Dios.

La Biblia no contiene tratado alguno sobre Dios. No se retira ni se distancia como para describir un objeto, no nos invita a hablar de Dios, sino a escucharle cuando habla y a responderle confesando su gloria y sirviéndole. A condición de permanecer en la obediencia y en la acción de gracias, es posible formular lo que de sí mismo dice Dios en la Biblia. Dios no habla de sí de la misma manera en el AT y en el NT, cuando se dirige a nosotros por sus profetas y cuando nos habla por su Hijo (Heb 1,1s). En éste más que en ningún otro asunto se impone en forma rigurosa la distinción entre el AT y el NT, ya que “nadie vio jamás a Dios; sólo lo ha dado a conocer el Hijo único que está en el seno del Padre” (Jn 1,18). Así como hay que desechar la oposición herética entre el Dios vindicativo del AT y el Dios de bondad del NT, así también hay que mantener que sólo Jesús nos descubre el secreto del único Dios de los dos Testamentos.

AT.

1. DIOS ES PRIMERO.

Desde “el principio” (Gén 1,1; Jn 1,1) existe Dios, y su existencia se impone como un hecho inicial, que no tiene necesidad de ninguna explicación. Dios no tiene origen ni devenir; el AT ignora los teogonías que, en las religiones del antiguo Oriente, explican la construcción del mundo por la génesis de los dioses. Dado que sólo él es “el primero y el último” (Is 41,4; 44,6; 48,12), el mundo entero es obra suya, es “creación” suya.

Siendo Dios el primero, no tiene que presentarse, se impone al espíritu del hombre por el mero hecho de ser Dios. En ninguna parte se supone un descubrimiento de Dios, un proceder progresivo del hombre que le conduzca a establecer su existencia. Conocerle es ser conocido (cf. Am 3,2) y descubrirle en la raíz de la propia existencia; huir de él es todavía sentirse perseguido por su mirada (Gég, 3,10; Sal 139,7).

Como Dios es primero, tan luego se da a conocer se acusan fracamente su personalidad, sus reacciones, sus designios. Por poco que todavía se sepa de él, desde el instante en que se le descubre se sabe que Dios quiere algo preciso y que sabe exactamente adónde va y lo que hace.

Esta anterioridad absoluta de Dios está expresada en las tradiciones del Pentateuco en dos formas complementarias. La tradición llamada yahvista pone en escena a Yahveh desde el comienzo del mundo, y ya mucho antes del episodio de la zarza ardiente lo muestra persiguiendo su único designio. Las tradiciones elohístas subrayan, por el contrario, la novedad que aporta la revelación del nombre divino a Moisés, pero marcan al mismo tiempo que con vocablos diversos, que son casi siempre epítetos del nombre divino El, se había dado ya Dios a conocer. En efecto, Moisés no puede reconocer a Yahveh como el verdadero Dios si no tenía ya, en forma oscura, pero neta, conocimiento de Dios. Esta identidad del Dios de la razón y del Dios de la revelación, esta prioridad de Dios, presente al espíritu del hombre desde su primer despertar, está indicada a todo lo largo de la Biblia por la identificación inmediata y constante entre Yahveh y Elohím, entre el Dios que se revela a Israel y el Dios que pueden nombrar las naciones.

Por eso, todas las veces que Yahveh se revela presentándose, se nombra y se define pronunciando el nombre de El¡Elohím, con todo lo que evoca: “el Dios de tu padre” (Éx 3,6), “el Dios de vuestros padres” (Éx 3,15), “vuestro Dios” (Éx 6,7), “Dios de ternura y de piedad” (Éx 34,6), “tu Dios” (Is 41,10; 43,3), o sencillamente “Dios” (iRe 18.21. 36s). Entre el nombre de Dios y el de Yahveh se establece una relación viva, una dialéctica: el Dios de Israel, para poder revelarse como Yahveh, se afirma como Dios, pero revelándose como Yahveh dice en forma absolutamente nueva quién es Dios y qué es.

II. EL, ELOHÍM, YAHVEH.

En la práctica, El es el equivalente arcaico y poético de Elohím; como Elohím, como nuestra palabra Dios, El es a la vez nombre común, que designa la divinidad en general, y nombre propio, que designa la persona única y definitiva, que es Dios. Elohím es plural; no un plural mayestático, ignorado por el hebreo, como tampoco una supervivencia politeísta inverosímil para la mentalidad israelita en un punto tan sensible, sino probablemente resto de una concepción semítica común, que percibe lo divino como una pluralidad de fuerzas.

1. El.

El es conocido y adorado fuera de Israel. Como nombre común designa la divinidad en casi todo el mundo semítico; como nombre propio es el de un gran dios, que parece haber sido dios supremo en el sector oeste de este mundo, en particular en Fenicia y en Canaán. ¿Fue El desde los orígenes semíticos un dios común, supremo y único, cuya religión, pura, pero frágil, habría sido más tarde eclipsada por un politeísmo más seductor y corrompido? ¿Fue más bien el dios jefe y guía de los diferentes clanes semitas, dios único para cada clan, pero incapaz de hacer prevalecer su unicidad cuando tropezaba con otros grupos, y luego degradado como una de las figuras del panteón pagano? Esta historia es oscura, pero lo cierto es que los patriarcas nombran a su Dios El con diferentes epítetos. El `Elyón (Gén 14,22), El R6i (16,13), El 8addai (17,1; 35,11; 48,3), El Betel (35,7), El `Olam (21,33), y que, en particular en el caso de El Elyón, el dios de Melquisedec, rey de Salem, este El es presentado como idéntico con el Dios de Abraham (14,20ss). Estos hechos muestran no sólo que el Dios de Israel es el “juez de toda la tierra” (18,25), sino también que es susceptible de ser reconocido y adorado efectivamente como el verdadero Dios aun fuera del pueblo elegido.

Sin embargo, este reconocimiento es excepcional; en la mayoría de los casos los dioses de las naciones no son dioses (Jer 2,11; 2Re 19,18). El/Elohím no es prácticamente reconocido como el verdadero Dios, sino revelándose a su pueblo con el nombre de Yahveh. La personalidad única de Yahveh da al rostro divino, siempre más o menos pálido y constantemente desfigurado por los diversos paganismos, una consistencia y una vida que se imponen.

2. Yahveh.

En Yahveh revela Dios lo que hace y lo que es, su nombre y su acción. Su acción es maravillosa, inaudita, y su nombre, misterioso. Al paso que las manifestaciones de El a los patriarcas sobrevienen en un país familiar, en formas sencillas y próximas, Yahveh se revela a Moisés en el marco salvaje del desierto y en el desamparo del exilio, en la figura temerosa del fuego (Éx 3,1-15). La revelación complementaria de Éx 33,18-23; 34,1-7 no es menos terrorífica. Sin embargo, este Dios de santidad devoradora es un Dios de fidelidad y de salvación. Se acuerda de Abraham y de sus descendientes (3,6), está atento a la miseria de los hebreos en Egipto (3,7), resuelto a liberarlos (3,8) y a hacer su felicidad. El nombre de Yahveh, con el que se manifiesta, responde a la obra que tiene entre manos. Sin duda alguna este nombre comporta un misterio; por sí mismo dice algo inaccesible: “Yo soy quien soy” (3,14); nadie puede forzarlo y ni siquiera penetrarlo.

Pero dice también algo positivo, una presencia extraordinariamente activa y atenta, un poder invulnerable y liberador, una promesa inviolable: “Yo soy.”

III. DIOS HABLA DE SÍ MISMO.

Yahveh es el eco, repetido por los hombres en tercera persona, de la revelación hecha por Dios en primera persona: ehyeh, “yo soy”. Este nombre que lo dice todo, Dios mismo lo comenta constantemente con las diversas fórmulas que da de sí mismo.

1. Dios viviente.

La fórmula “Vivo yo” en la boca de Dios es quizás una creación tardía de Ezequiel; en todo caso es el eco de una fórmula muy antigua y muy popular de la fe de Israel: “Vive Yahveh” (Jue 8,19; 1Re 17,1...), “el Dios vivo” (1Sa 17, 26.36; 2Re 19,16...). Expresa seguramente la impresión que tiene el hómbre frente a Yahveh, impresión de una presencia extraordinariamente activa, de una espontaneidad inmediata y total “que no se fatiga ni se cansa” (Is 40,28), “que no duerme ni dormita” (Sal 121,4), que reacciona al instante cuando se toca a los suyos (1Sa 17,26.36; Os 2,1; Dan 6,21). Su lenguaje en el Horeb, en el momento en que revela su nombre, aduce sin duda esta intensidad de vida, esta atención a su obra: “He visto... he prestado oídos... conozco... estoy resuelto... te envío” (Éx 3,7-10); el “Yo soy”, preparado por estas expresiones no puede ser menos dinámico que ellas.

2. Dios santo.

“Lo juro por mi santidad” (Am 4,2), “Yo soy el Santo” (Os 11,9). Esta vitalidad irresistible, y sin embargo totalmente interior, este ardor que devora y hace vivir a la vez; es la santidad. Dios es santo (Is 6,3), su nombre es santo (Am 2,7; Lev 20,3; Is 17,15...) y la irradiación de su santidad santifica a su pueblo (Éx 19,6). Su santidad abre ante Dios un abismo infranqueable a toda criatura; ninguna puede afrontar su proximidad, el firmamento vacila, las montañas se derriten (Jue 5,4s; Éx 19,16...) y toda carne tiembla, no sólo el hombre pecador que se ve perdido, sino hasta los serafines inflamados, indignos de parecer ante Dios (Is 6,2).

3. “Yo soy un Dios celoso” (Éx 20,5).

El cielo intransigente de Dios es otro aspecto de su intensidad interior. Es la pasión que pone en todo lo que hace y en todo lo que toca. No puede soportar que una mano extraña venga a profanar las cosas que le importan, las cosas que su atención “santifica” y hace sagradas. No puede soportar que decaiga ninguna de sus empresas (cf. Éx 32,12; Ez 36,22...), no puede “ceder a nadie su gloria” (Is 48,11).

Cuando los profetas descubren que esta pasión de Dios por su obra es la de un esposo, el tema adquiere nueva intensidad e interioridad. Los celos divinos son a la vez ira temible y ternura vulnerable.

4. “No tendrás otros dioses fuera de mí” (Éx 20,3).

La intransigencia de Dios tiene por objeto esencial a “los otros dioses”. El monoteísmo israelita no es fruto de una reflexión metafísica, de una integración política, ni de una evolución religiosa. Es una afirmación de la fe y es tan antiguo en Israel como la fe, es decir, como la certeza de su elección, de haber sido escogido entre todos los pueblos por Dios, de quien son todos los pueblos. Este monoteísmo de la fe pudo durante largo tiempo conciliarse con representaciones que implicaban la existencia de “otros dioses”, por ejemplo, de Kamós" en Moab (Jue 11,23s), o la imposibilidad de adorar a Yahveh fuera de las fronteras de “su heredad” (1Sa 26,19; 2Re 5,17). Pero desde los orígenes no puede Yahveh soportar una presencia concurrente, y toda la historia de Israel es un despliegue de sus victorias sobre sus rivales, los dioses de Egipto, los Baales de Canaán, las divinidades imperiales de Asur y de Babilonia, hasta el triunfo definitivo que pone en evidencia la nada de los falsos dioses. Triunfo que se alcanza a veces con milagros, pero que es constantemente el triunfo de la fe. Jeremías, que anuncia la ruina total de Judá y de Jerusalén, nota con el tono de una mera observación que los dioses de las naciones “no son siquiera dioses” (Jer 2,11), sino “seres inexistentes” (5,7). En pleno exilio, frente a los prestigios de la idolatría, del seno de un pueblo vencido y deshonrado irrumpen las afirmaciones definitivas: “Antes de mí no hubo dios alguno, y ninguno habrá después de mí; yo, yo soy Yahveh, y fuera de mí no hay salvador” (Is 43,1Os...). El recuerdo del Horeb parece evidente, y es significativa la continuidad espiritual entre textos tan profundamente diferentes: Yahveh es el único Dios porque es el único capaz de salvar, “el primero y el último”, siempre presente, siempre atento. Si la idolatría le hiere “mortalmente”, es que pone en tela de juicio su capacidad y su voluntad de salud, es que niega que esté siempre presente y activo, que sea realmente Yahveh.

5. “Yo soy Dios y no hombre” (Os 11,9).

Dios es absolutamente diferente del hombre; es espíritu, y el hombre es carne (cf. Is 31,3), frágil y perecedero como la hierba (Is 40,7s). Esta diferencia es tan radical que el hombre la interpreta siempre falsamente. En el poder de Dios ve la fuerza eficaz, pero no la fidelidad del corazón (cf. Núm 23,19), en su santidad sólo ve distancia infranqueable, sin sospechar que es a la vez proximidad y ternura: “Yo soy el santo en medio de ti y no me complazco en destruir” (Os 11,9). La transcendencia incomprensible de Dios hace que sea al mismo tiempo “el altísimo” en su “morada elevada y santa”, y el “que habita con el hombre contrito y humillado” (Is 57,15). Es el todopoderoso y el Dios de los pobres, hace resonar su voz en el estruendo de la tormenta (Éx 19,18ss) y en el murmullo de la brisa (1Re 19,12), es invisible y ni siquiera Moisés vio su rostro (Éx 32,23), pero al recurrir, para revelarse, a los reflejos del corazón humano, descubre su propio corazón; prohibe toda representación de él, toda imagen de la que el hombre pudiera hacer un ídolo adorando la obra de sus manos, pero se ofrece a nuestra imaginación con los rasgos más concretos; es el “completamente otro” que desborda toda comparación (Is 40,25), pero en todas partes está en su casa y en modo alguno es para nosotros un extraño; sus reacciones y su comportamiento se traducen por nuestros gestos más familiares: “modela” con sus manos la arcilla de que saldrá el hombre (Gén 2,7), acerroja tras Noé la puerta del arca (Gén 7,16) para estar seguro de que no se ha de perder ninguno de sus moradores; tiene el ímpetu triunfal del jefe de guerra (Éx 15,3...) y la solicitud del pastor por sus animales (Ez 34,16); tiene el universo en su mano y tiene para el minúsculo Israel el apego de un viñador a su viña (Is 5,1-7), la ternura del padre (Os 11,1) y de la madre (Is 49,15), la pasión del hombre que ama (Os 2,16s). Los antropomorfismos pueden ser ingenuos, pero siempre expresan en forma profunda un rasgo esencial del verdadero Dios; si creó al hombre a su imagen, es capaz de revelarse a través de las reacciones del hombre. Sin genealogía, sin esposa, sin sexo, si es diferente de nosotros, no es que sea menos hombre que nosotros, sino que, por el contrario, es en perfección el ideal del hombre que nosotros soñamos: “Dios no es un hombre para mentir ni un hijo de hombre para retractarse” (Núm 23.19). Dios nos supera siempre, y siempre en la dirección en que menos lo esperábamos.

IV. LOS NOMBRES DADOS A DIOS POR EL HOMBRE.

El Dios del AT se revela finalmente en el comportamiento de los que le conocen y en los nombres que le dan. A primera vista se cree poder distinguir los títulos oficiales, empleados en el culto comunitario, y los epítetos creados por la piedad personal. En realidad se descubren los mismos epítetos, con las mismas resonancias, en la oración colectiva y en la oración individual. Dios es tanto “la roca de Israel” (Gén 49,24; 2Sa 23,3...) como “mi roca” (Sal 18,3s; 144,1) o sencillamente “roca” (Sal 18,32), “mi escudo” (Sal 18.3: 144,2) y “nuestro escudo” (Sal 84.10; 89,19), “el pastor de su pueblo” (Miq 7,14...) y “mi pastor” (Sal 23,1). Signo de que el encuentro con Dios es personal y vivo.

Estos epítetos son de una sencillez sorprendente, están tomados de las realidades familiares, de la vida cotidiana. La Biblia ignora las interminables letanías de Egipto o de Babilonia, los títulos que se multiplican en torno a las divinidades paganas. El Dios de Israel es infinitamente grande, pero está siempre al alcance de la mano y de la voz; es el altísimo (`elyón), el eterno rolan:), el santo (gadós), pero al mismo tiempo “el Dios que me ve” (El Rói, Gén 16,13). Casi todos sus nombres lo definen por su relación con los suyos: “el terror de Isaac” (Gén 31,42.53), “el fuerte de Jacob” (49,24), el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex 3,6), el Dios de Israel, nuestro Dios, mi Dios, mi Señor. Incluso elepíteto “el santo”, que lo aparta gurosamente de toda carne, se co vierte en sus labios en “el santo d. Israel” (Is 1,4...) haciendo de esta santidad algo que pertenece al pueblo de Dios. En esta posesión recíproca aparece el misterio de la alianza y el anuncio de la relación que une con su Hijo único al Dios de nuestro Señor Jesucristo.

NT.

I. ACCESO A DIOS EN JESUCRISTO.

En Jesús se reveló Dios en forma definitiva y total: habiéndonos hecho el don de su propio Hijo, no tiene ya nada que reservarse y no puede ya menos de dar (cf. Rom 8, 32). La certeza fundamental de la Iglesia, el descubrimiento que ilumina todo el NT es que con la vida, la muerte y la resurrección de Jesús ha realizado Dios su gesto supremo, y que ahora ya todo hombre puede tener acceso a él. Este gesto único y definitivo puede adoptar nombres diversos según las perspectivas. Las fórmulas más arcaicas reclaman sencillamente: “A este Jesús crucificado... Dios lo ha hecho Señor y Cristo... la promesa es para vosotros, para vuestros hijos y para los que están lejos” (Hech 2,36-39). “Por él, arrepentimiento y remisión de los pecados” (Hech 5,31). Estas expresiones parecen modestas, pero, aunque menos explícitas, llevan ya tan lejos como las fórmulas más plenas de Pablo sobre el “misterio de Dios, que es Cristo” (Col 1,27; 2,2), “en quien tenemos... acceso al Padre” (Ef 2,18; 3,12) o como las de Juan: “A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único que está en el seno del Padre lo ha dado a conocer” (Jn 1,18). Desde el primer día sabe la fe cristiana que sobre el Hijo del hombre se abrieron los cielos (Hech 7,56; Jn 1,51; cf. Mc 1,10), morada de Dios. Bajo formas variadas y nombres diversos, “revelación de la justicia de Dios” (Rom 3,21), “reconciliación” (Rom 5,11; Ef 2,16), “irradiación de la gloria de Dios sobre nuestros rostros” (2Cor 3,18), “conocimiento de Dios” (Jn 17,3), el fondo de la experiencia cristiana es idéntico: Dios está a nuestro alcance; con una demostración inaudita de poder y de amor, se ofrece en la persona de Cristo a quien quiera acogerle.

Así es una misma cosa adherirse a Jesucristo en la fe y conocer al verdadero Dios: “la vida eterna es... conocer al único Dios verdadero y a su enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Ante el hecho de Jesucristo, el hombre que llega a la fe, ya venga del judaísmo o del paganismo, ya haya sido formado por la razón o por la tradición de Israel, descubre el verdadero semblante y la presencia viva de Dios.

II. REVELACIÓN DEL VERDADERO DIOS, EN JESUCRISTO.

1. El idólatra.

El idólatra, enfrentado por Pablo con el Evangelio (Rom 1,16s), descubre en él, en Cristo, el verdadero semblante de Dios y el de su propio pecado. El Evangelio de Cristo desenmascara a la vez la perversión de la sabiduría pagana que “trueca la gloria del Dios incorruptible por la imagen de un ser perecedero” (Rom 1,23); la raíz de esta perversión, “la preferencia dada a la criatura sobre el Creador” (1,25), “el negarse a darle gloria” (1,21); y su remate fatal, la degradación del hombre y la muerte (1,31). “Renunciando a los ídolos... para esperar a Jesucristo”, descubre el pagano “al Dios vivo y verdadero” (1Tes 1,9); vuelve a hallar en el rostro de Cristo la gloria de Dios (2Cor 4,6), de la que estaba apartado (Rom 3,23).

2. Para el pagano que busca a Dios a tientas (Hech 17,27) y por la sabiduría es capaz de alcanzar a Dios (1Cor 1,21; Rom 1,20), el descubrimiento que hace en Cristo no es menos nuevo, ni es menos profundo el cambio. En el Dios de Jesucristo reconoce, sí, la “naturaleza” divina, el ser eterno, inalterable, todo-poderoso, omnisciente, infinitamente bueno y deseable; pero estos atributos no tienen ya la luz igual y lejana de la evidencia metafísica, sino el esplendor fulgurante y misterioso de las iniciativas, por las que Dios ha manifestado su gracia y vuelto hacia nosotros su rostro (cf. Núm 6,25). Su omnisciencia se convierte en la mirada personal que nos sigue en lo secreto (Mt 6,4ss) y escudriña el fondo de los corazones (Lc 16,15); su omnipotencia es su capacidad de “suscitar de estas piedras hijos de Abraham” (Mt 3,9), “de llamar la nada a la existencia” (Rom 4,-17), ya se trate de hacer surgir la creación, de hacer que nazca un hijo a Abraham o de resucitar de entre los muertos al señor Jesús (Rom 4,24); su eternidad es la fidelidad de su palabra y la solidez de su promesa, es “el reino que Dios prepara a los suyos desde la fundación del mundo” (Mt 25,34); su bondad es la maravilla inaudita de que “Dios nos haya amado el primero” (Jn 4,10.19) cuando éramos sus enemigos (Rom 5.10). El conocimiento natural de Dios que, por muy real que sea, no es al fin y al cabo más que un conocimiento más profundo de este mundo, la revelación de Jesucristo lo sustituye por la presencia inmediata, el abrazo personal del Dios vivo. Porque conocer a Dios es ser conocido por él (Gál 4.9).

3. El judío, que aguardaba a Dios, lo conocía ya. En la elección le había hecho Dios oír su vocación; en la alianza había tomado por su cuenta su existencia; por sus profetas le había realmente dirigido la palabra (Heb 1,1); delante de él era Dios un ser vivo que lo invitaba al diálogo, Pero hasta dónde debía llegar este diálogo, hasta qué compromiso por parte de Dios y qué respuesta por parte del hombre, todo esto no puede decirlo el AT. Persiste cierta distancia entre el Señor y sus más fieles servidores. Dios es un “Dios de ternura y de piedad” (Éx 34,6), tiene la pasión del esposo y la ternura de un padre, pero tras estas imágenes, que son capaces de dar indefinidamente pábulo a nuestros sueños, aunque todavía nos disimulan la realidad, ¿cuál es el secreto que nos reserva?

El secreto se revela en Jesucristo. Ante él se opera un juicio, la división de los corazones. Los que se niegan a creer en Jesús, por mucho que digan de su Padre: “Es nuestro Dios”, no lo conocen y sólo profieren una mentira (Jn 8,54s; cf. 8,19). A los que creen no los detiene ya secreto alguno. o, mejor dicho, éstos han entrado en el secreto, en el misterio impenetrable de Dios, se hallan como en su casa en este misterio, oyen al Hijo de Dios hacerles la confidencia: “Todo lo qu: he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15). Ya nada de figuras, nada de parábolas; Jesús habla del Padre con toda claridad (16,25). Ya no hay que hacerle preguntas (16,23), ya no hay inquietudes (14,1), los discípulos “han visto al Padre” (14,7). 4. Dios es amor. Tal es el secreto (1 J n 4,8.16), al que no se tiene acceso sino por Jesucristo. “reconociendo” en él “el amor que Dios nos tiene” (4,16). El AT había podido presentir que siendo el amor el gran mandamiento (Dt 6,5; Mt 22,37) y el valor supremo (Cant 8,6s), debía ser la definición más exacta de Dios (cf. Éx 34,6). Pero todavía se trataba de un lenguaje creado por el hombre, de imágenes que había que traducir. En Jesucristo, Dios mismo nos da la prueba decisiva, exenta de todo equívoco, de que el acontecimiento de que depende el destino del mundo, es un gesto de su amor. Al entregar Dios a la muerte pe nosotros a “su Hijo muy amado” (Mc 1,11; 12,6), nos demostró (Rom 5,8) que su actitud definitiva para con nosotros consiste en “amar al mundo” (Jn 3.16) y que con este gesto supremo e irrevocable nos ama con el amor mismo con que ama a su Hijo único y nos hace capaces de amarle con el amor que tiene a su Hijo; nos hace don del amor que une al Padre y al Hijo y que es el Espíritu Santo.

III. LA GLORIA DE DIOS EN EL ROSTRO DE JESUCRISTO.

La certeza cristiana de ser admitidos en el secreto mismo de Dios no se basa en una deducción: el razonamiento puede explicarse así: “Él, que entregó a su Hijo único, ¿cómo no nos dará todo?” (Rom 8,32). pero su fuerza no viene de nuestra lógica, sino de la revelación absoluta que, para nosotros, que vivimos en la carne, constituye la presencia del Verbo, que vive en la carne. Realmente en Cristo “apareció el amor de Dios hacia el hombre” (Tit 3,4). Aquel al que “nadie ha visto nunca” (Jn 1,18), Jesús no sólo nos lo describió y pintó, no sólo nos dio una idea exacta de él. Siendo él el “resplandor de la gloria de Dios y figura de su sustancia” (Heb 1,3), nos lo hizo ver y en cierto modo nos lo hizo sensible: “el que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,9). No se trata sólo de una reproducción, incluso perfecta, de un doble idéntico con el original. Jesús, siendo el Hijo único, estando en el Padre y poseyendo en sí al Padre (14,40), no puede decir una palabra, no puede hacer un gesto sin tornarse al Padre, sin recibir de él su impulso y orientar conforme a él toda su acción (5,19s.30). Como no puede hacer nada sin mirar al Padre, no puede decir lo que es él mismo es sin referirse al Padre (Mt 11,27). Como fuente de todo lo Iue hace y de todo lo que es, hay la presencia y el amor de su Padre; ahí está el secreto de su personalidad, de la gloria que irradia su rostro (2Cor 4,6) y caracteriza todos sus gestos.

IV. EL DIOS DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO.

El Dios de Nuestro Señor Jesucristo es su Padre; y Jesús, cuando se dirige a él, lo hace con la familiaridad y el arranque del hijo: Abba. Pero es también su Dios, porque el Padre, que posee la divinidad sin recibirla de ningún otro, la dá entera a su Hijo, al que engendra desde toda la eternidad, y al Espíritu Santo, en el que los dos se unen. Así Jesús nos revela la identidad del Padre y de Dios, del misterio divino y del misterio trinitario. Tres veces repite Pablo la fórmula que expresa esta revelación: “el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo” (Rom 15,6; 2Cor 11,31; Ef 1,3), Cristo nos revela la Trinidad divina por el único camino que nos es, si podemos decirlo así, accesible, al que Dios nos ha predestinado creándonos a su imagen, el camino de la dependencia final.

Como el Hijo delante de su Padre es el ejemplar perfecto de la criatura delante de Dios, nos revela en el Padre la figura perfecta del Dios que se da a conocer a la recta sabiduría y que se reveló a Israel. El Dios de Jesucristo posee con una plenitud y con una originalidad que el hombre no podría imaginar, los rasgos que revelaba de sí mismo en el AT. Es para Jesús, como no lo es para ninguno de nosotros, “el primero y el último”, aquel de quien viene Cristo y al que retorna, el que todo lo explica y de quien todo desciende, cuya voluntad debe cumplirse a toda costa y que siempre basta. Es el santo, el único bueno, el único Señor. Es el único, al lado del cual nada cuenta; y Jesús, para mostrar lo que vale, “a fin de que sepa el mundo que él ama a su Padre” (Jn 14,31), sacrifica todos los esplendores de la creación y afronta el poder de Satán, el horror de la cruz. Dios es el Dios vivo, siempre activo, atento a todas sus criaturas, apasionado por todos sus hijos y su ardor devora a Jesús en tanto no haya entregado el Reino a su Padre (Lc 12,50).

V. DIOS ES ESPÍRITU.

Este encuentro del Padre y del Hijo se hace en el Espíritu Santo. En el Espíritu oye Jesús al Padre decirle: “Tú eres mi Hijo” y recibe su gozo (Mc 1,10). En el Espíritu hace que vuelva a elevarse al Padre su gozo de ser su Hijo (Lc 10,21s). Como no puede unirse al Padre sino en el Espíritu, no puede revelar al Padre sin revelar al mismo tiempo al Espíritu Santo.

Jesucristo, revelando que el Espíritu es una persona divina, por el mismo hecho revela también que “Dios es espíritu” (Jn 4,24) y lo que esto significa. Si el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu, no se unen para gozar el uno del otro en la posesión, sino en el don; es que su unión es un don y produce un don. Pero si el Espíritu, que es don, sella así la unión del Padre y del Hijo, esto indica que en su esencia son don de sí mismos, que su esencia común consiste en darse, en existir en el otro.

Ahora bien. este poder de vida. de comunicación y de libertad, es el espíritu. Dios es espíritu quiere decir que es a la vez omnipotencia y omnidisponibilidad, afirmación soberana de sí mismo y desasimiento total; quiere decir que al tomar posesión de sus criaturas las hace existir en toda su originalidad. Es algo muy distinto de no estar hecho de materia, es escapar a todas las barreras, a todos los retraimientos, es ser eternamente y en cada instante fuerza nueva e intacta, de vida y de comunión.

JACQUES GUILLET