Fuerza.

La Biblia entera habla de fuerza y sueña con ella, al mismo tiempo que anuncia la caída final de los violentos y la promoción de los pequeños. Esta paradoja se desarrolla hasta la predicación de la cruz, donde lo que parece “debilidad de Dios” es proclamado más fuerte que el hombre (1Cor 1,25). Así el gigante Goliat, “hombre de guerra desde su juventud”, que se yergue con su espada, su lanza y su venablo, es vencido por David, muchacho rubio, provisto de una honda y cinco piedras, pero que avanza en nombre de Yahveh (1Sa 17,45). Y Pablo caracteriza así el método divino: “10 débil del mundo lo ha escogido Dios para confundir a los fuertes” (1Cor 1,27).

No se trata de una apología de la debilidad, sino de una glorificación de la “fuerza de Dios para la salvación del creyente” (Rom 1,16). Con estas palabras no quiere Pablo, como lo hará más tarde el Islam, exaltar un poder divino por encima de la nada de los mortales; opone la fuerza que halla el hombre en Dios a la impotencia en que se encuentra sin Dios; con Dios, luchará uno victoriosamente contra mil (Tos 23,10; Lev 26,8); sin Dios, se verá uno obligado a huir al ruido de una hoja seca (Lev 26,36). “Con Dios haremos proezas”, canta el salmista (Sal 60, 14). “Todo lo puedo en aquel que me hace fuerte”, exclama san Pablo (Flp 4,13).

1. LA FUERZA DE LOS ELEGIDOS DE DIOS.

1. La fuerza que impone.

El israelita sueña con la fuerza porque sueña con imponerse en forma duradera al mundo que le rodea: “Seas fuerte en Efrata, desearán a Booz; tengas renombre en Belén” (Rut 4, 11). La fuerza que ayuda a imponerse es en primer lugar la fuerza de los brazos (Sal 76,6) y de los lomos (Sal 93,1), la de las rodillas que no flaquean, del corazón que se mantiene firme en la lucha (Sal 57,8); es también la fuerza que representa la potencia vital de un ser, su salud y su fecundidad (Gén 49,3); o también su potencia económica, ésa que Israel consume pagando tributo o comprándose aliados (Os 7,9; Is 30,6). Finalmente, si es escandalosa la fuerza que sacan los malos de sus riquezas (Job; Sal 49,73), por el contrario, la virtud, por ejemplo la de la “mujer fuerte” (Prov 31,10-31), es digna de elogio.

Puesto que se trata de imponerse al exterior, ser fuerte significa en realidad “ser más fuerte que”. El fuerte opone al enemigo la resistencia de la piedra, del diamante (Ez 3,9), del bronce (Job 6,12), la resistencia de la roca, a la que no hace mella el asalto furioso de los mares (Sal 46,3s), la resistencia de la ciudadela inexpugnable (Is 265), del nido encaramado a alturas inaccesibles (Abd 3). El fuerte se mantiene en pie, mientras que el débil se tambalea y cae, tendido como muerto: “Yahveh es mi roca, mi baluarte... Mi ciudadela, mi refugio... Un Dios que me ciñe de fuerza y me mantiene en pie sobre las alturas” (Sal 18; 62, 3). Esta fuerza de oposición no puede ser puramente defensiva. En la lucha por la vida es uno vencedor o vencido: no hay soluciones intermedias. El ungido de Yahveh, al que la fuerza divina ayuda a mantenerse en pie frente a un mundo coligado,verá al fin rodar a sus pies a todos sus enemigos (Sal 18,48), sin que ninguno de ellos pueda escaparle (Sal 21,9). A juzgar por la insistencia de los salmos reales, se impone esta verdad: no hay paz sin victoria total y definitiva.

2. La fuerza al servicio de Dios.

Si Israel sueña así con la fuerza, lo hace con miras a realizar el plan de Dios. De lo contrario, ¿cómo hubiera podido Josué conquistar la tierra de Canaán (Jos 1,6) y cómo hubiera podido el pueblo alcanzar la salvación (Is 35,3)?

No hará falta menos fuerza, e incluso violencia, para entrar en el reino de Dios (Lc 16,16). “Fortalecidos con toda fortaleza, según el poder de su gloria, para el ejercicio alegre de la paciencia y de la longanimidad” (Col 1,11). La fuerza necesaria al cristiano aparece también como potencial de vida y como oposición victoriosa. Siendo participación de la fuerza misma de Cristo resucitado, que está sentado a la diestra de Dios Padre (Ef 1,19s), hace del cristiano vencedor del mundo (1Jn 5,5), dándole dominio sobre todo poder del mal (Mc 16,17s), primero en sí mismo (1Jn 2,14; 5,18) (en lo cual no insistía en absoluto el AT), y luego en torno a él. El Espíritu del Señor es poder de resurrección también para nosotros (Flp 3,10s), fortifica en nosotros al hombre interior (Ef 3,16), hasta permitirnos entrar por nuestra plenitud en la plenitud misma de Dios (3,19).

II. LA FUERZA EN LA DEBILIDAD.

El hombre no posee en sí mismo la fuerza que pueda proporcionarle la salvación: “No es la muchedumbre de los ejércitos la que salva al rey... Vano es para la salvación el caballo” (Sal 33,16s). Esta confesión de impotencia es sin duda un lugar común en toda oración. Los mortales, desarmados frente a un mundo más fuerte que ellos, tratan de poner de su lado el poder de los dioses. Pero la Biblia se guarda bien de proporcionar así al hombre recetas eficaces para compensar su impotencia natural. Dios es quien nos requiere para su servicio; si hace al hombre fuerte, es para que cumpla su voluntad y realice su designio (Sal 41,10; 2Cor 13,8).

Ahora bien, ya se trate de la fuerza o de otros dones de Yahveh, Israel acaba por olvidar su origen, apropiándoselos y haciéndose independiente de aquel de quien lo ha recibido todo: “Guárdate de decir: la fuerza, el vigor de mi brazo son los que me han procurado este poder” (Dt 8,17). Mantener el equívoco sería abrir el camino para renegar de Dios. Así Yahveh, para dar a entender que no se es fuerte sino por él y en él, se escoge hombres de apariencia modesta, pero cuyo corazón está seguro (1Sa 16,7), con preferencia a personas que, como Saúl, sobresalen de entre todos, de los hombres arriba (1Sa 10,23). Quiere obrar con medios humanos de lo más humildes: “el pueblo que ha venido contigo es demasiado numeroso para que yo les entregue a Medián en las manos. Israel podría gloriarse a mis expensas y decir: mi propia mano me ha liberado” (Jue 7,2; Is 30,15ss). Así, el Señor revela a Pablo: “Mi gracia te basta, pues mi fuerza se despliega en la flaqueza” (2Cor 12,9).

En efecto, su gloria no puede resplandecer de otra manera. Cuando el hombre no puede ya nada, entonces interviene Dios (Is 29,4), de tal manera que resulte bien claro que él solo ha obrado. No hace el menor caso del orden de grandeza cje las realidades naturales: volcando su desprecio sobre los príncipes (Sal 107,40), hace, pues, sentar a su lado al pobre, al que ha levantado del polvo (Sal 113,7). Halla su gloria en la exaltación de su siervo que, desechado por la sociedad, se niega a defenderse por sus propias fuerzas y sólo espera la salvación de Dios; la manifiesta en su plenitud en la resurrección de Jesús crucificado, misterio cuya predicación constituye el mensaje mismo de la potencia de Dios (1Cor 1,18).

La humildad cristiana es la de María en el Magnificat. No se reduce al sentimiento de la debilidad de criatura, o de pecador, sino que es al mismo tiempo toma de conciencia de una fuerza que procede enteramente de Dios: “Este tesoro lo llevamos en vasos de arcilla, para que se vea bien que este poder extraordinario pertenece a Dios y no viene de nosotros” (2Cor 4,7).

 

ÉVODE BEAUCAMP