Exilio.

En el antiguo Oriente era la deportación una práctica empleada corrientemente contra los pueblos vencidos (cf. Ab 1). Ya en 734 algunas ciudades del reino de Israel pasaron por esta dura experiencia (2Re 15,29); luego, en 721, el reino entero (2Re 17,6). Pero las deportaciones que más huella dejaron en la historia del pueblo de la alianza fueron las que hizo Nabucodonosor a raíz de sus campañas contra Judá y Jerusalén en 597, 587 y 582 (2Re 24,14; 25,11; Jer 52,28ss). A estas deportaciones a Babilonia se ha reservado el nombre de cautividad. La suerte material de los desterrados no siempre fue extremadamente penosa; con el tiempo se fue suavizando (2Re 25,27-30); pero el camino del retorno no estaba por ello menos cerrado. Para que se abriera hubo que aguardar la caída de Babilonia y el edicto de Ciro (2Par 36,22s). Este largo período de prueba tuvo inmensa repercusión en la vida religiosa de Israel. En él se reveló Dios (1) en su intransigente santidad y (II) en su conmovedora fidelidad.

1. EL EXILIO, CASTIGO DEL PECADO.

1. El exilio, castigo extremo.

En la lógica de la historia sagrada parecía imposible de imaginar la eventualidad de una deportación; hubiera equivalido a desbaratar todos los designios de Dios, realizados durante el éxodo a costa de tantos prodigios; hubiera sido un mentís dado a todas las promesas: abandono de la tierra prometida, destitución del rey davídico, cambio de destino del templo derruido. Cuando fue un hecho, la reacción natural era no creer en él y pensar que la situación se restablecería sin tardanza. Pero Jeremías denunció esta ilusión: el destierro iba a durar (Jer 29).

2. El exilio, revelación del pecado.

Fue necesaria esta persistencia de la catástrofe para que el pueblo y sus dirigentes adquirieran conciencia de su incurable perversión (Jer 13,23; 16,12s). Las amenazas de los profetas, tomadas hasta entonces a la ligera, se realizaban al pie de la letra. El exilio aparecía así como el castigo de las faltas tantas veces denunciadas: faltas de los dirigentes, que en lugar de apoyarse en la alianza divina, habían recurrido a cálculos políticos demasiado humanos (Is 8,6; 30,1s; Ez 17,19ss); faltas de los grandes, que en su codicia habían roto con la violencia y el fraude la unidad fraterna del pueblo (Is 1,23; 5,8...; 10,1); faltas de todos, inmo ralidad e idolatría escandalosas (Jer 5,19; Ez 22), que habían hecho de Jerusalén un lugar de abominación. La ira del Dios santísimo, provocada indefinidamente, había acabado por estallar: “ya no había remedio” (2Par 36,16).

La viña de Yahveh, convertida en un plantío bastardo, había sido, pues, saqueada y arrancada (Is 5); la esposa adúltera había sido despojada de sus arreos y duramente castigada (Os 2; Ez 16,38); el pueblo indócil y rebelde había sido expulsado de su tierra y dispersado entre las naciones (Dt 28,63-68). El rigor de la sanción manifestaba la gravedad de la falta; no era ya posible fomentar la ilusión ni hacer buena figerradelante de los paganos: “Para nosotros, hoy, la confusión y el sonrojo” (Bar 1,15).

3. Exilio y confesión.

A partir de este tiempo será habitual en Israel la humilde confesión de los pecados (Jer 31,19; Esd .9,6...; Neh 1,6: 9, 16.26; Dan 9,5); el exilio había sido como una “teofanía negativa”, una revelación sin precedente de la santidad de Dios y de su horror al mal.

II. EL EXILIO, PRUEBA FECUNDA.

Los deportados, expulsados de la tierra santa, privados de templo y de culto, podían creerse completamente abandonados por Dios y sumirse en un desaliento mortal (Ez 11,15; 37,11; Is 49,14). En realidad, en medio mismo de la prueba, Dios seguía presente y su maravillosa fidelidad trabajaba ya por el restablecimiento de su pueblo (Jer 24, 5s; 29,11-14).

1. El consuelo de los profetas.

La realización de los oráculos de amenaza había inducido a los exiliados a tomar en serio el ministerio de los profetas; pero precisamente repitiéndose sus palabras hallaban ahora en ellas razones de esperar. En efecto, el anuncio de castigo va acompañado constantemente de un llamamiento a la conversión y de una promesa de renovación (Os 2,1s; Is 11,11; Jer 31). La misericordia divina se manifiesta aquí como expresión de un amor celoso; aun castigando, nada desea Dios tanto como ver reflorecer la ternura primera (Os 2, 16s); la quejas del niño castigado destrozan su corazón de padre (Os 11,8ss; Jer 31,20). Estos mensajes, poco escuchados en Palestina, hallaron fervorosa acogida en los círculos de los exiliados de Babilonia. Jeremías, en otro tiempo perseguido, vino a ser el más apreciado de los profetas.

Entre los deportados mismos le suscitó Dios sucesores, que guiaron y sostuvieron al pueblo en medio de las dificultades. La victoria de los ejércitos paganos parecía ser la de sus dioses; era grande la tentación de dejarse fascinar por el culto babilónico. Pero la tradición profética enseñaba a los exiliados a despreciar los ídolos (Jer 10: Is 44,9...: cf. Bar 6). Todavía más: un sacerdote deportado. Ezequiel, recibía en grandiosas visiones revelación de la “movilidad” de Yahveh, cuya gloria no está encerrada en el templo (Ez 1) y cuya presencia es un santuario invisible para los desterrados (Ez 11,16).

2. Preparación del nuevo Israel.

Palabra de Dios, presencia de Dios: sobre esta base podía organizarse y desarrollarse un culto, no un culto sacrificial, sino una liturgia sinagogal, que consiste en reunirse para escuchar a Dios (gracias a la lectura y al comentario de los textos sagrados) y para hablarle en la oración. Así se formaba una comunidad espiritual de pobrgs completamente orientados hacia Dios y que esperaban de él sólo la salvación. A esta comunidad puso empeño la clase sacerdotal en contarle la historia sagrada y en enseñarle la ley: este trabajo abocó al documento sacerdotal, compilación y evocación de los recuerdos y de los preceptos antiguos que hacían de Israel la nación santa y el reino sacerdotal de Vahveh.

Este Israel renovado, lejos de dejarse contaminar por la idolatría, se convertía en el heraldo del verdadero Dios en tierra pagana. Abriéndose a su vocación de “luz de las naciones” (Is 42,6; 49,6), se orientaba hacia la esperanza escatológica del reinado universal de Yahveh  (Is 45,14).

3. Un nuevo éxodo.

Pero esta esperanza se mantenía centrada en Jerusalén; para que se realizara precisaba primero que tuviese fin el exilio. Esto es lo que entonces prometió Dios a su pueblo en el Libro de la Consolación (Is 40-55), que describe anticipadamente las maravillas de un segundo éxodo. Una vez más Yahveh se convertirá en el pastor de Israel. Él mismo irá a buscar a los desterrados, y como pastor (Ez 34,llss) los conducirá a su redil (Is 40,11; 52,12). Los purificará de todas sus impurezas y les dará un corazón nuevo (Ez 36,24-28); concluyendo con ellos una alianza eterna (Ez 37,26; Is 55,3), los colmará de todos los bienes (Is 54,11s). Será una gran victoria de Dios (Is 42,10-17); todos los prodigios de la salida de Egipto quedarán eclipsados (Is 35; 41,17-20; 43; 16-21; 49,7-10).

De hecho, en 538 se promulgaba el edicto de Ciro. Un ímpetu de entusiasmo levantó a los judíos fervientes; importantes grupos de voluntarios, los “salvados de la cautividad” (Esd 1,4) retornaron a Jerusalén; tuvieron influjo decisivo en la organización de la comunidad judía y en su orientación espiritual. En medio de no pocas dificultades, tenía lugar la resurrección del pueblo (cf. Ez 37,1-14), sorprendente testimonio de la fidelidad de Dios, cantada conjúbilo frente a las naciones maravilladas (Sal 126).

4. Exilio y NT.

La partida para el exilio y el retorno triunfal, experiencia de muerte y de resurrección, tienen más de una conexión con el misterio central de los designios de Dios (cf. Is 53). Estos acontecimientos son ricos de enseñanzas para los cristianos. Cierto que un caminó viviente les garantiza ya el libre acceso al verdadero santuario (Heb 10, 19; Jn 14,16); pero tener libre acceso no es lo mismo que hallarse ya en el término; en cierto sentido, “morar en este cuerpo es vivir en exilio lejos del Señor” (2Cor 5,6). Los cristianos, que están en este mundo sin ser de este mundo (Jn 17,16), deben tener presente sin cesar la santidad de Dios, que no puede pactar con el mal (1Pe 1,15; 2,lls), y apoyarse en la fidelidad de Dios, que en Cristo los conducirá hasta la patria celestial (cf. Heb 11,16).

COLOMBÁN LESQUIVIT y ALBERT VANHOYE