Angustia.

A diferencia del miedo, provocado por seres de este mundo, a diferencia del cuidado, que denota una solicitud particular o una preocupación excesiva a propósito de un trabajo preciso o de una misión actual, la angustia revela una inquietud que brota de las profundidades del yo, una incertidumbre frente a la muerte o al futuro en general. En la Biblia, por lo menos en su traducción griega, este sentimiento aparece a lo largo de relatos que contienen una u otra de las voces siguientes. Los sitiados se hallan en la agonía sobre el resultado del combate (2Mac 3, 14ss; cf. 15,19; Lc 22,44). El corazón viene a fallar en un atolladero, ante la ausencia de salida (apored, aporia: Os 13,8; 2Mac 8,20; Sab 11,5; Lc 21,25). El término synekhomai implica la idea de obstrucción de secuestro (1Sa 23,8; 2Sa 20,3): uno se ve cogido, apretado, ahogado, dominado por el temor (Lc 8,37) o por la enfermedad (Mt 4,24; Lc 4,38); uno está también oprimido, sumergido en la aflicción (stenokhória: Dt 28,53; 2Cor 4,8; 6,4.12..).

1. La alianza de Yahveh con su pueblo asegura la presencia del Señor de las promesas; pero ésta depende de la fidelidad del hombre en observar la ley, de modo que tal seguridad está siempre en peligro de desmoronarse ante la realidad.

Jacob, al llegar al vado de Yabbok, se ve en un apuro (eporeito: Gén 32,8). Tiene, sin embargo, tras sí las reiteradas alianzas de Yahveh con su padre (22,16ss) y con él mismo (28,14). Ahora bien, frente a su hermano Esaú va a afrontar una situación que lo angustia. Lucha contra el ángel del Señor y, derrocado, obtiene la certeza de que Dios está con él (32,23-33).

Elías, acostado bajo un arbusto de ricino, desespera: prefiere morir (1Re 19.3s). Al considerar (erróneamente) la apostasía general del pueblo, ¿no tiene razón de pensar que su vida es un fracaso? Pero, como más tarde Jesús en Getsemaní, es confortado por el ángel del Señor, y puede continuar la marcha hasta el encuentro con Yahveh, que lo conducirá de nuevo al buen camino (19,5-18).

El pueblo entero está sumido en las tinieblas: ¿no está lleno de angustia (stenokhória: Is 8,22s; aporia: 5,30; 24,19)? También Jeremías está abrumado, le desfallece el corazón ante el hambre del pueblo (aporia: Jer 8,18.21): entonces se trata del mantenedor de la alianza. Pero cuando se trata de él solo, la reacción es diferente: si ante la persecución viene a maldecir el día en que nació (15,10; 20,14), halla una salida en el recurso al que puede vengarlo y protegerlo (11,20; 20,12).

Con Job (según el solo texto griego: synekhomai), asoma la preocupación por la salvación individual. “Sobrecogido de temor”, llora (Job 3,24); “si tengo miedo de una cosa, me sucede, y lo que temo me sobreviene” (3,25); habla dominado por la amargura de su alma (10,1; cf. 7, 11). “El temor del Señor [lo] invadió” (31,23). Finalmente, sin los términos mismos, el justo clama su angustia a Dios, que puede sacarlo del atolladero (thlipsis) (Sal 22; 31; 35; 38; 57; 69; 88; 102...).

En todos estos casos el individuo ocupa un puesto central porque le acecha la muerte; una ambigüedad se cierne sobre su angustia, porque la causa del Señor está mezclada con la suya. Moisés también invoca primero la muerte (Núm 11,11-15[E]); pero en lo sucesivo, si está angustiado, es puramente por razón del pueblo que apostata. Pidiendo a Dios que lo borre del libro de la vida al mismo tiempo que al pueblo, se solidariza con sus hermanos pecadores, aun conservando la certeza del amor vencedor de Dios (Éx 32,31s).

2. Si bien tal angustia puede sentirse en el corazón de todo hombre, su motivo varía con la venida de Jesús.

Éste tomó sobre sí no sólo los estremecimientos ante la muerte, sino también la terrible conciencia de la ambigüedad, de la incertidumbre. En el huerto de los Olivos fue invadido de tristeza, de miedo, de aflicción y de terror (Mc 14,33s), recapitulando en su persona la angustia de los justos de todos los tiempos (Sal 42,6. 12; 43,5...), lanzando gritos y derramando lágrimas, orando al que podía salvarlo de la muerte (Heb 5,7), ajustando, en fin, su voluntad a la del Padre (Mc 14,36). El ángel vino, esta vez también, a fortalecer al que combate hasta sudar sangre y que “se yergue” luego victorioso, capaz de afrontar su destino (Lc 22,41-45).

Jesús, descendiendo hasta el fon do de la angustia humana, se convierte “para todos los que le obedecen, en principio de salvación eterna” (Heb 5,9); crea un tiempo nuevo, irreversible. El acto al que el creyente se remite para asegurar la calidad del presente, tuvo, sí, lugar en el pasado (7,37), pero emerge por encima del tiempo y domina las fluctuaciones de la historia (Ap 1,5). En Jesús, la angustia no es suprimida, sino situada porque desde ahora la esperanza es certeza, y la muerte fecunda.

3. En el corazón del creyente la angustia puede ser experimentada a dos grados de profundidad y de extensión. Ahí está Pablo, frente a su propia muerte: “Desesperando de conservar la vida, aprende así a no poner su confianza [en sí mismo], sino en Dios, que resucita a los muertos” (2Cor 1,9; 5,4). Sabe, en efecto, que “nada puede separar[lo] del amor de Cristo, ni siquiera la tribulación ni la angustia” (Rom 8,35.39). Ésta es asumida por la certeza radical de que la muerte está vencida en Cristo (1Cott 15,54s). La muerte adquiere incluso un sentido, un valor redentor cuando se une a la agonía de Jesús: “La muerte hace su obra en vosotros” (2Cor 4,12).

Pero la angustia puede renacer a un nivel más profundo. Entonces no concierne ya simplemente a la muerte de un hombre ni a su salvación personal, que él sabe adquirida por la esperanza (Rom 5,1-5; 8,24). Surge frente a la libertad ajena, frente a la salvación de los otros. Esta angustia es la que clama Pablo cuando desea, como Moisés, ser anatema por sus hermanos de raza (Rom 9,3); quiere sufrir, padecer con (syn paskhein) Cristo (8,17): el mundo, en efecto, gime hasta el fin (8,18-23); entonces la esperanza manifiesta otra de sus dimensiones: no es únicamente certeza, sino también espera, constancia, gracias al Espíritu (8,24ss). Vemos, pues, al Apóstol al que apremia (synekhó) el amor de Cristo (2Cor 5,14), así como Jesús había estado dominado (synekhomai) por la perspectiva de su sacrificio (Lc 12,50); lo vemos entregado a las aflicciones y a las angustias (sic nokhória: 2Cor 6,4) sin verse, sin embargo, oprimido ni aplanado (aporia: 4,8). La agonía de Cristo dura hasta el fin del mundo.

Si, pues, el cristiano puede en la fe superar la angustia que lo aprieta a propósito de su muerte y de su salvación, puede al mismo tiempo vivir una angustia indescriptible en comunión con la totalidad de los miembros del cuerpo de Cristo. Certeza y no certeza en el corazón del creyente no se sitúan en el mismo plano y no conciernen al mismo objeto.

XAVIER LÉON-DUFOUR