Hombre.

Los elementos de una antropología bíblica están expuestos en los diferentes artículos: alma, carne, corazón, cuerpo, espíritu. Según esta concepción sintética, tan diferente de la mentalidad común de nuestros días, que ve en el cuerpo y el alma los dos componentes del hombre, el hombre se expresa enteramente en sus diversos aspectos. Es alma en cuanto animado por el espíritu de vida; la carne muestra en él una criatura perecedera; el espíritu significa su abertura a Dios; el cuerpo, finalmente lo expresa al exterior. A esta primera diferencia entre las dos mentalidades se añade otra, todavía más profunda. En la perspectiva de la filosofía griega se trata de analizar al hombre, este microcosmo que reúne dos mundos, el espiritual y el material; la Biblia, más bien teológica, sólo mira al hombre frente a Dios, cuya imagen es. En lugar de confinarse en un mundo natural y cerrado, abre la escena a las dimensiones de la historia, de una historia cuyo actor principal es Dios: Dios que creó al hombre y que se hizo él mismo hombre para rescatarlo. La antropología, ya ligada a una teología, resulta inseparable de una cristología. Se da a conocer en ciertos momentos privilegiados de la revelación, que sintetizan los comportamientos variados de los hombres en el transcurso de la historia. En el tiempo profético, Adán y el siervo de Yahveh; en el tiempo del cumplimiento, Jesucristo; en el tiempo de la historia que se desliza, el pecador y el hombre nuevo. El tipo auténtico del hombre vivo no es, por tanto, Adán, sino Jesucristo; no es el que salió de la tierra, sino el que bajó del cielo; o, más bien, es Jesucristo prefigurado en Adán, el Adán celestial esbozado por el terrenal.

1. A IMAGEN DE DIOS.

1. El Adán terrenal.

El cap. 2 del Génesis no atañe solamente a la historia de un hombre, sino a la de la humanidad entera, como lo insinúa el término Adán, que significa hombre; según la mentalidad semítica, el antepasado de una raza lleva en sí la colectividad “salida de sus lomos”; en él se expresan realmente todos los descendientes: están incorporados a él; esto es lo que se ha llamado una “personalidad corporativa”. Según Gén 2, el hombre aparece en Adán con sus tres dimensiones mayores: en relación con Dios, con la tierra y con sus hermanos.

a) El hombre y su Creador.

Adán no es ni un dios venido a menos ni una parcela de espíritu caída del cielo a un cuerpo; aparece como criatura libre, en relación constante y esencial con Dios. Esto indica su origen. Salido de la tierra, no se limita a la tierra; su existencia está suspendida del espíritu de vida que Dios le insufla. Entonces viene a ser alma viviente, es decir, a la vez un ser personal y un ser dependiente de Dios. La “religión” no viene a completar en él una naturaleza humana ya consistente, sino que desde su origen entra en su misma estructura. Hablar del hombre sin ponerlo en relación con Dios sería, pues, un contrasentido.

Al soplo por el que el hombre es constituido en su ser añade Dios su palabra, y esta primera palabra adopta la forma de una prohibición: “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, pues el día que comieres de él, ciertamente morirás” (Gén 2,16s). En el transcurso de su existencia continúa el hombre ligado con su Creador por la obediencia a su voluntad. Este mandamiento le aparece como un entredicho, un límite. En realidad es necesario para su perfeccionamiento: permite al hombre comprender que no es dios, que depende de Dios, del que recibe la vida, como el hálito que lo anima sin que él se dé cuenta.

La relación que une al hombre con el creador es, por tanto, una dependencia vital, que se expresa en forma de obediencia. Tal es la ley inscrita en el corazón del hombre (Rom 2,14s), presencia del Dios vivo que dialoga con su criatura.

b) El hombre ante el universo.

Dios sitúa al hombre en una creación bella y buena (Gén 2,9) para que la cultive y la guarde. Presentándole los animales quiere Dios que Adán exprese su soberanía sobre ellos dándoles nombre (2,19s; cf. 1,28s), significando así que la naturaleza no debe ser divinizada, sino dominada, sometida. El deber de trabajar la tierra no sustituye al deber de obedecer a Dios, al que sin cesar se refiere. El primer relato de la creación lo manifiesta a su manera: el séptimo día, día de reposo, marca la medida del trabajo humano, pues la obra de las manos del hombre debe expresar la obra del creador.

c) El hombre en sociedad.

Finalmente, el hombre es un ser social por su misma naturaleza (cf. carne), no en virtud de un mandamiento, que sería algo extrínseco a él. La diferencia fundamental de los sexos es a la vez el tipo y la fuente de la vida en sociedad, fundada no en la fuerza, sino en el amor. Dios concibe esta relación como una ayuda mutua; si el hombre, reconociendo, en la mujer que Dios le ha proporcionado, la expresión de sí mismo, se dispone al peligroso éxodo fuera de sí que constituye el amor. Todo contacto con el prójimo halla su ideal en esta relación primera, hasta tal punto que Dios mismo expresará la alianza contraída con su pueblo con la imagen de los desposorios.

Hombre y mujer, sin vestidos, se hallan “desnudos sin vergüenza el uno delante del otro”. Rasgo significativo: la relación social está todavía exenta de sombras porque la comunión con Dios es entera y radiante de gloria. Así el hombre no tiene miedo de Dios, está en paz con él, que se pasea familiarmente en su huerto, es diálogo transparente con su compañera, con los animales, con toda la creación.

d) A imagen de Dios.

El relato sacerdotal (Gén 1) resume las afirmaciones del yahvista mostrando que la creación del hombre viene a coronar la del universo, y notando el fin de Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, como semejanza nuestra... Sed fecundos... someted la tierra y dominad sobre todos los animales” (Gén 1,26ss). El hombre, creado a imagen de Dios, puede entrar en diálogo con él; no es Dios, vive en dependencia de Dios, en una relación análoga a la que tiene un hijo con su padre (cf. Gén 5,3); aunque con esta diferencia, que la imagen no puede subsistir independientemente de aquel al que debe expresar, como lo dice el término soplo en el relato de la creación. El hombre desempeña su papel de imagen en dos actividades mayores: como imagen de la paternidad divina debe multiplicarse para llenar la tierra; como imagen del señorío divino debe someter la tierra a su dominio. El hombre es señor de la tierra, es presencia de Dios en la tierra.

2. El Adán celestial.

Tal es el proyecto de Dios. Pero este proyecto no se realiza perfectamente sino en Jesucristo, Hijo de Dios. Cristo posee los atributos de la sabiduría, “reflejo de la luz eterna, espejo sin mancha de la actividad de Dios, imagen de su excelencia” (Sab 7,26). Si Adán había sido creado a imagen de Dios, sólo Cristo es “la imagen de Dios” (2Cor 4,4; cf. Heb 1,3). Pablo comenta: “es la imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra... todo fue creado por él y para él. Es ante todas las cosas y todo subsiste en él; es también la cabeza del cuerpo, a saber, de la Iglesia” (Col 1,15-18). La triple dimensión de Adán aparece todavía, neta, pero sublimada.

a) El Hijo delante del Padre.

El que es la imagen de Dios es el Hijo, del que Pablo acaba de hablar (Col 1,13). No es meramente la imagen visible del Dios invisible, sino el Hijo siempre unido a su Padre. Como él lo dice de sí mismo: “El Hijo no puede hacer por sí mismo nada que no vea hacer al Padre... No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado” (Jn 5,19s.30; cf. 4, 34). Lo que debía ser Adán: criatura en constante relación de dependencia filial para con Dios, Jesús lo realiza perfectamente. Quien le ve, ve al Padre (14,9).

b) Cristo y el universo.

El hombre realiza la obra de sus manos; Jesús realiza la del Padre: “Mi Padre obra sin cesar, y yo también obro” (Jn 5,17). Ahora bien, esta obra es la creación misma: “todo fue creado por él”; bajo su mirada, la creación se anima y se convierte en parábola del reino de los cielos. Y como en el relato de la creación, ordenada toda entera al hombre, así “todo fue creado para él”; de hecho, su señorío se extiende no sólo a los animales, sino a toda criatura.

c) Cristo y la humanidad.

Finalmente, es el “jefe, la cabeza del cuerpo”. Esto quiere decir en primer lugar que él es quien da la vida, el “último Adán” (1Cor 1,45), ese Adán celestial, de cuya imagen hay que revestirse (15,49). Es el cabeza de la familia que es la Iglesia, sociedad humana perfecta. Mejor todavía: es el principio de unificación de la sociedad que constituyen los hombres (Ef 1,10).

Así pues, Adán no halla el sentido de su ser y de su existencia sino en Jesucristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre para que nosotros fuéramos hijos de Dios (Gál 4,4s).

II. A TRAVÉS DE LA IMAGEN DESFIGURADA.

El ideal que fijó la creación, al que hay que referirse sin cesar, no puede ya alcanzarse, ni siquiera se puede aspirar a él directamente. Ahora ya debe el hombre pasar de la imagen mutilada que ofrece el pecador, a la imagen ideal del siervo de Dios. Tales son las nuevas condiciones en que se desenvuelve la vida del hombre concreto.

1. Adán pecador.

El autor de Gén 3 no quiso pintar el cuadro de una derrota, sino anunciar la victoria después de la lucha. Dios, antes de pronunciar el cambio que va a afectar al hombre en su triple dimensión, siembra la esperanza en su corazón: el linaje de la mujer será, sí, alcanzado en el talón por su adversario, pero aplastará la cabeza del engendro de la serpiente (Gén 3,15). Este protoevangelio colorea los sombríos anuncios que siguen y aseguran al hombre del triunfo final de Dios.

a) Divisiones de la familia humana.

Lo que en primer lugar descubre Adán pecador es su desnudez (Gén 3,7.11). Lo que simbolizaba la separación de los seres se convierte en realidad: Adán, interrogado por Dios, acusa a su mujer mostrando así que se desolidariza de ella (Gén 3,12). Entonces les anuncia Dios a los dos que sus relaciones van a ejercerse bajo el signo de la fuerza instintiva: concupiscencia y dominio que abocarán a los dolores del parto (3,16). La sucesión de los capítulos del Génesis muestra cómo esta división primera tiene su repercusión, entre Caín y Abel, hermanos enemigos (Gén 4), entre los hombres que, en Babel, no se comprenden ya (Gén 11,1-9). La historia sagrada es un tejido de divisiones, una sucesión de guerras, entre el pueblo y las naciones, entre los miembros del pueblo mismo, entre el rico y el pobre... Pero la promesa de la victoria subsiste, como aurora en la noche, y los profetas no cesarán de anunciar al príncipe pacífico que reconciliará a los hombres entre sí (Is 9,5s...).

b) El universo hostil al hombre.

Por la culpa de Adán, la tierra es ahora maldita, el hombre habrá de comer su pan, no como fruto espontáneo de la tierra, sino a fuerza de fatigas, con el sudor de su frente (3, 17s). La creación está, pues, a su pesar, sujeta a la corrupción (Rom 8,20): en lugar de dejarse someter de buena gana, se revela contra el hombre; cierto que, de todos modos, la tierra habría temblado, habría producido abrojos; pero estas espinas y estas calamidades no significan ya solamente que el mundo es caduco, sino también que el hombre es pecador. Y sin embargo, los profetas anuncian un estado paradisíaco (Is 11,6-9), revelando hasta qué punto se mantiene viva en el hombre la naturaleza, tal como había salido de las manos del creador: la esperanza no está muerta (Rom 8,20).

c) El hombre entregado a la muerte.

“Tú eres polvo y en polvo te has de convertir” (Gén 3,19). Adán, en lugar de recibir como un don la vida divina, quiso disponer de su vida y convertirse en un dios comiendo del fruto del árbol. Por esta desobediencia rompió el hombre con la fuente de la vida; ya no es sino un mortal. Mientras que la muerte no habría sido sino un sencillo tránsito a Dios, ahora ya no es sólo un fenómeno natural: hecho fatal, significa el castigo, la muerte eterna. Esto simboliza también el exilio del paraíso. El hombre, habiendo desechado la ley interior (teonomía), queda entregado a sí mismo, a su engañosa autonomía, y la historia, que se engrana en esta situación, narra los repetidos fracasos del que pensaba igualar a Dios y se ha quedado en mero mortal. Sin embargo, no se desvanece el sueño de una vida plena: Dios da al hombre un medio para volver a hallar el camino haciael árbol de la vida (Prov 3,18; 11, 30): su ley, fuente de sabiduría para el que la pone en práctica. Pero habiendo desertado de su corazón, le parece exterior (heteronomía).

d) División de la conciencia.

Ahora bien, esta ley, capaz de mostrar dónde está la salvación, pero incapaz de darla, ahonda en el hombre una división a la vez mortal y salvadora. Al Adán unificado por la comunión con el creador sucede un Adán que tiene miedo y se esconde en presencia de Dios (Gén 3,10). Este miedo, que no tiene nada de auténtico temor de Dios, es contagioso, significa la división de la conciencia.

Sólo un ser unificado interiormente podía percibir y dominar este divorcio íntimo: Pablo lo expresa, iluminado por el Espíritu. En la carta a los Romanos describe el yo entregado al imperio del pecado y existiendo sin el Espíritu, que, no obstante, le es indispensable. Como un decapitado que siguiera viviendo, tiene conciencia de su trastorno: “Soy un ser de carne vendido al poder del pecado. Lo que hago, no lo comprendo; pues no hago lo que quiero y hago lo que aborrezco.” El hombre, sin cesar en su fuero interno de simpatizar con la ley de Dios, habiendo dejado que el pecado se instale en él, ve que la carne hace a su entendimiento “carnal” (Col 2,18), endurece su corazón (Ef 4,18), tiraniza a su cuerpo hasta el punto de hacerle producir obras malas (Rom 8,13). Así le parece que va irremediablemente a la muerte. Sin embargo, no es verdad, pues un acto de fe puede arrancar al pecador al dominio de la carne. Pero hasta este acto de fe permanece el pecador en estado de alienación. Lc falta su principio de unidad y de personalización: el Espíritu. Por boca de Pablo le llama el salvador, con ese grito que había resonado por todo lo largo del AT: “¡Desgraciado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo que me entrega a la muerte?” (Rom 7,24).

Con este llamamiento acaba el pecador su itinerario: habiéndose negado a recibir la vida como un don, habiendo comprobado su fracaso al querer apoderarse de ella por sus propias fuerzas, se vuelve finalmente hacia aquel de quien viene la gracia. Ya se halla de nuevo en la actitud fundamental de la criatura; pero el diálogo que comienza será en adelante el de un pecador con su salvador.

2. El siervo de Dios.

Pablo, como ya la comunidad primitiva, reconoció a este salvador bajo los rasgos del siervo de Dios anunciado por Isaías. En efecto, en el momento del triunfo pascual no se volvieron los cristianos hacia alguna descripción grandiosa del Mesías-rey o del Hijo del hombre glorioso. No tenían necesidad de un superhombre, sino del hombre que carga con el pecado del mundo y lo hace desaparecer.

a) Fiel a Dios hasta la muerte.

Dios se complace en su siervo y en él “ha puesto su espíritu para que aporte con fidelidad el derecho a las naciones” (Is 42,1ss). Mientras parece gastar sus fuerzas y fatigarse en vano, sabe que Dios le glorifica sin cesar (49,4s); es obediente, como el discípulo al que abre Dios el oído cada mañana; no resiste, ni siquiera en medio de los ultrajes, porque su confianza en Dios no ha vacilado (50,4-7). Y cuando viene la hora del sacrificio, “horrorosamente tratado, se humilla, no abre su boca, como cordero llevado al matadero” (53,7). Acoge perfectamente la voluntad del Señor, que hace recaer sobre él los crímenes de los hombres y él mismo se entrega a la Muerte (53,12). Tal es el Siervo fiel, último resto de lahumanidad, que por su obediencia restablece el vínculo roto por Adán y aceptando la muerte manifiesta el carácter absoluto de este vínculo.

b) El varón de dolores.

Adán pecador se había visto afligir con penas y sufrimientos, mientras que el siervo carga con nuestros sufrimientos y nuestros dolores (ls 53,3): todavía más: el que debía dominar a los animales ha venido a ser semejante a ellos, “no tiene ya apariencia humana” (Is 52,14), es “un gusano, no. un hombre” (Sal 22,7).

c) Frente a la sociedad.

El siervo, “objeto de desprecio y desecho de la humanidad” (Is 53,3), es finalmente rechazado por todos; sus contemporáneos sólo ven en él un fracaso (52, 14); pero Dios suscita en el corazón del profeta el reconocimiento que confiesa el pueblo entero: “Fue traspasado por nuestros pecados y molido por nuestras iniquidades... El castigo que nos devuelve la paz pesa sobre él y por sus llagas hemos sido curados” (53,5). El profeta entreveía a un hombre que intercedía así por los pecadores y justificaría a la multitud (53,11). Todo sucede como si el hombre debiera confesarse vencido por el pecado, renunciar a su misma justicia y dejar la acción a sólo Dios; en la última pasión humana, el desdén por parte de los hombres, resulta eficaz la acción divina; entonces la vida no es ya resultado de una captura, sino fruto siempre nuevo de un don gratuito.

d) El siervo Jesucristo.

La profecía del siervo está latente en numerosos himnos cristianos primitivos. Éstos resumen la existencia de Jesús en un díptico que pinta la miseria y la grandeza del hombre: rebajamiento y exaltación (Flp 2,6-11; Heb 3,3; Rom 1,3s; etc.). El que durante su vida entera se había alimentado de la voluntad del Padre, lejos de retener celosamente el rango que le hacía igual a Dios, adoptó la condición de esclavo; haciéndose semejante a los hombres, se humilló todavía más, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Jesús, perfectamente obediente, se comportó como verdadero Adán, entrando en la soledad perfecta para venir a ser el padre de la nueva raza, fuente de vida para siempre. A él, vestido como rey de burla, es al que Pilato muestra al pueblo: “¡He aquí al hombre!” (Jn 19,5), indicando cuál es el camino de la gloria. El hombre, a través de esta imagen desfigurada por su pecado, debe reconocer al Hijo de Dios que “fue hecho pecado para que en él fuéramos nosotros justicia de Dios” (2Cor 5,21).

III. A IMAGEN DE CRISTO.

Adán pecador no puede volver a ser plenamente lo que es por derecho, “a imagen de Dios”, a no ser que de nuevo sea modelado “a imagen de Cristo”, no ya simplemente a imagen del Verbo, sino a la del crucificado, vencedor de la muerte. Los valores reconocidos en el cap. 2 del Génesis van a reaparecer, traspuestos en la persona de Cristo.

1. Obediencia de la fe a Jesucristo.

No es ya a Dios a quien debe ir directamente la obediencia y el homenaje del hombre, ni tampoco a la ley dada misericordiosamente al hombre pecador, sino a aquel que vino a tomar figura humana (cf. Rom 10, 5-13); la única obra que hay que cumplir es la de creer en el que Dios ha enviado (Jn 6,29). En efecto, “único es el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús” (1Tim 2,5). Único es el Padre al que son conducidos los creyentes para que tengan por el Hijo la vida en abundancia y para siempre.

2. Primado de Cristo.

Si Jesús da la vida del Padre, es que él es “el principio, primogénito de entre los muertos”, Dios tuvo a bien hacer habitar en él toda la plenitud, y por él reconciliar a todos los seres para él, haciendo la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,18ss). Las divisiones que afectan a la humanidad pecadora no son ignoradas, pero ahora ya quedan superadas y situadas en relación con un ser nuevo, según una dimensión nueva, el ser en Cristo: “Ya no hay judío ni griego, ya no hay esclavo ni hombre libre, ya no hay hombre ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28). La diferencia entre los sexos se había convertido en oposición, a la que se habían añadido las divisiones de sociedad y de raza. Por la reivindicación de la dimensión cristiana domina el hombre las situaciones humanas: libertad o esclavitud, matrimonio o virginidad (1Cor 1), cada una de ellas tiene su valor en Cristo Jesús.

La confusión de las lenguas que simbolizaba la división y la dispersión de los hombres, es superada por el lenguaje del Espíritu que Cristo no cesa de comunicar: y esta caridad se expresa a través de la variedad de los carismas, a gloria del Padre.

3. El hombre nuevo es ante todo Cristo en persona (Ef 2,15), pero también todo creyente en el Señor Jesús. Su existencia no es ya una derrota ante la carne que la dominaba, sino la victoria continua del espíritu sobre la carne (Gál 5,16-25; Rom 8,5-13). El cuerpo del cristiano, unido a aquel que tomó un “cuerpo de carne” (Col 1,22), ha muerto al pecado (Rom 8,10) por la asimilación a la muerte de Cristo en el bautismo (Rom 6,5s); también su cuerpo de miseria se convertirá en un cuerpo de gloria (Flp 3,21), un “cuerpo espiritual” (1Cor 15,44). Su entendimiento es renovado, metamorfoseado (Rom 12,2; Ef 4,23); sabe juzgar (Rom 14,5) ala luz del Espíritu, cuyas experiencias expresa en forma racional: ¿no tiene el entendimiento mismo de Cristo (1Cor 2, 16)? Si el hombre no es ya un simple mortal porque la fe ha depositado 'en su corazón un germen de inmortalidad, debe, sin embargo, morir constantemente al “hombre viejo”, en unión con Jesucristo, que murió una vez por todos; su vida es nueva. Así “nosotros que, con la cara descubierta, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esta misma imagen, cada vez más gloriosa, como conviene a la acción del Señor, que es el Espíritu” (2Cor 3,18). El hombre nuevo debe incesantemente progresar dejándose invadir por la imagen única que es Cristo: a través de la imagen desfigurada del hombre viejo se manifiesta cada vez mejor la imagen gloriosa del hombre nuevo, Jesucristo nuestro Señor; y con esto el hombre “se renueva a imagen de su Creador” (Col 3.9).

4. Finalmente, la creación, que fue sometida a su pesar a la vanidad y que hasta este día gime con nosotros en trance de parto, conserva también la esperanza de verse liberada de la servidumbre de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Si la condición del trabajo conserva todavía su carácter penoso debido al pecado 'que hizo irrupción en el mundo, es revalorizada por la esperanza de ser transfigurada en la gloria final (Rom 8,18-30). Y cuando el último enemigo, la muerte, haya sido destruido, el Hijo entregará la realeza a Dios Padre, y así será Dios todo en todos (1Cor 15,24-28).

XAVIER LÉON-DUFOUR