Fe.

Para la Biblia es la fe la fuente de toda la vida religiosa. Al designio que realiza Dios en el tiempo, debe el hombre responder con la fe. Siguiendo las huellas de Abraham, “padre de todos los creyentes” (Rom 4, 11), los personajes ejemplares del AT vivieron y murieron en la fe (Heb 11), que Jesús “lleva a su perfección” (Heb 12,2). Los discípulos de Cristo son “los que han creído” (Hech 2,44) y “que creen” (1Tes 1,7).

La variedad del vocabulario hebreo de la fe refleja la complejidad de la actitud personal del creyente. Dos raíces dominan sin embargo: aman (cf. amen) evoca la solidez y la seguridad; batah, la seguridad, y la confianza. El vocabulario griego es todavía más diverso. La religión griega, en efecto, no dejaba prácticamente lugar para la fe; los LXX, que no disponían por tanto de palabras apropiadas para reproducir el hebreo, procedieron a tientas. A la raíz batan corresponden sobre todo: elpis, elpizo, pepoitha (Vulg.: spes, sperare, confido); a la raíz aman: pistis, pisteuo, aletheia (Vulg.: fides, credere, veritas). En el NT las últimas palabras griegas, relativas a la esfera del conocimiento, resultan netamente predominantes. El estudio del vocabulario revela ya que la fe según la Biblia tiene dos polos: la confianza que se dirige a una persona “fiel” y reclama al hombre entero; y por otra parte un proceso de la inteligencia,  a la que una palabra o signos sirven para acercarse a realidades que no se ven (Heb 11,1).

Abraham, padre de los creyentes. Yahveh llama a Abraham, cuyo padre “servía a otros dioses” en Caldea (Jos 24,2; cf. Jdt 5,6ss), y le promete una tierra y una descendencia numerosa (Gén 12,1s). Contra toda verosimilitud (Rom 4,19), Abraham “cree en Dios” (Gén 15,6) y en su palabra, obedece a esta vocación y pone toda su existencia en función de esta promesa. El día de la prueba su fe será capaz de sacrificar al hijo, en el que se está realizando ya la promesa (Gén 22); en efecto, para ella la palabra de Dios es todavía más verdadera que sus frutos: Dios es fiel (cf. Heb 11,11) y todo poderoso (Rom 4,21).

Abraham es desde ahora el tipo mismo del creyente (Eclo 44,20). Es el precursor de los que descubrirán al verdadero Dios (Sal 47,10; cf. Gál 3,8) o a su Hijo (Jn 8,31-41.56), a los que para su salud se remitirán únicamente a Dios y a su palabra (1lMac 2,52-64; Heb 11,8-19). Un día se cumplirá la promesa en la resurrección de Jesús, descendencia de Abraham (Gál 3,16; Rom 4,18-25). Abraham será entonces el “padre de una multitud de pueblos” (Rom 4, 17s; Gén 17,5): todos los que en la fe se unirán con Jesús.

AT.

1. LA FE, EXIGENCIA DE LA ALIANZA.

El Dios de Abraham visita en Egipto a su infortunado pueblo (Éx 3,16). Llama a Moisés, se le revela y le promete “estar con él” para llevar a Israel a su tierra (Éx 3,1-15). Moisés, “como si viera lo invisible”, responde a este gesto divino con una fe que “se mantendrá firme” (Heb 11, 23-29) pese a eventuales flaquezas (Núm 20,1-12; Sal 106,32s). Como mediador comunica al pueblo el designio de Dios, mientras que sus milagros indican el origen de su misión. Israel es así llamado a “creer en Dios y en Moisés, su servidor” (Éx 14,31; Heb 11,29) con absoluta confianza (Núm 14,11; Éx 19,9).

La alianza consagra esta implicación de Dios en la historia de Israel. En cambio, pide a Israel que obedezca a la palabra de Dios (Éx 19,3-9). Ahora bier, “escuchar a Yahveh” es ante todo “creer en él” (Dt 9,23; Sal 106,24s); la alianza exige, pues, la fe (cf. Sal 78,37). La vida y la muerte de Israel dependerán en adelante de su libre fidelidad (Dt 30,15-20; 28; Heb 11,33) en mantener el amén de la fe (cf. Dt 27,9-26) que ha hecho de él el pueblo de Dios. A pesar de las innumerables infidelidades de que está entretejida la historia de la travesía del desierto, de la conquista de la tierra prometida y del establecimiento en Canaán, esta epopeya pudo resumirse así: “Por la fe cayeron las murallas de Jericó... y me falta tiempo para hablar de Gedeón, Baraq, Sansón, Jefté, David” (Heb 11,30ss).

Según las promesas de la alianza (Dt 7,17-24; 31,3-8), la omnipotente fidelidad de Yahveh se había manifestado siempre al servicio de Israel, cuando Israel había tenido fe en ella. Así pues, proclamar estas maravillas del pasado, y especialmente las del éxodo, corno la gesta del Dios invisible, era para Israel confesar una fe (Dt 26,5-9; cf. Sal 78; 105) que se transmitía de generación en generación, en particular con ocasión de las grandes fiestas anuales (Ex 12,26; 13,8; Dt 6,20). Así Israel conservaba la memoria del amor de Yahveh, su Dios (Sal 136).

II. LOS PROFETAS DE LA FE DE ISRAEL EN PELIGRO.

Las dificultades de la existencia de Israel hasta su ruina fueron una dura tentación para su fe. Los profetas denunciaron la idolatría (Os 2,7-15; Jer 2,5-13) que su primía la fe en Yahveh, el formalismo cultural (Am 5,21; Jer 7,22s) que limitaba mortalmente sus, exigencias, la. prosecución de la salud por la fuerza de las armas (Os 1,7; Is 31,1 ss).

Isaías fue el más señalado de estos heraldos de la fe (Is 30,15). Llama a Ajaz del temor a la confianza tranquila en Yahveh (7,4-9; 8,5-8) que mantendrá sus promesas a la casa de David (2Sa 7; Sal 89,21-38). Inspira a Ezequías la fe que permitirá a Yahveh salvar a Jerusalén (2Re 18-20). Por la fe descubre él la paradójica sabiduría de Dios (Is 19,11-15; 29,13-30,6; cf. 1Cor 1,19s).

La fe de Israel estuvo especialmente amenazada en la ocasión de la toma de Jerusalén y del exilio. Israel, “miserable y pobre” (1s 41, 17), corría peligro de atribuir su suerte a la impotencia de Yahveh y de volverse hacia los dioses de Babilonia victoriosa. Los profetas proclaman entonces la omnipotencia del Dios de Israel (Jer 32,27; Ez 37,14), creador del mundo (Is 40,28s; cf. Gén 1), señor de la historia (Is 41, 1-7; 44,42s), roca de su pueblo (44,8; 50,10). Los ídolos no son nada (44,9-20). “No hay dios fuera de Yahveh” (44,6ss; 43,8-12; cf. Sal 115,7-11): pese a todas las apariencias, merece siempre una confianza total (Is 40,31; 49,23).

III. LOS PROFETAS Y LA FE DEL ISRAEL FUTURO.

1. La fe, realidad futura.

En conjunto, Israel no escuchó el llamamiento lanzado por los profetas (Jer 29,19). Para oírlo hubiera debido primero creer en los profetas (Tob 14,4), como en otro tiempo en Moisés (Éx 14,31). Pero también le hablaban falsos profetas (Jer 28, 15; 29,31): ¿cómo discernir los verdaderos de los falsos (23,9-32; Dt 13,2-6; 18,9-22)? Sin embargo, la verdadera dificultad se hallaba en la fe misma, por razón de sus perspectivas paradójicas y de sus exigencias prácticas difíciles. El Dios fiel no podía dejar de cumplir sus promesas. Pero, en el marco de la alianza, este cumplimiento dependía de la fe; y esta fe estaba ausente del Israel histórico. Para los profetas, la fe vino a ser, pues, una realidad futura que sería otorgada por Dios al Israel de la nueva alianza. Un día renovará Dios los corazones (Jer 32,39s; Ez 36,26), que así podrán pasar del endurecimiento (Is 6,9s) a la fe (Rom 10,9s; cf. In 12,37-43); pondrá en ellos el conocimiento (Jer 31,33s) y la obediencia (Ez 36, 27), cuya fuente es la fe.

2. La fe, vínculo del Israel futuro.

Siguiendo el ejemplo de Abraham y de Moisés, los profetas ponían en la base de su vida la fe en Yahveh, en su vocación y en su misión (cf. Heb 11,33-40). A veces se mantenía inquebrantable desde los orígenes (Is 6; 8,17; 12,2; 30,18); a veces vacilaba antes de afirmarse frente a la prueba de un llamamiento demasiado exigente (Jer 1; cf. Éx 3,10ss; 4, 1-17) o era probada por una aparente ausencia de Dios (1Re 19; Jer 15,10-21; 20,7-18), antes de llegar a una definitiva firmeza (Jet 26; 37-38).

Esta fe irradiaba en un grupo más o menos amplio de discípulos (cf. Is 8,16; Jer 45) y de oyentes. Aparecía cada vez más como un compromiso y una actitud personales que reunían ya al resto anunciado por los profetas.

Éstos ven el Israel futuro a la imagen de esas pequeñas comunidades. Reunido por su fe en la piedra misteriosa de Sión (Is 28,16; cf. 1Pe 2,6s), será un pueblo de pobres reunidos por su fe en Dios (Miq 5,6s; Sof 3,12-18). Sólo “el justo” vivirá, por su fidelidad (LXX: por su fe)” (Hab 2,4). Los profetas entrevén, pues, ya no una nación salvada co mo tal, sino una iglesia, una comunidad de pobres, cuyo vínculo es la fe personal. Para este pueblo de la fe, el siervo de Yahveh será una figura ejemplar. Sujeto a una prueba que va hasta la muerte (Is 50,6; 53) “endurece su rostro” en una fe absoluta en Dios (Is 50,7ss; cf. Lc 9,51) que el futuro justificará (53,10ss; cf. Sal 22).

3. La fe de las naciones.

La misión del Siervo se extiende a las naciones (Is 42,4; 49,6). Así pues, ya que el Israel venidero será congregado ante todo por la fe, podrá abrir sus filas a las naciones. También éstas descubrirán en la fe al Dios único (43,10), lo confesarán como tal (45, 14; 52,15; cf. Rom 10,16; 56,1-8) y aguardarán la salvación sólo de su poder (51,5s).

IV. HACIA LA REUNIÓN DE LOS CREYENTES.

En los siglos que siguen al exilio la comunidad judía tiende a configurarse al Israel futuro anunciado por los profetas, aunque sin llegar a vivir en una verdadera “asamblea de creyentes” (1Mac 3,13).

1. La fe de los sabios, de los pobres y de los mártires.

Como los profetas, también los sabios de Israel sabían hacía tiempo que para ser “salvos” sólo podían contar con Yahveh (Prov 20,22). Cuando toda salvación resulta inaccesible en el plano visible, la sabiduría requiere una confianza total en Dios (Job 19,25s), con una fe que sabe que Dios es omnipotente (Job 42,2). En esto están los sabios muy cerca de los pobres que cantaron su confianza en los salmos.

El salterio entero proclama la fe de Israel en Yahveh, Dios único (Sal 18,32; 115), creador (8; 104), todopoderoso (29), señor fiel (89) y misericordioso (136) para con su pueblo (105), rey universal del futuro (47; 96-99). No pocos salmos expresan la confianza de Israel en Yahveh (44; 74; 125). Pero los más altostestimonios de fe son oraciones, en las que la fe de Israel se expansiona en una confianza individual de rara calidad. Fe del justo perseguido, en Dios que lo salvará tarde o temprano (7; 11; 27; 31; 62); confianza del pecador en la misericordia de Dios (40,13-18; 51; 130); seguridad apacible en Dios (4; 23; 121; 131) más fuerte que la muerte (16; 49; 73): tal es la oración de los pobres, reunidos por la certeza de que por encima de toda prueba (22) les reserva Dios la buena nueva (Is 61,1; cf. Lc 4,18) y la posesión de la tierra (Sal 37,11; cf. Mt 5,4).

Por primera vez sin duda en su historia (cf. Dan 3) se enfrenta Israel después del exilio con una sangrienta persecución religiosa (1Mac 1,62ss; 2,29-38; cf. Heb 11,37s). Los mártires mueren no sólo a pesar de su fe, sino por causa de la misma. Sin embargo, la fe de los mártires no flaquea al afrontar esta suprema ausencia de Dios (1Mac 1,62); incluso se profundiza hasta esperar, por la fidelidad de Dios, la resurrección (2Mac 7; Dan 12,2s) y la inmortalidad (Sab 2,19s; 3,1-9). Así la fe personal, afirmándose cada vez más reúne poco a poco el resto, beneficiario de las promesas (Rom 11,5).

2. La fe de los paganos convertidos.

Por la misma época pasa por Israel una corriente misionera. Como en otro tiempo Naamán (2Re 5), no pocos paganos creen en el Dios de Abraham (cf. Sal 47,10). Entonces se escribe la historia de los ninivitas, a los que la predicación de un solo profeta, para vergüenza de Israel, induce a “creer en Dios” (Ion 3,4s; cf. Mt 12,41); la de la conversión de Nabucodonosor (Dan 3-4) o de Ajior, que “cree y entra en la casa de Israel” (Jdt 14,10; cf. 5,5-21): Dios deja a las naciones el tiempo de “creer en él” (Sab 12,2; cf. Eclo 36,4).

3. Las imperfecciones de la fe de Israel

La persecución suscita mártires, pero también combatientes que se niegan a morir sin luchar (1Mac 2,39ss) para liberar a Israel (2,11). Contaban con Dios para que les procurase la victoria en una lucha desigual (2,49-70; cf. Jdt 9,11-14). Fe, admirable en sí misma (cf. Heb 11,34.39), pero que coexistía con una cierta confianza en la fuerza humana.

Otra imperfección amenazaba a la fe de Israel. Mártires y combatientes habían muerto por fidelidad a Dios y a la ley (1Mac 1,52-64). Israel, en efecto, había acabado por comprender que la fe implicaba la obediencia a las exigencias de la alianza. En esta línea estaba amenazada por el peligro al que sucumbirán no pocos fariseos: el formalismo que se interesaba más por las exigencias rituales que por los llamamientos religiosos y morales de la Escritura (Mt 23,13-30), soberbia que se fiaba más del hombre y de sus obras para su justificación, que de Dios sólo (Lc 18,9-14).

La confianza de Israel en Dios no era, pues, pura, en parte porque seguía subsistiendo un velo entre su fe y el designio de Dios anunciado por la Escritura (2Cor 3,14). Por lo demás, la verdadera fe sólo se había prometido al Israel futuro. Por su parte los paganos podían compartir difícilmente una fe que por lo pronto desembocaba en una esperanza nacional o en exigencias rituales demasiado pesadas. Además, ¿qué hubieran ganado con ello (Mt 23, 23)? Finalmente, adherirse a la fe de los pobres no podía hacer a los paganos participar en una salvación que no era todavía más que una esperanza. Así pues, Israel y las naciones, no tenían otra salida sino esperar a aquel que llevaría la fe a su perfección (Heb 12,2; cf. 11,39s) y recibiría el Espíritu “objeto de la promesa” (Hech 2,33).

NT.

1. LA FE EN EL PENSAMIENTO Y EN LA VIDA DE JESÚS.

1. Las preparaciones.

La fe de los pobres (cf. Lc 1,46-55) es la que acoge el primer anuncio de la salvación. Imperfecta en Zacarías (1,18ss; cf. Gén 15,8), ejemplar en María (Lc 1,35ss.45; cf. Gén 18,4), compartida poco a poco por otros (Lc 1-2 p), no se deja ocultar la iniciativa divina por la humildad de las apariencias. Los que creen en Juan Bautista son también pobres, conscientes de su pecado, y no fariseos soberbios (Mt 21,23-32). Esta fe los reúne sin que ellos se percaten alrededor de Jesús, venido en medio de ellos (3, 11-17 p), y los orienta hacia la fe en él (Hech 19,4; cf. Jn 1,7).

2. La fe en Jesús y en su palabra.

Todos podían “oír y ver” (Mt 13, 13 p) la palabra y los milagros de Jesús, que proclamaban la venida del reino (11,3-6 p; 13,16-17 p). Pero “escuchar la palabra” (11,15 p; 13,19-23 p) y “hacerla” (7,24-27 p; cf. Dt 5, 27), ver verdaderamente, en una palabra: creer (Mc 1,15; Lc 8,12; cf. Dt 9,23), fue cosa propia de los discípulos (Lc 8,20 p). Por otra parte, palabra y milagros planteaban la cuestión: “¿Quién es éste?” (Mc 5, 41; 6,1-6.14ss p). Esta cuestión fue una prueba para Juan Bautista (Mt 11,2s) y un escándalo para los fariseos (12,22-28 p; 21,23 p). La fe requerida para los milagros (Lc 7, 50; 8,48) sólo respondía a esta cuestión parcialmente reconociendo la omnipotencia de Jesús (Mt 8,2; Mc 9,22s). Pedro dio la verdadera respuesta: “Tú eres el Cristo” (Mt 16,13-16 p). Esta fe en Jesús une ya desde ahora a los discípulos con él y entre sí haciéndoles compartir el secreto de su persona (16,18-20 p).

En torno a Jesús que es pobre (11,20) y se dirigió a los pobres (5. 2-10 p; 11,5 p) se constituyó así una comunidad de pobres, de “pequeños” (10,42), cuyo vínculo, más precioso que nada, es la fe en él y en su palabra (18,6-10 p). Esta fe viene de Dios (11,25 p; 16,17) y será compartida un día por las naciones (8, 5-13 p; 12,38-42 p). Las profecías se cumplen.

3. La perfección de la fe.

Cuando Jesús, el siervo, emprende el camino de Jerusalén para obedecer hasta la muerte (F1p 2,7s), “endurece su rostro” (Lc 9,51; cf. Is 50,7). En presencia de la muerte “lleva a su perfección” la fe (Heb 12,2) de los pobres (Lc 23,46 = Sal 31,6; Mt 27,46 p = Sal 22), mostrando una confianza absoluta en “el que podía”, por la resurrección, “salvarle de la muerte” (Heb 5,7).

Los discípulos, a pesar de su conocimiento de los misterios del reino (Mt 13,11 p), se lanzaron con dificultad por el camino, por el que debían seguir en la fe al Hijo del hombre (16,21-23 p). La confianza que excluye todo cuidado y todo temor (Lc 12,2232 p) no les era habitual (Mc 4,35-41; Mt 16,5-12 p). Consiguientemente, la prueba de la pasión (Mt 26,41) será para ellos un escándalo (26,33). Lo que entonces ven exige mucho a la fe (cf. Mc 15, 31s). La misma fe de Pedro, aunque no desapareció, pues Jesús había orado por ella (Lc 22,32), no tuvo el valor de afirmarse (22,54-62 p). La fe de los discípulos tenía todavía que dar un paso decisivo para llegar a ser la fe de la Iglesia.

II. LA FE DE LA IGLESIA.

1. La fe pascual.

Este paso lo dieron los discípulos cuando, después de no pocas vacilaciones (Mt 28,17; Mc 16,11-14; Lc 24,11), creyeron en la resurrección de Jesús. Testigos de todo lo que había dicho y hecho Jesús (Hech 10,39), lo proclaman “Señor y Cristo”, en quien se cumplen invisiblemente las promesas (2,33-36). Su fe es ahora capaz de ir “hasta la sangre” (cf. Heb 12,4). Hacen llamamiento a sus oyentes para que la compartan a fin de participar de la promesa obteniendo la remisión de sus pecados (Hech 2,38s; 10,43). Ha nacido la fe de la Iglesia.

2. La fe en la palabra.

Creer es, en primer lugar, acoger esta predicación de los testigos, el Evangelio (Hech 15,7; 1Cor 15,2), la palabra (Hech 2,41; Rom 10,17; 1Pe 2,8), confesando a Jesús como señor (1Cor 12,3; Rom 10,9; cf. 1In 2,22). Este mensaje inicial, transmitido como una tradición (1Cor 15,1-3), podrá enriquecerse y precisarse en una enseñanza (1Tim 4,6; 2Tim 4,1-5): esta palabra humana será siempre para la fe la palabra misma de Dios (1Tes 2,13). Recibirla es para el pagano abandonar los ídolos y volverse hacia el Dios vivo y verdadero (1Tes 1,8ss), y para todos es reconocer que el Señor Jesús realiza el designio de Dios (Hech 5,14; 13,27-37; cf. 1Jn 2,24). Es confesar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo recibiendo el bautismo (Mt 28,19).

Esta fe, como lo verá Pablo, abre a la inteligensia “los tesoros de la sabiduría y de conocimiento” que hay en Cristo (Col 2,3): la sabiduría misma de Dios revelada por el Espíritu (1Cor 2), tan diferente de la sabiduría humana (1Cor 1,17-31; cf. Sant 2,1-5; 3,13-18; cf. Is 29,14) y el conocimiento de Cristo y de su amor (Flp 3,8; Ef 3,19; cf. 1Jn 3,16).

3. La fe y la vida del bautizado.

El que ha creído en la palabra, introducido en la Iglesia por el bautismo, participa en la enseñanza, en el espíritu, en la “liturgia” de la Iglesia (Hech 2,41-46). En efecto. en ella realiza Dios su designio obrando la salvación de los que creen (2,47: Icor 1,18): la fe se desarrolla en la obediencia a este designio (Hech 6,7; 2Tes 1,8). Se despliega en la actividad (1Tes 1,3; Sant 1,21s) de una vida moral fiel a la ley de Cristo (Gál 6,2; Rom 8,2; Sant 1,25; 2, 12); actúa por medio del amor fraterno (Gál 5,6; Sant 2,14-26). Se mantiene en una fidelidad capaz de afrontar la muerte a ejemplo de Jesús (Heb 12; Hech 7,55-60), en una confianza absoluta en aquel “en quien ha creído” (2Tim 1,12; 4,17s). Fe en la palabra, obediencia en la confianza: tal es la fe de la Iglesia, que separa a los que se pierden - al hereje, por ejemplo (Tit 3,10)- de los que se salvan (2Tes 1,3-10; 1Pe 2,7s; Mc 16,16).

III. SAN PABLO Y LA SALVACIÓN POR LA FE.

Para la Iglesia naciente como para Jesús, la fe era un don de Dios (Hech 11,21ss; 16,14; cf. 1Cor 12,3). Cuando se convertían paganos, era, pues, Dios mismo quien “purificaba su corazón por la fe” (Hech 11,18; 14,27; 15,7ss). “Por haber creído” recibían el mismo Espíritu que los judíos creyentes (11,17). Fueron por tanto acogidos en la Iglesia.

1. La fe y la ley judía.

Pero no tardó en surgir un problema: ¿había que someterlos a la circuncisión y a la ley judía (Hech 15,5; Gál 2,4)? Pablo, de acuerdo con los responsables (Hech 15; Gál 2,3-6), estima absurdo forzar a los paganos a “judaizar”, pues la fe en Jesucristo es la que ha salvado a los judíos mismos (Hech 15,11; Gál 2,15s). Así pues, cuando se quiso imponer la circuncisión a los cristianos de Galacia (5,2; 6,12), comprendió Pablo fácilmente que aquello era anunciar otro Evangelio (1,6-9). Esta nueva crisis fue para él ocasión de una reflexión en profundidad acerca del carácter de la ley y de la fe en la historia de la salvación.

Desde Adán (Rom 5,12-21) todoslos hombres, paganos o judíos, son culpables delante de Dios (1,18-3, 20). La ley misma, hecha para la vida, no ha engendrado sino el pecado y la muerte (7,7-10; Gál 3, 10-14.19-22). La venida (Gál 4,4s) y la muerte de Cristo ponen fin a esta situación manifestando la justicia de Dios (Rom 3,21-26; Gál 2,19ss) que se obtiene por la fe (Gál 2,16; Rom 3,22; 5,2). Ha terminado, pues, la función de la ley (Gál 3,23-4,11). Se vuelve al régimen de la promesa - realizada ahora en Jesús (Gál 3, 15-18) -: como Abraham, los cristianos son justificados por la fe, sin la ley (Rom 4; Gál 3,6-9; cf. Gén 15, 6; 17,11). Además, según los profetas, el justo debía vivir por la fe (Hab 2,4 = Gál 3,11; Rom 1,17), y el resto de Israel (Rom 11,1-6) debía salvarse por la sola fe en la piedra asentada por Dios (Is 28, 16 = Rom 9,33; 10,11), lo cual le permitía abrirse a las naciones (Rom 10,14-21; 1Pe 2,4-10).

2. La fe y la gracia.

“El hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley” (Rom 3,28; Gál 2,16). Esta afirmación de Pablo descarta la ley judía; pero, todavía más profundamente, significa que la salvación no es nunca algo debido, sino una gracia de Dios acogida por la fe (Rom 4,4-8). Cierto que Pablo no ignora que la fe debe “obrar” (Gál 5,6; cf. Sant 2,14-26) en la docilidad al Espíritu recibido en el bautismo (Gál 5,13-26; Rom 6; 8,1-13). Pero subraya enérgicamente que el creyente no puede ni “gloriarse” de “su propia justicia” ni apoyarse en sus obras, como lo hacía Saulo el fariseo (Flp 3,4.9; 2Cor 11,16-12,4). Aun cuando “su conciencia no le reproche nada” delante de Dios (1Cor 4,4), cuenta sólo con Dios, que “obra en él el querer y el hacer” (Flp 2, 13). Realiza, pues, su salvación “con temor y temblor” (Flp 2,12). Pero también con una gozosa esperanza (Rom 5,1-11; 8,14-39): su fe le asegura “el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8,38s; Ef 3, 19). Gracias a Pablo la fe pascual, vivida por la comunidad primitiva adquirió clara conciencia de sí misma. Se deshizo de las impurezas y de los límites que afectaban a la fe de Israel. Es plenamente la fe de la Iglesia.

IV. LA FE EN EL VERBO HECHO CARNE.

Al final del NT la fe de la Iglesia medita con san Juan sobre sus orígenes. Como para mejor afrontar el porvenir, vuelve a aquel que le ha dado su perfección. La fe de que habla Juan es la misma de los sinópticos. Agrupa a la comunidad de los discípulos en torno a Jesús (Jn 10, 26s; cf. 17,8). Orientada por Juan Bautista (1,34s; 5,33s), descubre la gloria de Jesús en Caná (2,11). “Recibe sus palabras” (12,46s) y “escucha su voz” (10,265; cf. Dt 4,30). Se afirma por la boca de Pedro en Cafarnaúm (6,68). La pasión es para ella una prueba (14,1.28s; cf. 3,14s) y la resurrección su objeto decisivo (20,8.25-29).

Pero el cuarto Evangelio es, mucho más que los sinópticos, el Evangelio de la fe. Por lo pronto en él está la fe explícitamente centrada en Jesús y en su gloria divina. Hay que creer en Jesús (4,39; 6,35) y en su nombre (1,12; 2,23). Creer en Dios y en Jesús es una misma cosa (12,44; 14,1; cf. 8,24 = Ex 3,14). Porque Jesús y el Padre son uno (10,30; 17,21); esta misma unidad es objeto de fe (14,10s). La fe debería llegar a la realidad invisible de la gloria de Jesús sin tener necesidad de ver los signos (milagros) que la manifiestan (2,11s; 4,48; 20, 29). Pero si en realidad tiene necesidad de ver (2.23; 11,45) y de tocar (20,27), esto no quita que esté llamada a explayarse en el conocimiento (6,69; 8,28) y en la contemplación (1,14; 11,40) de lo invisible.

Juan insiste además en el carácter actual de las consecuencias invisibles de la fe. Para el que crea no habrá juicio (5,24). Ya ha resucitado (11, 25s; cf. 6,40), camina en la luz (12, 46) y posee la vida eterna (3,16; 6,47). En cambio, “el que no cree, ya está condenado” (3,18). La fe reviste así la grandeza trágica de una opción apremiante entre la muerte y la vida, entre la luz y las tinieblas; y de una opción tanto más difícil cuanto que depende de las cualidades morales de aquel al que se propone (3,19-21).

Esta insistencia de Juan en la fe, en su objeto propio, en su importancia, se explica por el fin mismo de su evangelio: inducir a sus lectores a compartir su fe creyendo “que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios (20,30) a venir a ser hijos de Dios por la fe en el Verbo hecho carne (1,9-14). La opción de la fe es posible a través del testimonio actual de Juan (Jn 1,2s). Esta fe es la fe tradicional de la Iglesia: confiesa a Jesús como Hijo en la fidelidad a la enseñanza recibida (1Jn 2,23-27; 5,1) y debe dilatarse en una vida limpia de pecado (3,9s) animada por el amor fraternal (4, lOss; 5,1-5). Como Pablo (Rom 8. 31-39); Ef 3,19) estima Juan que la fe induce a reconocer el amor de Dios a los hombres (1Jn 4,16).

Frente a los combates que vienen, el Apocalipsis exhorta a los creyentes a “la paciencia y a la fidelidad de los santos” (Ap 13,10) hasta la muerte. Como fuente de esta fidelidad está siempre la fe pascual en el que puede decir: “Estaba muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos” (1,18), el Verbo de Dios que establece irresistiblemente su reinado (19,11-16; cf. Hech 4,24-30).

El día en que, acabándose la fe “veamos a Dios como es” (1Jn 3,2), todavía se proclamará la fe de pascua: “Tal es la victoria que ha triunfado del mundo; nuestra fe” (5,4).

JEAN DUPLACY