Fuego.

Desde la elección de Abraham el signo del fuego resplandece en la historia de las relaciones de Dios con su pueblo (Gén 15,17). Esta revelación bíblica no tiene la menor relación con las filosofías de la naturaleza o con las religiones que divinizan el fuego. Sin duda Israel comparte con todos los pueblos antiguos la teoría de los cuatro elementos; pero, en su religión, el fuego tiene sólo valor de signo, que hay que superar para hallar a Dios. En efecto, cuando Yahveh se manifiesta “en forma de fuego”, ocurre esto siempre en el transcurso de un diálogo personal; por otra parte, este fuego no es el único símbolo que sirve para traducir la esencia de la divinidad: o bien se halla asociado con símbolos contrarios, como el soplo o hálito, el agua o el viento, o bien se transforma en luz.

AT.

I. TEOFANÍAS.

1. En la experiencia fundamental del pueblo en el desierto, el fuego no significa primeramente la gloria, sino que presenta a la santidad divina en su doble aspecto, atractivo y temeroso. En el monte Horeb, Moisés es atraído por el espectáculo de la zarza ardiente que no es “devorada” por el fuego; pero la voz divina le notifica que no puede aproximarse si Dios no lo llama y si él no se purifica (Éx 3,2s). En el Sinaí humea la montaña bajo el fuego que la rodea (19,18), sin que por ello quede destruida; mientras que el pueblo tiembla de pavor y no debe acercarse, Moisés se ve, en cambio, llamado a subir cerca de Dios, que se revela. Así, cuando Dios se manifiesta como un incendio devorador, no lo hace para consumir todo lo que halla a su paso, puesto que llama a los que él vuelve puros.

Una experiencia ulterior hecha en el mismo lugar ayuda a percibir mejor el valor simbólico del fuego. Elías, el profeta semejante al fuego (Eclo 48,1), busca en el Sinaí la presencia de Yahveh. Después del huracán y del temblor de tierra, ve fuego; pero “Yahveh no estaba en el fuego”: aquí un símbolo inverso anuncia el paso de Dios: una brisa ligera (1Re 19,12). Así, cuando Elías sea arrebatado al cielo en un carro de fuego (2Re 2,11), este fuego no será sino un símbolo de tantos para expresar la visita del Dios vivo.

2. La tradición profética tiende ambién a situar en su lugar el signo del fuego en el simbolismo religioso. Isaías sólo ve humo en el momento de su vocación y piensa que va a morir por haberse acercado a la santidad divina; pero al salir de la visión sus labios han sido ya purificados por un tizón de fuego (Is 6). En la visión inaugural de Ezequiel la tormenta y el fuego se asocian al arco iris que brilla en las nubes, pero de allí surge una apariencia de hombre: esta evocación recuerda la nube luminosa del Éxodo más que la teofanía del Sinaí (Ez 1). En el apocalipsis de Daniel, el fuego forma parte del marco en que se manifiesta la presencia divina (Dan 7,10), pero, sobre todo, desempeña su papel en la descripción del juicio (7,11).

3. Las tradiciones deuteronómica y sacerdotal, al interpretar la teofanía del desierto precisaron el doble alcance del signo del fuego: revelación del Dios vivo y exigencia de pureza del Dios santo. Desde el fuego habló Dios (Dt 4,12; 5,4.22.24) y dio las tablas de la ley (9,10), a fin de hacer comprender que no hay lugar a representarlo con imágenes. Pero se trataba también de un fuego destructor (5,25; 18,16), aterrador para el hombre (5,5); sólo el elegido de Dios comprueba que ha podido afrontar su presencia sin morir (4, 33). Israel, una vez llegado a este estadio puede, sin exponerse a confundir a Dios con un elemento natural, mirar a su Dios como “un fuego devorador” (4,24; 6,15); la expresión no hace sino transponer el tema de los celos divinos (Ex 20,5; 34,14; Dt 6,15). El fuego simboliza la intransigencia de Dios frente al pecado; devora al que encuentra: de la misma manera Dios respecto al pecador endurecido. No sucede lo mismo con sus elegidos, pero de todas formas, debe transformar a quien entra en contacto con él.

II. EN EL TRANSCURSO DE LA HISTORIA.

1. El sacrificio por el fuego.

Una representación análoga de Dios, fuego devorador, se descubre en el uso litúrgico de los holocaustos. En la consunción de la víctima, cuyo humo se elevaba luego hacia el cielo, expresaba quizás Israel su deseo de purificación total, aunque más seguramente su voluntad de anonadarse delante de Dios. Aquí también el fuego tiene sólo valor simbólico, y su uso no santifica cualquier rito: se prohibe consumir por el fuego al hijo primogénito (Lev 18,21; cf. Gén 22, 7.12).

Pero este valor simbólico tiene gran importancia en el culto: en el altar debe conservarse un fuego perpetuo (Lev 6,2-6), que no haya sido producido por mano de hombre: ¡ay del que osare sustituir el fuego de Dios por un fuego “profano”! (Lev 9,24-10,2). ¿No había intervenido Dios maravillosamente en ocasión de sacrificios célebres: Abraham (Gén 15,17). Gedeón (Jue 6,21), David (1Par 21,26), Salomón (2Par 7,lss), Elías (1 Re 18,38), por último el caso maravilloso de un agua estancada que se convierte en un nuevo fuego perpetuo (2Mac 1,18ss)? Por el fue go acepta Dios el sacrificio del hombre, para sellar con él una alianza cultual.

2. Los profetas y el fuego.

El pueblo, que practicaba de buena gana sacrificios, no había, sin embargo, querido mirar al fuego del Sinaí. No obstante, el fuego divino desciende entre los hombres en la persona de los profetas, pero entonces se trata ordinariamente de vengar la santidad divina purificando o castigando. Moisés mitiga, comó tamizándolo a través de un velo, el resplandor del fuego divino que brilla en su rostro (l x 34,29); pero consume con el fuego el “pec:,do” que representaba el becerro de oro (Dt 9,21), y por el fuego se le venga a él de los que se rebelan (Núm 16,35), como en otro tiempo de los egipcios (Éx 9,23). Posteriormente Elías, como Moisés, parece disponer a su arbitrio del rayo para aniquilar a los soberbios (2Re 1,10-14): es una “tea viviente” (Eclo 48,1).

Los profetas escritores suelen anunciar y describir la ira de Dios como un fuego: castigo de los impíos (Am 1,4-2,5), incendio de las naciones pecadoras en un gigantesco holocausto que recuerda los liturgias cananeas de Tofet (Is 30,27-33), incendio en el bosque de Israel, de modo que el pecado mismo se convierte en fuego (Is 9,17s; cf. Jer 15.14; 17,4.27). Sin embargo, el fuego no está sólo destinado a destruir: el fuego purifica; la existencia misma de los profetas, que no fueron consumidos, es una prueba de esto. El resto de Israel será como un tizón arrancado del fuego (Am 4,11). Si Isaías, cuyos labios fueron purificados por el fuego (Is 6,6), se pone a proclamar la palabra sin parecer atormentado por ello, Jeremías, en cambio, lleva en el corazón algo así como un fuego devorador que no puede contener (Jer 20,9) viniendo a ser el crisol encargado de probar al pueblo (6,27-30); es el portavoz de Dios que dijo: “¿No es mi palabra un fuego?” (23, 29). Así el último día los guías del pueblo han de convertirse en hachones de fuego en medio del rastrojo (Zac 12,6) para ejercer ellos mismos el juicio divino.

3. Sabiduría y piedad.

Los individuos mismos sacan provecho de esta experiencia religiosa. Ya el segundo Isaías hablaba del crisol del sufrimiento que constituye el exilio (Is 48,10). Así los sabios comparan los castigos que alcanzan al hombre, con los efectos del fuego. Job es semejante al desgraciado sublevado del desierto o a las víctimas del fuego de Elías (Job 1,16; 15,34; 22,20), que sufren el fuego, así como las grandes aguas devastadoras (20,26. 28). Pero junto con este aspecto terrible del fuego vemos también su acción purificadora y transformadora. El fuego de la humillación o de la persecución prueba a los elegidos (Eclo 2,5; cf. Dan 3). El fuego viene a ser hasta el símbolo del amor que triunfa de todo: “el amor es una llama de Yahveh, las grandes aguas no pueden extinguirla” (Cant 8,6s); aquí se oponen uno a otro los dos símbolos mayores, fuego y agua; el que triunfa es el fuego.

IIl. AL FIN DE LOS TIEMPOS.

El fuego del juicio viene a ser un castigo sin remedio, verdadero fuego de la ira, cuando cae sobre el pecador endurecido. Pero entonces -tal es la fuerza del símbolo- este fuego que no puede ya consumir la impureza se ceba todavía en las escorias (cf. Ez 22,18-22). La revelación expresa así lo que puede ser la existencia de tina criatura que se niega a dejarse purificar por el fuego divino, pero queda abrasada por él. Esto dice más que la tradición que refiere el aniquilamiento de Sodoma y Gomorra (Gén 19,24). Apoyándose quizás en las liturgias sacrílegas de la gehena (Lev 18,21; 2Re 16,3; 21,6; Jer 7,31; 19,5s), profundizando las imágenes proféticas del incendio (Is 29,6; 30,27-33; 31,9) y de la fundición de los metales se pasa a representar como un fuego el juicio escatológico (Is 66,15s). El fuego prueba el oro (Zac 13,9). El día de Yahveh es como el fuego del fundidor (Mal 3,2), que arde como un horno (Mal 3,19) y devora la tierra entera (Sof 1,18; 3,8), empezando por Jerusalén (Ez 10,2; Is 29,6). Ahora bien, este fuego parece arder desde el interior, como el que “sale de en medio de Tiro” (Ez 28,18). “El gusano”, de los cadáveres rebeldes, “no morirá y su fuego no se extinguirá” (Is 66,24; cf. Mc 9,48), “fuego y gusano estarán en su carne” (Jdt 16, 17). Pero también aquí descubrimos la ambivalencia del símbolo: mientras que los impíos son entregados a su fuego interior y a los gusanos (Eclo 7,17), los salvados del fuego se ven rodeados por la muralla de fuego que es Yahveh para ellos (Is 4,4s; Zac 2,9). Jacob e Israel, purificados, se convierten a su vez en un fuego (Abd 18), como si participaran de la vida de Dios.

NT.

Con la venida de Cristo han comenzado los últimos tiempos, aun cuando todavía no ha llegado el fin de los tiempos. Así en el NT conserva el fuego su valor escatológico tradicional, pero la realidad religiosa que significa se actualiza ya en el tiempo de la Iglesia.

1. PERSPECTIVAS ESCATOLÓGICAS.

1. Jesús.

Jesús, anunciado como el cernedor que echa la paja al fuego (Mt 3,10) y bautiza en el fuego (3,11s). aun rehusando el carácter de justiciero, mantuvo a sus oyentes en la espera del fuego del juicio adoptando el lenguaje clásico del AT. Habla de la “gehena del fuego” (5,22), del fuego al que será arrojada la cizaña improductiva (13,40; cf. 7,19), como también los sarmientos (Jn 15,6); será un fuego que no se extingue nunca (Mc 9,43s), donde “su gusano” no muere (9,48), verdadero horno ardiente (Mt 13,42.50). Sencillamente, un eco solemne del AT (cf. Lc 17,29).

2. Los primeros cristianos

Conservaron este lenguaje adaptándolo a diversas situaciones. Pablo lo utiliza para describir el fin de los tiempos (2T'es 1,8); Santiago describe la riqueza podrida, mohosa, entregada al fuego destructor (Sant 5,3), la carta a los Hebreos muestra la perspectiva tremenda del fuego que ha de devorar a los rebeldes (Heb 10, 27). Otras veces se evoca la conflagración final, en vista de la cual “los cielos y la tierra son tenidos en reserva” (2Pe 3,7.12). En función de este fuego escatológico debe purificarse la fe (1Pe 1,7), así como también la obra apostólica (1Cor 3,15) y la existencia cristiana perseguida (1 Pe 4,12-17).

3. El Apocalipsis

Conoce los dos aspectos del fuego: el de las teofanías y el del juicio. El Hijo del hombre, dominando la escena, aparece con los ojos llameantes (Ap 1,14; 19,12). Por una parte, he aquí la teofanía: es el mar de cristal mezclado con fuego (15,2). Por otra parte, he aquí el castigo: es el estanque de fuego y azufre para el diablo (20,10), que es la muerte segunda (20,14s).

II. EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA.

1. Jesús inauguró una época nueva. No obró inmediatamente como lo preveía Juan Bautista, hasta el punto de que la fe de éste pudo hacerse problemática (Mt 11,2-6). Se opuso a los hijos del Trueno, que querían hacer bajar el fuego del cielo sobre los inhospitalarios samaritanos (Lc 9,54s). Pero si no fue durante su vida terrestre instrumento del fuego vengador, realizó, sin embargo, a su manera el anuncio de Juan. Es lo que proclamaba en unas palabras difíciles de interpretar: “He venido a traer fuego a la tierra, y ¿qué he de querer sino que se encienda? Tengo que recibir un bautismo... (Lc 12, 49s). La muerte de Jesús ¿no es su bautismo en el espíritu y en el fuego?

2. Desde ahora la Iglesia vive de este fuego que abrasa al mundo gracias al sacrificio de Cristo. Este fuego ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús mientras oían hablar al resucitado (Lc 24,32). Descendió sobre los discípulos reunidos el día de pentecostés (Hech 2,3). Este fuego del cielo no es el del juicio, es el de las teofanías, que realiza el bautismo de fuego y de espíritu (Hech 1,5): el fuego simboliza ahora el Espíritu, y si no se dice que este Espíritu es la caridad misma, el relato de pentecostés muestra que tiene como misión la de transformar a los que han de propagar a través de todas las naciones el mismo lenguaje, el del Espíritu.

La vida cristiana está también bajo el signo del fuego cultual, no ya el del Sinaí (Heb 12,18), sino del que consume el holocausto de nuestras vidas en un culto agradable a Dios (12,29). Trasponiendo los celos divinos en una consagración cultual de cada instante, este fuego viene a ser un fuego consumidor. Pero para los que han dado acogida al fuego del Espíritu, la distancia entre el hombre y Dios es superada por Dios mismo, que se ha interiorizado perfectamente en el hombre; quizá sea éste el sentido de la palabra enigmática: uno se vuelve fiel cuando ha sido “salado al fuego”, al fuego del juicio y al del Espíritu (Mc 9,48s). Según una expresión atribuida por Orígenes a Jesús: “Quien está cerca de mí está cerca del fuego; quien está lejos de mí está lejos del reino.”

Bre y XAVIER LÉON-DUFOUR