Mesías.

Tanto Mesías, calco del hebreo y del arameo, como Cristo, transcrito del griego, significan “ungido”. Esta apelación vino a ser en la época apostólica el nombre propio de Jesús y se ha apropiado el contenido de los otros títulos reivindicados por él. Por lo demás, subraya acertadamente el nexo profundo que enlazaba a su persona con la esperanza milenaria del pueblo judío, centrada en la espera del Mesías, hijo de David. Sin embargo, los enemigos de la palabra ungido en el AT y luego en el judaísmo no comportaban todavía la riqueza de sentido que el NT dio a la palabra Cristo. Hay que remontarse hasta los orígenes de este vocabulario para ver la transformación que le hizo sufrir el NT proyectando en él la luz de una revelación inscrita en las palabras y en la historia de Jesús.

AT.

En el AT la palabra ungido se aplica ante todo al rey; pero también designó a otros personajes, particularmente a los sacerdotes. No obstante, el primer uso es el que dejó más huellas en la escatología y en la esperanza judía.

1. DEL REY AL MESÍAS REGIO.

1. El ungido de Yahveh en la historia.

El rey, en virtud de la unción de aceite que simboliza su penetración por el Espíritu de Dios (1Sa 9,16; 10,1. 10; 16,13), es consagrado para una función que le convierte en lugarteniente de Yahveh en Israel. Esta unción es un rito importante de la coronación del rey (cf. Jue 9,8). Así se menciona en el caso de Saúl (1Sa 9-10), de David (2Sa 2,4; 5,3), de Salomón (1Re 1,39) y de aquellos de sus descendientes que ascendieron al poder en un contexto de crisis política (2Re 11,12; 23,30). El rey viene así a ser “el ungido de Yahveh” (2Sa 19,22; Lam 4,20), es decir, un personaje sagrado, al que todo fiel debe manifestar un respeto religioso (1Sa 24,7.11; 26,9.11.16.23; 2Sa 1,14.16). A partir del momento en que el oráculo de Natán fijó la esperanza de Israel en la dinastía de David (2Sa 7,12-16), cada rey que desciende de él resulta a su vez ser el “Mesías” actual por el que Dios quiere cumplir sus designios relativos a su pueblo.

2. El ungido de Yahveh en la oración.

Los salmos anteriores al exilio ponen en evidencia el puesto de este Mesías regio en la vida de fe de Israel. La unción que ha recibido es signo de cierta preferencia divina (Sal 45,8); ha hecho de él el hijo adoptivo de Yahveh (Sal 2,7; cf. 2Sa 7,14). Así está cierto de la protección de Dios (Sal 18,51; 20,7; 28,8). Rebelarse contra él es una locura (Sal 2,2), pues Dios no dejará de intervenir para salvarle (Hab 3,13) y “exaltar su cuerno” (1Sa 2,10). Sin embargo, se ora por él (Sal 84,10; 132,10). Pero fundándose en las promesas hechas a David, se espera, sí, que Dios no dejará nunca de perpetuar su dinastía (Sal 132,17). Así es grande el desconcierto de los espíritus cuando, después de la caída de Jerusalén, el ungido de Yahveh es hecho prisionero por los paganos (Lana 4,20): ¿por qué ha desechado Dios así a su Mesías, de modo que todos los paganos le ultrajen (Sal 89,39.52)? La humillación de la dinastía davídica es una prueba para la fe, prueba que subsiste aun después de la restauración postexílica. En efecto, la esperanza del restablecimiento dinástico suscitada un momento por Zorobabel es pronto decepcionada: Zorobabel no será nunca coronado (a pesar de Zac 6,9-14) y ya no volverá a haber Mesías regio a la cabeza del pueblo judío.

3. El Ungido de Yahveh en la escatología.

Los profetas, con frecuencia severos con el Ungido reinante, al que juzgaban infiel, orientaron la esperanza de Israel hacia el rey futuro, al que, sin embargo, no dan nunca el título de Mesías. A partir de sus promesas se desarrolló el mesianismo regio después del exilio. Los salmos regios, que en otro tiempo hablaban del Ungido presente, se cantan ahora en una nueva perspectiva que los hace referirse al Ungido futuro, Mesías en el sentido fuerte del término. Describen anticipadamente su gloria, sus luchas (cf. Sal 2), sus victorias, etc. La esperanza judía enraizada en estos textos sagrados es extremadamente viva en la época del NT, particularmente en la secta farisea. El autor de los salmos de Salomón (63 antes de J.C.) invoca la venida del Mesías, hijo de David (Sal de Salom 17; 18). El mismo tema es frecuente en la literatura rabínica. En todos estos textos el Mesías se sitúa en el mismo plano que los antiguos reyes de Israel. Su reinado ocupa un puesto en el marco de las instituciones teocráticas, pero se comprende de una manera muy realista que acentúa el aspecto político de su función.

II. LOS OTROS TIEMPOS DE LA PALABRA “UNGIDO”.

1. Los “ungidos de Yahveh” en sentido lato.

La unción divina consagraba a los reyes con miras a una misión relativa al designio de Dios sobre su pueblo. En sentido amplio, metafórico, el NT habla a veces de unción divina en casos en que sólo se trata de una misión que cumplir, sobre todo si esta misión implica el don del Espíritu divino. Ciro, enviado por Dios para liberar a Israel de la mano de Babilonia, es calificado de ungido de Yahveh (Is 45,1), como si su consagración regia lo hubiese preparado para su misión providencial. Los profetas no eran consagrados para su función con una unción de aceite; sin embargo, Elías recibe la orden de “ungir a Eliseo como profeta en su lugar” (1Re 19,16); la expresión puede explicarse por el hecho de que le legará “una parte doble de su Espíritu” (2Re 2,9). Efectivamente, esta unción del Espíritu recibida por el profeta se expresa en Is 61,1: tal unción lo consagró para anunciar la buena nueva a los pobres.

También como “profetas de Yahveh” se llama una vez a los miembros del pueblo de Dios sus ungidos (Sal 105,15; cf. quizá Sal 28,8; Hab 3,13). Pero todos estos empleos de la palabra son sólo ocasionales.

2. Los sacerdotes ungidos:

Ningún texto anterior al exilio habla de unción de los sacerdotes. Pero después del exilio, el sacerdocio ve aumentar su prestigio. Ahora que ya no hay rey, el sumo sacerdote es el jefe de la comunidad. Entonces es cuando, para consagrarlo a su función, se le confiere la unción. Los textos sacerdotales tardíos, para subrayar la importancia del rito, lo hacen remontarse hasta Aarón (Éx 29,7; 30, 22-33; cf. Sal 133,2). La unción, por lo demás, se extiende luego a todos los sacerdotes (Éx 28,41: 30,30; 40, 15). A partir de esta época el sumo sacerdote es el sacerdote ungido (Lev 4,3.5.16; 2Mac 1,10), por tanto, un “mesías” actual como lo era antiguamente el rey (cf. Dan 9,25). Prolongando ciertos textos proféticos que asocian estrechamente realeza y sacerdocio en la escatología (Jer 33,14-18; Ez 45,1-8; Zac 4,1-14; 6,13), algunos ambientes aguardan incluso en los últimos tiempos la venida de dos Mesías: un Mesías sacerdote que tendrá la preeminencia y un Mesías rey encargado de los asuntos temporales (testamentos de los doce patriarcas, textos de Qumrán). Pero esta forma particular de la esperanza mesiánica parece restringirse a los círculos asenios marcados por un influjo sacerdotal preponderante.

3. Escatología y mesianismo.

La escatología judía concede, pues, un puesto importante a la espera del Mesías: Mesías regio en todas partes, Mesías sacerdotal en ciertos ambientes. Pero las promesas escriturarias no se reducen a este mesianismo en el sentido estricto de la palabra, ligado con frecuencia con sueños de restauración temporal. Anuncian igualmente la instauración del reino de Dios. Presentan también el artífice de la salvación bajo los rasgos del siervo de Yahveh y del Hijo del hombre. La coordinación de todos estos datos con la espera del Mesías (o de los mesías) no se realiza en forma clara y fácil. Sólo la venida de Jesús disipará en este punto la ambigüedad de las profecías.

NT.

1. JESÚS Y LA ESPERA DEL MESÍAS.

1. El título dado a Jesús.

Los oyentes de Jesús, impresionados por su santidad, su autoridad y su poder (cf. Jn 7,31), se preguntan: “¿,No es éste el Mesías?” (Jn 4,29; 7,40ss) o, lo que es lo mismo: “¿No es éste el hijo de David?” (Mt 12,23). Y le apremian para que se declare abiertamente (Jn 10,24). Ante esta cuestión las gentes se dividen (cf. 7,43). Por un lado las autoridades judías deciden excomulgar a quienquiera que lo reconozca por el Mesías (9, 22). Pero los que recurren a su poder milagroso lo invocan abiertamente como el hijo de David (Mt 9,27; 15,22; 20,30s) y su mesianidad es objeto de actos explícitos de fe: por parte de los primeros discípulos ya inmediatamente después del bautismo (Jn 1,41.45.49), por parte de Marta en el momento en que se revela como la resurrección y la vida (11,27). Los sinópticos dan una solemnidad particular al acto de fe de Pedro: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” “Tú eres el Mesías” (Mc 8,29). Esta fe es auténtica, pero es todavía imperfecta, pues el título de Mesías pudiera todavía ser entendido en una perspectiva de realeza temporal (cf. Jn 6,15).

2. Actitud de Jesús.

Así Jesús adopta en este particular una actitud reservada. Salvo en Jn 4,25s (donde el término traduce sin duda en lenguaje cristiano una expresión de la fe samaritana) no se da a sí mismo nunca el título de Mesías. Se deja llamar hijo de David, pero prohibe a los endemoniados que declaren que es el Mesías (Lc 4,41). Acepta las confesiones de fe, pero después de la de Pedro recomienda a los doce que no digan que es el Mesías (Mt 16,20). Por lo demás, a partir de este momento, pone empeño en purificar la concepción mesiánica de sus discípulos. Su carrera de Mesías comenzará como la del siervo doliente; Hijo del hombre, entrará en su gloria por el sacrificio de su vida (Mc 8,31 p; 9,31 p; 10,33s p). Sus discípulos están desconcertados, como lo estarán los judíos cuando les hable de la “elevación del Hijo del hombre” (Jn 12,34).

Sin embargo, el domingo de Ramos se deja Jesús intencionadamente aclamar como el hijo de David (Mt 21,9). Luego, en las controversias con los fariseos, subraya la superioridad del hijo de David sobre su antepasado, cuyo Señor es (Mt 22,41-46 p). Finalmente, en su proceso religioso, el sumo sacerdote le intima que diga si es el Mesías. Sin rechazar el título, Jesús la intepreta luego en una perspectiva trascendente: es el Hijo del hombre destinado a sentarse a la diestra de Dios (Mt 26, 63s). Ahora bien, esta confesión se hace en el momento en que comienza la pasión, y es además la que acarreará su condenación (26,65s). Así su título de Mesías será especialmente vilipendiado (26,68; Mc 15,32; Lc 23,35.39), al mismo tiempo que su título de rey. Sólo después de su resurrección podrán los discípulos comprender lo que implica exactamente el “¿No era necesario que Cristo soportara estos sufrimientos para entrar en su gloria?” (Lc 24,26). Evidentemente, no se trata ya de gloria temporal, sino de algo muy distinto: según las Escrituras, “el Cristo debía morir y resucitar para que en su nombre se proclamara la conversión a todas las naciones con miras a la remisión de los pecados” (24,46).

II. LA FE DE LA IGLESIA EN JESUCRISTO.

1. Jesús resucitado es Cristo.

Así pues, a la luz de pascua la Iglesia naciente atribuye a Jesú§ este título de Mesías Cristo, ahora ya despojado de todo equívoco. Sus razones son apologéticas y teológicas. Hay que mostrar a los judíos que Cristo, objeto de su esperanza, ha venido en la persona de Jesús. Esta demostración reposa sobre una teología muy segura que subraya la continuidad de las dos alianzas y ve en la segunda la realización, el cumplimiento de la primera. Jesús aparece así como el verdadero hijo de David (cf. Mt 1,1; Lc 1,27; 2,4; Rom 1,3; Hech 2,29s; 13,23), destinado desde su concepción a recibir el trono de David su padre (Lc 1,32), para llevar a término la realeza israelita estableciendo en la tierra el reino de Dios. La resurrección es la que lo ha entronizado en su gloria regia: ahora que “ha recibido el Espíritu Santo, que es la Promesa” (Hech 2,33), “Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros crucificasteis” (2,36). Pero esa gloria es del orden de la nueva creación; la gloria temporal de los antiguos ungidos de Yahveh no era sino una lejana figura de la misma. 2. Los títulos de Jesucristo. La palabra Cristo, unida indisolublemente al nombre personal de Jesús, conoce, por tanto, una prodigiosa ampliación, pues todos los otros títulos que definen a Jesús se concentran en tor no a ella. Al que Dios ha ungido, es su santo siervo Jesús (Hech 4,27), el cordero irreprochable descrito por Is 53 (1Pe 1,19; cf. 1Cor 5.7). Por esto estaba escrito que debía sufrir (Hech 3,18; 17,3; 26,22s) y por esto el Sal 2 describía anticipadamente la conspiración de las naciones “contra Yahvch y contra su Mesías” (Hech 4,25ss; cf. Sal 2,1s). Así el Evangelio de Pablo es un anuncio de Cristo crucificado (1Cor 1,23; 2,2), muerto por impíos (Rom 5,6ss), y la primera carta de Pedro se extiende largamente sobre la pasión del Mesías (1Pe 1,11; 2,21; 3,18; 4,1.13; 5,1). En el libro de Isaías la misión del siervo estaba descrita como la de un profeta perseguido. De hecho, la única unción que reivindicara Jesús es la unción profética del Espíritu (Lc 4,16-22; cf. Is 61,1), y Pedro en los Hechos tiene buen cuidado de recordar cómo “Dios ungió a Jesús con el Espíritu Santo y con poder” (Hech 10,38). En vísperas de su muerte proclamaba Jesús su dignidad de Hijo del hombre (Mt 26,63s). La predicación apostólica anuncia efectivamente su retorno el último día en calidad de Hijo del hombre para instaurar el mundo nuevo (Hech 1,11; cf. 3, 20s; Mt 25,31-34), y con este título está sentado ya a la diestra de Dios (Hech 7,55s; Ap 1,5.12-16; 14,14). El Apocalipsis, sin tratar de atribuirle el mesianismo sacerdotal, con que soñaba el judaísmo tardío, lo muestra revestido con la túnica de los sacerdotes (Ap 1,13), y la carta a los Hebreos celebra su sacerdocio regio, que había sustituido definitivamente al sacerdocio figurativo de Aarón (Heb 5,5, etc.; 7). No se vacila en darle el título más elevado, el de señor (cf. Hech 2,36): es el “Cristo Señor” (Lc 2,11; 2Cor 4,5s), “Nuestro Señor Jesucristo” (Hech 15, 26). En efecto, su resurrección manifestó espléndidamente que posee una gloria más humana: Cristo es el Hijo de Dios en el sentido fuerte de la palabra Rom 1,4), es Dios mismo (Rom 9,5; 1Jn 5,20). Cristo no es ya para él un título de tantos, sino que ha venido a ser como su nombre propio: Cristo, no el Cristo (el Ungido), con artículo (iCor 15, 12-23), que recapitula todos los demás. Y los que han sido salvados por él llevan con toda razón el nombre de “cristianos” (Hech 11,26).

MARIE-ÉMILE BOISMARD y PIERRE GRELOT