Discípulo.

El que se pone voluntariamente bajo la dirección de un maestro y comparte sus ideas, es un discípulo. Esta palabra, casi ausente del AT, se emplea corrientemente en el judaísmo tardío (heb. talmzd), que lleva al término una tradición bíblica; se lo halla igualmente en el NT (gr. mathetes), pero con el sentido original que le da Jesús.

AT.

1. Discípulos de los profetas y de los sabios.

De tiempo en tiempo se indica que un Eliseo se une a Elías (1Re 19,19ss) o que un grupo de fervientes discípulos rodea a Isaías, recibiendo en depósito su testimonio y su revelación (Is 8,16). Más habitualmente los sabios tienen discípulos, a los que llaman sus “hijos” (Prov 1,8.10; 2,1; 3,1) y a los que inculcan sus enseñanzas tradicionales. Pero ni los profetas ni los sabios hubieran osado suplantar con su enseñanza la palabra de Dios. En efecto, en ésta, y no en las tradiciones de maestro a discípulo, está fundada la alianza.

2. Discípulos de Dios.

Puesto que la palabra divina es la fuente de toda sabiduría, el ideal no es, por tanto, adherirse a un maestro humano, sino ser discípulo de Dios mismo. La sabiduría divina personificada llama así a los hombres a escucharla y a seguir sus lecciones (Prov 1,20ss; 8,4ss.32s). Finalmente, los oráculos escatológicos anuncian que en los últimos tiempos Dios mismo será el maestro de los corazones: no tendrán ya necesidad de maestros terrenales (Jer 31,31-34), sino que todos serán “discípulos de Yahveh” (Is 54,13). Al mismo siervo de Yahveh, si bien encargado de enseñar las prescripciones divinas (Is 42,1.4), se le despiertan los oídos cada mañana y se le da una lengua de discípulo (Is 50,4). El salmista, fiel a esta profecía, suplicará, pues, infatigablemente: “Señor, ¡enséñame!” (Sal 119, 12. 26s. 33s; 25,4-9...).

3. Maestros y discípulos en el judaísmo.

Al retorno del exilio, habiendo venido a ser la ley objeto primero de la enseñanza, los maestros encargados de esta institución fundamental son llamados “doctores de la ley”. Ahora bien, la autoridad de la palabra de Dios que comentan se añade poco a poco a su autoridad personal (Mt 23,2.16-22), sobre todo cuando transmiten la tradición que ellos mismos habían recibido de sus maestros. El judaísmo postbíblico se organizará sobre la base de este talmud (“enseñanza”). En la época del NT recuerda Pablo que él mismo había sido discípulo de Gamaliel (Hech 22,3).

NT.

1. Discípulos de Jesús.

Aparte algunas menciones de los discípulos de Moisés (Jn 9,28), del Bautista (p.e., Mc 2,18; Jn 1,35;Hech l9,lss), de los fariseos (p.e., Mt 22,16), el que reserva el nombre de discípulo a los que reconocen a Jesús por su maestro. Así en los Evangelios se designa en primer lugar a los doce Mt 10,1; 12,1...) y, más allá de este círculo íntimo, al grupo que sigue a Jesús (Mt 8,21) y particularmente a los setenta y dos discípulos que envía Jesús en misión (Lc 10,1). Estos discípulos fueron sin duda numerosos (Lc 6,17; 19,37; Jn 6,60), pero muchos se retiraron (Jn 6,66). Nadie puede pretender hacerse maestro: si debe “hacer discípulos” (Mt 28,19; Hech 14,21s), no ha de ser por su cuenta, sino sólo para Cristo. Así, poco a poco, a partir del cap. 6 del libro de los Hechos, la denominación de “discípulo” sin más se refiere a todo creyente, haya o no conocido a Jesús durante su vida terrena (Hech 6,1s; 9,10-26...); los fieles son, pues, desde este punto de vista, asimilados a los mismos doce (Jn 2,11; 8, 31; 20,29).

Jesús, aunque aparentemente idéntico a los doctores judíos de su tiempo, tenía para con sus discípulos exigencias únicas.

a) Vocación.

Lo que cuenta para venir a ser su discípulo no son las aptitudes intelectuales y ni siquiera morales; es un llamamiento, cuya iniciativa corresponde a Jesús (Mc 1,17-20; Jn 1,38-50), y a través de él al Padre, que “da” a Jesús sus discípulos (Jn 6,39; 10,29; 17,6.12).

b) Adhesión personal a Cristo.

Para ser discípulo de Jesús no se requiere ser un hombre superior; en efecto, la relación que une al discípulo y al maestro no es exclusivamente, y ni siquiera en primer lugar, de orden intelectual. Él le dice: “¡Sígueme!” En los Evangelios, el verbo seguir expresa siempre la adhesión a la persona de Jesús (p.e., Mt 8,19...). Seguir a Jesús es romper con el pasado, con una rupturatotal si se trata de discípulos privilegiados. Seguir a Jesús es calcar la propia conducta en la suya, escuchar sus lecciones y conformar la propia vida con la del Salvador (Mc 8,34s; 10,21 p. 42-45; Jn 12,26). A diferencia de los discípulos de los doctores judíos, que una vez instruidos en la ley podían separarse de su maestro y enseñar a su vez, el discípulo de Jesús se ha ligado no a una doctrina, sino a una persona: no puede abandonar al que en adelante es para él más que padre y que madre (Mt 10,37; Lc 14,25s).

e) Destino y dignidad.

El discípulo de Jesús es, por tanto, llamado a compartir el destino mismo del maestro: llevar su cruz (Mc 8,34 p), beber su cáliz (Mc 10,38s), finalmente recibir de él el reino (Mt 19, 28s; Lc 22,28ss; Jn 14,3). Así, desde ahora, quienquiera que dé sencillamente un vaso de agua en calidad de discípulo, no perderá su recompensa (Mt 10,42 p); por el contrario, ¡qué gran falta es “escandalizar a uno solo de estos pequeñuelos!” (Mc 9,42 p).

3. Discípulos de Jesús y discípulos de Dios.

Si a los discípulos de Jesús se los distingue así de los discípulos de los doctores judíos, es que Dios mismo habla a los hombres a través de su Hijo. Los doctores no transmitían sino tradiciones humanas, que a veces “anulaban la palabra de Dios” (Mc 7,Iss); Jesús es la sabiduría divina encarnada, que promete a sus discípulos el reposo de sus almas (Mt 11,29). Cuando habla Jesús, se cumple la profecía del AT: se oye a Dios mismo, y así todos pueden ser “discípulos de Dios” (Jn 6,45).

ANDRÉ FEUILLET