Ídolos.

1. EL ABANDONO DE LOS ÍDOLOS.

La Biblia es en cierto sentido la historia de un pueblo que se desentiende de los ídolos. Un día “tomó” Yahveh a Abraham, que “servía a otros dioses” (Jos 24,2s; Jdt 5,6ss). Pero esta ruptura, aunque radical, no es cosa hecha de una vez para siempre: sus descendientes tendrán todavía que rehacerla (Gén 35,2ss; Jos 24, 14-23); deben constantemente renovar su opción de seguir al único en lugar de “perseguir la vanidad” (Jer 2,2-5).

En efecto, la idolatría puede filtrarse en el interior mismo del yahvismo. Ya en el Decálogo aprende Israel que no deben fabricarse imágenes (Éx 20,3ss; Dt 4,15-20), pues sólo el hombre es la imagen auténtica de Dios (Gén 1,26s). Por ejemplo, el toro que esculpe para simbolizar la fuerza divina (Éx 32; 1Re 12,28; cf. Jue 17-18), le acarreará junto con la ira divina la ironía acerba de los profetas (Os 8,5; 13, 2). Dios castiga la infidelidad, ya se trate de falsos dioses o de su propia imagen (Dt 13); abandona a los que le abandonan o le caricaturizan, entregándolos a las calamidades nacionales (Jue 2,11-15; 2Re 17,7-12; Jer 32,28-35; Ez 16; 20; 23).

Cuando el exilio viene a confirmar trágicamente esta visión profética de la historia, el pueblo recapacita, sin que por eso desaparezcan idólatras (Sal 31,7) y negadores de Dios (Sal 10,4.Ilss). Finalmente, en el tiempo de los Macabeos, servir a los ídolos (1Mac 1,43) es adherirse a un humanismo pagano incompatible con la fe talé Yahveh esperade los suyos: hay que escoger entre los ídolos y el martirio (2Mac 6,18-7, 42; cf. Dan 3).

El NT diseña el mismo itinerario. Los creyentes, arrancados a los ídolos para volverse hacia el verdadero Dios (1Tes 1,9), se ven constantemente en la tentación de reincidir en el paganismo que impregna la vida corriente (cf. 1Cor 10,25-30). Hay que huir de la idolatría para entrar en el reino (1Cor 10-14; 2Cor 6,16; Gál 5,20; Jn 5, 21; Ap 21,8; 22,15). La Iglesia, en la que continúa la lucha implacable entre Jesús y el mundo, vive una historia marcada por la tentación de adorar “la imagen de la bestia” (Ap 13,14; 16,2), de aceptar que se erija en el templo el “ídolo devastador” (Mt 24,15; cf. Dan 9,27).

II. SIGNIFICADO DE LA IDOLATRÍA.

Israel, además de responder al llamamiento de Dios, reflexionó sobre la naturaleza de los “ídolos mudos” (1Cor 12,2) que lo solicitaban. Progresivamente explicará con lenguaje exacto la nada de los ídolos.

1. Los “otros dioses”.

Con esta expresión, corriente hasta la época de Jeremías, parece Israel admitir la existencia de otros dioses que Yahveh.

No se trata de supervivencias equívocas de otras religiones mezcladas con el yahvismo popular, tales como los “ídolos domésticos” (lerafint), sin duda reservados a las mujeres (Gén 31,19-35; 1Sa 19,13-16). o la serpiente Neustún (2Re 18,4); se trata propiamente de los baales cananeos con que se encuentra Israel al establecerse en la tierra prometida. Viene entonces la lucha a muerte contra los baales: Gedeón tuvo el honor imperecedero de haber sustituido por el altar de Yahveh el altar dedicado por su padre a Baal (Jue 6,25-32). Así pues, si Israel habla de “otros dioses”, no por eso duda de que Yahveh sea su Dios unico (cf. Éx 20, 3-6; Dt 4,35); de esta manera califica las otras creencias (cf. 2Re 5,17).

2. La inanidad de los ídolos.

La lucha a muerte contra los ídolos continúa, pero ahora en el espíritu del fiel de Yahveh, a fin de que reconozca que “los ídolos no son nada” (Sal 81,10; 1Par 16,26).

Elías se burla con peligro de su vida de los dioses que no son capaces de consumir un holocausto (1Re 18,18-40); los exiliados comprenden claramente que los ídolos no saben nada, pues son incapaces de anunciar el porvenir (Is 48,5); ni tampoco saben otras cosas (45,20s). “Antes de mí no fue formado ningún dios, ni tampoco lo habrá después de mí” (43,10). Si es así, es que los ídolos verdaderamente no existen, que son productos fabricados por el hombre. Cuando los profetas lanzan tales sátiras contra los ídolos de madera, de piedra o de oro (Am 5,26; Os 8,4-8; Jer 10,3ss; Is 41, 6s; 44,9-20), no denuncian una expresión figurativa, sino una perversión: la criatura, en lugar de adorar a su Creador, adora a su propia creación.

La sabiduría pone en claro las consecuencias de esta idolatría (Sab 13-14): es un fruto de muerte, puesto que significa el abandono de aquel que es la vida. Al mismo tiempo ofrece al creyente una explicación de la génesis de esta perversión: se ha divinizado a los difuntos o a personajes prestigiosos (14,12-21), o se han adorado fuerzas naturales, si bien estaban destinadas a guiar al hombre hacia su autor (13,1-10).

Pablo prosigue esta crítica de la idolatría asociándola al culto de los demonios: sacrificar a los ídolos es sacrificar a los demonios (1Cor 10, 20s). Finalmente, en una terrible requisitoria, denuncia el pecado universal de los hombres que, en lugar de reconocer al Creador a través de su creación, cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación de sus criaturas: de ahí su decadencia en todas las esferas (Rom 1,18-32).

3. La idolatría, tentación permanente.

La idolatría no es una actitud superada de una vez para siempre, sino que renace bajo diferentes formas: tan luego se cesa de servir al Señor, se convierte uno en esclavo de las realidades creadas: dinero (Mt 6,24 p), vino (Tit 2,3), voluntad de dominar al prójimo (Col 3,5; Ef 5,5), poder político (Ap 13, 8), placer, envidia y odio (Rom 6, 19; Tit 3,3), pecado (Rom 6,6), e incluso la observancia material de la ley (Gál 4,8s). Todo esto conduce a la muerte (Flp 3,19), mientras que el fruto del Espíritu es vida (Rom 6,21s). Tras estos vicios, que son idolatría, se esconde un desconocimiento del Dios único, único también que merece confianza.

CLAUDE WIÉNER