2. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES Y LA PROPIEDAD

 

    2.1. PERSPECTIVA

 

Punto central de todo el planteo antropológico que estamos contestando es el referido a la propiedad privada de los bienes. Aunque parece ser un tema con cada vez menor relieve en la argumentación, sin embargo permanece como uno de los ejes fundamentales sobre los que se apoya todo el planteo. No es posible mantener en pie todo el resto del edificio antropológico planteado, si en su base no se encuentra indiscutiblemente establecido el «derecho (inalienable) a la propiedad privada».

El derecho de propiedad privada ha sido sostenido por el magisterio de la Iglesia desde siempre al condenar el «hurto». No obstante, junto con este principio se encontraba el otro que establecía que el «indigente» tenía derecho a «tomar» lo que necesitaba realmente para vivir. Más allá resulta obvia la insistencia explícita y directa de Padres, y Santos de la Iglesia de todos los tiempos en cuanto a la obligación evangélica de «compartir» los propios bienes, por deber de «justicia».

Con todo, este tema tiene un salto cualitativo en la segunda mitad del siglo pasado donde, desde una perspectiva de la estructuración social, se hacen afirmaciones acerca del carácter de «derecho natural» de la propiedad privada[1]. En estas afirmaciones se ha basado en gran medida la pretendida «cristianización» de una concepción de la propiedad en forma prácticamente absoluta, que ha llevado al propio magisterio a progresivamente irla contestando con fuerza, hasta su negación total[2].

Así la Iglesia, sin dejar de afirmar nunca la validez del principio de propiedad privada, fue matizando su absolutez, pasando por su relativización en aras del bien común, hasta la afirmación directa del Concilio Vaticano II acerca de la prioridad del «destino universal de los bienes»[3], que se concreta a su vez en la «hipoteca social que pesa sobre la propiedad privada» tan reiterada por Juan Pablo II.

En los últimos 25 años ha quedado ya firme la prioridad total del destino universal de los bienes frente a la propiedad privada de los mismos. Ya Populorum Progressio lo manifestaba con singular fuerza y claridad[4]. En el mismo sentido la encíclica Centesimus Annus le dedica amplísimo espacio al tratamiento del tema, incluido un capítulo entero[5].

"Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. He ahí, pues, la raíz primera del destino universal de los bienes de la tierra."[6]

En esa frase se condensa el fundamento teológico de la relación entre el ser humano y la creación entera, como lugar donde construir fraternalmente el Reino de Dios, y hacernos así verdaderamente sus hijos. El uso que se da a los bienes no solo no es ajeno a la Historia de Salvación, sino que es parte esencial de la misma.

Siguiendo con la larga tradición del Antiguo Testamento, nunca caduca y siempre fortalecida, la propiedad del universo y cuanto lo habita es exclusiva de Dios. El devenir histórico del ser humano sobre la tierra no puede hacer olvidar esa verdad primigenia. La posesión de la tierra («llenen la tierra y sométanla» Gn 1,28) no tiene una finalidad en sí misma, sino que está en función de una vocación universal más alta.

A su vez, la propiedad de la tierra está en función de su verdadera «posesión», como instrumento para la construcción de ese mundo de hermanos donde todos podamos reconocernos y vivir como hijos de Dios. La «propiedad» no es jamás un fin en sí mismo, y mucho menos lo es la «propiedad privada». La «propiedad» está en función de la «posesión», y ésta está en función del desarrollo pleno de la humanidad, "sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno".[7]

 

       2.2. PROPIEDAD Y DERECHO A LA LIBERTAD

 

Habitualmente se hace especial hincapié en el carácter de «derecho natural» de la propiedad privada. Esto es cierto, pero exige una profundización.

En primer lugar, por el hecho de que la «ley natural» no es una especie de «código» de deberes y derechos positivamente establecido. Por el contrario, se trata de la explicitación de las verdades objetivas sobre la naturaleza del ser humano, de modo que su formulación positiva oriente adecuadamente el actuar correcto del propio hombre.

Al interior de la «ley natural», existe una infinita gama de niveles de verdad, no en cuanto que una «verdad» sea más «verdadera» que otra, sino en el sentido de que hay «verdades» mucho más centrales que otras para el propio desarrollo pleno del ser humano. No todas las verdades sobre el ser humano tienen el mismo nivel de importancia.

En segundo lugar, se deriva de lo anterior que, si bien nunca será éticamente válido atentar directamente contra ninguna verdad humana objetiva (es decir, contra nada que conlleve el rótulo de «ley natural»), sin embargo hay «leyes naturales» que tienen prioridad absoluta sobre otras.

En nuestro caso particular, el «destino universal» es una verdad objetiva sobre el hombre que tiene total prioridad frente a la «propiedad privada», ya que ésta no tiene sentido sino como una posible aplicación de aquella.

En tercer lugar, por el hecho de que ambas derivan de una verdad aún más importante sobre el ser humano que es su capacidad de ser libre. En este sentido, como lo insisten de diferentes modos los documentos del magisterio, la propiedad de los bienes o su dominio constituye una dimensión material de la necesaria autonomía del ser humano, condición de posibilidad de la libertad[8].

No obstante, se debe tener mucho cuidado de no considerar la «propiedad» como la única condición de posibilidad de la libertad, ya que en modo alguno es la única dimensión de la «autonomía» fundamental del ser humano. Mucho menos aún, identificar la «libertad» del ser humano con su posibilidad de tener «propiedad». Estos son reduccionismos que falsean totalmente el sentido de «ley natural» que tiene la propiedad de los bienes.

Antes de entrar a considerar más cuidadosamente las consecuencias de esos reduccionismos, sintetizamos: la «propiedad privada» es una de las posibles aplicaciones del «derecho universal» de los bienes, que a su vez, es expresión de la dimensión material de la autonomía del ser humano, base de su «derecho natural a ser libre».

Tampoco olvidemos en todo este desarrollo que no estamos hablando de una «persona-individuo sino de, como vimos en la parte anterior de este trabajo, de una «persona» en sentido íntegro, es decir: original-social-estructural.

 

    2.3. DESDE LA ANTROPOLOGÍA

 

El tema de la propiedad de los bienes no ha sido históricamente un tema secundario desde una perspectiva antropológica. No se trata únicamente de las diferentes formas de propiedad posibles, sino de lo que implica para el ser humano el hecho mismo de la propiedad.

En sí misma, la propiedad consiste en el hecho de que alguien (persona o grupo) se «a-propia» (hacen propio) un determinado bien (no solo físico, puede ser también religioso, intelectual, de conocimiento, etc.), excluyendo al resto de los seres humanos de poder disponer de él.

Tal como hemos visto, en tanto expresión de la autonomía del ser humano, la apropiación es legítima por cuanto es una necesidad humana, no solamente derivada del momento histórico que vive, sino como parte intrínseca de su misma historici­dad.[9]

Veamos brevemente en qué sentido decimos lo anterior, para lo cuál ampliaremos la perspectiva hablando en primer lugar sobre la «posesión» de los bienes, para después concretarlo en una forma de posesión como lo es la «propiedad».[10]

El eje histórico del tema de la posesión radica en la satisfacción de las necesidades humanas, a partir de la disponibilidad colectiva de bienes que son «escasos»[11], pero no debemos reducir la perspectiva sino asumir la globalidad de lo que son verdaderamente las necesidades básicas y que van mucho más allá del solo «comer y vestir».

En primer lugar, la posesión de un bien está en función de la «expresividad» del ser humano[12]. Toda persona (y grupo humano, obviamente) tiene la necesidad de expresarse, es decir, de proyectarse hacia fuera de sí mismo en aquello que lo rodea plasmándose en ello, integrándolo a sí mismo como parte de su identidad, transformándolo de algún modo a su «imagen y semejanza».

El hombre necesita ir «humanizando» su entorno[13]. Solo así él se va haciendo y encontrando a sí mismo. Desde la forma de ordenar «su» habitación, hasta «sus» gustos culinarios. Todo ello de algún modo pasa a ser él mismo, porque en todo ello él se está expresando. Si a una persona se le cambiase su modo de vestir, de hablar, de comer, de trabajar, etc., de algún modo dejaría de ser él mismo.

Esa expresividad del hombre se traduce en una transformación de lo que le rodea en elementos, según la clásica división, «útiles» o «gratuitos». Lo estético y lo lúdico son inseparables de lo útil. El ser humano va transformándolo todo a su alrededor según él mismo es; según un proyecto de sí y de mundo, normalmente no explicitado ni siquiera a sí mismo, pero muy real y concreto.

Cada persona (y cada grupo humano) para poder ser ella misma, es decir, para poder construirse «tal como ella se proyecta» (ir siendo libre), necesita expresarse a través de la posesión de los más diversos bienes.

No obstante, también la «posesión» de los bienes puede volverse contra el propio hombre. Si en lugar de ser el hombre el que «posee» los bienes, «es poseído» por ellos, entonces se da el mayor vaciamiento de sí imaginable. Si en lugar de ser el hombre el que expresa «su sentido de vida» y «su proyecto» a través de la posesión, es por el contrario, que «busca su sentido de vida» y «su identidad» a través del poseer, entonces estamos en la total des-humanización.

En la antropología que estamos confrontando, con mucha facilidad se presenta la posesión (más aún, la apropiación privada y exclusiva) de los bienes como forma de ser él mismo. Con que «más se tiene», «más se es», parece ser el axioma. Justamente estamos confrontando esa perspectiva de posesión abusiva y vaciadora de sentido.

No es el «poseer» lo que dará sentido a la vida, ni lo que hará más humana la persona; sino que el expresarse humanizando y liberando, a partir del sentido y proyecto ya encontrado y elaborado como lo más auténtico de sí mismo. El verdadero poseer los bienes, es el «disponer» de ellos y, al mismo tiempo, «siendo disponible» frente a ellos.

En segundo lugar, la posesión está en función de la «relacionalidad» del ser humano[14]. Como vimos en el capítulo anterior de este trabajo, el ser humano es esencialmente un ser relacional. La relacionalidad central es la del ser humano con sus congéneres, porque de ella depende esencialmente su «hacerse mutuamente personas en la historia».

Pero esa relacionalidad es histórica y por tanto necesariamente mediada por lo material. Nadie se puede relacionar con otro al margen del espacio y del tiempo, y al margen de las cosas materiales. Como todos los bienes son escasos, incluido el tiempo con que contamos, toda relación exigirá una disponibilidad de bienes, y a su vez, toda forma de disponer de los bienes supondrá una forma de relación.

Una amistad exige tiempo. No es pensable una amistad verdadera y profunda, sin tiempo para compartir. Se trata no solo de cantidad de tiempo, sino también de intensidad de vivencia. Pero sin tiempo no es posible una amistad. De igual modo, la amistad exige, a cierto nivel, compartir intimidad (conocimiento del otro), compartir proyectos concretos para realizar juntos (trabajo y gratuidad con el otro), compartir bienes económicos, etc. Con que más real sea lo que se comparta, más real será la amistad.

Una persona puede tener la mejor intención de construir una amistad con otra, pero si no está dispuesta a (o no puede) compartir lo «suyo» con el otro, la amistad no pasará de ser una «buena intención», que a los efectos reales históricos es equivalente a «nada».

La posesión de los bienes es esencial, pues, para permitir una relación real. Es así que podemos afirmar que la posesión de bienes es mediación necesaria para toda relación. Más aún, la posesión de los bienes es la mediación esencial de la relacionalidad.

De ahí se deduce que sólo en la medida en que la persona puede disponer realmente de lo que le rodea, puede relacionarse con los demás. En el mismo sentido, sólo en la medida en que la persona posea los bienes en el sentido de «compartirlos» con los demás, es que establece relaciones humanizantes.

Porque también existe el peligro (y lamentablemente, la realidad histórica) de que por la forma de poseer lo bienes, estos destruyan la relacionalidad. En la medida en que la persona se aferra a los bienes, poseyéndolos «sólo para sí», en esa medida los bienes se convierten en «mediación de la separación».

La posesión que comparte, «nos integra». La posesión que no comparte, excluye a los demás, divide, separa. En este sentido, también la persona puede «ser poseída» por los bienes, en cuanto que es capaz de romper su relacionalidad necesaria con los demás, quedando atrapado por sus propios bienes.

En tercer lugar, la posesión está en función de la construcción de una realidad nueva[15]. Desde la perspectiva cristiana, la posesión de los bienes únicamente es válida si está en función de la construcción del reino de Dios.[16]

Poseer para hacer «producir», para dar fruto. El universo entero está creado no para la esterilidad o la autoperpetuación inmutable, sino para el desarrollo pleno de sus potencialidades. Pero no se trata de «desarrollo» en cualquier sentido, sino en uno muy específico: la plena humanización del universo.

Ese proceso únicamente puede ser conducido por el ser humano, cabeza de la creación, y único ser capaz de participar activa y conscientemente del proyecto de Dios. El hombre debe «poseer» la naturaleza y «poseerse» a sí mismo, como única forma de ir disponiendo la realidad entera a ese mundo nuevo. Poseer que es siempre construir y nunca abusar, ni con respecto a la naturaleza, ni con respecto a sí mismo. La misión del ser humano es la de ser «fecundo».

La persona concreta necesita poseer para transformar. Posesión que es proceso técnico, económico, y espiritual, al mismo tiempo. Posesión que construye, y que lo construye a él mismo, según ese «proyecto de Dios» que llamamos «reino», y que supone la realización de la creación en la total fraternidad humana que comparte plenamente todos los bienes en el «gran banquete eterno».

Pero la posesión puede ser también fagocitante. Puede ser una posesión estéril y esterilizante. Una posesión que no hace crecer, que no deja crecer, que ahoga al «poseedor» y a «lo poseído».

En la antropología que estamos contestando, muchas veces se presenta la posesión como absoluta en sí misma: «lo que importa es tener». Es una posesión asfixiante, que no libera ni las potencialidades de los propios bienes, ni las del poseedor. Es una posesión que busca únicamente su crecimiento como «más posesión», en una dinámica de autoperpetuación. Es una posesión estéril en «frutos del reino».

También la persona, en este caso, puede «ser poseída» por los bienes al quedar atrapado por ellos en «mantenerlos». La posesión que se apoya en sí misma solo puede generar esterilidad.

Estas tres dimensiones se dan en conjunto, es decir, no es pensable una «posesión» positiva en una de ellas mientras en las otras es esclavizante. La relación con los bienes es una sola y de por sí exige una coherencia entre los tres niveles considerados.

Para sintetizar podríamos decir que en la relación con los bienes, el ser humano tiene únicamente dos alternativas: «poseerlos» en la total disponibilidad frente a ellos, para expresarse, relacionarse y construir; o «ser poseído» quedando esclavizado por unos bienes que debe conservar y proteger a cualquier costo, porque en su posesión ha confiado su identidad y su propio sentido de vida.

 

       2.4. DIMENSIÓN SOCIO-ESTRUCTURAL

 

La «posesión» de los bienes, tal como lo acabamos de desarrollar, se articula concretamente en la sociedad a través de estructuras culturales y jurídicas que establecen diferentes formas de propiedad. Al entrar en el planteamiento social de la posesión de los bienes, pasamos necesariamente al tema de su propiedad.[17]

De este modo, es a través del sistema de propiedad sobre los bienes, que las personas tienen acceso real a ellos en una sociedad. En la práctica, sin embargo, los sistemas de propiedad además de permitir a algunos la posesión de los bienes que necesitan, también suelen excluir a otros de la posibilidad de poseer aquellos bienes que a su vez necesitan.[18]

La exclusión de la «propiedad» de los bienes necesarios para algunos (mucho peor aún cuando estos son la gran mayoría), tiene gravísimas consecuencias para la sociedad. En primer lugar, porque los excluidos ven seriamente limitadas sus posibilidades de realización personal por cuanto las dimensiones que antes mencionamos (expresividad, relacionalidad, y transformación) se ven limitadas o inclusive anuladas.

De algún modo es verdad que toda persona «algo» posee. El problema no es ese, sino que radica en el hecho de que si no posee los bienes básicos necesarios para una vida digna, su realidad se puede convertir en una mera lucha por la «superviven­cia», donde los demás pueden ser percibidos inclusive como un «atentado» a la propia vida por cuanto impiden el acceso a lo imprescindible, y de este modo anulando de hecho las potencialidades positivas de la misma posesión de los bienes.

A su vez, los que en este sistema tienen una propiedad que va más allá de lo necesario, perciben a los «pobres» como peligrosos para el mantenimiento de su propiedad, y optando por proteger la propiedad frente a los demás, anulan todo lo que de «compartir» se trata, terminando en la total esclavitud de sus propios bienes.

Así el sistema de estructuras de propiedad de una sociedad, o es humanizante para todos o es deshumanizante para todos. La pobreza es la primera violación de la propiedad.[19] La existencia de pobreza es, de por sí, un atentado directo a la sociedad en cuanto imposibilita una auténtica y positiva posesión de los bienes por parte del conjunto de sus miembros.

En este sentido, podemos afirmar que no se trata únicamente de intentar mitigar la escandalosa brecha entre pobres y ricos, y por tanto no se trata de generar estructuras que hagan «soportable» esa diferencia. Mucho más aún, se trata de generar estructuras que efectivamente realicen el sentido profundo del «derecho natural» de propiedad: "Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno".[20]

¿Cómo debe ser esa estructura? La pregunta tiene múltiples respuestas desde las diferentes perspectivas en las que se puede analizar la sociedad.

Obviamente la que presenten las ciencias económicas es una de ellas, válida, pero no la única válida. A su vez, tampoco es aceptable como verdad evidente de por sí e inamovible la «imposibilidad apriorística» de una estructura de propiedad y distribución de bienes diferente al actual. Es más, desde la perspectiva cristiana, esa posibilidad de generar lo alternativo, no sólo es muy real, sino que constituye una exigencia concreta que nos plantea la fe.[21]

Podemos aquí apuntar tres elementos constitutivos de una estructura válida de propiedad y distribución de bienes.

El primero consiste en asegurar un régimen de seguridad legal y material de la propiedad. No es posible la realización de una sociedad que viva en un sistema de violencia y arbitrariedad sobre el derecho de propiedad.

Ese régimen debe, sobre todo, asegurar el derecho a la propiedad de los pobres y los débiles en el entramado social.[22] La violencia sobre la propiedad no se ejerce únicamente por el «hurto», sino también cuando el poder generado por los grandes capitales va desplazando de sus tierras a los pequeños agricultores, o va condenando sistemáticamente a la quiebra a los pequeños comerciantes, o eleva los precios por razones de especulación u «optimización de ganancias», etc.

Frente a todas esas violencias ejercidas contra el derecho de propiedad es que el propio sistema tiene el deber de actuar eficazmente.

El segundo elemento que apuntamos es a la necesidad de generar nuevas formas de propiedad (y/o de devolverles actualidad a algunas existentes en el pasado y hoy «arrasadas») que no caigan ni en el «capitalismo de estado» de los sistemas colectivistas, ni tampoco caigan en la exclusiva «propiedad privada (individual)» preconizados en el sistema capitalista.[23]

Estimular y hacer posibles formas de propiedad cooperativas, colectivas, mancomunadas, etc., que permitan una mayor «socialización» de la propiedad, en términos de la Laborem Exercens.[24] De ese modo se facilita la adecuada mediación de la relacionalidad entre las personas y entre los grupos, donde los términos de referencia no saltan del individuo aislado al colectivo como un todo, sino que encuentran instancias intermedias que eviten tanto el aislamiento como la pura masificación.

El tercer elemento se refiere a la generación de estructuras de serio y efectivo control de la propiedad, que eviten tanto la «esterilidad» de los bienes, como su utilización en un sentido distinto al del bien común de la sociedad.[25]

Como vimos más arriba una de los fundamentos teológicos básicos para sostener el derecho a la posesión de los bienes por parte del hombre, es su «desarrollo» en función de la construcción del reino de Dios. Ese «desarrollo», históricamente, se concreta en su adecuación al bien común de la sociedad, por lo que jamás será válido el derecho de propiedad cuando sirve como justificación para atentar contra el bien común.

La no utilización de los bienes en propiedad en función del bien común puede darse en forma directa, pero también mediante su esterilidad. No hacer producir al máximo posible, en bien del conjunto de la sociedad, los bienes en propiedad constituye de hecho un atentado al bien común. Nadie tiene derecho a mantener en la esterilidad bienes que siendo propiedad suya son, no obstante, bienes destinados a la comunidad entera. En esto se apoyan instrumentos que van desde la reforma agraria, hasta la intervención estatal en empresas o áreas de producción.[26]



[1]      A los efectos es muy ilustrativa la afirmación hecha en la encíclica Rerum Novarum (cfr. 25).

[2]      Simplemente a modo de ejemplo, se puede ver con claridad esta evolución consciente y determinante, en la lectura que se hace del proceso desde Rerum Novarum, en CA 30.

[3]      "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa, bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. (...) Quien se halla en situación de necesidad extrema tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí (ver la nota que adjunta)."

GS 69a

[4]      "Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de encontrar en ella lo que necesita.(...) Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de propiedad y comercio libre, a ello están subordina­dos.

(...) Es decir, que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicio­nal y absoluto.

(...) El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación, si (...) algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva."

PP 22-24

[5]      El tema está tan asumido al interior del magisterio que, por ejemplo, la Conferencia de Santo Domingo no lo desarrolla específicamente como argumento, sino que directamente hace múltiples aplicaciones prácticas de él (cfr. 169, 171, 174, 180, 200, 206, 226, 233, etc.).

[6]      CA 31a.

[7]      Cfr. Ibíd.

[8]      Sobre este aspecto específico, en los documentos más recientes Cfr. CA 30c (citando a su vez a GS), 43ac; Cat 2402.

[9]      "La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las personas..."

Cat 2402

[10]    La «propiedad» constituye una forma específica de «posesión» de los bienes, que normalmente supone una figura jurídica y/o cultural, pero que no se agota en ella. De hecho, antropológicamente, una «propiedad» sin «posesión» del bien (capacidad de disponer de él), no tiene sentido.

[11]    En principio, todos los bienes históricos son «escasos», ya que ninguno es infinito y por tanto nadie puede disponer de «todo» lo que pudiese desear sin que eso afecte necesariamente al resto. La economía ha desarrollado este concepto básico en forma muy afinada.

[12]    En toda esta parte del trabajo, una referencia obligada es a la encíclica Laborem Exercens, donde se desarrolla en extenso la teología del «trabajo», entendido en el sentido amplio de «toda actividad verdaderamente humana».

Para el aspecto concreto de la «expresividad», Cfr. lo referido a la «subjetividad» del trabajo (LE 6, 9, 15, 22, etc.).

[13]    En referencia a la temática ecológica, aquí simplemente diremos que «humanizar» la naturaleza es justamente lo contrario de abusar de ella, destruyéndola. El ser humano «se humaniza» humanizando. Esto también alcanza a la naturaleza. Desde la perspectiva cristiana, la naturaleza está al servicio del hombre, no es su enemigo ni el hombre es meramente parte de ella, sino que debe «liberarla» humanizándola. Por eso, la relación del hombre con la naturaleza no escapa de la «relacionalidad» que el hombre establece con los demás hombres también: «opresora», destructiva de sí y de los demás; o «liberadora», humanizadora de sí y de los demás. Con este esquema simple, únicamente queremos evitar el error de pensar que la «posesión» de algo necesariamente implica su abuso y destrucción.

[14]    Cfr. LE 8, 10, 12, etc.

[15]    Cfr. LE 4, 10, 25, etc.

[16]    En este sentido, a modo de ejemplo, dice el Catecismo universal (2404):

               "La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la Providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo, a sus próximos".

Cfr. también GS 96a; Cat 2405; etc.

[17]    Cfr. LE 14.

[18]    Son innumerables los documentos del magisterio universal y particular, que denuncian sistemáticamente la realidad de esa «brecha» generada por el sistema de propiedad y distribución de bienes de nuestras sociedades.

A modo de ejemplo, dice el documento de Santo Domingo:

               "El empobrecimiento y la agudización de la brecha entre ricos y pobres golpean de modo grave a las grandes mayorías de nuestros pueblos debido a la inflación y reducción de los salarios reales y a la falta de acceso a servicios básicos, al desempleo y al aumento de la economía informal y de la dependencia científico-tecnológica."            199 (Cfr. también 167, etc.)

[19]    Cfr. CA 6c.

[20]    CA 31a. El subrayado es nuestro.

[21]    También en este punto existen innumerables documentos del magisterio. Simplemente para mencionar uno de los más recientes: Cat 2426ss, 2459, etc.

[22]    Cfr. CA 48; Sto Dgo 180d.

[23]    Cfr. LE 14; CA 19b, 61a; Cat 2424-2425; etc. A modo de ejemplo:

               "Fomentar la búsqueda e implementación de modelos socio-económicos que conjuguen la libre iniciativa, la creatividad de personas y grupos, la función moderadora del Estado,  sin dejar de dar atención especial a los sectores más necesitados. Todo esto, orientado a la realización de una economía de la solidaridad y la participación, expresada en diversas formas de propiedad."   Sto Dgo 201

[24]    LE 14g.

[25]    "La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular, en función del bien común, el ejercicio del derecho de propiedad." Cat 2406 (subrayado en el original). Cita también: GS 71, 4; SRS 42; CA 40, 48).

[26]    Por ejemplo:

               "Apoyar a todas las personas e instituciones que están buscando de parte de los gobiernos, y de quienes poseen los medios de producción,  la creación de una justa y humana reforma y política agraria, que legisle, programe y acompañe una distribución más justa de la tierra y su utilización eficaz."

Sto Dgo 177