Juramento.

En la mayoría de las religiones, recurre el hombre a la divinidad para garantizar solemnemente el valor de su palabra, ya se trate de una promesa cuyo cumplimiento quiere asegurar, o de una afirmación cuya verdad trata de respaldar.

AT.

1. En todas las épocas del AT los hombres intrecambian juramentos, ya para contraer alianzas (Gén 21,22-32; 31,44-54), ya para garantizar la irrevocabilidad de sus promesas (Gén 24,2-4; 47,29) o de sus decisiones (1Sa 14,44; 25,22). El juramento asegura también la verdad de una afirmación en las relaciones corrientes (Jue 8,19; 1Sa 20,3), en las investigaciones jurídicas (Éx 22, 7.10), en las predicciones de los profetas (1Re 17,1; cf. Dan 12,7). Este recurso a la garantía de Dios adopta con frecuencia la forma de invocación de su sanción en caso de perjuicio: “Así me haga Yahveh...” (sobre todo en la época antigua: Gén 24, 38; Jue 11,10; 1Sa 14,24-48).

2. Se comprende que Israel atribuyera con frecuencia juramentos a Yahveh mismo: para concluir su alianza (Dt 4,31; 7,8), garantizar sus promesas (Gén 22,16; 26,3), anunciar su juicio (Núm 14,21; Am 4,2; 6,8), marcar la autoridad de su palabra (Ez 20,3; 33,11). Su fórmula habitual es entonces: “Por mi vida.” Dios no puede fundar su palabra más que en sí mismo.

3. No obstante el valor que asegura el juramento la presencia y la autoridad del justo Juez, siempre hay perjuicios. El Decálogo los condena (Éx 20,7) y los profetas no cesarán de denunciarlos (Os 4,2; Jer 5,2; 7,9; Ez 17,13-19; Mal 3,5).

Después del exilio se despierta la sensibilidad con respecto a otro abuso: la frecuencia de los juramentos que ponen a Dios al servicio de los intereses más sórdidos y multiplican los riesgos de perjuicio (Ecl 5,1; Eclo 23,9-11; Qumrán). La puesta en guardia por los sabios no equivale a un repudio del juramento, pero atestigua una mejor inteligencia de su valor e incita a reservarlo para las ocasiones solemnes.

NT.

1. El pensamiento de Jesús aparece matizado. Él no recurre nunca al juramento para asegurar la autoridad de su doctrina; se limita a introducir sus afirmaciones más solemnes con su fórmula habitual: “Amén, en verdad, os digo.” Por lo demás, en el sermón de la montaña prescribe a los suyos que se abstengan de juramentos (Mt 5,33-37): el hombre no puede jurar por lo que pertenece a Dios, pues no es dueño de ello; y la palabra de los discípulos no debe buscar otra garantía que su sinceridad fraterna.

Jesús, sin embargo, ataca enérgicamente la casuística laxista de los escribas que proponen expedientes para atenuar las exigencias del juramento (Mt 23,16-22); ante el sanedrín consiente en responder al sumo sacerdote que lo conjura, es decir, que le exige juramento (Mt 26,63): en esta circunstancia solemne en que proclama su misión delante de la autoridad legítima, reconoce Jesús implícitamente el valor del juramento.

Pablo, que condena los perjuicios (1Tim 1,10), no utiliza nunca las fórmulas reprobadas por Jesús ni las que estaban en uso en el judaísmo. Sin embargo, no tiene inconveniente en recurrir a la garantía divina en las afirmaciones que le interesan especialmente. Toma a Dios por testigo de su desinterés (1Tes 2,5.10; 2Cor 1,23), de su sinceridad (Gál 1,20), de su amor a sus fieles (2Cor 11,11; Flp 1,8; Rom 1,9). Parece que en él el precepto de Jesús a propósito de los juramentos corrige ya las costumbres judías.

Los otros autores del NT manifiestan la misma discreción que Jesús. La carta de Santiago (Sant 5,12) interpreta a su manera la enseñanza de Jesús en Mt 5,33-37; pero la carta a los Hebreos (Heb 6,16) reconoce el valor del juramento. En cuanto a los juramentos atribuidos a Dios, se recuerdan varias veces en el NT (Hech 2.30; Heb 3,llss; 6,13ss; 7,20ss), sobre todo cuando se trata de juramentos de alcance mesiánico.

En una palabra, el NT transmite el pensamiento de Jesús sobre la sinceridad que se impone entre los hombres, sobre el respeto del honor divino y sobre la gravedad de los casos a que hay que reservar el juramento.

AUGUSTIN GEORGE