.

3. Cristo, revelador de las obras humanas.

Jesús, viniendo de un mundo pecador, revela también las obras humanas, y esta revelación es una criba y un juicio. “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz para que no sean descubiertas sus obras. Pero el que obra la verdad viene a la luz para que se haga manifiesto que sus obras están hechas en Dios” (Jn 3,19ss). De este modo Cristo, apareciendo en medio de los hombres, les revela su estado. Antes de este encuentro vivían en una especie de tinieblas (1,5), que no eran propiamente un estado de pecado (cf. 9,41; 15,24). Cuando viene Jesús, entonces se revela el fondo de su ser, hasta entonces medio inconsciente de su bondad o de su malicia. La decisión que toman en relación con el Hijo del hombre, fundada en su conducta anterior, hace la síntesis de su pecado y lo revela tal como es. No ya que las “obras buenas” merezcan la adhesión final a Cristo; pero esta adhesión manifiesta la bondad de las obras (cf. Ef 5,6-14).

II. LAS OBRAS DEL CRISTIANO.

El creyente confiere pleno sentido a su acción modelándola según la de Jesucristo; por el Espíritu Santo se le da el cumplir la nueva ley de caridad y cooperar a la edificación del cuerpo de Cristo.

1. La fe, obra única.

Según los Sinópticos Jesús exige la práctica de las “buenas obras” con pureza de intención (Mt 5,16). En los dos primeros preceptos (Mt 22,36-40 p) manifiesta Jesús la unidad de los mandamientos de la ley, operando así una simplificación y una purificación indispensables en las innumerables obras que imponía la tradición judía. Con el cuarto Evangelio aparece todavía más neta esta simplificación: a los judíos que preguntan qué deben hacer para cobrar las obras de Dios” responde Jesús: “Ésta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado” (Jn 6,28s). La voluntad de Dios se resume en la fe en Jesús, que hace las obras del Padre.

San Pablo, vigoroso polemista, no dice otra cosa cuando rechaza la justificación por las obras de la ley: ni la ley, ni las obras en cuanto tales son fuente de salvación. Lo es la cruz, la gracia, acogidas con la fe. Esta crítica de la salvación por las obras no debe reducirse a una crítica de sólo la ley judía; se aplica a toda práctica religiosa que tenga la pretensión de conducir por sí misma a la salvación.

2. La caridad, obra de la fe.

Pero si las obras no son fuente de la salvación, son, sin embargo, la expresión necesaria de la fe. Santiago lo subraya (Sant 2,14-26), como también Pablo (cf. Ef 2,10). Hay “obras de la fe” que son fruto del Espíritu (Gál 5,22s). La fe que Cristo reclama es la que “opera por la caridad” (Gál 5,6). A diferencia de las obras malas, que son múltiples (Gál 5,19ss), las obras de la fe se resumen en el precepto que contiene toda la ley (Gál 5,14). Tal es “la obra de la fe, el trabajo de la caridad” (1Tes 1,3).

Por lo demás, Jesús enseñó que mientras se aguarda su retorno hay que tener la lámpara encendida (Mt 25,1-13), hacer que fructifiquen los talentos (25,14-30), amar a los hermanos (25,31-46). El mandamiento del amor es su testamento mismo (In 13,34). Los apóstoles recogen así esta enseñanza y sacan sus consecuencias.

3. La edificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo.

La obra de la caridad no se limita al alivio aportado a algunas individuos. Por encima de este objetivo, coopera a la gran obra de Cristo, prevista desde toda la eternidad la edificación de su cuerpo, que es la Iglesia. Porque “nosotros somos hechura suya, creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que nosotros las practicásemos” (Ef 2,10). Misterio de la cooperación del hombre en la obra de Dios, que hace todo en todos, confiriendo a la acción del hombre su dignidad y su alcance eterno (cf. 1Cor 1,9; 15,58; Rom 14,20; Flp 1,6). Dentro de esta nueva perspectiva la recompensa celeste se puede referir a las obras que ha hecho el hombre acá abajo. “Bienaventurados los que mueren en el Señor, pues sus obras los acompañan” (Ap 14,13).

Francois Amiot y XAVIER LÉON-DUFOUR