FRAY MARCELINO

HERMANO MAYOR

DE LOS POBRES

 

José María Lodeiro

DATOS

CRONOLÓGICOS

 

 

 

1865, 20 de octubre

Nace en Endine Gaiano, provincia de Bérgamo (Italia) y es bautizado el mismo día, un niño a quien sus padres, Luis Zopetti y Angela Silvestri, dan el nombre de Juan Bautista.

1874, 15 de setiembre

Recibe el sacramento de la confirmación y se acerca por primera vez a la eucaristía. Durante su niñez y adolescencia concurre a la escuela, colabora en el trabajo de la tierra y en el pastoreo. Más adelante  trabajará de  guardabosque.

1885 (circa)

Se dirige a Cerdeña para trabajar en las minas situadas en el sudeste de la isla. Allí enferma de malaria y retorna a Endine.

1891

Juan Bautista pide para ser admitido como postulante en la Orden capuchina.

1892, 8 de diciembre

Viste el hábito capuchino y recibe el nombre de fray Marcelino de Endine, dando comienzo al año de noviciado en el convento de San Bernabé de la ciudad de Génova.

1893. 8 de diciembre

Hace la profesión de los votos temporales

1896, 8 de diciembre

Emite los votos perpetuos. Antes de su partida al Río de la Plata, cumple distintos oficios en conventos de Génova.

1898, 2 de diciembre

Luego de despedirse de sus padres, hermanos y familiares, se embarca para Montevideo, con destino a Buenos Aires (Nueva Pompeya).

1899, 9 de enero

Arriba a Montevideo y el 20 del mismo mes parte para Nueva Pompeya. En el ínterim, conoce al legendario fray Pablo de Camerino, ya anciano, que fallecerá en 1900. Se los ve en foto que publicamos, junto a toda la familia capuchina del Uruguay.

1902, 31 de enero

Desatendiendo la prohibición que pesa sobre el ingreso de religiosos católicos al Uruguay, desembarca en Montevideo destinado al convento de San Antonio.

1905, diciembre

Es enviado a la ciudad de Concordia (Entre Ríos – Argentina) para colaborar en la fundación proyectada. Entre otras tareas, trabaja de albañil en las obras de edificación.

1908, 29 de noviembre

Vuelve al convento de San Antonio en Montevideo.

1912

Vuelve por única vez a Italia a visitar a su madre enferma, permaneciendo algunos meses.

1913.

Es enviado a Maldonado con el p. Damián de Finalborgo

1914

Se le encomienda la portería de San Antonio que atenderá hasta su muerte

1954, 11 - 13 de julio.

Se despide de sus hermanos y muere serenamente.

1954, 13 de julio.

Los funerales expresaron el amor del pueblo. Sus pobres, se turnaron para  llevar el féretro hasta el cementerio.

1965, 20 de octubre

En el centenario del nacimiento y de la llegada de los primeros capuchinos a Montevideo, son trrasladados los restos de fray Marcelino al templo de San Antonio

 

 

 

 

El amor es paciente, servicial y sin envidia.

No quiere aparentar ni se hace el importante.

No actúa con bajeza, ni busca su propio interés.

 El amor no se deja llevar por la ira,

sino que olvida las ofensas y perdona.

Nunca se alegra de algo injusto

y siempre le agrada la verdad.

El amor disculpa todo; todo lo cree,

todo lo espera y todo lo soporta”.

(1Cor 14)

PRÓLOGO

 

Aunque dispusiéramos de las mejores fuentes y la más variada documentación, sería vano el intento de abarcar en estas páginas “la vida” de fray Marcelino de Endine. Ninguna biografía se conforma al original en toda la potencialidad que posee una existencia digna de ser rescatada del olvido y divulgada. El biógrafo, como el historiador, es un coleccionista de fragmentos y, si bien no llega a componer la totalidad del mosaico, su oficio es abrir ventanas, para que la luz permita ver más allá de lo que está sugerido o incompleto. Nos queda, pues, desarrollar “una vida” del hermano portero de los capuchinos, atravesar el umbral que nos separa de su historia, y asomarnos con humildad, rogando al cielo que nos libre de erigir un monumento o de adulterar el modelo. Quien encara una tarea similar, más si el biografiado es contemporáneo, desearía disponer de un planímetro vital y poder luego  exclamar, a semejanza del maestro ante la escultura consumada: “Sólo le falta hablar”.

 Debemos moderar pretensiones; nos hubiera gustado disponer de apuntes, notas, impresiones, más testimonios sobre fray Marcelino, recoger el eco de sus palabras, sus dichos, consejos y enseñanzas, saber de los malos momentos (que hasta los santos los tienen) y despertar memorias adormecidas, tras casi medio siglo de su muerte. Los recuerdos se fueron debilitando, gran parte de los testigos ya no están entre nosotros y, en el paso de los años, sólo un puñado de anécdotas se conservó y publicó por iniciativa del p. Dionisio Moral. Las personas consultadas convergieron mayoritariamente en los mismos relatos, como que son el patrimonio común. Ellos encierran más de lo que aparentan, son brevísimos resúmenes de vida que necesitaban ser contextualizados e interpretados para mostrar otras facetas que debieron ser muy ricas. Nos propusimos descubrirlas, si era posible, en las casi imperceptibles variantes de las versiones, en las avaras líneas incidentales de una carta entre superiores mayores,  en las páginas de la antigua “revista de los terciarios”, en algún generoso aporte magnetofónico, en la conversación fortuita que entablamos con un anciano que aguardaba la apertura del  “comedor de los pobres”. Quisiéramos poder transmitir al Marcelino de una época tan distante y tan cercana, a través de la lectura que él hizo de los signos de  su tiempo, de las crisis y esperanzas que se vivían a su alrededor, del fluir de los días en las fraternidades que integró, saber de sus proyectos, de los días de Endine, su pueblo, de Cerdeña, Génova, Buenos Aires, Concordia...

 No siendo esto posible, hemos encarado con mucha modestia el trabajo, dejando constancia de huellas apenas sugeridas, de algunas más traducibles y de otras  convertidas  en pistas que revelan y definen. Aunque está de más recordarlo, las más visibles fueron el amor a los desamparados y la solidaridad fraterna con los pobres. De ahí el título que elegimos y que Marcelino se atribuía como expresión de horizontalidad de relacionamiento. Otras pistas menos perceptibles se nos presentaron como la planta del calzado que el paso del hombre dejó impreso en el polvo lunar. Por una y otra senda nos adentramos, valiéndonos de la escasa documentación obtenida en el archivo del que fuera Comisariato Rioplatense, hoy integrado en una entidad mayor, junto con su par el Comisariato Argentino. Otros apoyos fueron los testimonios recogidos de sus hermanos de hábito, de algunos pocos seglares, hoy de menguada memoria y los obtenidos por  otras  vías. Alguna “perla” hallada y algunas sugeridas o puestas como indicio, nos permitieron mirar más lejos, a lo largo y a lo ancho. Cuando falleció fray Marcelino, estábamos ausentes del Uruguay por razones de estudio. La noticia conmovió profundamente a quienes nos encontrábamos en iguales circunstancias. Parecía que el hombre de Dios dejaba un vacío insalvable de amor al prójimo, pero Dios quiso que otros lo llenaran con la misma eficacia.

El recordado p. Lázaro Iriarte, basándose en el relato de uno de los primeros historiadores de la Orden, Mario de Mercato Sarraceno, expresa: “En su itinerario penitencial, san Francisco descubrió primero al pobre como hermano, y después al Cristo pobre y sufriente (...) También los capuchinos descubrieron a los pobres antes de formular el ideal de pobreza. Es sugestivo el relato de los cronistas sobre la decisión de Mateo de Bascio en enero de 1525: Volviendo a casa, ‘no lejos del monasterio se encontró con un pobrecito que yacía en tierra, semidesnudo y muerto de frío... Oyendo sus lamentos, se compadeció de él, y sacando del dorso dos buenas, anchas y largas piezas de lana... se las dio. Y encaminándose luego al monasterio, desapareció el pobrecito, y nunca más lo vio, quedando en el corazón de fray Mateo una gran compasión por aquél y otros pobres, según me contó después él mismo. Y cuanto más veía la comodidad de los hermanos en el comer, en el vestir y calentarse y en otras cosas, tanto más presente tenía la pobreza que había prometido...” (“El amor a la pobreza y a los pobres en la legislación y en la vida de los primeros capuchinos”, en “Cuadernos Franciscanos”, 16/1983, n. 63). En esta perspectiva intentamos presentar al fraile y hermano mayor de los pobres. Que fray Marcelino nos conceda la gracia de aprender a amar a Dios y a los pobres, como él los amó.  

Fuimos testigos cercanos de muchos de los hechos narrados, convivimos con frailes que lo conocían mejor y más directamente, pertenecemos a la generación que lo admiró y lo amó.  En ocasión de la reducción de sus restos, el p. Conrado concurrió al cementerio con fray Celso y un numeroso grupo de “pobres”. El resultado personal fue la obtención de una “reliquia insigne”. Mencionamos el hecho porque en momentos difíciles para quien escribe, ésta y la invocación al santo hermano, demostraron la eficacia de su protección.

Agradecemos a quienes han hecho posible este trabajo: al p. Dionisio Moral que supo recoger una parte del anecdotario que corría de boca en boca, permitiéndonos corroborar y completar lo nuevo y lo tradicional; al hermano Francisco, paciente, eficaz y siempre dispuesto a colaborar; al hermano Jerónimo Bórmida, providencial puente en nuestro reencuentro con Marcelino; al hermano José Luis Cereijo, guardián y párroco de San Antonio; a todos los que, con sus recuerdos, revivieron al lego capuchino que conocimos, particularmente a los hermanos Vicente, Livio y Luis Alberto.

Por último, se impone hacer una advertencia imprescindible: el vocablo “santo” aplicado a fray Marcelino, no tiene el alcance que da la Iglesia oficialmente a quienes reconoce y propone como tales.  En todos los casos debe interpretarse en sentido popular, sin pretender adelantar juicio alguno sobre santidad, méritos  o gracias recibidas.

J. M. Lodeiro

 

 

 

PUNTO DE MIRA

 

 

Si principio quiere la historia, hay maneras de interpretar ese punto de partida, el desmadejamiento y la concatenación de los hechos. Hay una forma de verlos en un contexto historicista, lineal, ciertamente fatalista. El hecho desnudo y sus consecuencias. El positivismo racionalista termina siendo elemental y previsible en sus conclusiones. O cae en un determinismo histórico ineludible o no puede concebir que el hombre tenga otra dependencia fuera de las circunstancias y los imprevistos. Lo que es, fue y será, no tiene otra explicación que el mismo desarrollo, la evolución de los acontecimientos y la casualidad. El azar, y el curso ciego del tiempo, hace las veces del titiritero que mueve los hilos detrás de bambalinas. Esto significa que Dios no tiene arte ni parte en la trama y que el hombre poco puede hacer en orden a  una supuesta misión transformadora.

La historia para el cristiano cubre también el devenir de  “posibles realidades”; lo simplemente cronológico tiene una finalidad en la medida que se va ordenando a los planes del Señor de la Historia. Esta visión es de suyo iluminadora; ofrece desde el pasado hacia el presente y a la inversa, una lectura  sumamente dinámica. El eminente historiador Marc Bloch, fusilado por los nazis en 1944, escribía en la cárcel:

“El cristianismo es una religión de historiadores... Por libros sagrados, tienen los cristianos libros de historia, y sus liturgias conmemoran, con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, quizá más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad representa, a sus ojos, una larga aventura, de la cual cada destino, cada ‘peregrinación’ individual, ofrece, a su vez, el reflejo; en la duración y, por lo tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristiana, se desarrolla el gran drama del Pecado y de la Redención”.

Una mirada así, sobre los cristianos y la historia, nos integra en espíritu a la extensa peregrinación de un hermano lego capuchino que conocimos, admiramos, y amamos. Nuestra visión no es la misma de la época en que vivió, no puede serlo. Entonces ¿cómo se desarrolló su “larga aventura”?  A menos de cincuenta años de su muerte nos preguntamos: ¿cómo se mira al “santo” fuera del marco histórico en que vivió?  ¿Es siempre él mismo a través del tiempo, como el santo incorrupto que yace en alguna iglesia venerable?  Las respuestas no pueden ser definitivas. Provocan una cascada de respuestas, muchas interrogantes y alguna ayuda para mejor ubicarnos ante un modelo de vida cristiana.  Por ahora sepamos más de nuestro personaje en la perspectiva que nos dan los años transcurridos y los vertiginosos cambios que nos separan  del primer medio siglo anterior.

 

 

 

CAMINOS

QUE VAN Y VIENEN

 

 

En el intento de seguir el rastro que dejara fray Marcelino,  nos remitimos previamente a las “causalidades” que se dieron en el ceñido entorno geográfico de la región. Veremos cómo se van ajustando las piezas de esta historia, a modo de un puzzle propuesto por la providencia y armado por los hombres. La sabiduría popular enseña que Dios escribe derecho sobre líneas torcidas.  Situados en la condición de renglones, comprobamos que  el “santo” supo ser un instrumento apto para interpretar y darnos a leer, la nítida escritura de la voluntad de Dios.

 Con esta breve introducción, entramos en el análisis de las “causalidades” que derivaron en la llegada de los frailes capuchinos a las repúblicas del Plata. Un día, la secuela de éstos y otros acontecimientos, derivaron en la llegada a estas tierras de fray Marcelino, para evangelizarnos con su ejemplo de amor a Dios y a los hombres.

Primera causalidad

El Archivo Provincial Capuchino de Montevideo (APCU) nos acercó a las inquietudes que 70 años atrás llevaron al p. Bernardo Bidegain de Buenos Aires, a indagar sobre los orígenes providenciales más remotos de la presencia capuchina en Uruguay. El p. Bernardo transcribe datos sobre un capítulo “prehistórico” de esta presencia en Colonia del Sacramento (Uruguay), frente a Buenos Aires. Colonia fue en sus inicios un importante bastión muy disputado entre portugueses y españoles. Fundado por los primeros, pasó sucesivamente de unos a otros, hasta que por el Tratado de San Ildefonso de 1777 quedó bajo dominio español.

lEl p. Bernardo toma del capítulo IV del libro “A Colonia do Sacramento”, de Jonathan da Costa Rego Monteiro (Porto Alegre, 1937), un pasaje que interesaba a su investigación, y a él suma sus propias conclusiones:

“El día 10 tomó posiciones definitivas para el sitio estableciendo el Cuartel General en el convento de los Capuchinos (...) Rápido fue el ataque de los españoles, no pudiendo los paisanos agruparse para la resistencia, los atacantes les mataron un hombre e hirieron a otros y tomaron prisionero a Fray Francisco de Porciúncula, de la iglesia de San Antonio, herido de bala en el hombro y en la cabeza y mayor hubiera sido la masacre en la paisanada si no hubiera intervenido en socorro la rápida intervención de la Plaza con 40 hombres bajo el mando del capitán Domingo Lopes Guerras. La captura de este padre les dio la idea de canjear al Corregidor hecho prisionero al comienzo de las operaciones militares, lo que propusieron al brigadier Antonio Pedro, que les respondió no estar en las costumbres militares canjear frailes por soldados (Bca. Nal. de Río Janeiro, Relaçâo exata, ms. cit.). Añade luego el p. Bernardo:  “Que este tal Fray Francisco de Porciúncula fuera capuchino, aparece claro más adelante, donde en la pág. 244 se lee: ‘Convencidos los españoles de que no canjearían al Corregidor Juan Goncalves por el fraile capucho preso, resolvieron soltarlo y por él recibieron al Brigadier Antonio Pedro, etc.´ ”. Finalmente anota y cita del capítulo IV: “Narrando la expedición que por orden del Rey de Portugal debía hacerse a la Colonia, por cartas de 12 y 16 de setiembre de 1735, entre otros datos dice: ‘...y a ella (la nueva Colonia) mandarán artillería, armas,... un ingeniero para asistirla y dos Religiosos barbadinhos (barbados) que se encuentran en Río de Janeiro y si no fuere posible a otros sacerdotes de vida ejemplar que puedan celebrar la misa y administrar los Sacramentos a los nuevos pobladores... etc.’ ”. (APCU)

Coincidente con sus propias investigaciones, el p. Bernardo consulta al historiador y cordial amigo de la Orden, Eustaquio Tomé.  En su respuesta, de fecha 25 de diciembre de 1936, éste  añade a lo ya conocido, algunos datos complementarios basados en Carlos Ferrés:

“Un relato histórico del Padre Pedro Pereira Fernández Mezquita, último cura portugués de la Colonia del Sacramento, dice que: ‘en 1777 Colonia tenía 3000 almas sugeitas a Sacramentos; entre muros el hospicio que fue de los jesuitas y otros dos padres Capuchinos da provincia da Conceiçao do Rio de Janeiro con sus respectivas iglesias’. El texto pertenece al libro de Carlos Ferrés ‘Época Colonial. La Compañía de Jesús en Montevideo’.  En nota al pie de página se lee: “Datos suministrados en carta de Don Clemente L. Fregeiro, de Buenos Aires, al cura que fue de la Colonia, Pbro. Carlos Bianchetti”. (APCU)

 Tiempo después el mismo Tomé completa su informe con otro apunte de época posterior, pero ligado siempre a una  presencia capuchina de la cual no había información:

“Durante la terrible epidemia de fiebre amarilla en el año 1857, un capuchino italiano Federico Ferretti, contrajo la enfermedad asistiendo a los primeros enfermos y murió el 7 de marzo. De su atrayente figura de mártir del deber, me ocupé en carta que dirigí a ‘El Bien Público’ el 8 de febrero de este año (1937) y en el extenso artículo que sobre la epidemia y la heroica muerte de Mons. Lamas publiqué en el mismo diario los días 7 y 8 de mayo de este año”. (APCU)

El 8 de julio de 1937,  el voluntarioso historiador retoma  su investigación ligando dos hechos aparentemente casuales y abriendo una nueva pista:

En el nro. 2046 del diario ‘Comercio del Plata’, correspondiente al 4 de diciembre de 1852, encontré en la sección ‘Crónica local’ el siguiente suelto: ‘Capuchinos. Mientras no puedan seguir viaje a Chile, el gobierno les ha dado alojamiento en el edificio de la Universidad. Ayer desembarcaron: son 25. ¿No habrá quedado alguno de estos religiosos en la República? ¿No sería uno de ellos el P. Ferretti, primera víctima de la fiebre amarilla en 1857?”.  “Fray Federico Ferretti, natural de Génova, de 33 años de edad, que confesó a dos de los marineros introductores del mal, asistido por el Dr. Brunel, falleció el 7 de marzo con todos los síntomas de la fiebre amarilla. Por el eterno descanso de su alma se rezó un funeral solemne el 20 de marzo, en la Iglesia de los Ejercicios donde el extinto se hospedaba” . (APCU)        (Ver en “Apéndice 3”, el remitido a la prensa del superior de los misioneros capuchinos, en que agradece sentidamente a la población de Montevideo, las atenciones recibidas durante su estadía).

Quedaríamos en deuda con esta historia y con quienes siguen en estas páginas nuestras “causalidades”, si no retomamos el episodio de la epidemia para rebatir ciertos juicios históricos injustos, sobre el “comportamiento de los sacerdotes católicos” en el caso. W. Buño, en su monografía sobre el tema, se apega indiscriminadamente a los informes del embajador de Francia  M. Maillefer, que desmerece la actuación de los eclesiásticos, pese a que en “solicitada” del diario “El Nacional” (27 de abril de 1857), se probara lo injusto de tal apreciación. La opinión del diplomático no es inocente si se tiene en cuenta que contrapone a la conducta de los curas, la generosidad y entrega de masones y pastores protestantes. E. Tomé, sin dejar de reconocer los méritos de éstos, señala que, de los veinte sacerdotes existentes en Montevideo, una mayoría se abocó decididamente a la asistencia de los enfermos y, en algunos casos, fue víctima mortal de su ministerio. En apoyo a su investigación cita Libros de Defunciones de San Francisco y de la Catedral, lo mismo que la del masón Heraclio C. Fajardo (“Montevideo bajo el azote epidémico”). Además de la conocida   inmolación del vicario apostólico monseñor Juan Benito Lamas (oriental 70), y del citado fray Federico  Ferreti (italiano 33), perecieron los sacerdotes Juan M. Moreau (italiano 38), Pedro Mora (español 50), Juan Martín (español 48). Sobrevivieron los sacerdotes Martín Pérez, Estrázulas, Paulino, Jocundo Bonanini, Luis Cots, Sartori... Con opinión unánime los cronistas subrayan la sacrificada presencia de las “Hermanas de Caridad” en los centros de asistencia .

De nuestra parte, nos complace decir que este fraile, mencionado como “Misionero Apostólico Franciscano”,  pertenecía ciertamente a la familia fundada por san Francisco y que murió joven, víctima del ministerio pastoral. Su presencia, pensada como “de paso”, fue semilla que un viento providencial depositó en esta tierra.  

Segunda causalidad

Se corresponden y ligan con estos antecedentes, análogas situaciones posteriores, así la imprevista fundación de un convento, cuando un fraile capuchino circunstancialmente en Montevideo (él también “de paso”), descubre que sería bueno establecer la Orden en el país. En 1865 llega el fraile que había sido requerido para ejercer como capellán castrense del ejército brasilero, en la guerra emprendida contra Paraguay por la Triple Alianza (Brasil, Argentina y Uruguay). La distancia del frente de combate con Montevideo, fue salvada por fray Juan José de Montefiori, en permanente asistencia espiritual a los soldados que curaban pestes y heridas. Según el p. Antonio María, el hospital se conocía como Hospital Brasilero, antes había sido ocupado por el Hospital Italiano, luego por la Masonería,  Universidad de Mujeres y finalmente, por la Escuela Superior del Ejército.

Con Juan José de Montefiori, que desempeñó la capellanía del hospital durante el período de la guerra (1865-1870), no sólo reaparecía en el país el hábito franciscano, luego que la Orden se “extinguiera” por decreto (31 diciembre de 1838),  sino además llevó a que la presencia del capuchino y el cumplimiento del ministerio sacerdotal, se hiciera familiar y que se iniciara un movimiento favorable  a la presencia ininterrumpida de los frailes en la capital uruguaya.

 

En términos corrientes, la acción bélica de la Triple Alianza, la misma “extinción” decretada por el presidente Rivera y el encuentro “casual” de fray Juan José de Montefiori con las tierras del Plata, son todos acontecimientos señalados que desencadenan una historia, de la que nacerán importantes fundaciones de la Orden capuchina en Uruguay y Argentina.

 Entretanto Dios preparaba a un niño de Endine, en la región de Bérgamo (Italia), llamado Juan Bautista. Había nacido el mismo año de la llegada de Montefiori, se llamaba Juan Bautista y anunciaría la salvación a los pobres, en el mismo lugar en que se desarrollaban los acontecimientos narrados.

Tercera causalidad

¿Cuál fue la providencial coyuntura que propició el traslado de fray Marcelino de Génova a Montevideo? Todo empieza con el proyecto de la construcción de un templo que iniciara un sacerdote secular en el lugar denominado “Bañados de Flores”, en las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Hacia aquel lugar con nombre de sospechosos augurios, marchará el hermano lego enviado por la provincia capuchina de Génova. De la operación  hablaremos a continuación, ahora señalemos que la experiencia no fue grata para el grupo de los primeros frailes allí enviados.

¿Qué relación guardan los hechos narrados, con un lego que desarrolló las tres cuartas partes de su larga actividad, en otra capital de una perdida nación sudamericana? Hay -fondo y trama- una historia que se va entretejiendo sin tiempos ni distancias. Complace verla en la única certeza de que no hay destinos definitivos ni firmes arraigos, porque otros puertos, otras metas, otras puertas, estarán aguardando la disponibilidad de un obscuro franciscano para lo que Dios disponga.

Fray Marcelino fue un hombre ligado esencialmente a la Providencia. Quienes le conocieron más de cerca, lo vieron dejándose llevar y traer, no como hoja arrastrada por el viento, sino en la actitud activa, responsable del escucha. Solía interpelar  a Dios con la humildad del siervo que se sabe inútil, pero consciente de haber sido elegido como instrumento del amor del Padre. Siempre se le recuerda en una puerta colmada de pobres, y menos se sabe que antes y después de atenderlos,  de extender las manos hacia ellos, las extendió para suplicar en nombre de “sus” pobres. Clamó al cielo como hijo y, a los poderosos, a la comunidad cristiana, a su fraternidad, y al mismo pueblo pobre, por la  responsabilidad que les cabía. Marcelino tenía conciencia de su misión. Escaso de sabiduría humana, si tenemos en cuenta los estudios académicos, se puede afirmar que supo leer e interpretar lo que Dios esperaba de él, en el tiempo que le tocó servirlo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UN NIÑO LLAMADO

JUAN BAUTISTA

 

 La sucinta biografía que suele hacerse con motivo del fallecimiento de un hermano, a fin de participarlo a todas las comunidades, se inicia en el caso que nos ocupa, con un párrafo de otros tiempos, de cuando abundaban en Italia las familias muy unidas y muy cristianas. Dice la nota obituario:

“Fray Marcelino nació de modesta y piadosa familia en Endine, provincia italiana de Bérgamo, el 20 de octubre de 1865. Sus padres, eminentemente cristianos, Luis Zopetti y Angela Silvestri, no retardaron para su hijo la  gracia del bautismo, y le impusieron por nombre Juan Bautista: presagio tal vez, de la austeridad que signaría toda su vida”.   (APCU)

Quienes conocimos a este hermano, no ponemos en duda ni una palabra de lo que aparenta ser un ingenuo lugar común, propio de cierta literatura religiosa. No es éste el caso; Marcelino tenía impreso en su personalidad, los rasgos espirituales de una familia amante y temerosa de Dios, para emplear otra expresión caída en desuso. Su niñez y adolescencia se encuadran en el molde ejemplar de un hogar  propicio para la forja del buen cristiano; pero  más allá de lo que recibiera como herencia,  sabemos también que su vida fue santa porque tendió a la santidad como el águila que busca las alturas. 

El bautismo de Juan Bautista se realizó el mismo día de su nacimiento en la iglesia de san Miguel Arcángel. Por la escasa correspondencia conocida, sabemos que fray Marcelino tuvo dos hermanos, un varón y una mujer de nombre Catalina, ambos casados. Las cartas individualizadas están dirigidas a la “Carissima Marcellina”, que no es otra que su “queridísima” sobrina, bautizada con el nombre del tío fraile.

Endine, lugar de nacimiento de Juan Bautista, toma su nombre del lago vecino, situado en el valle Caballina, al borde de los últimos contrafuertes prealpinos. En 1865, es un villorio de la región lombarda que transcurre sus días al margen de los acontecimientos que preparan la unificación italiana. Se viven los tiempos de Cavour y de los carbonarios, de  Pío IX y del “Syllabus”, años del concilio Vaticano I y del remezón doctrinal ante la embestida racionalista. Sus pobladores son gente simple, entregada al trabajo de la tierra y al “allevamento delle pecore” (crianza de ovejas). La aldea vive incambiada en su fe, pese al anticlericalismo y la irreligiosidad que, acrecentada al rescoldo de las circunstancias políticas, arremete contra creencias y seguridades seculares.

En Endine basta subirse a cualquier altozano para ver a la distancia  otros pueblos de iguales características, uno de ellos podría ser Brusico di Sotto il Monte. En la segunda mitad del siguiente siglo XX, con nombre abreviado, Sotto il Monte se hará mundialmente conocido por haber nacido allí Ángel José Roncalli, elegido Papa Juan XXIII (1881- 1958).

Luis y Angela, padres de Juan, cultivaban la fe como una reserva espiritual  indispensable. Eran cristianos de creencias firmes, en quienes la escasa instrucción propia del medio, no iba en mengua de la sabiduría espiritual, manifestada en la formación de los hijos. La regla de vida brotaba de la fe, considerada la más segura brújula para ir por el mundo. La verdad del Dios vivo fue la teología que Juan Bautista aprendió de pequeño. El padre  solía adoctrinar a sus hijos con esta máxima: 

“La vida es un paso hacia la eternidad. Hay muchos peligros en el camino pero también nos acompaña la ayuda del Señor. Él está siempre con nosotros. Sujétense a la fe como a una roca, nunca la abandonen”.

Cabe imaginar la niñez de Juan Bautista al calor de un hogar donde la  monotonía de las horas y las rudas jornadas de trabajo, transcurrían en la presencia de un Dios que quiere ser llamado “padre”, según las lecciones de papá Luis. Luego la escuela “elemental” y las rudimentarias tareas diarias,  pautadas por el colorido de las fiestas aldeanas, las alegres canciones,  el prójimo de comadres y compadres, de gente sencilla que sabe compartir el pan y la amistad. Entretanto se suceden los hechos religiosos que signan a niños y hogares: la primera comunión, la confirmación en la fe bautismal, la semana santa, las procesiones patronales, el mes de María, con su particular sabor devocional, y el rezo del rosario en familia.

El progresivo descubrimiento de ese  Padre-Dios envolvió los días del niño que crecía vigoroso y feliz en la urdimbre de amor de casa Zoppetti. Sus padres trabajaban duro para sostener la mesa familiar. Juan Bautista colaboraba en las tareas de pastoreo y, eventualmente, en la siembra y el cultivo.

Los valores cultivados en su hogar fueron la riqueza que le transmitieron sus padres. Lo recordó en alguna ocasión con motivo de recibir ropa para los pobres. Ante la excusa del donante por tratarse de prendas usadas y a veces poco presentables, Marcelino dio una respuesta que no dejaba en claro si se trataba de la conformista aceptación de la limosna o de un disimulado reproche ante el gesto desconsiderado del donante. Como sea, sus palabras reflejaban la austeridad con que vivía la familia:

“Yo también cuando era niño usé pantalones remendados más grandes que yo.  Otros muchachos  se burlaban porque parecía un payaso (‘buffo’), pero nunca me dio vergüenza ser pobre”.

 

 

EL CANTO

DEL LABRIEGO

 

 

La etapa juvenil de Juan Bautista se desarrolló, al igual que la mayoría de los coterráneos de su edad, en las faenas habituales de la región, como labriego y apacentador de rebaños según lo requirieran los tiempos y exigencias. El fértil valle de Endine, la región montañosa de los alrededores, la parcela de tierra de la casa paterna, lo vieron en el trajín de cada día, inclinado sobre el surco, vendimiando o conduciendo el hato a la pradera. Se trabajaba de sol a sombra. Los medios de subsistencia, que no abundaban en el pueblo, hacían imprescindible su concurso como forma de cumplir con la ley del trabajo y la más dura ley de la vida. Dueño de un físico privilegiado, su fortaleza y tenacidad aseguraban la eficacia de su labor. Fotografías tomadas muchos años después, lo muestran de pie, sobresaliendo su talla sobre el resto de los religiosos. Ya de edad avanzada y con problemas de salud, su figura aparenta no haber sufrido mengua de consideración, ni el bien plantado porte haber conspirado contra el aire venerable que siempre lo acompañó.

Un rasgo que contribuyó a suavizar la dura existencia de sus años juveniles, fue el ejercicio de la música y el canto, lo cual no es llamativo al ser característica nacional de la Italia del “bel canto”,  y estar en plena actividad creativa, no pocos de los grandes líricos e intérpretes del siglo XIX. Juan Bautista integró la banda musical de su pueblo. Testimonios posteriores le atribuyen cierta familiaridad con la composición musical y la dirección de coros. Seguramente pudo ampliar sus conocimientos de armonía y composición con el profesor  Hermógenes Urquizu, maestro organista  de San Antonio de Montevideo, de quien fue muy amigo y compañero de músicas. A fray Marcelino se le atribuye la autoría de algunas piezas y, en modo particular, el conocido responsorio “Si buscas milagros”, que se cantaba los “martes de San Antonio” en el templo que tanto amó.

Marcelino poseía una voz poderosa que armonizaba con su físico. Lo recordamos en las funciones eucarísticas de la  tarde, un lejano verano del 41. Eran los últimos días de vacaciones y los seminaristas asistíamos al rezo del rosario, seguido del canto de la antigua loa a nuestra Señora que comienza con el familiar saludo: “Ave maris stella”.  (“Dios te salve, estrella del mar”). Alternábamos las estrofas a coro con quien hacía de solista e intérprete de una composición propia, según supimos después. Hasta 1948 acompañó en el armonio las ceremonias menores que se realizaban en el templo. Marcelino decía que esas modestas ofrendas musicales, no eran para él una tarea de tantas. Sentía que, como discípulo de Francisco, el canto era una buena forma de alabar a Dios y a María. Sobre este particular nos aseguraba el p. Celestino, lúcido nonagenario, que fray Marcelino tenía muy buenas cualidades para el canto, y que le gustaba componer. Al recordarle la entonación del himno “Ave maris stella”, prosiguió cantando la estrofa, aseverando que aquella melodía pertenecía al hermano.  

 

 

 

 

LAS RIQUEZAS

DE UNA MINA

 

Recurrimos nuevamente a la circular necrológica que, en su esquematismo privo de pretensiones biográficas, ofrece los rasgos más salientes de una vida. En estas comunicaciones puede encontrarse  lo que en periodismo merece titulares destacados por ser “la nota” de enganche. Nosotros le decimos “acontecimiento providencial”:

“Llevado el joven por las exigencias de la vida, dejó su suelo natal dirigiéndose a Cerdeña, donde se ocupó en el duro esfuerzo del minero (el subrayado es nuestro). La enfermedad, allí, golpeó su carne y debió retornar a Italia acatando la Voluntad de Dios, que lo destinaba para el heroísmo de la virtud en nuestro claustro. Oída dócilmente la voz divina, pidió ser admitido en nuestra Orden, y así vistió el hábito capuchino en la Provincia de Génova, el 8 de diciembre de 1893”. (APCU)

El hecho de que el bergamasco Juan Bautista pidiera para ingresar a la Orden en un convento de la provincia de Génova, puede tener que ver con la segura  presencia en la isla de Cerdeña de algún religioso capuchino de esa región, al cual el enfermo haya abierto su espíritu. Induce a esta presunción el que algunos sacerdotes de dicha provincia misionaban en la isla a pedido de obispos y parroquias. Consta que el p. José de Génova, cuatro veces superior provincial entre 1890 y 1908, a quien correspondió enviar a fray Marcelino al Uruguay, en el relato sobre su prolongado gobierno y las misiones que desempeñara como Visitador en el Río de la Plata, se destacan las frecuentes visitas realizadas a los conventos de Cerdeña. (“In Memoriam. In morte del M. R. P. Giuseppe de Bernardis da Genova, Provinciale del Cappuccini”, Genova 1911) Esta proximidad espiritual y la experiencia adquirida, llevó a que en 1913, el ministro general de la Orden confiara a la provincia de Génova, por causas especiales, jurisdicción temporaria sobre los conventos y religiosos de Cerdeña. (APCU)

Hace unos cuantos años la lectura de vidas ejemplares y el escuchar fascinados las maravillas que Dios obra en sus santos, ocupaba un lugar de privilegio en la formación cristiana de niños y adultos. Abrevarse en esos manantiales de espiritualidad, era conocer la praxis de la vida cristiana hasta sus ínfimos detalles. Pasado el tiempo y  familiarizados con las vidas de los santos, los sucesos edificantes y las maravillas, todo, incluidos los milagros, se convirtieron en acontecimientos especiales, sí, pero comunes, de entrecasa.  Tanto daba que las historias provinieran de un santo consagrado por la piedad popular o del último formalmente reconocido y canonizado. El santo era un ser accesible sea por la vía anecdótica de las hagiografías o por el impulso de imitación tantas veces prometido como tantas otras abandonado. Por todo esto, no era él un icono distante sino un personaje próximo, era el prójimo tutelar. La celebración del onomástico estaba referida mucho más al “nombre de pila”, que a la conmemoración del nacimiento. Las “vidas”,  documentadas o no, nos acompañaban todo el año engarzando las conmemoraciones del calendario litúrgico.

En este entorno singular de santos de altar, santos de leyenda, y santos de apodo,  fray Marcelino, con quien convivíamos, pertenecía a esta última categoría. Tenía la imprescindible fama de santo, se escuchaban alusiones a sus virtudes por boca de religiosos y seglares,  pobres y ricos besaban sus manos, abundaban las anécdotas confirmatorias, y hasta el “milagro” que algún precipitado echaba a andar. Todos veneraban al buen fraile. Sin embargo, nada de esto impactaba demasiado en nuestra mente de niños y adolescentes. Lo decíamos:  familiarizados en demasía con la santidad ajena y lejana, no nos asombraba vivir con un santo de verdad, si esto no venía acompañado de algo más humano y novelesco. Y se dio. Un buen día nos enteramos que en su lejana juventud, el entonces Juan Bautista Zoppetti había protagonizado una aventura real... había trabajado de minero en una mina de verdad. ¡Buen antecedente para introducirnos en maravillas de otra índole!

Con el tiempo supimos además que la zona minera donde trabajó estaba situada en el extremo sudoccidental de la isla de Cerdeña,  entre la ciudad de Iglesias y la pequeña isla de San Antíoco. Durante la segunda guerra mundial, las minas abastecedoras de materia prima para la industria bélica italiana, trabajaron a full, en régimen de guerra, como en los tiempos tradicionales. Hoy, el plomo, el zinc y los yacimientos carboníferos, ya no revisten la importancia de antes, aunque las heridas en la roca permanecen abiertas y los pozos activos.

En la época de Juan Bautista el trabajo era muy duro. Los aparejos, herramientas y las propias medidas de seguridad, no contaban con el equipamiento que hoy conocemos. Las cuadrillas fatigaban día y noche bajo la amenaza de una explosión por escape de gas grisú y el eventual derrumbe del pozo. Eran frecuentes los casos de agotamiento físico prematuro y de riesgo de contraer alguna enfermedad “profesional”, con especial deterioro de ojos, bronquios y pulmones. Era una historia atractiva para fantasear, no para vivirla. Sobre ella y nuestro fray Marcelino de ahora tan místico y espiritualizado, aparecía la imagen del encorvado zapador, empeñado en el rescate de riquezas yacentes, del acopiador de minerales  en los chirriantes vagones de la cantera. Con tales elementos, la inventiva seguía su curso. Ahora el venerable hermano se nos presentaba irreconocible, negro de tizne o quizá fantasmal, no precisamente por la harina del pan que  distribuía diariamente por hogazas, sino a causa del  carbón o de los bloques desprendidos de la cantera dinamitada.

Pero la quimera perdió fuerza cuando supimos el final de aquella historia. Lo que no había logrado vencer el trabajo agobiador, lo consiguieron los pantanos de la zona, caldo de cultivo de epidemias varias.  Supimos que Juan  había contraído la malaria y presa de la fiebre, necesitado de atención médica hospitalaria, había sido evacuado antes que el contagio diezmara a la cuadrilla entera. Una situación crucial, la mejor vía para que el Señor se hiciera presente y torciera su destino. 

Juan Bautista, tus caminos no podían terminar en el socavón de una mina.

Otros lugares, otros afanes, estaban asignados para tu encuentro con Dios.

Otras minas, en fin.

Como entonces en Cerdeña, estarás consagrado al rescate de material en bruto.

 Sólo que ahora será en un lugar muy lejano, donde te aguardan los pobres, los excluidos, la corte de los maltrechos por la vida.

Para esto era necesaria una señal del cielo. Y ésta se manifestó cuando estabas lejos de la casa paterna, necesitado de cariño y atención.

Cambio de situación y de planes.

Cambio de vida.

Una invitación de la gracia al estilo del Cristo de san Damián:

“Vé y repara mi casa”, le había dicho a Francisco de Asís.

 

 

 

INICIACIÓN.

EXPERIENCIA DE VIDA

 

 

El llamado a la vida religiosa despertó en Juan Bautista una respuesta incondicional. Tenía 26 años. Atrás quedaban sus padres, la  rutina del trabajo familiar, las vinculaciones laborales como minero, guardabosque, campesino, para ponerse bajo el mando del mismo Señor que convocara a Francisco de Asís.  Aspiraba a una vida dedicada a Dios y al prójimo, deseaba ser santo, seguir los pasos de Francisco, orar, hacer penitencia, estar pronto a marchar a cualquiera de los conventos de su provincia. Lejos estaba de suponer lo que la providencia le tenía preparado muy lejos de la patria y de los afectos.

Las actuales “Constituciones de los Hermanos Menores Capuchinos” (1986), no difieren en espíritu de la tradicional forma de iniciación que se tenía para los postulantes a esta forma de vida. Ésta fundamentalmente “exige las experiencias y conocimientos necesarios que van introduciendo progresivamente a los candidatos, bajo la dirección de los formadores, en la vida franciscana evangélica”. (25.1)

Como es norma, el aspirante comenzó el período de prueba previo al noviciado. Quería ser hermano lego.  No se creía llamado a ejercer el sacerdocio, deseaba un lugar humilde en la fraternidad de penitencia. En ese lapso vivió integrado a la comunidad, experimentando la vida fraterna, vistiendo el hábito de terciario, adquiriendo conocimiento y experiencia del espíritu franciscano capuchino. En este sentido, Juan Bautista que siempre había admirado a san Francisco, se fue adentrando más y más en su vida y su pensamiento sobre la observancia de la Regla, familiarizándose con el modo de vida de los frailes, un mundo muy diferente al que conocía y que le hacía conocer y gustar la historia y tradiciones de la Orden.

Los inicios del aspirante coincidían con las negociaciones que se venían desarrollando por parte de la curia general y los superiores de la provincia de Génova (1890-1891), sobre  la  entrega de la misión de Uruguay, hasta entonces dependiente de la prefectura de Chile. El acuerdo, resuelto positivamente, en menos de una década comprometería al postulante por toda la vida. El p. Antonio María de Montevideo, cronista mayor de la misión, resume así el nuevo estado jurídico:

En el año 1891, por decreto del Rmo. P. General, la Misión se desgajaba de la Prefectura de Chile para ser atendida exclusivamente por los Capuchinos de la Provincia de Génova. El Padre Emilio de Strevi, percatándose del apostolado que se ejercía en nuestro templo de San Antonio, que iba cada día tomando mayores proporciones, pidió repetidas veces que se le enviaran algunos Religiosos más para poder atender las exigencias del ministerio. Pero por distintos motivos no podía lograr sus deseos (...) Finalmente, el 17 de febrero de 1891, quedó finiquitado este asunto, haciéndose cargo la Provincia de Génova de la Misión de Montevideo”.

Juan Bautista ignoraba todo esto. De saberlo no hubiera perdido su paz interior. Alimentaba el pensamiento de servir a Dios, de vivir el hoy de Dios, de estar ligado siempre a su voluntad

 

 

 

 

 

NOVICIADO.

VIDA DE LUZ Y PENUMBRA

 

 

 Postulantado y noviciado son etapas que constituyen hitos necesarios para el compromiso de los votos temporales de pobreza, castidad y obediencia. Ambos períodos se cumplían tradicionalmente en el convento de San Bárnaba (Bernabé), uno de los más representativos de la observancia capuchina. El convento tenía una historia de siglos. En 1538, el hospital de Pammatone, propietario del recinto, lo había cedido a los frailes como muestra de gratitud por el servicio ministerial que prestaban a los enfermos pobres. La reforma capuchina había sido laudada por la Iglesia apenas siete años atrás, en 1525. En 1913, con motivo de cumplirse el cuarto centenario de la presencia en ese convento se recordaba el acontecimiento en estos términos:

“De este antiguo cenobio, pujante vivero de religiosos, salieron muchos padres y hermanos legos insignes por su santidad y por obras de celo cumplidas en el púlpito, el confesionario, los hospitales y leprosarios, los campos de batalla, las misiones en Asia, Africa y América. En él tuvieron la visión de la Virgen, bendiciendo la ciudad de Génova, los padres Agustín de Ventimiglia y Zacarías de Trebbiano; hicieron el santo noviciado el siervo de Dios F. Félix de Marola y el Beato (hoy canonizado) Francisco M. de Camporosso, llamado “Padre Santo”. (APCU)

El convento de San Bárnaba y sus frailes  mantuvieron en alto las características fundacionales. La mayor parte de sacerdotes y legos que hicieron sus años de preparación allí, formaron parte de una estirpe de sello inconfundible. Hombres de oración y apostolado, pobres, laboriosos, austeros, tenían el corazón a flor de piel para los enfermos y  necesitados del cuerpo y del alma. Los que se trasladaron a estas regiones, como los criollos que se formaron en la entonces madre provincia, se constituyeron en transmisores de ese estilo y lo implantaron luego en la misión del Río de la Plata. En los años 60, los tiempos de la Iglesia fueron haciendo caducos rasgos más o menos contingentes, permaneciendo inalterable el carisma fundacional y el aliento de la misma vocación franciscana.

El 1º de diciembre de 1892, una semana antes de la fecha elegida para la vestición, llegó el decreto rubricado por el ministro general de la Orden, fray Bernardo de Andermatt, aprobando la admisión al noviciado de los tres postulantes presentados por la provincia de Génova, que eran los aspirantes al sacerdocio Pedro Parodi y Juan Panizzi, y el candidato a lego, Juan Bautista Zoppetti.  El documento expresa que fueron encontrados idóneos para vestir el hábito y ser admitidos válidamente al noviciado. Cumplidas pues todas las formalidades, el 8 de diciembre de 1892, Juan Bautista finalmente podía recibir el hábito de novicio capuchino. Estaba a punto de cumplir  27 años y llenaría la antigua aspiración de considerarse un hermano menor.  El superior del convento de San Bárnaba aquel año era el p. Roggero da Paveto; maestro de novicios, Luis de Puerto Mauricio; vice maestro, Urbano de Voltri. Este ultimo vino a Montevideo a tomar posesión de la Misión de parte de la Provincia de Génova.

El rito de la vestición religiosa, de muy antigua raíz monástica, congregaba a familiares, amigos, religiosos de otras comunidades, todos deseosos de presenciar la conmovedora ceremonia  y el enrolamiento en la milicia franciscana de nuevos reclutas. Los candidatos solicitaban al ministro provincial ser recibidos en la Orden para servir a Jesucristo, despojándose del “hombre viejo” y revistiéndose del “hombre nuevo”. Tras la anuencia del celebrante comenzaba la ceremonia de la des-vestición, o sea el despojamiento de la ropa civil y la imposición del hábito capuchino. En la sincera intención del “iniciado”, la sagrada vestimenta no se abandonaría ni siquiera en el ataúd. El calzado habitual se sustituía por simples sandalias que dejaban los pies al desnudo. El novicio dejaba crecer naturalmente la barba y, si aspiraba a ser hermano lego, debía cortarse el cabello al rape. El religioso clérigo, por su parte, “era tonsurado”, es decir,  se sometía a un corte de cabello circular, en forma de corona, que contrastaba con el resto del cráneo totalmente afeitado.

Estas importantes formalidades exteriores, se completaban con un requisito pleno, profundo. El celebrante, por lo general el ministro provincial, pronunciaba una breve fórmula mediante la cual se decretaba la pérdida de la identidad patronímica, para hacerse de una distinta, que ni siquiera era propuesta por el interesado. De esta manera se desvanecían genealogías, linajes, identidades, y se asumía un “alias” real y definitivo... La tan recordada “muerte al mundo”, meollo de la predicación ascética tradicional, no era cuento... El novicio “era muerto” antes de emprender la ruta espiritual de su propia muerte: .

“El hermano novicio, conocido hasta aquí con el nombre de Juan Bautista Zoppetti Silvestri, a partir de hoy se llamará fray Marcelino de Endine”.

Con fervor de iniciado el hermano novicio se consagró al propósito que apuntalaba su vocación: aquilatar la riqueza del ideal franciscano impregnándose del espíritu de la Regla, bajo la dirección del Padre Maestro. En la familia capuchina, el cargo de Maestro de Novicios siempre fue de difícil asignación. El candidato debe poseer condiciones de ejemplaridad, prudencia, dirección de espíritu, capacidad de discernimiento y altas cualidades humanas e intelectuales. La delicada misión de formar al “hombre nuevo, que se va renovando a imagen de quien lo creó, hasta llegar al perfecto conocimiento” (Col. 3,10), sólo puede ser dirigida por quien lleva un buen trecho recorriendo la difícil vía de la perfección.

Podría afirmarse que los muros del noviciado tenían doble clausura: la “clausura papal”,  general para los institutos religiosos, y una clausura de hecho,  extraordinaria, que segregaba a los novicios de los demás religiosos. Fuera de lo que podía apreciarse en los actos que participaban con el resto de los frailes, ninguna otra cosa trascendía de la vida  de quienes se preparaban para la profesión de los votos. Vivían alejados de todo lo que pudiera distraerlos de la imitación de Jesús y el seguimiento de su siervo Francisco. En el noviciado no había otros libros que los imprescindibles: la santa Biblia, los libros fundamentales sobre la nueva forma de vida, contenidos en Regla, Constituciones, Ordenaciones capitulares, en los escritos y biografías del fundador y algunas obras clásicas de meditación y lectura espiritual. Los  novicios cumplían tareas domésticas y los aspirantes a hermanos legos además, recibían instrucciones particulares sobre la especificidad de su vocación de servicio a Dios y a la comunidad.

Fray Marcelino saboreó su año de noviciado como una gracia especial de Dios, sin otra preocupación que responder fielmente al llamado de Dios, en aquel “desierto” de intimidad. Aprendió a descubrirlo, en el trabajo diario, en la práctica de la caridad con sus compañeros y hermanos, en las enseñanzas del padre maestro, en la regla que Dios mismo inspirara a Francisco. Por sobre todo, los pilares de su formación religiosa fueron la misa, la eucaristía, el Señor crucificado, la devoción a la Virgen.

El padre Celestino Spinetti, interrogado dos meses antes de su fallecimiento sobre aspectos de la vida de nuestro biografiado, recordaba sendos “episodios” narrados por el mismo fray Marcelino, del tiempo de su formación. Decía que su maestro les enseñaba a vivir el evangelio como san Francisco, siguiendo al pie de la letra las enseñanzas de Jesús. Sobre el espíritu de oración que lo caracterizaba, el p. Celestino recordaba que siendo él guardián del convento de  San Antonio, una noche debió llamarle la atención porque hacía mucho frío y estaba recorriendo el Vía Crucis en la iglesia, convaleciente aún de un estado gripal. Marcelino rogó que le permitiera finalizarlo, alegando el ejemplo de Cristo que había completado la entrega de su vida, con la última estación del camino doloroso. Al finalizar le hizo esta ingenua confesión: “Cuando hago el Vía Crucis, me siento como cuando era novicio”. Aludía así al renovado fervor que experimentaba en esta práctica. Sus experiencias espirituales podemos conocerlas por esa característica de “orante” que cultivara fervorosamente en el noviciado y que le acompañó hasta el fin de sus días. Buscó la unión con Dios en el recogimiento interior y en la convivencia fraterna que siempre buscó.

Una foto de la comunidad capuchina, tomada en Buenos Aires pocos años después de su profesión y antes de abandonar aquella ciudad, lo muestra en la típica actitud de novicio “de la época clásica”: manos cruzadas sobre el pecho, cabeza levemente inclinada y el rostro vuelto hacia el suelo. Esta actitud en él no era ficticia. Sentía que debía ocupar el último lugar entre sus hermanos de hábito, pese a que a su alrededor se multiplicaban las muestras de veneración, dentro y fuera del convento. 

 

 

 

LA ENTREGA

 

 

Concluido el año de prueba, fray Marcelino fue admitido a la profesión simple o temporal,  por el lapso prescrito de  tres años.  Había sido aprobado por los profesos perpetuos, previo informe del padre maestro, en votaciones cuatrimestrales que se realizaban a lo largo del año. Su conducta y observancia habían sido ejemplares. La comunidad evaluaba positivamente la piedad y obediencia de aquel fraile de 28 años, su humildad, recato y la disponibilidad que demostraba en cualquier circunstancia. Se tenía muy en cuenta para la profesión, que el religioso fuera apto para la vida comunitaria. Los maestros de novicios señalaban esta virtud como esencial, de modo que el misántropo o el individuo conflictivo, podía ser un buen eremita, pero no vivir en fraternidad. Igualmente “las caras largas”, los tristes, no condecían con el espíritu abierto de Francisco, propenso a bendecir al Señor por sus hermanos en religión y la más vasta fraternidad universal por la que hacía un culto de alabanza a Dios. Había un dicho que empleaban los mayores cuando daban con el religioso ideal: “Tiene pasta de buen capuchino”. El parco elogio debe haber estado en boca de todos cuando examinaron la conducta de fray Marcelino.

La profesión temporal fue fijada para el 8 de diciembre de 1893, día de la Inmaculada Concepción de María. Los candidatos invocaron a la Madre del cielo, pidiéndole la misma  fidelidad a Dios que ella mostrara y que le mereciera “ser bendita entre todas las mujeres”.  Luego fueron subiendo uno a uno al altar, donde el celebrante tomaría su juramento en forma individual y con registro de testigos. En la sacristía se labraría después el acta. Marcelino fue de los últimos, detrás de los novicios clérigos. El celebrante delegado, p. Urbano de Voltri, tomó entre sus manos las suyas y en nombre de la Iglesia recibió los votos:

 “Yo, fray Marcelino de Endine, hermano lego capuchino, hago voto y prometo a Dios Padre Todopoderoso, a la Bienaventurada Virgen María, a los apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a ti, padre, observar por tres años la Regla de los Frailes Menores, por el señor Papa Honorio confirmada, viviendo en obediencia, sin bienes propios y en castidad”. El ministro concluyó: “Si observares todo lo que has prometido, yo, en nombre de Dios, te prometo la vida eterna”.

No es éste un mero hecho jurídico ante la Iglesia, sino que encierra el propósito de vivir la “vida evangélica”, como forma de vivir la vida religiosa. Se hace notar que san Francisco une a veces los términos “vida” y “Regla”, los hace sinónimos, incluso sustituye esta última, por la palabra vida, dándole idéntico valor. Lo dice al comienzo mismo de la Regla: “La regla y vida de los hermanos menores es ésta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad”. (2R 1, 1).  Fray Marcelino hizo su profesión, consciente de que se comprometía con la forma de vida del santo Evangelio.

El himno “Te Deum laudamus”, de acción de gracias, cerró el rito. Los  nuevos profesos recibieron  conmovidos los saludos de sus familiares y de los numerosos hermanos de hábito que habían concurrido.

 

 

ÚLTIMOS AÑOS

EN GÉNOVA

 

 

Se decía que con la profesión finalizaba la “luna de miel” del noviciado y comenzaba la dificultosa marcha del “peregrino”. Aquello tenía mucho de verdad, había que afrontar responsabilidades más serias y también demostrar que el año de preparación y soledad no había sido en vano. Marcelino se dispuso a perseguir el ideal de su profesión, vivir el valor de la obediencia imitando a Jesús, siervo obediente hasta la muerte; vivir el voto de pobreza, renunciando a todas las seguridades humanas, para confiar en la providencia del Padre; vivir la castidad, como amor indivisible a Dios y señal del mundo nuevo anunciado.

 Quería mantener el mismo impulso generoso del comienzo, pese a las fallas humanas y a los momentos de obscuridad espiritual. Había aprendido en el noviciado que el religioso bien centrado no se deja  engañar por el entusiasmo de los primeros tiempos. La rutina, la sequedad, el desgaste, las infidelidades, pueden desanimar a quien vive la gratuidad de la bonanza como si fuera un derecho adquirido, olvidándose del ejemplo de nuestro Señor que quiso someterse a las angustias de la tentación. Marcelino no estuvo libre de esta prueba que lo acercaba más al Crucificado. Siguió las recomendaciones de los maestros de espíritu que aconsejan perseverar en la oración, ofrecer la falta de luz interior como medida de purificación, renovar siempre la fe y confianza en Dios. Cuántas veces habrá rezado con el salmo 18:  “El Señor es mi roca, mi fortaleza, mi libertador, mi Dios, la piedra que nos salva” .

 Los superiores, que vieron en él un “buen elemento”, para integrar una familia conventual importante, lo destinaron al convento de San Bernardino, sede de los estudios de filosofía y teología. Trabajaría de cocinero y de portero. La comunidad de San Bernardino, a cargo del p. Fortunato de Mendática, era numerosa, el trabajo abundante y los resultados no siempre satisfactorios. Si bien no estaba solo en la cocina, había que recoger en el huerto del convento el producido de hortalizas y frutas, obtener otros alimentos en la ciudad, atender a la despensa y, por supuesto, preparar las comidas. Oficio ingrato el de la cocina. Para pocos o para muchos. Es difícil conformar a todos, por más cuidado y habilidad que se tenga. Marcelino aplicaba los conocimientos que tenía y los adquiridos en el noviciado. Se esmeraba por cumplir a satisfacción con sus responsabilidades de “cuoco”. El cocinero era la imagen de la caridad fraterna. Para no perder el buen humor y sobrellevar mejor el oficio, contaba con la buena disposición de los frailes. ¿Acaso no pertenecían todos a una misma orden de penitencia ...?

La secuela de pasos  fijados para lograr el pleno estado de consagración, concluye con la profesión perpetua. Quien ha sido llamado a esta vida, sabe o lo aprende, que no es bueno dejarse llevar por fervores de neófito. La experiencia enseña que la vocación necesita alcanzar su madurez, debe ser vivenciada en sucesivas etapas, sin precipitación ni impaciencias. La Iglesia ha dispuesto en el correr de los siglos, diversas medidas para garantizar el adecuado discernimiento del llamado, como paso previo a la consagración definitiva. Las últimas disposiciones han tenido lugar en el Concilio Vaticano II,  con el “Decreto sobre la adecuada renovación de la vida religiosa”,  y las posteriores disposiciones adoptadas en razón del mismo, por las constituciones  de los institutos religiosos masculinos y femeninos.

 Marcelino llegó a la profesión perpetua con plena responsabilidad y decisión. Había cumplido 31 años y recorrido los caminos de prueba y conformidad que la providencia le indicara. Sabía que estos votos definitivos no cristalizaban en un acto, ni cerraban ninguna etapa, como parece sugerir el término “definitivo”, sino que deberían ser actualizados en cada circunstancia. El maestro de espíritu que acompañó sus pasos en la maduración del propósito, no pudo menos que aprobarlo y alentarlo.

Tres años después de la primera profesión, y el mismo día de la Inmaculada Madre del Señor, fray Marcelino de Endine se comprometió para siempre a crecer cada día en la fe y el amor, viviendo en  pobreza, castidad y obediencia: “... por todo el tiempo de la vida que me des, Señor...”.

Poseemos fotocopias de las actas  de la profesión “solemne” (perpetua) que realizara en el convento de san Bernardino, cuyos originales se conservan en el archivo de Génova: “Registro delle proteste dei Novizi Cappuccini... Convento di S. Barnaba, Genova, 8 dicembre 1885” . La letra de Marcelino es pequeña, dificultosa, seguramente por el instrumento con el que escribe, no obstante es clara y fácil de leer. La primera de las actas es una “protesta” o sea, una declaración  “de vivir y practicar la perfecta vida común”. La segunda es de la misma profesión perpetua en la que afirma bajo sagrado juramento, hacerla consciente y libremente.  El p. José de Génova, ministro provincial firma las actas, declarando haber admitido a fray Marcelino de Endine, a la profesión de los votos solemnes. Como testigos aparecen los nombres de los hermanos Isaías  y Aurelio de Génova.  

 

 

 

LA PERLA

ESCONDIDA

 

 

Fray Marcelino no dejó diario, ni escritos espirituales. Lo que se puede rastrear de su vida, más que impreso, está fijo en la memoria de algunos contemporáneos y en la fama de las transmisiones orales recibidas a través de los años. En el imaginario colectivo, el paso del tiempo puede hacer que lleguen a fundirse en una sola imagen, hechos y personas del pasado, como si se tratara de valiosas piezas que pueden canjearse, sin desmedro de la unidad, en una obra de arte exclusiva. Es muy cierto con respecto a personajes históricos, a épocas, a países. Lo es también en la hagiografía cristiana y, más aún, cuando los roles y la personas se inspiran en un mismo carisma.  Lo decimos pensando particularmente en la maravillosa saga de hermanos legos de la Orden Capuchina. Alrededor del mundo no hay un convento, residencia o fraternidad, que no pueda suscribir por experiencia, este fenómeno de identificación.

Los hermanos no clérigos han tenido la capacidad de abrevar espiritualidad franciscana en el mismo cántaro de virtudes practicadas por algún antecesor. Fueron depositarios, más que de un oficio, de un “modus vivendi” franciscano, de una fibra humana hecha para generar calidez y protección.  La familiaridad con el “fenómeno”, quizás no permitió a sus hermanos apreciar en toda su riqueza tales características. Un poco por aquello de que “nadie es profeta en su tierra”, y otro poco porque todavía subsistía un cierto clasismo sacerdotal. Los “meritorios hermanitos legos” permanecían en ese escalón inferior que le destinaba la clericalización de una familia religiosa, inicialmente de “hermanos”.

 La vida de los legos transcurría silenciosa en el humilde puesto de trabajo que les señalara la obediencia.  La mimetización en roles y tareas (porteros, hortelanos, cocineros, maestros, sacristanes, artesanos...), tenían por denominador común una presencia casi inadvertida, pautada por la oración, el servicio “materno” a la comunidad, la diaria tarea sin relieves. Ellos no almacenaban ni la fama ni el nutrido recuerdo que marcaba la actividad -ésa sí visible y admirada- de los hermanos sacerdotes, a quienes guardaban una veneración proverbial, como la tuvo el Padre San Francisco. Frailes de caridad exquisita que supieron evangelizar en el umbral de una portería, en la asistencia a los menesterosos, en los ajetreados menesteres de la cocina, en la recogida   atención de una sacristía.

Un folleto de propaganda vocacional de los años 40, publicado en Uruguay,  dibujaba la fisonomía del hermano lego capuchino, según era tradicionalmente presentada.

“Hay almas generosas de perfección que tienen hambre y sed de justicia; siéntense llamadas por Dios a una vida más perfecta  y a ejercer un apostolado vistiendo el hábito religioso. Con todo, la dignidad sacerdotal con sus tremendas responsabilidades, les infunde un santo temor reverencial y prefieren permanecer alejados de él aunque muy cerca del sacerdote.” 

El interesado en seguir esta forma de vida, tenía ante los ojos el abanico de posibilidades laborales a las que podía ser destinado. Se describía, con estudiada adaptación a la situación local, las tareas que los hermanos desarrollaban en los conventos. Faltaban, por eso, el muy considerado oficio de limosnero, de gran predicamento y función en Italia, y algunas actividades más duras o menos frecuentadas: 

“El hermano lego es quien, cumpliendo el ministerio de los ángeles, asiste al sacerdote en la celebración del Santo Sacrificio; él, quien limpia, adorna la iglesia y prepara los ornamentos y utensilios para el culto divino; él, quien adereza los alimentos que han de servir de sustento a sus hermanos, mantiene aseadas las dependencias del convento, ejerciendo así el oficio de la Santísima Virgen en la casita de Nazaret; él quien con exquisito gusto y esmero cultiva las plantas y las flores. Puede también ser un excelente auxiliar en nuestros colegios y catecismos; él es en fin, quien distribuye el pan y una porción de sopa a los necesitados que la solicitaren en la portería del convento, ejerciendo así la caridad con los predilectos de Jesús: los pobres”. (“Ven, Sígueme”. Montevideo, 1942)

El texto, que es más extenso, venía acompañado de fotografías en que se ilustraban las tareas y a los hermanos encargados en plena actividad. Los hermanos legos abandonaban así el anonimato, para proponer al lector una forma de vida de alta significación evangélica.

 

 

EL “VERDADERO

FRAILE MENOR”

 

 

El “Espejo de Perfección”, que agrupa relatos de los primeros tiempos de la Orden franciscana, pone en boca de Francisco la descripción del hermano menor ideal:

 

El bienaventurado Padre, en cierto modo identificado con los santos hermanos por el amor ardiente y el celo fervoroso con que buscaba la perfección de los mismos, pensaba muchas veces para sus adentros en las condiciones y virtudes que debería reunir un buen hermano menor. Y decía que sería buen hermano menor aquel que conjuntara la vida y cualidades de estos santos hermanos, a saber:

 

la fe del hermano Bernardo, que con el amor a la pobreza la poseyó en grado perfecto;

la sencillez y pureza del hermano León, que fue varón de altísima pureza;

la cortesía del hermano Angel, que fue el primer caballero que vino a la Orden y estuvo adornado de toda cortesía y benignidad;

la presencia agradable y el porte natural, junto con la conversación elegante y devota, del hermano Maseo;

la elevación del alma por la contemplación, que el hermano Gil tuvo en sumo grado;

la virtuosa y continua oración del hermano Rufino, que oraba siempre sin interrupción, pues, aun durmiendo o haciendo algo, estaba siempre con su mente fija en el Señor;

la paciencia del hermano Junípero, que llegó al grado perfecto de paciencia por el perfecto conocimiento de su propia vileza, que tenía siempre ante sus ojos, y por el supremo deseo de imitar a Cristo en el camino de cruz;

la fortaleza corporal y espiritual del hermano Juan de Lodi, que en su tiempo fue el más fuerte de todos los hombres;

la caridad del hermano Rogerio, cuya vida toda y comportamiento estaban saturados en fervor de caridad;

la solicitud del hermano Lúcido, que fue en ella incansable; no quería estar ni por un mes en el mismo lugar, pues, cuando le iba gustando estar en él, luego salía, diciendo: “No tenemos aquí la morada, sino en el cielo”. (VI, 85)

Los conventos y residencias de la  entonces Misión y Custodia Uruguay-Argentina, fueron testigos de muchas vidas ejemplares. Una parte importante, como dijimos, corresponde a los hermanos no clérigos, afines en el espíritu a esos legendarios frailes de “Florecillas” que encontramos en el “Espejo de Perfección”. Marcelino coincidió o convivió con ellos en el arco de 55 años: 3 en Buenos Aires, 3 en Concordia, algunos meses en Nuevo París y Maldonado, y un total de 48 años, en San Antonio de Montevideo.  Por este motivo merece que recordemos algunas de estas figuras que “in-formaron” el clima espiritual que se vivía en las fraternidades y que fue característica de distintas generaciones de legos. A modo de vasos comunicantes, generaron e intercambiaron una forma sumamente atrayente de espiritualidad franciscana, o lo que se conoció como “el alma de la reforma capuchina”. En todos los casos se trata de contemporáneos de quienes Marcelino fue, sin duda, tributario y afluente.

Fray Pablo de Camerino (1822-1900).  Si bien no fue portero de oficio, fue un sieteoficios en los comienzos de la fundación capuchina en Uruguay, y limosnero-recaudador por antonomasia. Marcelino, llegó a conocerlo y a convivir brevemente con el legendario hermano. En los pocos días que permaneció en Montevideo antes de proseguir para Buenos Aires,  tuvo lugar un encuentro de todos los religiosos capuchinos que residían entonces en  Uruguay. La ocasión fue registrada en la fotografía que presentamos en página 70.

A fray Pablo se le tiene por el verdadero constructor del templo de San Antonio. Recaudó para la obra  y  también para los pobres que encontraba en sus continuos recorridos por las calles de Montevideo. Familiares del señor Nicolás Migone, donante del terreno para la construcción del templo, dejaron testimonio de sus virtudes:

“Quienes conocimos y tratamos de cerca de fray Pablo de Camerino, bien podemos asegurar que de los labios de este humilde hijo de san Francisco, jamás cayó una palabra que pudiera en lo más mínimo rozar la reputación de su prójimo, de su hermano a quien amaba con la caridad de Cristo, esa caridad que, al decir del Apóstol, no tiene envidia, ni piensa mal, que nunca se ensoberbece y lo soporta todo (...) Envuelto en su tosco sayal, iba recorriendo las calles de nuestra ciudad, por espacio de 20 años, predicando con la elocuencia del ejemplo, a imitación del Seráfico Padre San Francisco, la humildad, la paciencia, y sobre todo la caridad, esa virtud divina de que aquella alma selecta rebosaba”. (APCU)

Pablo y Marcelino reposan hoy en el templo. Son los dos únicos hermanos legos, de los cuatro religiosos que allí yacen (los otros son el p. Emilio de Strevi y el p. Vicente de Montevideo, primer capuchino uruguayo), que lograron este privilegio. El escrito de la lápida de fray Pablo dice:

Aquí descansan / Los restos de / Fray Pablo de Camerino. / Religioso Capuchino, / Falleció el 15 de Abril / de 1900. / Dejó grata memoria / De sus bellas virtudes / E incansable actividad / En la construcción / De este templo. /   A.S.G.H.

Fray Serafín de Mele (1865 - 1932). El P. Antonio María (Barbieri) lo llama “émulo de Fray Pablo de Camerino”, en razón de ser considerado aquél, recaudador de fondos para la construcción de la iglesia de Nuevo París. El p. Benito de Moano lo recuerda en sus memorias manuscritas:

“Limosnero y cobrador, seráfica hormiguita, humilde hermano lego, ágil en su porte, de singular modestia y finura, traducía en su semblante, inocencia y amor de Dios. Fue un digno hijo del Padre San Francisco. Apenas se le encomendó la recolección de limosnas, ordenó sus cosas y se volcó a la calle, golpeando la puerta del rico y del pobre... Se puede afirmar que Fray Serafín se constituyó en el primer bienhechor del templo. Una surgente que emanó recursos a lo largo de tres años” . (APCU)

Fray Nazario de Nesse (1865 - 1945). Circunstancias coincidentes hermanan especialmente a Nazario con Marcelino. Ambos nacen el mismo año, con pocos días de diferencia, en pueblos próximos a la ciudad de Bérgamo; ambos fueron bautizados con el nombre de Juan Bautista y cumplieron la prueba inicial para la vida religiosa en el convento de San Bárnaba (Génova). Ambos vivieron santamente en Montevideo, dejando imborrable recuerdo de virtud. Fray Nazario debió suspender el año de probación por “su precario estado de salud”. En 1891 parte hacia el Río de la Plata con el primer contingente de misioneros genoveses, permaneciendo en Montevideo como terciario hasta la apertura del noviciado en 1894. De él dejó escrito el maestro de novicios en el “Libro de Vesticiones”: “Fray Nazario ha sido y es un verdadero santo”. El convento de Nuevo París tiene una historia más que centenaria de hermanos que fueron verdaderos siervos de Dios. Allí Nazario transcurrió gran parte de su vida religiosa, edificando a propios y extraños. Cuentan que anciano, enfermo y ciego, hasta poco antes de fallecer, se llegaba a tientas al altar para recibir la comunión. Amó el oficio de sacristán que le permitía estar al servicio del sagrario, la Misa y el templo. Estando en el seminario seráfico,  recordamos haber escuchado de labios de un sacerdote de Nuevo París, la edificación que producía ver en oración a fray Nazario, parecía transformarse ante el altar. El P. Nicolás de Cártari describe el momento del sepelio donde la veneración de la gente se manifestó en forma multitudinaria:

“...la capilla ardiente se vio continuamente visitada por personas que habían sabido vislumbrar los quilates de su acendrada virtud, no faltan quienes pidieran objetos de su uso para conservarlos como estimables reliquias. Sus exequias fueron el exponente del aprecio y admiración por su acrisolada religiosidad, aprecio que había trascendido los muros conventuales, siendo numerosa la comitiva que lo acompañó hasta su última morada”. (APCU)

Fray Crispín de Abriola (1869-1945). El prestigioso Colegio “Nuestra. Señora. de los Ángeles”, en Concordia, con sus numerosos pupilos y comensales, lo tuvo por años en la pesada labor de dirigir la cocina. Y además, según anota el P. Antonio María:

 “...salía, en los momentos libres, por la ciudad y por los alrededores, desafiando los calores y las inclemencias del tiempo, pidiendo limosna de puerta en puerta; y si bien, las prestaciones no fueron  materialmente muy vistosas, contribuyeron sin embargo a engrosar el caudal con el cual pudo dejarse el edificio del templo en estado de habilitación”.

Fray Silvestre de Rossano (1878-1940). Tuvo a su cargo la instrucción de los hermanos novicios legos, durante su permanencia en Nuevo París. Fue quintero, cocinero, sacristán en distintas casas. De él se dice que fue “amante del trabajo y del santo hábito que supo honrar con señaladas virtudes”. (Necrologio, Genova III, 29 noviembre 1940)

Fray Celso Marcuello (1895 - 1981).  La vida de Celso, a quien conocimos de cerca, como amigo, hermano, “madre” y súbdito, fue una página viva de la mejor leyenda franciscana. Sucesor de fray Marcelino, recogió a corazón lleno  el ejemplo de santidad y entrega de su antecesor. Jamás le sentimos pronunciar una palabra áspera hacia nadie, ni siquiera con el impertinente beodo, a quien poco antes había atendido por limosnas. Alegre, cordial, vivaz, un charlista de singular gracejo ya fuera para recordar su breve experiencia en la ciudad de La Plata como marino (“grumete”, según advertía sonriendo), o los insultos que recibían los frailes en un período racista que vivió la capital argentina, o en la exposición detallada de proyectos utópicos como el de establecer grandes cocinas barriales para abaratar la comida, ahorrar combustible, y dar de comer a una gran cantidad de gente. Fray Celso fue cocinero, jardinero, sacristán y, por sobre todo el portero, encargado durante 26 años del “pan de los pobres” y de administrar las limosnas que le llegaban con este fin. Tenía corazón de niño. En la transparencia de su alma se reflejaba la misma  luz que alumbraba su permanente diálogo con Dios. Sobrevivió a fray Marcelino, siendo por mucho tiempo custodio de sus “recuerdos”, en la ermita (buhardilla), vecina a la portería, que obtuvo en herencia de su célebre titular. No dejaba de invocarlo como un hermano y consejero que aún veía presente como ejemplo inspirador. Se le recuerda como un fraile “imprescindible” en la historia local de los capuchinos.

Fray Pablo de Viscarret (1870-1941). Este olvidado hermano que naciera en España, había emigrado al Uruguay en busca de mejores horizontes. Trabajaba en una renombrada casa de comercio en Montevideo, cuando sintió el llamado a una vida más perfecta. A los 36 años pidió ser admitido en la Orden, vistiendo el hábito capuchino el 8 de diciembre de 1906. Cumplió diversos oficios distinguiéndose por su amor a la Orden y la fidelidad a la Regla. Se recuerda especialmente el cariño que ponía en el servicio del templo y la premura en cooperar para que el culto divino tuviera el mayor decoro. El superior provincial recordaba que Fray Pablo  renovaba a diario su preparación para el encuentro definitivo con el Señor. En la última enfermedad ofreció la vida por las vocaciones sacerdotales y religiosas. Este navarro contemporáneo de Marcelino, retornó al Padre un 15 de mayo, día de su cumpleaños. (APCU)

Fray Agustín de Pavía de Udine (1883-1961) . Es otro de los eximios hermanos sacristanes que extremaron cuidados en el culto del templo que tuvieron a su cargo. Hay quienes aún lo recuerdan en el largo período al servicio del santuario antoniano de Montevideo, y las veces que procuraba el apoyo de la feligresía para la adquisición de ornamentos y vasos sagrados. Era aficionado a la pintura, autodidacta y copista de retratos. (APCU) Se conservan varios cuadros de santos capuchinos y óleos representando patriarcales figuras de frailes de la provincia que, en otro tiempo, presidieron distintas dependencias del convento, particularmente las paredes del refectorio. El primer comisario provincial, p. Bernardo, quiso premiar los servicios que prestara a la Orden, nombrándolo “hermano socio”. El cargo, recién estrenado, lo ponía directamente bajo las órdenes del nuevo superior. A propósito de su nombramiento, fray Agustín repetía un dicho que le era muy familiar: “Es la primera vez que el pez grande no se come al pez chico”, acompañando su aforismo con una sonrisa cómplice. 

Fray Patricio de Kilkenny (1877-1958). Nació en Irlanda de donde  emigró a la Argentina para trabajar como capataz de una estancia. Tenía 57 años cuando el Señor lo llamó a la vida religiosa. Patricio era un San Cristóbal, potente, robusto, de una fuerza física proverbial. El apretón de manos o el abrazo fraterno de aquel irlandés cordial, eran “cariños que matan”. Fue un cocinero de pocos remilgos, excelente compañero, gigante de risa generosa y de contagiosa alegría. Cuando se concentraba en oración parecía un niño confiado pidiendo el cielo a su mamá. La obediencia lo llevó a casi todos los conventos. Cuentan, quienes lo atendieron en su última enfermedad, que nunca se le oyó una queja, antes bien hablaba de su próximo fin,  agradeciendo a Dios la proximidad de la hermana muerte. (APCU)

Fray Pedro María Barsantini (1895-1976). El p. Livio María Vítola, que lo conociera antes de ingresar en la Orden, trazó de él un ajustado bosquejo: “Le recordamos todavía, asiduo concurrente a la famosa portería del convento en largas charlas con fray Marcelino. Su figura inconfundible; un gentleman, siempre erguido, fino en su trato, pulcro”. (APCU) 

Fray Pedro, que había ingresado a la Orden cumplidos los 46 años, ejerció dispares oficios en varias casas de la provincia. Su ductilidad y preparación lo hicieron apto para dirigir el colegio de Nuevo París y dictar clases tanto aquí como en el Cerro. Veraz hasta el enojo, no el malhumor, supo reconocer sus errores con la misma veracidad. Los religiosos jóvenes sabían encontrar su lado débil, a partir del tuteo irrespetuoso, invariablemente acompañado del apodo de “viejo”. Era un movimiento táctico que desenmascaraba a un ser  pronto a disfrutar la conversación y escuchar complacido al interlocutor ocasional. Su sentido común iba a la par con la precisión de juicio y de consejo. Quienes lo conocieron de siempre, tienen presente la profunda vida cristiana que había llevado en el mundo y su pertenencia a la Conferencia Vicentina y la Tercera Orden Franciscana. Hablan también de la asiduidad en la oración a la que se consagraba con piedad filial. Los últimos meses de vida los transcurrió en San Antonio, alternando con fray Celso  la atención de la portería.    El día de su partida se despidió diciendo: “me voy a hacer mis oraciones”. En el diálogo con Dios celebró su Pascua definitiva. (APCU)

 

Fray Julio Communale (1912-1999). Quien no lo conociera bien, podría confundirlo con un eremita. Silencioso, trabajador, muy rezador... Fue cocinero en épocas de muchos comensales. En San Antonio debía cumplir con tres comedores: de los religiosos, del seminario seráfico, y “la olla de los pobres”. En Villa Diego se las tuvo que ver con la comida de los pupilos, la sacristía, el célebre sulky que conducía transportando a los sacerdotes a varias capellanías remotas. Hizo también de “sabio” limosnero en el santuario de Montevideo y prolijo administrador de las ofrendas de los fieles. Fue el mayordomo fiel del evangelio. Su último destino estuvo en  Buenos Aires donde puso sus aptitudes al servicio de todos. Había sido un buen futbolista,  cualidad que alguna vez expuso en pequeño, dejando entrever la habilidad que demostrara en el campo de juego. La aparente adustez de Julio cesaba en el trato de hermano a hermano, especialmente con los jóvenes. A todos servía con verdadero cariño. Si alguien llegaba tarde a comer, acudía a la cocina una vez más sin protestar ni fastidiarse. Los años lo habían hecho a la sonrisa fácil, a la conversación fraterna, al cariño y bonhomía del querido abuelo en que se había convertido. Santa María de los Angeles fue la última etapa de su servicio. Solía decir:

“¿Qué más puedo pedir al Señor, estoy muy feliz, tengo todo, me tratan bien, ya tengo 87 años, el Señor me tiene que llevar, aquí no me queda nada por hacer...” (APCU)

Fray Félix de Artegna  (1890-1976) Venerable y risueño. Así se le recuerda. No son cualidades opuestas, por el contrario, sin dejar su aire de fraile de santoral, sabía reírse de sí mismo y, con aquella voz grave de predicador antiguo, hacer chanzas con el rostro más serio y desconcertante. Había perdido un ojo y llevaba lentes oscuros para disimular “el de vidrio”. No por vergüenza sino para no impresionar a algún desprevenido. El  adminículo le daba argumento para convertirse en protagonista y narrador de jocosas desventuras. Acompañó en 1928 al p. Joaquín de Monterosso a Buenos Aires, para iniciar la fundación del convento de Coglhan.

En Uruguay y Argentina, prácticamente no hay convento capuchino y colegio de Hermanas de la Madre Rubatto que no posea o haya tenido en su huerto, un artístico símil de la gruta de Lourdes, construida por el hermano Félix. Eran obras de respetable porte, sólidas sin dejar de ser acogedoras y devotas. Consagradas a María Inmaculada, según se manifestara a la pastora Bernardita Soubirous, tenían para la comunidad carácter de templo devocional. La festividad del 11 de febrero se celebraba en aquellas grutas “vivientes”, incontables rosarios eran desgranados en su interior, y tantos oficios del breviario que algún rezagado “cumplía” en el recogimiento de la gruta. El apostolado mariano llevó a Félix a realizarlas también en casas particulares, especialmente a pedido de algún bienhechor o allegado. “Construyó grutas por centenares”, según el p. Filomeno. En San Antonio también fue largos años  sacristán y por muchos meses caritativo enfermero de fray Marcelino en el último tramo de su enfermedad. Anciano regresó a Génova donde siguió trabajando como portero del convento provincial. Recordamos su íntima satisfacción cuando, quien esto escribe, lo visitara con el p. Roberto en julio de 1968. Su rostro se iluminó recordando a los hermanos del Río de la Plata, donde hubiera deseado regresar para terminar sus días.

 Fray José de Turín (1909-1991). Los incontables trabajos que cumplió fray José, podrían completar el currículum de todo lo imaginable en materia de oficios operarios o artesanales. Nuevo París, San Antonio, Maldonado, San Francisco de Carrasco. No se sabe lo que no hizo en este último convento, antes y después de su construcción. Por encargo de los superiores, vivió dos años en aquel paraje desierto supervisando la marcha de las obras. Mientras crecía la edificación, se dedicaba a la labranza y cultivo de la tierra. Vivía permanentemente el “ora et labora”, teniendo por habitación un rancho que él mismo construyera. Inaugurada la casa de formación, sede de los estudios de filosofía y teología, dirigía a los jóvenes en las tareas del campo y de granja, en un plan que contemplaba autoabastecer y financiar aquella suerte de convento-monasterio. Al respecto, en entrevista que se le hiciera con motivo de cumplir su octogésimo aniversario, confesaba que allí tuvo que hacer de todo aunque “no era muy ducho en eso, pero todo se aprende...” (APCU) Fray José fue además de esos cocineros notables, aún en los ayunos más señalados. Supo desarrollar esa materna cualidad que hace a los hombres más fraternos, en torno a una mesa apetecible. “Aceptó los cambios, se dice, no sin sufrimiento, pero encontró en la caridad y la oración,  la fuerza para comprender los “signos de los tiempos”. Su larga vida fue de constante oración. Su actitud la del más humilde de los hijos de Francisco. Su ejemplo san José, a quien tuvo en gran devoción y por modelo de vida.

 

7 LA SIEMBRA

CON LAGRIMAS

 

 

Nueva Pompeya de Buenos Aires (1899 – 1902)

En 1895, con el apoyo de compatriotas residentes en Buenos Aires, un sacerdote italiano de nombre Brogi, emprendió la tarea  de construir una capilla, en un sector poco favorecido de San José de Flores. El barrio tenía alcurnia por el lado más vistoso, pero la marginal zona elegida, el Bañado de Flores, conformaba un hábitat... inhabitable, como veremos.

En mayo de ese año, se había puesto la piedra fundamental de una capilla dedicada a la Virgen de Pompeya.  Grandes proyectos alimentaba el p. Brogi que, por lo visto y padecido, iban más allá de sus posibilidades.  Nuestra Señora de Pompeya merecía un templo respetable, y además era necesario construir una escuela taller para la enseñanza de oficios y un colegio gratuito para tanto niño sin posibilidades de acceder a la educación religiosa. Cuando el proyecto comenzó a tomar vuelo, Brogi vio que no podría llevar a cabo el ambicioso plan sin la ayuda de una congregación religiosa que tuviera la infraestructura suficiente para desarrollarlo. Urgido por encontrar una comunidad que se hiciera cargo del futuro templo y atendiendo a que muchos inmigrantes italianos se habían establecido en los alrededores, recurrió al p. Alipio de Alba, superior del convento de Montevideo, sede de los capuchinos genoveses. Realizados los trámites pertinentes, en 1897 los frailes italianos se hicieron cargo de la obra. De parte de la Orden fueron destinados a la incipiente fundación, los padres Damián de Finalborgo, Vicente de Montevideo, primer capuchino uruguayo, Querubín de Ceriana, llegado a Montevideo tres años antes, y los hermanos Julio y Juan Bautista de Malassana, profeso de votos temporales. Todos estarían en situación provisoria, debido a lo inestable de la situación y  los crecientes compromisos que afrontaba la Misión.

El mismo año 97 en que Génova tomaba jurisdicción sobre Pompeya, fray Marcelino residía en San Bernardino donde aguardaba con varios hermanos legos más,  la ubicación de residencia y familia que tendría como consecuencia del capítulo provincial. Los rumores lo señalaban con destino americano, como al p. Nicolás de Cártari, joven sacerdote con vocación misionera. Poco antes había partido el hermano Juan Bautista de Malassana, compañero de Marcelino, quien estaba espiritualmente dispuesto a  vivir su vocación franciscana en cualquier rincón del mundo.

Los rumores en torno al destino que se le auguraba, no iban descaminados. Una carta del provincial p. Pietro da Quinto, fechada el 8 de agosto de 1898, dirigida al p. Benito de Moano, anuncia que piensa viajar al Uruguay para realizar la visita canónica, y prosigue: “... al posto di Fr. Giulio spero portar meco Fr. Marcellino...”:

“...espero llevar conmigo a fray Marcelino para sustituir a fray Julio. Dije espero llevarlo conmigo, porque ya tengo la obediencia del P. General... Partiré de Génova el 1° de octubre... Si acaso tuviese que viajar antes o después, avisaré por telégrafo...”. (APCU)

El viaje, sin embargo, no se efectuó en esa oportunidad sino dos meses después. El 2 de diciembre Marcelino embarcó en Génova con el p. Nicolás. Uno y otro cumplirían en el curso de muchos años, un papel relevante en la historia de los capuchinos del Río de la Plata. Los viajeros arribaron a Montevideo el 9 de enero del año siguiente, y el 20 del mismo mes el hermano Marcelino abandonaba la capital uruguaya por Buenos Aires, donde desarrollaría la primera etapa de su destino misionero.

El p. Brogi, entretanto, seguía ligado a la fundación de Pompeya como recaudador de los fondos y bienes donados para el santuario. La administración no era lo rigurosa que debía ser, involucrando ante el pueblo a los religiosos, directos responsables de la obra. Por esta causa estaba planteado importante disenso entre él y los capuchinos. Los superiores de Génova deseaban la solución más honorable y menos dura para la Misión, confiados en que el temple y la virtud de los involucrados harían el resto. Es de imaginar el desconcierto del recién llegado al verse embarcado en una nave sin rumbo cierto, en medio de un mar revuelto. Por otra parte, la vida no era nada fácil en Pompeya, no tanto por la falta de comodidades mínimas, sino por la nefasta situación de vivir entre el fango y las inundaciones. La zona conocida como “bañados de Flores”, sufría repentinas crecientes del Riachuelo que atentaban contra la seguridad de las personas, según describirá años más tarde el p. Nicolás, en notas mecanografiadas:

“Varias veces en el año los religiosos se encontraron en medio del agua que invadía todo el piso inferior del convento hasta tal punto que, según me dijeron, habiendo el padre Querubín formado con tablones un cajón, se iba navegando por el patio. Es de imaginar los comentarios que de todo esto hacían los religiosos en sus conversaciones y escritos. Pero ya estábamos (en Pompeya) y había que seguir con la esperanza de que algún día aquello había de mejorar”. (“Reminiscencias referentes a los PP. Capuchinos de Génova en el Río de la Plata”. APCU)

Son por cierto ilustrativas las fotos del archivo de Buenos Aires publicadas por el p. Domingo Hernández, acreditado historiador de la provincia, que refrendan documentos y testimonios contemporáneos. En octubre de 1891, el p. Pietro da Quinto, desde Génova comenta alarmado:

“Las fotografías de las inundaciones enviadas por el P. José, realmente sobrecogedoras, que con frecuencia cubren varios metros el territorio de Nueva Pompeya, de producirse nuevamente, no sabemos si contendrá al torrente cercano cuando desborde  amenazante”.

 Al bajar la creciente el panorama era  desolador, la planta baja enlodada, el pobre mobiliario humedecido, la escuelita inundada, la iglesia irreconocible. En las inmediaciones tenían sede varios mataderos de ganado y era uno de los lugares elegidos para descargar los desperdicios de la ciudad. Una piara importante, “unos dos mil cerdos” que esperaban ser faenados en Parque Patricios, desde temprano se cebaba en los basurales, convirtiendo la zanja de aguas sucias frente a la iglesia, en una inmensa batea. Los gruñidos de los puercos hacían de molesto fondo, mientras proliferaban los insectos, y las miasmas todo lo invadían. Un cronista de los menores conventuales, con motivo de cumplirse las bodas de oro de la llegada de esta rama franciscana al Río de la Plata, recordaba que “la zona elegida por los fundadores, estaba situada próxima a Nueva Pompeya y que era uno de los vertederos de la basura urbana”. De ahí que,  cincuenta años después (1947), en estudios del terreno efectuados para la  construcción, se constató que aún se percibían en el lugar las funestas consecuencias, en la poca firmeza del suelo formado con excrecencias. Si bien no es del caso contar los inicios pompeyanos en todos sus detalles, bástenos recordar algunas puntuales “causalidades” que determinaron una historia de vida.

Los fenómenos naturales alarmaban, sin duda, pero más aún las consecuencias del diferendo con Brogi. El  provincial Pietro da Quinto, se dirige una vez más al p. Benito (31 agosto 1901):

“...jamás permitiremos compromisos que afecten a los frailes desgarrándoles cuerpo y alma. Escribo esto para que sepan que el bien espiritual y corporal de ustedes  ocupa el primer lugar en nuestro pensamiento... Entre tanto gobierna a esa tu familia como un buen padre, mientras dure la presente calamidad, que no será eterna”. (APCU)

 La causas apuntadas, la falta de experiencia en asuntos económicos de envergadura, y lo que hoy se califica como “desprolijidad administrativa” de parte del p. Brogi, dio lugar a una situación en la que los “aparentes culpables” (no ante la curia ni ante los superiores),    resultaban ser los capuchinos. Las crónicas tratan de ser  medidas en sus apreciaciones cuando se habla de los ríspidos acontecimientos que se sucedieron, aunque no pueden evitar alguna expresión más severa hacia el principal responsable, deslindando cualquier juicio peyorativo sobre sus intenciones y buena fe. Se habla más bien de imprudencia y precipitación. Ante tal coyuntura los superiores mayores dispusieron el abandono de Nueva Pompeya, previa entrega a otra comunidad religiosa. En un primer momento se interesó a los padres salesianos, pero luego se creyó conveniente que la fundación perteneciera a la Orden capuchina, bajo jurisdicción de la provincia Navarra. El p. Filomeno Samko, que convivió largos años con fray Marcelino, relata en sus memorias personales:

“Le escuché personalmente  decir que rezaba delante del cuadro de la Virgen de Pompeya, para que el santuario quedara en manos de la nueva Misión (la provincia de Navarra) que  se hizo cargo de esa región”. (APCU)

Qué movió a los capuchinos genoveses a aventurarse en una empresa como la de Pompeya. La respuesta puede ser, además de la atención espiritual de la numerosa colonia italiana y la siempre buscada alternativa geográfica a la residencia de Montevideo, el que la Argentina era un llamador que tentaba no sólo a los inmigrantes, sino también a la conquista espiritual. La populosa ciudad de Buenos Aires era considerada una prolongación de Europa, principalmente por los contingentes españoles e italianos que llegaban a su puerto. Muchos de ellos “vagaban como ovejas sin pastor”.  Así lo veían los misioneros por quienes se expresaba el p. Nicolás en las conocidas “Reminiscencias”:

“Era muy natural que los Padres miraran también allá como a campo más extenso a su celo apostólico, y también para ayudar a tantos compatriotas que venían a estas tierras en busca de una mejor vida”. (APCU)  

En este lapso, a pesar de todos los contratiempos, los frailes genoveses estuvieron entre los protagonistas de la inauguración de la iglesia de Nueva Pompeya, efectuada el  29 de junio de 1900.  El p. José de Génova, informó a sus superiores a propósito de la celebración, lo que parece haber sido la tácita reivindicación del honor de los frailes: “Esto fue un triunfo”. (APCU) Los primeros capuchinos también participaron en la fundación del colegio para varones. Su primer director y alma mater de las obras fue el p. Damián de Finalborgo. En la memoria distribuida a las casas con motivo de su fallecimiento, escribe el Superior de la Misión:

La obra que hará imborrable el nombre del P. Damián es el convento y santuario de Nueva Pompeya en Buenos Aires, llevada adelante en medio de las mayores dificultades, en un barrio muy lejano del centro y totalmente falto de atención religiosa. En un terreno sujeto a frecuentes inundaciones, invadido de aires malsanos, se levantó un templo que congregaba a la pobre gente de los alrededores y que obligaba a las autoridades a mirar hacia un lugar hasta entonces olvidado. Quien conoció Nueva Pompeya en los tiempos del P. Damián y la ve ahora, no puede creer en el gran progreso edilicio y sanitario: aquel receptáculo de inmundicias que era se ha convertido hoy en uno de los lugares más hermosos de la gran metrópoli. Factor importantísimo de tal progreso fue ciertamente el recordado P. Damián, por el convento, iglesia y escuela por él edificados. Por diversas circunstancias que permanecen inseparables de nuestra Misión, pasó aquella casa, pero siempre permanecerá inolvidable el recuerdo del P. Damián”. (APCU)

El acto de consignar “las llaves” de Nueva Pompeya a la provincia española, no habría sido lo amargo que fue para aquellos sufridos genoveses, si sólo se limitaran a cumplir este requisito. Había otro factor que los involucraba negativamente en lo moral y que se convirtió en un calvario de maledicencias. El clima espiritual de Flores estaba muy enrarecido por el tejemaneje indiscriminado de los hechos. El p. José de Génova que había sido enviado a Buenos Aires a participar como Comisario en las difíciles negociaciones, expresa con dolor: “...según parece, tendremos que dejar Buenos Aires,  con perjuicios y burlas”.  (APCU)

En el APCU existe un escrito sin firma, perteneciente a un capuchino navarro, cercano a los hechos expuestos. En él se emplean conceptos equivalentes, al describir las circunstancias padecidas en este final:

“En nombre de la Provincia de Génova, hicieron el traspaso del inmueble el P. Querubín de Ceriana y los Hnos. Juan Bautista de Malessana y Marcelino de Endine... Conste que nuestros buenos hermanos de la Provincia de Génova en general y, de un modo singular, los que sintieron en carne propia el hierro y el fuego de vejaciones, injusticias y otros fieros males, vieron el cielo abierto cuando supieron la determinación del Rvmo. P. General, y que su satisfacción llegó al colmo, a la llegada de los PP. de la Provincia de Navarra...” .

A los tres capuchinos mencionados correspondió pues completar el duro tramo. Dios, que transforma el dolor de sus hijos en frutos de amor misericordioso, hizo que el sacrificio de aquellos frailes diera paso a la luminosa realidad de uno de los santuarios marianos más señalados de la Argentina.

Así, entre sendos meses de enero de diferentes siglos (1899-1902), se registra el primer tramo de la presencia de Marcelino en el Río de la Plata. Podemos entrever su figura de colaborador solícito y eficaz, a la sombra de los más encumbrados hermanos de hábito. En los tres años de estadía en Nueva Pompeya, había vivido gozos y sufrimientos junto a los sacerdotes de la pequeña fraternidad. Ahora, en la madurez de sus 37 años, se disponía una vez más a cumplir la voluntad de Dios. Como buen hijo de la Providencia, sabía descubrir el amor del Padre en cada determinación y traslado que dispusieran los superiores. Más adelante será en la revelación de los pobres donde verá el rostro de Jesús como en el lienzo de la Verónica.  Esta proximidad de Dios tenía momentos más fuertes y palpables en la oración, en la vida de convivencia con sus hermanos, en las situaciones de sufrimiento moral y físico.

La vida de fray Marcelino en esta parte del mundo, iniciada con siembra de lágrimas, se extendería por más de sesenta años. Lo que se escribiera de las amarguras vividas por los frailes genoveses (“el hierro y el fuego de vejaciones, injusticias y otros fieros males”),  volvería a padecerlo en carne propia frente a los sufrimientos de los desposeídos, con quienes compartió el sinsabor de la miseria.  

La familia capuchina mantiene desde el siglo XVI, la hermosa costumbre de recordar nominalmente el día aniversario de la muerte de los religiosos de la provincia. Los 11 de julio, en el espacio dedicado a la memoria de nuestro hermano, se lee esta conmovedora confirmación:

“Montevideo, S. Antonio; Fr. Marcelino Zoppetti de Endine Gaiano (Bérgamo). Padre y hermano de los pobres; por años fue visto a la puerta del convento de San Antonio, inclinado sobre la miseria humana, como si él fuera el único responsable, dispuesto a dar sin descanso lo que la Providencia, por su intermedio, ponía siempre a su disposición”.

 

  

PREPARANDO

UN LUGAR

EN ESTA TIERRA

 

 

La provincia de Génova se hizo cargo de la misión de Uruguay, el 17 de febrero de 1891, siendo ministro provincial el p. Fortunato de Mendática. La llegada de los  misioneros se concretó en junio del año siguiente con el envío de los padres Angélico de Sestri, superior, Clemente de Terzorio, Urbano de Voltri, Alipio de Alba y Felicísimo de Borgo Fornaro. Con ellos viajaron el clérigo estudiante Lucas de Beinette y los hermanos Celso de Sorisole y Nazario de Nese. El grupo sustituía a misioneros capuchinos de la prefectura de Chile.

El abandono de Nueva Pompeya que debieron cumplir los frailes genoveses, tenía los signos de una derrota, si se piensa que a este intento fundacional habían precedido en Uruguay,   las exitosas fundaciones de los conventos de San Antonio y de Nuevo París, ambos en Montevideo. Sin embargo, habían dejado Buenos Aires, no como fugitivos vergonzantes, sino como humildes siervos que llevan la conciencia del deber cumplido.

En Uruguay el clima político-religioso no era sereno. Medidas  contra la Iglesia que habían sido implementadas en el gobierno de Máximo Santos, pero sin vigencia de hecho, fueron aplicadas  por quien fuera su Ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública (1882-1886), Juan L. Cuestas. Convertido éste en presidente provisorio primero y luego efectivo, el 24 de abril de 1901 dispuso poner en práctica la llamada “ley de conventos” de 1885. Por ella se prohibía la entrada al país de los “jesuítas y miembros de otras corporaciones religiosas que emigran en estos momentos de Europa”. Así las cosas, todo hábito o sotana con  “acento extranjero” que pretendiera ingresar, sería rechazado... a no ser que lo hiciera en forma clandestina, como  sucedió con el “emigrante” fray Marcelino.

 Entre otros especialistas, el período fue estudiado específicamente y con abundancia de información,  por los autores C. Zubillaga y M. Cayota que encuentran argumentos suficientes para enjuiciar a Cuestas sin miramientos:

“De allí en más, la política cuestista se caracterizó por un hostigamiento persistente al catolicismo, las más de las veces encubierto, que no eludió los golpes de efecto que habían caracterizado en este terreno a la administración Santos y de los cuales Cuestas había sido coprotagonista e inspirador”. Con respecto al personaje lo describen: “... nutrido en un anticlericalismo de grueso calibre, y alentado por el  liberalismo jacobino de las élites urbanas”.

Hay que tener en cuenta  estos hechos, para entender la preocupación de la Iglesia ante la agresividad de la medida. Un lejano precedente había tenido lugar en 1861, cuando la conmoción causada por el diferendo sobre el derecho de patronato entre el gobierno de Berro y monseñor Jacinto Vera, hizo crisis con el destierro del vicario apostólico y el peligro de un cisma.

Historiadores contemporáneos se han interesado por esta fractura y una cierta “irreligiosidad”, mal llamada “laicismo”, que predomina en todos los ámbitos. Se afirma, en consecuencia que “el novecientos inaugura el primer período de la historia uruguaya de pérdida de la fe en las masas”. Aquí sólo enunciamos unos pocos antecedentes del siglo XIX que fundamentan estas características: Iglesia nacional económica y políticamente débil, fuerte influencia del anticlericalismo francés en el gobierno y la intelectualidad y poca raigambre de lo religioso en el pueblo, tradicionalmente católico. Paralelamente se indican fechas que hacen de mojón, en la escalada estratégica de los gobiernos para arrinconar lo eclesiástico al ámbito privado, o mejor “de sacristía”: 1861, se producen amplias medidas secularizadoras por el  “Registro de Estado Civil”; 1876, ley de educación común (“reforma valeriana”) que, mientras desconocía bajo cierto punto de vista el texto constitucional de 1830, avanzaba principios de laicidad que luego se desarrollarían con fuerza; 1879, la consagración efectiva del matrimonio civil obligatorio, previo al matrimonio religioso; 1885, la conocida ley de conventos, que declaraba sin existencia legal todos los conventos, casas de ejercicio, etc., cuya creación no hubiera sido autorizada por el Poder Ejecutivo, en ejercicio  del antiguo “patronato”. La ley también  reglamentaba el funcionamiento de todas las casas religiosas ya existentes.

 En estas coordenadas de tiempo y circunstancias desfavorables, los “extranjeros indeseables”, en este caso los tres frailes capuchinos que abandonaban Buenos Aires, se disponían a ignorar la prohibición de la “ley de conventos” y venir a Montevideo, o volverse a Génova por tiempo indeterminado. Los hechos desaconsejaban lo primero, sin embargo...  Desde Italia el p. José, que vivía como suyos y conocía por experiencia los problemas de la misión, manifestaba su preocupación por las dificultades que se presentaban. En una primera carta pregunta:

“¿Cómo marchan ahí las cosas? ¿Qué se sabe del decreto de Cuestas? ¿No hay ninguna salida?”. Días después, en el estilo dramático que el momento pedía, expresa:  “Tiemblo y lloro. Pero no puedo hacer nada, como tampoco pueden (los padres) Lucas (de Beinette) y Damián (de Finalborgo). ¡Qué bueno sería si el P. Querubín pudiera pasar a Montevideo con los dos hermanos Juan Bautista y Marcelino! Serían tres más que, si no pueden (desembarcar), viajarían a Génova sin saber cuándo volverán a Uruguay”. (APCU)

La situación no sólo era difícil en sí misma sino además anteponía dificultades aparentemente insalvables. Había experiencias de otros clérigos y religiosos que habían resuelto  ingresar al país vestidos de civil. ¿Sería posible que los tres frailes capuchinos se arriesgaran a hacer lo mismo o abandonarían su propósito? El provincial de Génova creyó conveniente dirigirse a la curia general para resolver la cuestión. La consulta mereció una respuesta tajante del ministro general, el holandés Bernardo de Andermatt, donde la cuestión del hábito religioso pasaba a tener un inesperado protagonismo. Decía así: 

“Roma 3 Marzo 1902

Muy Reverendo Padre,

En respuesta a su preciadísima del 27 de febrero pp. le comunicamos no poder permitir a nuestros Religiosos la permanencia en Montevideo vestidos de seglar. Esperamos que el P. Querubín podrá entrar a Montevideo con el hábito religioso mediante un permiso especial del Presidente. Pero si los dos hermanos legos (Marcelino y Juan Bautista) no pudieren llevar el hábito y fueren obligados a permanecer en Montevideo vestidos como seglares, Ud. ordene al Delegado que los envíe de inmediato a la Provincia; y ello en  vista de la anterior obediencia obtenida”. (APCU)

Fray Marcelino se dispuso a desobedecer las disposiciones vigentes y aceptó el “consejo” de viajar a Montevideo “vestito da secolare”, según carta del p. José de Génova, elegido nuevamente provincial, al p. Benito de Moano. En la misma añade:

“Con el mismo vapor escribo a F. Juan Bautista exhortándolo y animándolo a viajar a Montevideo vestido de seglar. Me parece que sea lo mejor (...) Sin embargo le digo también que si no se siente de vestir como seglar, entonces que vuelva a Génova... Deseo también saber si F. Marcelino todavía viste como seglar”. (APCU)

 

 

 

EL CAZADOR HACE AQUÍ

SUS PRIMERAS ARMAS

 

 

Montevideo 1902 - 1905

Fray Juan Bautista optó por volverse a Italia. Marcelino, en cambio, ya había cruzado el Plata en dirección al Uruguay, con ropas nada religiosas, por cierto. La inquietud sobre “si todavía viste como seglar”, se refiere, es obvio, a lo que había dispuesto el p. Andermatt, pero también y creemos que principalmente, a las consecuencias civiles que podría acarrear el que se descubriera la condición de religioso extranjero, ingresado en forma “ilegal”.

Detengámonos un instante en la indumentaria usada, porque denota la voluntad de  fray Marcelino de cumplir con un destino al que se sabía llamado. No lo hizo simplemente “de seglar” común y corriente, sino que  se vistió con prendas que usaban habitualmente los cazadores, a saber: chaqueta a cuadros (“giacca a la cacciatora”), botas, gorro, morral, otros implementos propios de la actividad y una pipa, esgrimida en su mano y suponemos encendida. Remataba el conjunto un instrumento temible pero inofensivo: en bandolera asomaba el caño de una “eschopeta”, como la apodaba graciosamente. Aquella vestimenta no debía llamar la atención en esa época del año. El verano, como al presente, contabilizaba entonces  el mayor flujo de argentinos “veraneantes”, como se les decía a los turistas. Aparentar ser turista y también aficionado a la caza, disipaba cualquier sospecha sobre la real condición del viajero. Y, por las dudas, el toque de distinción que le daba la pipa, exquisito detalle, ponía al personaje al nivel de hombre mundano, con mucho roce a sus espaldas... De quien fue la idea del vestuario, no lo transmite ni la tradición oral ni la escrita, pero el bueno de Marcelino no debió ser ajeno a la idea.

 

 No obstante estas prevenciones y lo que supongamos del atuendo, para cerciorarse de que no era seguido por agentes de seguridad,  el fraile “cazador” creyó del caso dar tres vueltas de manzana al convento para comprobar que no había rastro de persecución, antes de llamar a la portería. El fantasma de la “cuestión religiosa”  había creado justificado alarmismo, pero el episodio, todo él, tenía en sí su buena cuota de humor. Liberado de la tensión sufrida, nuestro hermano cerró la representación con un último cuadro jocoso. El mismo lo contaba disfrutando  el recuerdo. Se refería a la sorpresa (susto) que se había llevado el portero fray Celso de Sorisole cuando lo vio pues, si bien recalaba por allí alguno que otro sujeto pintoresco, era impensable encontrarse a boca de jarro con un corpulento cazador, como creyó en un primer momento, que trataba de forzar la entrada en busca de hospedaje. Marcelino no pudo prolongar más el equívoco y se dio a conocer, terminando todo entre risas, abrazos y una celda convenientemente preparada para el querido “forastero”. 

    En el  lapso de casi cuatro años que duró la primera estadía de Marcelino en el convento de San Antonio (1902-1905), trabajó en todos los menesteres a los que fue destinado, con la misma dedicación que lo había hecho hasta ahora. La experiencia cocinera desde su noviciado en Génova, la atención de la iglesia y la portería, la asistencia caritativa a otros religiosos enfermos, el acompañamiento coral en los oficios religiosos, fueron otras tantas tareas que realizó en conformidad con la obediencia  y su deseo de colaborar en los trabajos de la misión.

Mientras tanto la devoción al santo de Padua se irradiaba en la ciudad, desde el foco espiritual del convento capuchino. El templo era meta de los fieles que en gran número concurrían a la recepción de los sacramentos, integraban las florecientes hermandades de la Orden tercera y de las  asociaciones piadosas, desarrollaban el apostolado de la caridad en las conferencias Vicentinas. El colegio “San Antonio”, el centro de jóvenes “Dámaso Antonio Larrañaga”, los círculos de estudio, la catequesis primera y de perseverancia, las salidas a “misiones populares”, el servicio a diócesis, parroquias y capellanías, hacían de aquel convento capuchino, un “taller” de apostolado y evangelización. El trabajo ocupaba por completo las horas y energías de los sacerdotes. Los hermanos legos eran apoyo indispensable y muchas veces la necesaria compañía en la diversificada tarea misional.

Marcelino apoyaba la acción de los sacerdotes, a quienes admiraba y veneraba. Rezaba por ellos para que vieran coronar en frutos de conversión y santidad los trabajos apostólicos. Se sentía más que obligado, solidarizado y responsable de que la semilla cayera en tierra buena y germinara para el reino de Dios.

“Rezo siempre por los sacerdotes que son los enviados de Dios, los canales de su gracia”, decía cuando alguno se encomendaba a sus oraciones.

Mientras los religiosos clérigos recitaban el oficio coral, Marcelino como los demás legos, acompañaba el rezo con las plegarias a ellos asignadas. Se lo veía en la oración de la comunidad a la que concurría en forma prioritaria. Acostumbraba a ser de los primeros en llegar para rendir adoración al Señor.

En esta primera época en el convento de San Antonio, convivió con algunos religiosos de las primeras generaciones de misioneros venidos al Uruguay en las dos últimas décadas del siglo XIX y con otros que harían historia en los anales capuchinos del nuevo siglo. Algunos de ellos, además de sus compañeros de Nueva Pompeya, Damián de Finalborgo y Querubín de Ceriana, fueron los padres Lucas de Beinette, Alipio de Alba, Celestino de San Columbano, Nicolás de Cártari, Angélico de Montevideo, Benito de Moano, Angel, Lorenzo, José, los tres de Montevideo,  los hermanos Celso de Sorisole,  Nazario de Nese, Serafín de Mele. No nos olvidamos de agregar a estos nombres, el de un adolescente con el cual mantuvo una entrañable relación de padre-hijo: se trata del joven Alfredo Barbieri, luego padre Antonio María, superior regular de la Misión capuchina, arzobispo de Montevideo y cardenal de la Iglesia.

Anotamos de esta primera estadía de fray Marcelino en San Antonio, el breve pasaje que tuvo por el convento de Nuevo París, fundado en 1896-1897. Era un puesto misional alejado entonces del centro, muy vasto y de límites imprecisos. Al trabajo misionero de los sacerdotes y la atención de núcleos dispersos, se sumaban las actividades del colegio San Francisco, las obras de finalización del templo y la atención de la Escuela Seráfica (seminario menor).

Durante los meses de estadía allí, Marcelino cumplió la suplencia para la que fue convocado. Los hermanos legos que allí estaban eran fray Celso y fray Nazario. Marcelino debió sustituir posiblemente al primero en las tareas de la cocina. La familia religiosa se completaba con los padres Benito de Moano (Guardián), Nicolás de Cártari (Vicario), Lucas de Beinette (Director del Seminario) y Angélico de Montevideo (Director del colegio).  

 

 

 

 

ARGENTINA

A TODA COSTA

 

 

Concordia 1905-1908

Si no había sido posible en primera instancia que los misioneros italianos se afincaran en Argentina, la tenacidad genovesa, unida a la coyuntura religiosa que vivía Uruguay, planteó la necesidad de fundar un convento en ese país.  Se resolvió entonces iniciar los trámites para la instalación de una residencia que hiciera de centro operativo en caso extremo. Una serie de circunstancias hizo que la elección recayera en la ciudad de Concordia, localidad de fácil acceso, situada frente a la ciudad de Salto en el litoral uruguayo.

Los primeros contactos para obtener la autorización del obispo de Paraná fueron iniciados en 1903 por el p. Benito de Moano. Allanadas algunas dificultades, en 1904 el p. Querubín fue destinado a Concordia con el fin de iniciar los trabajos. Poco después llegó el p. Agustín de Savona  para encargarse de las clases en el pequeño colegio iniciado por aquél.  En sus “Reminiscencias”, el p. Nicolás de Cártari señala la formal constitución de la familia religiosa con el nombramiento del p. Querubín, “superior”, el p. Santiago de Montevideo, “compañero” y fray Marcelino de Endine, “lego”. En verdad fray Marcelino llegó a Concordia a fines de diciembre de 1905, permaneciendo hasta el 29 de noviembre de 1908. Poco conocido es el trienio que transcurrió en esa ciudad, pero algunos datos fundamentales dan la medida de su entrega generosa.

En 1906 no habían comenzado aún las obras del convento. Una de las condiciones puestas por el obispo para autorizar la fundación, era razonable, pero dura. Expresamente prohibía colectas populares para recaudar fondos “dada la penuria de los tiempos en nuestra diócesis”.  Había que buscar una solución. Se trataba de conseguir el dinero sin desobedecer al obispo. La solución fue “diseñada” por un “insigne amigo” de la Orden, muy conocido y respetado en Concordia. El p. Antonio María, superior y rector del colegio “Santa María de los Angeles”, en el período 1926-1928, sigue al detalle este proceso y el atajo hallado:

“El Sr. Juan Goyret (el “insigne amigo”) había munido al R. P. Querubín de tarjetas de presentación para las mejores familias de Concordia; esto permitió al Padre entablar relaciones que pudo luego interesar y reunir en favor de la naciente fundación”. Las “mejores familias” de la ciudad serían los recursos para las obras.

En el APCU se guardan algunas hojas borrador, en que el historiador recogía testimonios y anotaba datos para su crónica (alrededor de 1931). Algunos de estos apuntes no fueron llevados al libro. En uno de éstos explica que, al arribo de fray Marcelino a Concordia, los sacerdotes residían provisoriamente en la casa del señor D’Amico, y que hacía las veces de cocina una “tapera” de la casa o como “traduce” el diccionario, una “habitación ruinosa y abandonada”.  Incidentalmente  menciona el detalle que transcribimos:

“ Fray Marcelino. dormía sobre la viruta, en una suerte de cobertizo al que accedía mediante una escalera transportable”.

La omisión en el libro de éste y de otros apuntes, puede atribuirse a la “poca prensa” que tenían los hermanos legos, cuyas “aventuras” eran consideradas normales, sin destaque. También pueden haber sido omitidos para no  herir la modestia de religiosos aún vivos. Consta  que antes de la publicación del libro, hubo quienes pidieron al autor no mencionar o destacar algunos hechos favorables a sus personas, aunque también se dio la inversa.

Pasados muchos años de los acontecimientos concordienses, fray Marcelino recordaba ante un grupo de jóvenes religiosos los penosos sucesos que derivaran en el abandono de Nueva Pompeya, agregando que en la fundación de Concordia también habían encontrado muchas piedras en el camino. El p. Marcos Sánchez cuenta, por habérselo escuchado, que nuestro biografiado había trabajado de peón y albañil en las obras y comparaba aquellos trabajos con su realidad actual:

 “Los jóvenes me vieron siempre ‘encadenando´ rosarios o atendiendo a necesitados, pero en Concordia llegué a tener estas mismas manos en carne viva, la cal me las había quemado”.

Un folleto de 1923 que promocionaba al entonces afamado colegio capuchino de la calle Sarmiento, señalaba:

“El P. Querubín llegó a Concordia el 3 de julio de 1904. A él se debe la iniciativa del Colegio siendo Delegado Provincial el P. Benito de Moano. Pasados unos meses y coadyuvado por el P. Agustín de Savona y el Hno. Marcelino de Endine, pudo abrir una escuela en la calle Entre Ríos. Una vez conseguido el terreno, los Padres Capuchinos se trasladaron a un humildísimo y reducido local de madera, frente al lugar donde hoy se levanta el hermoso edificio ya casi concluido del todo. En el año 1905 pudo colocar la primera piedra (fundamental) y en muy corto tiempo consiguió terminar el primer brazo del establecimiento. Los mismos religiosos trabajaron duramente en la obra”. (APCU)

La piedra fundamental de la capilla provisoria y la bendición del colegio tuvo lugar en setiembre de 1906, bajo la advocación de “Nuestra Señora de los Angeles”.

Sin desmedro del funcionamiento del colegio, la comunidad se trasladó a uno de los ambientes del mismo, ocupando parte del tramo finalizado. No tenía, por supuesto, la amplitud de un convento formal, pero en comparación con la casilla-pesebre en que habían vivido, los frailes creyeron encontrarse en una confortable vivienda.

La presencia de Marcelino en el tiempo de la fundación, era recordada vagamente en los años cincuenta, por un anciano que, si bien no recordaba el nombre, se refería a “un fraile alto, muy bueno y trabajador que cocinaba y ayudaba en el colegio con los medio pupilos”.  (APCU)  Según nuestros cálculos, éste no pudo ser otro que fray Marcelino.  

La ciudad de Concordia fue durante más de 90 años, un reflejo de la mejor presencia franciscana. En el folleto del año 23, se afirma lo que fue una singularidad heredada de aquellos sufridos adelantados:  

“Merced a la caridad y afable trato también cimentó las simpatías del público concordiense hacia los Padres Capuchinos, con los que hoy nos vemos tan honrados y favorecidos”.

 

 

 

UN LUGAR DEFINITIVO

EN ESTA TIERRA

 

 

Montevideo, San Antonio. 1908 – 1913

Las asignaciones de casas, cargos y oficios que se cumplen ordinariamente cada trienio, señalan donde “debe” vivir y actuar cada religioso. Los “cambios” se establecen en un cruce de caminos donde factores tales como la oportunidad, los vaivenes existenciales de cada cual, el diálogo y, por supuesto, el ejercicio sincero del discernimiento, anudan lo que será la expresión de la obediencia “ideal”. Algunas de estas etapas, cuando no todas, se omiten y “el cumplimiento de la voluntad de Dios” se convierte en norma incompleta. Esto no quita mérito al súbdito, como lo señala la más rancia doctrina de los maestros espirituales. Con frecuencia aumenta el valor de un precepto de obediencia que no siempre es acertado, aunque Dios sabe enderezar las erróneas imposiciones de sus intermediarios.

Los frailes seguían siendo pocos y las necesidades aumentaban en proporción inversa al número de misioneros. En 1901, por ejemplo, se asumía una nueva obligación al suplantar al cura titular de la parroquia de Maldonado, gravemente enfermo. Por esta causa los frailes vivían un grado mayor inestabilidad que en tiempos normales. Más disponibles que los sacerdotes, los hermanos suplían, completaban, acompañaban, reforzaban, donde era más necesario. Muchas veces por un breve lapso.

Cuando los superiores destinan a fray Marcelino a la comunidad de San Antonio, en Montevideo, un somero balance de los ocho años transcurridos desde su arribo al Río de la Plata, señala ya tres destinos distintos en Argentina y Uruguay. Ahora le corresponde volver a Montevideo sin preguntar hasta cuándo. ¿Acaso no dice el padre san Francisco que el hermano menor es un caminante de paso que nada tiene y nada le pertenece? Con la misma solicitud de otras veces emprendió lo que era entonces el largo viaje de Concordia a Montevideo. Reviviría la experiencia de San Antonio en los años 1902-1905, luego partiría una vez más adonde le asignaran. Tal vez otra fundación, o una suplencia, o quizás el retorno a la provincia de Génova. Sólo sabía que debía estar siempre pronto a volver a empezar. Mejor así, debe haber reflexionado. De tres en tres, no hay años para echar raíces; se vive desprendido, libre y confiado como las aves del cielo. 

A punto de cumplir 43 años, Marcelino no podía sospechar que su convento sería para siempre San Antonio, en Montevideo y que el barrio donde ejercería su apostolado de caridad, el barrio Palermo, sería  el definitivo lugar de su ministerio. Por casi medio siglo los pobres del cuerpo y los más numerosos de alma, ocuparían por entero el resto de sus días. En realidad, un resto de  46 años de servicio a Dios y a los hombres.

Un barrio, un templo

El nombre del barrio con el que se identificó Marcelino, provenía de un almacén próximo al Cementerio Central, llamado “Nueva Ciudad de Palermo” (c.1865). Un poco más hacia el este del camposanto, pequeños grupos de muy modestas viviendas daban vida al descampado. En uno de esos puntos el empresario catalán Emilio Reus promovió en 1887 la construcción del barrio que se llamó precisamente “Reus al Sur”. El conocido historiador localista, Aníbal Barrios Pintos, cita a un periódico de la época según el cual, el edificio –hoy llamaríamos complejo habitacional- “fue ocupado por un centenar de personas, proletarias en su mayoría, atraídas por la equidad de los alquileres”. A la sombra del edificio, del convento capuchino y de la vecina “Escuela de Artes y Oficios”, se expandió el barrio Palermo. Sus residentes formaban un “crisol de razas”, donde había criollos e inmigrantes, principalmente españoles e italianos. Estaban también afincados buen número de negros, muchos de los cuales conservaban aún costumbres y tradiciones de sus ancestros africanos. Todos tenían una característica común: eran de modestos a pobres.

Recordamos que el primer capuchino afincado en el país, fue el p. Juan José de Montefiori, llegado aquí “accidentalmente” (1864-65). Por esta ruta inesperada se abrirá Uruguay a la presencia de la Orden. Poco tiempo después (1870), un hermano proveniente de Chile, fray Pablo de Camerino, será el principal impulsor de la iglesia y convento de San Antonio de Padua. Pablo recorrió la ciudad una y otra vez en busca de recursos. Los vecinos lo vieron primero con curiosidad, luego con simpatía y finalmente con admiración. Una de las más notables particularidades del templo, es su altar mayor del cual se han ocupado arqueólogos y especialistas en arte del renacimiento, como el erudito Horacio Arredondo, en su obra “Civilizaciones del Uruguay”.

Inesperado viaje a Italia

 

Los frailes del convento habían establecido con el barrio y su gente, una corriente de afecto mutuamente compartido. En ese medio fray Marcelino comenzó a ser una figura conocida y venerada. Aunque no era todavía portero, acompañaba seguido a su amigo fray Celso de Sorisole, el titular, en la atención a los necesitados que acudían por el alimento diario. Servía el plato de sopa, distribuía el pan, proporcionaba abrigos, aconsejaba y rezaba. El ejemplo de fray Celso lo hacía sentir más firme en su vocación de estar junto a los pobres, hacerse uno de ellos.  

 El superior provincial, residente en Génova, entre otras muchas ocupaciones de gobierno, debía atender además asuntos personales que, el centralismo generalizado, reservaba estrictamente a las casas matrices. En nuestro caso mediaba el Atlántico y las comunicaciones eran muy lentas. Los trámites que debían seguirse para efectuar viajes de ultramar, por ejemplo, se iniciaban en Montevideo y se resolvían en Génova y Roma. No había por entonces ninguna praxis relativa al tiempo de permanencia de un misionero fuera del propio país, antes de obtener el permiso para visitar a familiares o pasar un tiempo en la provincia de origen. La severa norma, acorde con la profesión de pobreza y la austeridad de la Orden, consideraba que la separación de la patria y de la propia familia no tenía plazo, podía incluso ser definitiva. El permiso temporal suponía razones de fuerza mayor, lo cual era debidamente justipreciado por el superior provincial, a quien se recurría, para luego formular el pedido de “obediencia” al ministro general de la Orden.

A trece años de su partida de Italia, fray Marcelino pide a sus superiores licencia para visitar a su madre en Endine. Familiares le han comunicado por carta que “mamma” Angela está enferma y que era preciso que viajara para estar cerca de ella. En casos como éste, la “severa norma”, da paso al más sagrado precepto de la piedad filial. El p. Cristóbal, provincial de Génova, inicia la gestión para obtener de Roma una “obediencia” que se demora más de lo esperado. “Todavía no llegó de Roma la obediencia para que fray Marcelino viaje a Italia” (APCU), comunica el p. Cristóbal en carta al superior de la Misión, p. Nicolás de Cártari. Corría el mes de julio de 1912.  En enero del año siguiente todavía no puede partir al surgir un inconveniente de índole pecuniaria: no se había efectuado el pago previo del pasaje (APCU). Recién queda habilitado para viajar a fines de enero de 1913. Lo hace en compañía de los padres Hilario de Génova y Sixto de Ortovero.

 

 

 

 

SAN FERNANDO

DE MALDONADO

 

 

En el nombre de María

La condición de peregrinos se visualiza, se hace real en la vida religiosa. Hay que estar siempre pronto para “levantar campamento”. Es la cara más visible de la obediencia cuando impone el cambio de lugar, muchas veces doloroso. Los términos parecen duros, pero es una consecuencia natural del voto de obediencia. La  “obediencia” o licencia tiene aún y en el ámbito para el que se extendió, un efecto análogo al de las cartas credenciales. Se presenta ante el superior de destino, certificando así su legítima condición de enviado o residente. A fray Marcelino le llegó la obediencia para trasladarse a San Fernando de Maldonado, capital del departamento del mismo nombre.

Maldonado era en 1913 un pueblo semicolonial, adormecido por las brisas atlánticas y el aroma de pinos y eucaliptus plantados el siglo anterior, por el poeta, cronista y silvicultor Antonio Lussich. El esfuerzo pionero de Lussich, iniciado en Piriápolis y Punta Ballena, con los años formó el anillo de bosques y flora que rodea la ciudad y buena parte de la costa fernandina. En 1832, el célebre naturista y biólogo Charles Darwin, en la misión científica que lo trajo a estos lugares, había escrito de su sorpresa, al comprobar que la “banda oriental” y  en particular Maldonado, carecían de árboles.

La ciudad había sido fundada en 1757 por el primer gobernador de Montevideo, José Joaquín de Viana, terciario franciscano. Pensada como plaza fuerte y base de operaciones, era un punto estratégico entre el Río de la Plata y el océano Atlántico. Los conquistadores españoles buscaban impedir los zarpazos de lusitanos e ingleses, siempre al acecho, codiciosos por adueñarse de los territorios meridionales del subcontinente.

Pese a la raigambre cultural,  que hasta en el habla familiar delataba la raíz hispana de sus habitantes, se trataba de un pueblo cristianizado, pero cercano a una cierta indiferencia religiosa. En los inicios de Maldonado y luego en forma periódica, frailes franciscanos de la Observancia habían atendido espiritualmente a varias generaciones de fernandinos. La permanencia más estable de éstos tuvo lugar cuando se construyeron el convento y la adjunta capilla, entre los años 1773-1774. Hubo después otro período de atención temporaria, hasta que la presencia de la Iglesia se hizo permanente.

  Los capuchinos, que desde un lustro atendían en forma temporal la parroquia por enfermedad del p. Pedro Podestá, fueron llamados a tomar posesión formal en 1906. Podestá había nacido en la pequeña isla Gorriti, frente a Maldonado, al haberse refugiado en 1846 su familia cuando las fuerzas invasoras, durante la “Guerra Grande”, pusieron sitio a la ciudad. El primer capuchino enviado a sustituir al cura párroco, anciano y enfermo, fue el p. Esteban de Rialto en 1901, sustituido luego por el p. Luis de Montevideo y, en 1906, por el p. Damián de Finalborgo, ahora como párroco efectivo.

Un pueblo en estado de misión

En 1913, año en que fray Marcelino es enviado a Maldonado, la parroquia entraba en estado de misión y prometía un esperanzado renacer religioso. Buena parte de esta confianza residía en el influjo espiritual de una pequeña imagen de la Virgen del Carmen,  escasos 78 centímetros de altura, que llegara sin ser invitada, como se verá.

Los hechos que sobrevinieron la brumosa noche del 25 de mayo de 1895, cuando el naufragio del buque “Ciudad de Santander” frente a la costa, fundaron la creencia de que la Virgen “había elegido” permanecer para siempre en la localidad. Cuentan las crónicas de manera destacada, los pormenores del insuceso, con el agregado de que había sobrevivido la entera tripulación, a pesar de la niebla y el mal tiempo, gracias a la referida imagen que la marinería veneraba como patrona. Una larga tradición naviera española pedía que los buques de altura portaran una imagen de la Virgen del Carmen.

 El traslado desde España del “milagroso” icono y su definitiva posesión por parte del templo fernandino, fue objeto de intensos trámites y mediaciones  que culminaron felizmente al año siguiente  de los hechos referidos. Abundante es la documentación existente en el archivo provincial de Uruguay, algunos de cuyos tramos interesa conocer. Parte de la misma recoge testimonios manuscritos, parte figura  en una publicación de la parroquia, con motivo de los 25 años de la presencia capuchina en Maldonado (1931), y parte fue recogida en su obra histórica por el p. Antonio María.

Buena mención merecen las negociaciones iniciadas por el párroco Podestá  ante el marqués de Comillas, presidente de la compañía naviera dueña del “Ciudad de Santander”. En ellas actuó de valioso mediador el embajador uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, amigo personal de Comillas. De resultas de estas tratativas, la estatua llegó a Montevideo en 1896 y por disposición del obispo Mariano Soler, permaneció tres meses en el templo de San Francisco expuesta a la veneración de los fieles. La partida hacia Maldonado por vía marítima el 25 de octubre de ese año, provocó una intensa manifestación de fervor mariano en Montevideo. Al día siguiente, la jubilosa recepción que brindara a la Virgen el pueblo fernandino, saldó un sólido vínculo de amor a la Madre de Jesús, según destacan publicaciones y documentos del ACPU. Se podría pensar que ésta es otra historia, sin embargo hace a la vida y al perfil espiritual de nuestro biografiado, fiel discípulo de María.

Retomando ahora el momento espiritual de aquel año 13, se vivía una verdadera “agitación mariana”  que había trascendido los límites departamentales, para difundirse en el medio católico de la capital. Maldonado pertenecía a la vasta diócesis de Montevideo. Al respecto tenemos el recuerdo personal del p. Antonio María, sobre sendas peregrinaciones cuyo recuerdo perduró por mucho tiempo en la ciudad. La primera que tuvo lugar en 1911 fue importante, pero no pasó de ser una manifestación lugareña. En cambio tuvieron particular destaque las realizadas el 12 y 14 de octubre de 1912-1914 respectivamente. Esta última se efectuó con el aporte de “ más de 1500 devotos” provenientes de Montevideo. Piénsese que Maldonado contaba entonces escasos 6.000 habitantes. 

El p. Esteban de Rialto, en su momento, reivindicó para sí el privilegio de haber sido el iniciador de dichas peregrinaciones. Tan “santa iniciativa”, como las denomina, debieron ser de mucho fruto espiritual en toda la diócesis, para que el p. Esteban cuestionara las pruebas de página del conocido  libro del p. Antonio María.

La ida de Marcelino a Maldonado tenía que ver con el pedido expreso hecho por el párroco, el p. Damián de Finalborgo y respondía a la necesidad de colaborar con  los sacerdotes en las especiales circunstancias que se aproximaban. El celoso P. Damián conocía el valor de aquel lego con quien conviviera en Nueva Pompeya. Marcelino se desempeñaba en cualquier oficio. Sus habilidades para la música y el canto lo hacían elemento valioso en cualquier lugar. Recordamos de la época  del seminario haber escuchado al p. Urbano, entre otros, que viviendo fray Marcelino en el convento de Montevideo, feligreses de Maldonado (entonces a 152 kilómetros de Montevideo y varias horas de viaje), agregaban al pedido de una misa funeral esta insólita recomendación: “pero que sea con Marcelino cantado”.

En años posteriores al señalado 1913, fray Marcelino finalmente en San Antonio, acompañaba las peregrinaciones anuales a la Virgen del Santander, siempre multitudinarias. El era responsable de solemnizar las ceremonias litúrgicas que tenían lugar en la ocasión. Su presencia como organista y director del coro de jóvenes y adultos que lo acompañaban desde Montevideo, hacía necesaria su participación. El viaje en ferrocarril no resultaba demasiado atractivo para el paciente “director de coro”, no por el viaje en sí, ni porque la estación estuviera alejada del poblado, sino por alguna “broma pesada” de los cantores. Narra el p. Marcos que en uno de esos viajes, los jóvenes se alejaron corriendo a campo traviesa, abandonándolo con los bultos que traían consigo. Marcelino debió recorrer el largo tramo, de la estación a la iglesia, cargado de maletas. Al llegar, cansado y burlado, les propinó una severa reprimenda que, por excepcional, causó más impacto en ellos. El  siempre paciente y sufrido hermano, quiso así demostrarles que no estaba dispuesto a dejar pasar ningún abuso que perjudicara manifiestamente al prójimo.

 

Retirado en la enfermería de San Antonio, recordaba con cariño el fervor de las multitudinarias peregrinaciones marianas. Consideraba una gracia haber participado en ellas y haber podido vivir un tiempo sirviendo en el templo de la Virgen del Santander. Sobre el p. Damián de Finalborgo, su amigo y consejero, leemos en el citado número de la publicación parroquial: “El P. Fray Damián fue el Párroco Misionero; en los nueve años que estuvo a cargo de esta Parroquia, recorrió constantemente la campaña, predicando a rudos habitantes de ella, la palabra de Dios”.

 

 

 

DE LAS ESCRITURAS

A LA VIDA

 

 

San Antonio 1913 - 1954

Este largo período de cuarenta y un  años es el más conocido de la vida de fray Marcelino, por ser el más reciente, el más prolongado y el de mayor repercusión. No decimos “el más fermental”, porque sólo Dios lo sabe. Él no computa la santidad por años ni periodizaciones. Lo que aquí se escribe, valga el caso, no se circunscribe sólo a estas cuatro décadas, aunque los hechos y anécdotas están referidos al convento de Montevideo. Lo mismo decimos de otros aspectos de su vida que, por las razones mencionadas, fueron más conocidos y documentados. Pero sí es un período muy fermental por cuanto pudimos conocerlo, en parte convivir con él y hoy nos permite recoger sus enseñanzas.

En tres episodios de la vida de san Francisco buscamos paralelos en fray Marcelino, para ver espejada en él la devoción a la Palabra que caracterizó al Seráfico. Marcelino, lego e iletrado como él, tuvo el carisma de hacerla suya y transmitirla. Desde la interpretación existencial de la Escritura, a la santa simplicidad con que Francisco la enseña a sus hijos.

Episodio 1

“Un Compañero suyo (de Francisco), viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz, te lo pido,  que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor. Le respondió el Santo: Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado”. (2C 105)

Francisco, asiduo lector de la Palabra,  recurría a lo que había atesorado en su corazón para profundizar en el amor de Dios y cumplir su voluntad hasta el fin.

Fray Marcelino vivía la promesa y realización del amor de Dios en el hoy y el aquí. En su celda  destacaba la imagen de Jesús pendiente de la cruz. Junto a la cama, la mesita con la estatuilla de la Inmaculada y una antigua Biblia, de canto obscurecido por el continuo transitar de sus dedos. No faltaban estampas indicadoras que permanecían señalando determinados pasajes a los que recurría más asiduamente.

A sus hermanos religiosos les llegó a sorprender esta “costumbre” de fray Marcelino, tanto o más llamativa que el frecuente desgranar de su rosario. Eran tiempos, hay que confesarlo, de poca familiaridad con los libros santos. La “recitación” del breviario y la lectura de los textos asignados a la misa, cerraban el recurso escriturístico de la mayoría. En cuanto a los simples cristianos, sabían algo de la “historia sagrada”, pero no tenían formas organizadas para acceder a un conocimiento más profundo. Era poco común recomendar la lectura de la Biblia, a excepción quizás de los Evangelios. Se consideraba que para la mayoría resultaba incomprensible o dificultosa.  En muchos hogares católicos, los libros de cabecera  preferidos eran la vida de un santo,   algún manual de espiritualidad y, tal vez, la “Imitación de Cristo” de Tomás de Kempis que, en el aprecio, era el sucedáneo del Nuevo Testamento.

Marcelino tenía la Biblia en el corazón y al alcance de la mano. Una señora le rogó que rezara por su hijo enfermo de cierto cuidado. Marcelino le habló de la providencia de Dios y de Jesús que curaba a los enfermos, poniendo como ejemplo la curación del paralítico y la resurrección del hijo de la viuda de Nain. La reflexión se extendió sobre el particular, hasta que el hermano interrumpió la conversación para expresarle:

“No tengo más que decirte fuera de lo que oíste”. La mujer pidió que la bendijera y que rezara por el hijo. Marcelino respondió: “Yo no soy sacerdote, pero como ahora están muy ocupados, te bendigo con esta Biblia que pongo sobre tu cabeza. Rezaré para que el Señor te dé la paz”.  

Episodio 2

“Levantóse (Francisco) de la oración, con espíritu de humildad y contrito corazón; fortalecióse con la señal de la santa cruz, tomó el libro del altar y lo abrió con reverencia y temor. Lo primero con que dieron sus ojos al abrir el libro fue la pasión de nuestro Señor Jesucristo, y en ésta, el pasaje que anunciaba que había de padecer tribulación. Para que no se pudiera pensar que esto había sucedido por casualidad, abrió el libro por segunda y tercera vez, y dio con el mismo pasaje u otro parecido. Invadido del espíritu de Dios, comprendió que debía entrar en su reino a través de muchas tribulaciones, de muchas angustias y de muchos combates”. (1C 93)   

Fray Marcelino descubrió desde muy temprano esa fuente inagotable de riqueza espiritual. Quienes lo conocieron recuerdan cómo sabía iluminar los sucesos con la luz de la Palabra. El p. Livio Vítola nos manifiesta que, para consultas “mayores”, este lego convertido sin quererlo en director de almas, respondía a los pedidos de consejo con una invitación:

 “Vení, vamos a consultar al Espíritu Santo. Tomaba la Biblia de Scio de San Miguel y la abría al azar”. Luego hacía un breve comentario, aplicándolo al caso presentado.

Episodio 3

“El incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón de Dios (Francisco) a tal limpidez y serenidad de mente, que - a pesar de no haber adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las sagradas letras-, iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más ocultos misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se adentraba el afecto del amante”. (LM 11,1)

Un biblista de alma y de letras, el p. Benito de Rosario, solía detenerse con el primer religioso que encontrara para comentarle la última clase que acababa de tener con sus alumnos del teologado capuchino o con el grupo de laicos de algún círculo bíblico a su cargo. El receptor de turno fue esta vez fray Marcelino con quien tenía sabrosos dialogados cuando pasaba por el convento de San Antonio. Recordamos que en una ocasión contó en clase lo que había comentado el hermano tras su exposición:

“Benito, feliz vos que sabés tanto. Si yo hubiera estudiado me distinguiría en tres materias, la Biblia, el latín y la música”.  (Ignoramos la respuesta, pero es imaginable en el “buen israelita” que fue. Benito: “Marcelino, tú sin estudios conoces a Dios mejor que yo. El te dio la gracia de leer la Biblia con el corazón”.

En las pocas, breves, pero cálidas cartas dirigidas a familiares residentes en Endine, reitera exhortaciones que remiten a palabras de Jesús o a escritos apostólicos. Aquí señalamos algún ejemplo como eco de la ya mencionada intimidad con los textos sagrados.

Fray Marcelino ayudaba económicamente a  familiares suyos muy cercanos que vivían en Endine con estrecheces varias. Lo hacía con la mayor naturalidad, porque se sentía responsable de su suerte, según les escribía: “Yo soy el Padre de los pobres, si mis parientes son pobres son la porción de Cristo como los demás pobres”. Lo hacía además sin menoscabo de limosnas que recibía para otros fines y, por supuesto, sometiéndose al parecer del Guardián.  Lo único que exigía del beneficiado era que acusara recibo del envío. En una de estas ocasiones había remitido 200 liras para sus dos sobrinas sin obtener respuesta. Marcelino escribe nuevamente y las instruye con palabras de Jesús en el Evangelio de Lucas (17, 11-19):

“Se lee en el santo Evangelio que se presentaron a N. Señor diez leprosos para que los sanase y el Señor les dice: Vayan y preséntense a los sacerdotes. En el camino se vieron sanados, pero uno solo volvió a darle gracias a N. Señor. Yo no quiero que me agradezcan, pero al menos saber si se han perdido o si lo han recibido, no tengo necesidad de cumplidos porque lo que hago lo hago por amor de Dios”. 

A una de ellas, circunstancialmente enferma, le había escrito poco antes con palabras que parecen extraídas de alguna carta paulina:

“Aprovecha la enfermedad para sufrir un poco por amor de Dios (...) todo lo que nos manda es por nuestro bien (...) Anímense mutuamente que el Señor las bendecirá”. A su hermano le advierte: “Hagan el bien por sus almas porque vendrá tiempo en que ya no podrán hacerlo, piensen en la salvación de sus almas porque el tiempo se acorta y quizás nos queda poco o mucho, vivamos con rectitud de conciencia (...) Los saludo a todos y saluden a todos (...)”.  A la sobrina: “Te recomiendo que vivas santamente para después morir santamente, no hagamos caso al mundo porque el mundo es traidor (...) bienaventurado quien ha vivido como buen cristiano (...) Yo estoy por terminar mi carrera en este mundo, rueguen por mí para que pueda santificarme (...) Aprovechemos bien el tiempo que resta de vida (...)”. A la sobrina: “Debemos caminar en el temor y la esperanza; el temor nos hace humildes  y la esperanza, por los méritos de N. S. Jesucristo, nos da fuerzas para esperar nuestra salvación”. De él se puede decir, como de la Santa Virgen, que guardaba todas estas cosas en su corazón.

Con motivo de cumplirse el 4º aniversario de su muerte el 4 de julio de 1958, el diario “El Bien Público” de Montevideo, en un artículo recordatorio, resumía en oportuno párrafo las facetas espirituales de fray Marcelino:

“Jesús Crucificado, el Rosario de la Virgen, las Sagradas Escrituras, cuyas sentencias brotaban oportunas de sus labios, fueron la atmósfera espiritual de su vida, el aliento que lo impulsaba a donarse por entero durante casi medio siglo, a sus hermanos los hombres”.

 

 

 

EL LLAMADO

DE LOS POBRES

 

 

Historia de puertas y de porteros

La regla de los Humillados, aprobada por Gregorio IX (1227), en su capítulo IV describe prolijamente el oficio de la puerta y las cualidades que debe poseer el portero del monasterio. Lo que se postula se ve tan bien  reproducido en el “portero de los capuchinos”  que nos es grato compartirlo con los lectores. Lo tomamos de Jerónimo Bórmida y dice así:

“En la puerta común de la familia del Señor sea designado un hermano que sea de vida probada, sobrio y casto, paciente y sabio, que sepa dar y recibir respuestas. Tiene que ser hombre de una madurez tal como para no andar dando vueltas dado que el oficio de la puerta exige un máximo de obediencia y humildad (...) El portero tenga una celda junto a la puerta, para que los que llegan lo encuentren siempre presente y puedan recibir una pronta respuesta. Cuando alguien llame a la puerta, o cuando un pobre pide limosna, responden Deo gratias y con toda mansedumbre y temor de Dios dé la contestación y a todo el que se presente debe recibirlo con caridad”. (“Lectura de textos franciscanos primitivos”. Buenos Aires 2000)

Este postulado de servicio evangélico, pocos años posterior a la regla de san Francisco, bien podría figurar en cualquier normativa espiritual para consagrados. Los  humillados prometían entrega absoluta a  Cristo, vida en pobreza y  amor a los más necesitados. Podemos decir que su índole espiritual es de la misma especie que generara el Pobre de Asís. Francisco, aunque no lo indica expresamente en orden a un similar oficio dentro de la fraternidad, hace fluir el mismo espíritu en sus escritos, contextualizados luego en  biografías y  documentos de la época. Si hubiera legislado directamente para una estructura de convento, es muy probable que hasta los términos hubieran sido similares. Tal ha sido en años posteriores, como se verá, tanto en la letra como en el espíritu.  

 En la Orden capuchina, el portero siempre ha sido la representación viva del alma de una fraternidad de “hermanos pobres”.  La provincia de Génova, donde Marcelino iniciara su vida religiosa, tenía normativas particulares que se aplicaban  asimismo en los conventos de esta región, por la estrecha relación que se guardaba con la entidad fundadora. Tales  normas, transmitidas por  tradición de siglos y adaptadas a la actualidad de cuando fueron compiladas (1951), en relación al oficio de portero, expresaban:

(n. 75): “Oficio particularmente delicado es el de portero; por la necesaria prudencia que presupone y el ejercicio de caridad que lo caracteriza (...) Discreción, reserva, sobre todo paciencia y cortesía son las características que deben adornar al portero. Pronto a responder a las llamadas; inalterable aun cuando su paciencia sea puesta a dura prueba (...) Responde a los pedidos de los seglares con humildad, llama solícito a los Religiosos requeridos al locutorio, no sin antes invitar cortésmente a los visitantes a sentarse.(...). (n. 252): Es uso -simpáticamente conocido por los seglares y celosamente observado desde la más remota antigüedad- que diariamente se distribuya en nuestros conventos la sopa a los pobres. Preparada por el cocinero, es distribuida (en un local adecuado) por el portero (...) (n. 253): Este debe mostrarse cortés y no pronunciará ninguna palabra amarga, antes bien acompañará el gesto caritativo con una oportuna exhortación. (n. 255): Además de la sopa, en nuestras puertas se ejercita, con la mayor generosidad posible, la asistencia  a los pobres y a los viajeros, por la distribución del pan. No figura en la tradición y puede ser menos prudente la distribución de limosnas en dinero. Recuerden nuestros porteros que, además de la caridad del pan, siempre preciosa, hay una caridad del corazón, hecha de comprensión y de una buena palabra,  sea que se dé limosna o que no haya nada que dar”. (APCU)

Estas normas hicieron escuela en las porterías de los conventos capuchinos y fray Marcelino las hizo suyas en sentimientos, gestos y palabras.

Una causa a defender

  La “Leyenda de Perusa”, perteneciente a la fraternidad franciscana de los tiempos heroicos, nos proporciona un ejemplo que merece transcribirse. Se encabeza con este título: “Corrige (Francisco) a un hermano que piensa mal de un pobre”. (n. 114) A continuación se narra que conmovido el santo ante el espectáculo de un hombre pobre y maltrecho, y habiéndolo comentado con su compañero, éste señaló que el hombre, en su interior, deseaba poseer tanto o más que el primer rico de la comarca. Francisco luego de reprenderlo, le mandó que se presentara desnudo ante el pobre, y le pidiera perdón por haberlo “calumniado”. Cumplida la penitencia Francisco  lo amonesta:

“¿Quieres que te diga cómo has pecado contra ese pobre y hasta contra el mismo Cristo? Y añadió:  Cuando ves a un pobre, debes pensar en Aquél en cuyo nombre se te acerca, es decir, en Cristo, que vino a tomar sobre sí nuestra pobreza y nuestras dolencias. La pobreza y la enfermedad de este hombre son un espejo en el que debemos  ver piadosamente la pobreza y el dolor que nuestro Señor Jesucristo sufrió en su cuerpo para salvar al género humano”. (l.c.)

Fray Marcelino, así como estaba familiarizado con las Sagradas Escrituras, también lo estaba con la vida del Padre Francisco. Conocía bien cuál había sido la actitud del fundador, constante y expresa, ante los desposeídos, los leprosos, los pecadores. Sufría personalmente el dolor y la miseria ajenas. Mostraba real sufrimiento y disgusto cuando  hablaban mal de “sus” pobres.  Más de una vez se le escuchó desahogarse, en el tuteo familiar que usaba con quien fuera:

“Che... lo que se dice contra los pobres me ‘tribula’... Es como si me atravesaran el corazón. 

 El término “bichicome”, muy usado en el habla rioplatense, curiosamente viene del inglés (“beach-combers” peinadores de playas), por así llamarse en Estados Unidos a los que buscan objetos perdidos en la arena. Aquí, en cambio,  es la definición anticristiana más breve, para individualizar el  menosprecio que suscita la extrema pobreza. Para Marcelino, tenía una tal carga de ofensa, que no dejaba de protestar cuando lo oía. Trasladaba el insulto a su persona, veía que todo el esfuerzo por brindar un poco de amor, se estrellaba en corazones blindados para la compasión. “Esos bichicomes (suyos) dejan todo sucio, dan una mala impresión”.  En una ocasión se le vio rechazar una limosna y decir:

“No sabés cuánto me amarga lo que decís. Preferiría que me dieras una  bofetada.

El clima espiritual de los escritos sanfranciscanos,  no sólo se debía vivir en la “lírica” de los documentos, sino más aún en el trato solidario con indigentes y vapuleados. Consideraba, haciendo una paráfrasis con su cargo de portero, que san Francisco no quería que las puertas fueran muros de rechazo, sino brazos que se abrían.  Hacía una reflexión en la línea de lo que él entendía su misión:

San Francisco vivió haciendo el bien a todos pero más a los que no tienen   nada porque son los preferidos de Dios”.

El amor a los pobres brotaba de su convencimiento de que era el más pobre ante Dios, y que sus prójimos necesitados eran en definitiva hermanos mayores que abogaban por él. Esta opción la ejemplarizó una mañana en que procedía al reparto del pan, para algunos el alimento de la jornada. Alguien que podía atribuirse una atención prioritaria porque era contribuyente, se abrió paso de manera brusca pretendiendo ser atendido de inmediato. Marcelino siguió en su tarea. Impacientado se quejó diciendo:

“Yo estoy apurado, ellos pueden esperar...”. El hermano le respondió: “Tené paciencia, ellos están aquí desde temprano”.

Marcelino no hacía excepción de personas entre quienes acudían a pedir consejo, curarse del alma, entregar dinero o solicitar ayuda, aunque muchas veces los pedidos y recomendaciones lo superaban.

Las sorpresas de fray Marcelino

Recibía las más variadas donaciones. La mayoría de las veces no había tiempo para guardarlas y menos aún para clasificarlas ordenadamente, como alguna vez un superior intentó que se hiciera. El anecdotario al respecto es interminable. El corredor que seguía a la portería a veces tenía algún tramo prácticamente clausurado. Todo tipo de objetos y bultos se amontonaban, aunque iban disminuyendo a medida que sonaba el llamador. 

El ejercicio de pedir y dar tenía también su lado risueño por las ocurrencias de fray Marcelino. Existen, como se sabe, los pobres exigentes, nunca del todo conformes con lo que reciben o también los que intentan beneficiarse con algo más. En esta ocasión se trataba de dar cama a quien no tenía donde descansar su humanidad. Marcelino solícito como siempre, volvió trayendo el artefacto:

-“Aquí tenés una cama turca que me trajeron, llevátela no más”.  No del todo conforme, preguntó el beneficiado como la cosa más natural: - “¿No me la podrían alcanzar...?”. El hermano respondió sin vacilar: “Esperá un poco, voy a llamar al arzobispo para que la cargue y te la arrime”.

Las calles del barrio Palermo le vieron cargar ropa, colchones, camas y comestibles destinados a los menesterosos, a quienes llevaba además bondad, simpatía, confianza, solidaridad. Al conmemorarse el primer mes de su fallecimiento, un artículo de prensa  resumía:

“Se cuentan a millares las personas que han recibido de las manos del querido Fray Marcelino un socorro bondadoso, no como una limosna, sino como un pedazo de su corazón... La ofrenda que recibía para sus necesitados la entregaba con una palabra amable de consejo o de consuelo, unida a una mirada fraternal siempre, y el eco de una Avemaría que recitaba mientras entornaba la puerta... ”. (“El Bien Público”, 11 de agosto de 1954)

“Por ellos, todo”, era su lema.  Pedía, rogaba, interpelaba, apelaba, instaba y, si era preciso, se metía en la boca del lobo. Fue lo que sucedió ante la provocación o sugerencia de un malhumorado, mandándolo a pedir limosna al diario “El Día”. Este matutino, de amplia difusión entonces, se distinguía por su anticlericalismo cerril  y la alergia que le provocaba el nombre de Dios escrito con mayúscula. Desde tiempo inmemorial y no habiendo más remedio que mencionarlo, lo imprimía en minúscula militante. Marcelino recogió el guante y se apersonó en el suntuoso edificio sede del periódico. Sin más trámite se dirigió al redactor en jefe.  Asombrado éste por lo “absurdo” de aquella aparición, lo hizo pasar a su despacho. ¿Qué podía plantearle ese fraile medieval? -“Diga, padre”, inquirió, usando el aborrecido título clerical. -“No soy padre, soy un simple lego”. Más intrigado aún se dispuso a escuchar.  Marcelino, humilde pero firme, explicó la obra que llevaba a cabo en favor de los pobres, la necesidad de ayuda que tenía y la general obligación de contribuir al combate de la pobreza . No sabemos en fuerza de qué “dios” se alzó el jerarca de su poltrona, recogió la colaboración de todos sus empleados y junto con la suya, depositó lo recaudado en manos del hermano.

El p. Mestre, sacerdote del clero secular, admirador de fray Marcelino, a quien se debe la relación anterior, contaba también que había comerciantes que lo consideraban peligroso para su mercadería en exposición.  No traía alforja de limosnero, pero su dedo índice señalando algo “para mis pobres”, era más devastador que el pedido liso y llano de dinero. Marcelino no reparaba en el valor del objeto, sino en la necesidad que alguien tenía de una mesa, un ropero, una cama... El rematador, uno de los “damnificados”, temía la visita del fraile porque invariablemente terminaba llevándose un mueble. La “artimaña”, en labios de Marcelino, era simple y al mismo tiempo contundente:

“Vos tenés muchos muebles, mirá todos los que hay aquí. Ofrecéle algo a Dios para los que tienen  necesidad. El te lo va a pagar”.

Quienes conocían su sistema de entregar lo que encontrara, aparentemente sin dueño,  procuraban no dejar nada propio al alcance de sus manos. Muchos fueron los quejosos de haber perdido alguna pertenencia. Así desaparecían capotes, sombreros, paraguas, ropa de ceremonia alquilada, levitones de una representación teatral, anteojos que misteriosamente se adaptaban al usuario necesitado. Así el doctor Pedro Lenguas, llamado por el superior para atender a un religioso enfermo, se halló sin el sobretodo que había dejado en portería, o los actores que se encontraron con la mitad de su vestuario, o los futuros padrinos de una boda, que concertaron retirar en “capuchinos” algunas prendas contratadas, o el p. guardián que dejara una pieza de tela sarga destinada a la confección del hábito, o algún necesitado tuviera la fortuna de verse objeto de  inesperado agasajo, como efectivamente sucedió... con la decorada torta que, en una celebración señalada, las hermanas capuchinas de la Madre Rubatto enviaran  al convento. El manjar quedó momentáneamente en la pequeña dependencia de la portería... hasta que apareció una madre con varios hijos a pedir comida. Marcelino, que no tenía ni dinero ni alimentos, encontró el postre y no vaciló. Cuando se le preguntó por él, alguien recibió esta seráfica respuesta:

“Qué querés, esa señora  no tenía nada para darle a sus hijos”.

Tan cierta como la simplicidad evangélica de Marcelino, era la tolerante reacción que tales caridades provocaban, luego del primer momento de sorpresa (y angustia). Nadie nunca podía irritarse seriamente; las  razones que el hermano presentaba eran, además de persuasivas, garantía de providencial devolución. Fray Marcelino sabía convencer a Dios.

-“Fray Marcelino, yo me gano la vida como costurera ¿no podrá conseguirme una máquina de coser?”, dijo la mujer, asombrada por su propio atrevimiento.  El portero conocía su necesidad y los sacrificios que hacía. -“Voy a pensar algo”, le contestó.  Al día siguiente se dirigió en busca de la máquina. Llamó a la puerta de una bienhechora: -“Tengo un caso difícil y vos podés ayudarme. Necesito tu máquina de coser para una señora”. La aludida, perpleja, respondió:  - “Pero... es un recuerdo familiar que yo quiero mucho”. -“Rosa,  vos no la usás y la necesita una madre para trabajar y comprar la comida”.   Una vez más la mujer se refugió en el recuerdo y sentimiento: -“Usted no sabe lo que son los recuerdos de familia”. Marcelino entonces hundió el bisturí a fondo: -“Rosa... ¿Pensás que vas llevar a la otra vida tu máquina? Cuando Dios te llame tendrás que entrar sola a su presencia y responder por lo que hicíste a favor de los pobres”.  La máquina de coser salió de allí hacia un nuevo destino.

Pedagogía testimonial

El “pan de los pobres”, que no sólo era de trigo sino también de asistencias múltiples,  no fue exclusivamente una institución en las porterías y refugios de los conventos franciscanos, sino además una escuela de enseñanza evangélica. Los menesterosos hallaron apoyo material, y todos aprendieron la práctica del amor.

En fray Marcelino se hizo realidad la “proximidad”, el encuentro que señalábamos en la regla de los Humillados. En el pequeño  refugio próximo a la puerta,  muchas veces abarrotado de víveres y ropas, o en la presencia diligente al llamado de una campanilla, siempre estuvo dispuesto a escuchar, servir y compadecer al prójimo.   Este fue el núcleo, si así cabe llamar, de la misión ejemplar que cumplió Marcelino en la portería de San Antonio.

El testimonio de amor que daba a diario, fue recogido por muchos que aprendieron la generosidad, el desprendimiento, el dar una parte... o todo, a otros más pobres. Una tarde fue visto discutir con una joven. Esta se negaba a aceptar la devolución del sobre que había puesto en manos de Marcelino. Era un llamativo toma y daca, entre la contrariedad del portero y el firme rechazo de la mujer. Quienes habían seguido la inusual escena, lo miraban con un signo de interrogación en la mirada.  Ante la sorpresa que comprobaba a su alrededor, comentó con indisimulada emoción:

-“¿Vieron? Esta mujer prometió ofrecer su primer sueldo a los pobres y aquí está todo el dinero del mes. No es rica, es una trabajadora. No pude convencerla de que cumpliera su promesa de a poco... A veces habría que decirle a los bienhechores que no se olviden de ser generosos también con sus necesidades... qué Dios la bendiga”.

La Orden capuchina tiene en gran consideración espiritual a los bienhechores. Al anochecer, después del rezo de Completas, se pedía por ellos. La oración se iniciaba con la invitación del padre guardián pronunciada con la antigua fórmula latina:   “Oremus pro benefactoribus nostris”. Los frailes, también en latín, respondían: “Dígnate, Señor, retribuir con la vida eterna, a todos los que nos hacen bien por amor de tu nombre. Amén”. Luego se continuaba con el padrenuestro y avemaría. Fray Marcelino sentía una obligación particular hacia quienes lo ayudaban y no tomaba en cuenta su condición. Podía ser la pequeña limosna anónima, como la que procedía del más adinerado; el paquete de ropa usada o la numerosa partida de frazadas; el surtido de comestibles del mayorista o la silla que necesitaba refuerzo. Lo cierto es que no se ponía en juez al momento de recibir una donación. Pensaba bien de todos, no medía intenciones o posibles mezquindades. Sólo se indignaba, recordamos, cuando alguien, donante o no, se creía con derecho a enjuiciar duramente a sus pobres. Practicaba la virtud de la simplicidad evangélica que hace al hombre confiado, agradecido, solidario. Se consideraba “un puente entre los bienhechores y sus pobres”. El posesivo “sus” no tenía nada de superioridad ni siquiera de paternalismo condescendiente, sino que era amor y responsabilidad. Alternaba con los pobres como uno de ellos, y con los ricos como el pobre que hablaba por ellos. Difícilmente asumía papel de consejero, pero cuando se lo pedían a la sombra de la veneración que se le tenía, su palabra tenía el don de la sabiduría, fruto de experiencias espirituales vividas en el Espíritu. 

Han transcurrido 46 años de la santa muerte de fray Marcelino. Pocos testigos quedan  de su vida santa. El anecdotario del hermano lego ha sobrevivido al medio siglo transcurrido y es narrado por quienes lo conocieron y también por muchos depositarios de la memoria generacional. Entre éstos es unánime el énfasis que se da a su recuerdo de hombre bondadoso, sin dobleces.

“Él nos conocía a todos...”

En la calle posterior del convento, está situado el actual y bien presentado “comedor de los pobres”.  Sobre el mediodía empiezan a llegar los primeros comensales, aguardan en la vereda ante la indiferencia de los automovilistas. Los más veteranos no conocieron a fray Marcelino. Uno de ellos señala a otro más allá que se apoya en el muro. Es un hombre mayor que el resto, algo maltrecho, usa bastón o algo similar. Con su voz ronca, cuesta entenderlo entre los ruidos del tráfico. Su vocabulario es escaso, pero suficiente. Le preguntamos si había conocido a fray Marcelino. Después de repetírselo y aceptar que desde joven venía a los capuchinos, dice recordar al fraile en una nebulosa mental donde confunde roles y personas. El diálogo discurrió más o menos así y es fiel en lo esencial:

-“El padre Marcelino, dice, era buenísimo. Él me trataba”. (La señorita “Pepita”, durante muchísimos años alma de la policlínica gratuita, y el “padre Marcelino”,  formaban en la memoria del hombre  un polo de beneficencia no  diferenciado).

- ”¿Por qué dice que era buenísimo?”, preguntamos.

- “Me ayudaba siempre”.

 -”¿Y ahora?”.

- “También...” Después de unos instantes prosigue: “Nos conocía a todos. Yo no tomaba, pero había uno que él sabía que tomaba y lo mismo le daba plata. Una vez le dijo que si hacía frío o se sentía mal tomara un poco, pero que no se emborrachara. Nos conocía a todos”, recalcó.

Satisfecho de hallar a uno que había formado marco de pobreza a un “cuento” tantas veces repetido y escuchado, reflexioné sobre algo que podía pasar inadvertido detrás del sorpresivo final. El anciano apuntaba más hacia la familiaridad que demostraba Marcelino con el grupo de marginados, que a la tolerancia (¿o justificación?)  del vicio que parecía esconder la benevolente reprimenda. Lo que hoy con  liviandad  mercantilista se promociona con el frío rótulo de “servicio personalizado”, para Marcelino era aplicado al trato real de prójimo a prójimo, de pobre a pobre, de hijo de Dios a hijo de Dios. Sin violencia tomaba el lugar del otro, como única forma  de generar la dinámica del con-vivir y com-padecer. “Él nos conocía a todos”, dicho por boca de un beneficiario indigente, equivale al evangélico “tener entrañas de misericordia”.

Otra perla de la alforja marceliniana, con poca variante de actores y el mismo argumento escénico, reluce con fulgores propios. El hecho, no exclusivo, tiene ese rasgo de ingenua picardía propio de seres que sólo buscan hacer el bien... sin mirar a quien. Alguien acercó al hermano portero una limosna para “el pan de los pobres”, advirtiéndole que había visto a uno de sus protegidos, a quien individualizó, en un bar próximo al convento. Al día siguiente, cuando el señalado volvió por la ayuda diaria, le dijo Marcelino:

- “¿Es cierto que  fuiste al bar con  los ´vintenes’ que te di?” (el vintén era una moneda de escaso valor, nombrada también como expresión genérica de dinero). El interpelado lo negó, pero ante la insistente mirada del hermano asintió, desinteresado ya por las consecuencias... A los que pierden siempre en la vida, no les duele fracasar una vez más. Pero no fue así. Marcelino, que sabía “leer” mejor los dolores humanos que las debilidades,  prosiguió ya con aire de complicidad: - “Bueno, está bien. Si tenés verdadera  necesidad tomá tu copita, pero que no te vean porque después me rezongan a mí”. La “necesidad”, según el lenguaje de Marcelino, reclamaba a la crudeza del invierno que castiga principalmente a los sin techo, pero en algún caso, podía extenderse a que alguien estuviera “muy tirado”. Esto se lo escuchamos al también portero fray Celso Marcuello, tan comprensivo como su antecesor. Fiel discípulo de éste, supo imitarlo también en tan seráfica virtud, pese al reproche y sesudas razones de otros frailes, entre quienes nos encontrábamos.  El p. Filomeno gustaba repetir que “Celso, como había sido con Marcelino, tenía sus anécdotas de fray Junípero”.

La colaboración que nos alcanzó fray Jerónimo Bórmida, habla en el mismo sentido. La historia evoca un episodio de su adolescencia en el seminario del mismo convento de San Antonio. La circunstancia fue excepcional y el gesto de fray Marcelino, lleno de ternura: 

“Yo era un recién llegado al Seminario Seráfico. En la iglesia de San Antonio se cumplía el turno anual de las ‘40 horas’ de adoración al Santísimo Sacramento. Los seminaristas además de los turnos de adoración, concurríamos en general a la solemne Hora Santa que tenía lugar al atardecer, previa a la bendición y reserva de la Eucaristía. De rodillas sobre el piso de mármol, las manos juntas, la actitud hierática como los ángeles adoradores pintados en la bóveda del templo. Atrás del altar, en el coro de los religiosos, fray Marcelino oraba concentrado como solía hacerlo. De pronto abandonó su lugar, miró hacia el altar  y se retiró. En un par de minutos regresó y se dirigió donde estábamos los seminaristas  trayendo en su mano  una caja...  Por un momento pensamos que  cumplía un ritual propio de la circunstancia, pero la sorpresa fue mayúscula cuando encorvándose ante cada uno de nosotros, comenzó a repartir galletitas. Creo que olvidamos el cansancio y estoy seguro que nos encantó ese gesto repentino, fuera de estilo, pero simpático y maternal.  Recordé –concluyó Jerónimo- aquella página de la “historia sagrada”, en que leíamos el relato de un cierto maná caído del cielo para alimentar a israelitas hambrientos”.

La otra “portería”. El pan y la sopa de cada día

Resta referirnos a la otra “portería” atendida por fray Marcelino. En una calle lateral del convento existe desde siempre un portón que se abre al patio interior. Con el tiempo se hicieron sucesivas reformas y se fueron habilitando distintas dependencias para muy variados fines, muchos de ellos obras sociales y pastorales. Antes el lugar formaba parte de la clausura y era jardín, quinta y recreo de los religiosos y de algunos grupos de  laicos muy allegados, como los hermanos terciarios. La excepción, que no era tal, fueron los 70-80 hombres que concurrían todos los medio días a su “comedor”. Se trataba de un espacio semicerrado, inmediato al portón, donde los comensales se apiñaban para la ración diaria.

Se seguía así una antigua tradición de la Orden: convento que se fundaba, comedor que se abría para indigentes, pobres y quien se acercara en busca de un plato reparador (incluso trabajadores). En Montevideo la costumbre se remontaba al tiempo de los primeros frailes, apenas habilitado el convento. El hermano cocinero era el encargado de preparar la substanciosa sopa cuartelera. No se tenía otra pretensión que cumplir la obra primordial de “dar de comer al hambriento”, de llenar el estómago con lo que sería la comida fuerte del día. A poco de llegar fray Marcelino a San Antonio, los comensales hasta entonces atendidos por fray Celso de Sorisole, quedaron a su cargo.

En aquel modesto lugar que hacía de comedor, Marcelino pudo apreciar el aspecto más duro de la  pobreza. Ya no era el público mayormente de mujeres que acudía de mañana por el pan, la ropa o una limosna, sino una verdadera “corte de los milagros”, que aguardaba para tomar su plato, formar fila y luego buscar sitio donde tomar la sopa. No se disponía de mesas y bancos, todo era pobre, inadaptado. Algunos se  sentaban sobre las irregulares lozas de piedra, la mayoría devoraba su porción de pie o acuclillado. A veces se originaban rencillas que podían derivar en agresiones personales. En esos casos había que tener temple y apaciguar los ánimos para que no se pasara a mayores. Se veían rostros que denotaban  rencor, rebeldía, amargura. Marcelino se hacía cargo de la situación, comprendía que para muchos era duro tener que recurrir a “los curas” y, todavía, verse equiparados a pordioseros conformistas. Se encontraban inmigrantes europeos que habían abandonado sus patrias huyendo de persecuciones y guerras.  Había también criollos venidos a menos, gente formada en las lides y reivindicaciones ácratas del primer batllismo. La solidaridad con ellos debía ser asordinada, expresarse con suma delicadeza, sin un gesto que tradujera  “caridad” en  su acepción menos caritativa. La afectuosa sencillez  de Marcelino alejaba cualquier sospecha de lo que podría interpretarse como afectación clerical. No apuntaba directamente a la conversión de alguno, estaba al servicio de todos, con el corazón abierto y el mensaje evangélico de su testimonio franciscano. Y así fue aceptado, querido y admirado.  

En la década del 30, Marcelino debió convocar a su lado a un español que, como en otros casos, terminó viviendo en una dependencia del convento. José Bermúdez, hermano de la Tercera Orden, era hemipléjico y compensaba su disminuida capacidad, con la fuerza de la media humanidad hábil. Sabía hacerse respetar e imponerse sobre los “revoltosos”.

Poco o nada se habla de esta etapa de fray Marcelino. Tal vez sea fruto del malestar que produce el recuerdo de obras asistenciales “rudimentarias”, como lo eran la  mayoría de las obras gestionadas por las iglesias. La recuperación humana podía venir, quizás, como una gracia del cielo, entretanto sólo importaba lo inmediato y más urgente, o sea, repartir comida sin importar el dónde y el cómo... El objetivo era la práctica de caridad  Pocos años antes del fallecimiento de fray Marcelino, pareció oportuno que un sacerdote se hiciera presente en el “comedor” una vez por semana, para “dialogar” con los comensales. La iniciativa llena de buena voluntad perteneció al p. Ignacio Marlés. Ignacio intentó poner sobre aquella “mesa”, algo más que un plato de sopa, unas palabras solidarias y alguna reflexión esperanzadora que humanizara el acto de sobrevivir.

A partir del último medio siglo, aquel espacio interior del convento fue testigo de muchas obras sociales nacidas al impulso de la  iniciativa de religiosos y de laicos. Marcelino no llegó a verlas en su nuevo enfoque, pero todas tuvieron allí su origen. Porque la simple obra de misericordia, fruto de la caridad, se enriquece al paso de los años.  Podemos afirmar hoy que comedor, policlínica, farmacia, consultorio jurídico y de asistencia social, talleres, cursos, ropería, dormitorio, refugio nocturno, “alcohólicos anónimos”, etc.,  se inspiraron en el ejemplo del hermano portero. La primera de ellas, la “Policlínica Gratuita San Antonio”, se inauguró en 1953, un año antes de su fallecimiento. Marcelino llegó a conocerla, alegrándose de que sus pobres tuvieran una buena atención médica y dispusieran de los medicamentos necesarios. En la inauguración de la policlínica se destacó la figura y el ejemplo del hermano portero, a quien se le consideró el cofundador de una obra primera y modelo en su género.  

En el pequeño manojo de cartas escritas a sus familiares de Italia, Marcelino habla de sí como “Pobre de Cristo”, “Padre de los Pobres”, “Padre de los Pobres de Cristo”. Blasona de esa condición y no lo hace por ratificar lo que dicen de él, ni siquiera por el “santo” orgullo de serlo. Es su misión y basta, la siente, la vive y la expresa con simpleza. Quiere ser uno más entre ellos, gozar la perfecta alegría de la hermandad, ya no con la pobreza sino con quienes la sufren. Sostenía que sus vínculos religiosos eran incompletos si en ellos no quedaba incluida su otra familia espiritual, la de quienes no hacen voto, pero lo llevan a cuestas por la violencia de los hechos.

 

 

 

LA INTIMIDAD

CON DIOS

 

 

¿Por qué se dice que alguien es hombre o mujer de oración? Orar y vivir / vivir y orar / constituyen un solo acto de adoración, de entrega, de presencia, de intimidad. En esta perspectiva, “ser un hombre de oración” consiste, no en la vida hecha paréntesis de “recogimientos”, sino en hacer presente como don de la gracia, los frutos de esa intimidad con Dios. Lo podemos ejemplificar con algo tan vital como el corazón y los movimientos de sístole y diástole que dan impulso y retracción al sistema circulatorio. Hay un momento culminante, un pico de mayor intensidad en la experiencia de Dios, que se da (puede darse) en la oración. Con razón el p. Celestino -ciego pero clarividente- subrayó como característica notable de nuestro biografiado, el estado de oración en que vivía: “siempre se lo veía rezando”. 

 ¿Qué pretendemos decir sobre la oración de Marcelino, hijo de Francisco de Asís, de oficio “hermano portero”?  ¿Cómo  conocer el grado de experiencia de Dios a que llegó?  Mejor expresarlo con pocas palabras pues hacerlo adecuadamente es tarea de místicos, no de pobres rezadores. Marcelino buscó la comunión con Dios, la experiencia de Dios a través de Jesús, y así se asoció a su actividad redentora. Su ejemplo fue la Virgen María, la perfecta seguidora de Jesús, la que conservaba el misterio del Hijo en su corazón. Por este derrotero de seguimiento, de discipulado permanente, de contemplación, fray Marcelino  llegó a ser el compasivo y amoroso hermano de los pobres, los amados de Dios, como siempre los consideró. 

La eucaristía fue centro de su espiritualidad.  El p. Ildefonso Sansierra subrayaba: 

“... esa disposición que tenía para recogerse en oración, y las frecuentes  visitas al sagrario y al altar de la Inmaculada en cualquier hora del día o de la noche”. (APCU)

 Toda vez que sus ocupaciones lo permitían, hacía “una escapada a la iglesia” para hablar con el “dueño”. Muchas veces se le veía en el presbiterio, frente al altar mayor, de rodillas, empequeñecido, los brazos extendidos en actitud de súplica o las manos juntas y la mirada fija en el sagrario.  Pudiendo ayudaba y asistía a más de una misa con el mismo fervor. La presencia eucarística era para él tan real que aquella proximidad de Jesús se irradiaba de toda su persona. Después de comulgar prolongaba la acción de gracias, consideraba que su  Señor tenía prioridad sobre cualquier otro reclamo exterior.

En San Antonio estaba establecida la cofradía del Santísimo Sacramento. Entre otros cultos de adoración en el templo, tenía por cometido concurrir corporativamente una vez al mes, al Santuario Eucarístico Nacional  del Cerrito de la Victoria. Lo mismo hacían los hermanos terciarios cuando pasaban la noche ante la Eucaristía permanentemente expuesta. Fray Marcelino no sólo acompañaba a los cofrades en sus peregrinaciones, además promovía otros viajes nocturnos al Santuario.

Se dice que hay creyentes que con sólo verlos en actitud orante producen conversión en los alejados y edificación en los que creen. Marcelino era uno de ellos. Su rostro reflejaba el vaivén del intercambio, el saboreo de una enseñanza, el asentimiento, la conformidad, el abandono y una confianza abierta a cualquier prueba.

Asistía regularmente al coro como ya dijimos, participaba en las prácticas comunes, la meditación, el rezo de las Horas y el rosario. Eran éstos los espacios en que, quienes estaban bajo su protección, se favorecían ante Dios. Cuántas veces respondía a los pedidos de oración que le hacían, con un sermón de diez palabras: “Yo voy a rezar por vos, pero vos también rezá” , con lo cual expresaba que todos por igual se debían sentir hijos del Padre Dios.

Enfermo y de sufrido andar, se hacía llevar para participar de la primera oración y rezar el oficio laical prescripto para los hermanos legos. Se traslucía en su semblante el malestar físico, pero más aún la piedad de quien vivía intensamente la presencia del Señor.  Cuando no podía acercarse al coro, desde su lecho se unía espiritualmente a la oración y a la misa conventual,  recibiendo la eucaristía con renovado fervor.

Poseía la virtud de la familiaridad con Dios propia del hijo con su padre.  Una anécdota de ese entonces no tan lejano, cuenta un hecho que recuerda las  dolorosas apelaciones que Job hace a Dios. Marcelino, a pesar de su fe en la providencia, no dejaba de manifestar cierta ansiedad cuando escaseaban los recursos del “pan de los pobres”. En esta ocasión volvía de la iglesia con signos de evidente turbación. Preguntado sobre qué le ocurría confesó con la simplicidad de siempre:

-“Mirá, vengo de hablar con Nuestro Señor... y hasta lo rezongué”. Alarmado su interlocutor insistió:  -“¿Qué le pasó? ¿Es algo tan grave?” -“Es grave”, respondió, “porque si Él me manda pobres para que los socorra, también me tiene que dar con qué hacerlo y en este momento no tengo nada para ellos”.

La conclusión los lectores pueden imaginarla: suena la campanilla de la puerta, él acude solícito, y una persona desconocida le entrega una importante donación en dinero. Una “florecilla” que se repite, pero que sobre la impresión de los finales felices,  interesa destacar el fondo de la cuestión. Marcelino no deja de golpear la puerta sabiendo que, tarde o temprano, la solución llegará. “Alguien” podrá hacerse el sordo, no importa, él seguirá llamando. Tenía un estribillo que podríamos titular: “Brevísimo manual de las urgencias caritativas”. Explicaba la fórmula:

“Cuando hay necesidad llamo a la providencia, si llega a tardar le grito con toda el alma hasta que viene, nunca falla”.

 “Gritar con toda el alma”, en el lenguaje de este humilde lego familiarizado con las Escrituras, significaba actualizar la certeza de fe que transmitía Pablo  a los Gálatas: “Prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por la voluntad de Dios”. (4, 6-7)  Según esto, pensamos que tratándose del “Abba” (Papá), en Marcelino se revertía el dicho popular en favor suyo: “Tanto va el cántaro a la fuente... que su cántaro nunca se rompe, siempre está colmado”. Traduzco así lo que me transmitía la señorita Aida Bruzzone, antigua y permanente trabajadora en todas las actividades sociales del convento :

“Fray Marcelino tenía una caja donde depositaba las limosnas que le llegaban... dicen que aquel recipiente nunca se agotaba”.

Fruto de la unión con Dios fue su fe Y ésta, a su vez, fruto de vivir el amor de Dios. No se trataba únicamente del “pan nuestro de cada día”, que puntualmente se hacía presente en la mesa de sus pobres, sino del girar de los acontecimientos. Sabía ubicarlos, como ya dijimos, en la escala del plan redentor. 

Una lección de catequesis fundamental

La escena se desarrolla en el huerto de los Olivos con el siguiente reparto: Jesús en oración, se alza y sale al encuentro de los soldados; Judas, el entregador, a la cabeza de la cohorte; Malco, el esclavo que pretende detener a Jesús; Simón Pedro, el discípulo, empuña la espada y de un tajo corta la oreja de éste... Seguramente que la sorpresa y la indignación de Pedro en el huerto, no fueron tan grandes como las que sufre en sucesivos episodios imaginados por fray Marcelino, en lo que merece titularse: “Parábola de Jesús, el Malo”. El hermano portero planteaba en ella una catequesis desconcertante, para enseñar a descubrir, con humildad de corazón, lo que hay detrás de  acontecimientos tantas veces incomprensibles al humano criterio.  

“Jesús recorría pueblos y aldeas  en compañía de San Pedro predicando el Reino de Dios. Estaban cansados y hambrientos. Al divisar una casa de campo hacia allí se dirigieron. El dueño cumplió con los deberes de hospitalidad,  les dio de comer y beber, los atendió como si fueran de su familia. Cuando llegó el momento de despedirse les mostró orgulloso su campo de trigo diciéndoles que con la venta  pagaría a su hijo los estudios de abogado. Los huéspedes agradecieron la hospitalidad y partieron. Apenas iniciado el camino se desató una tormenta que arrasó con árboles y sembrados. San Pedro que conocía los milagros de Jesús, se extrañó de que hubiera permitido que el temporal afectara tan gravemente a quien con tanta caridad los recibiera. Jesús parecía indiferente, ajeno.

Al día siguiente, luego de largo caminar, solicitaron nuevamente acogida en una mansión, siendo recibidos y tratados con igual cordialidad. Llegaron a mostrarles las valiosas joyas que celosamente guardaban. Cuando se retiraban Pedro vio que Jesús escondía una copa de oro entre los pliegues de su manto. Su estupor fue mayúsculo, hasta pensó en increparlo, pero... se trataba del Señor... ¿Qué se traería entre manos...?

Prosiguieron la marcha y al tiempo se encontraron con un hombre que, a los gritos, rezongaba, insultaba, amenazaba, blasfemaba... Pedro tuvo ganas de aplicarle una bofetada, mientras que Jesús, muy amigable, se acercó al energúmeno y le entregó la copa “robada”. Pedro, estupefacto, movía la cabeza sin entender nada, mientras el Maestro retomaba la marcha con aquella serenidad que tanto conocía. Pero, ahora... Cavilaba, buscaba razones, miraba de reojo a su amigo, era todo tan raro y contradictorio... ¿El cansancio lo habría enloquecido...?

Angustias por su parte, y aplomo, casi ofensivo, desconcertante, por el lado de Jesús. En esto estaba cuando  se encontraron a orillas de un río donde un barquero se ofreció gentilmente a pasarlos a la orilla opuesta. “¿Qué viene ahora?”, se preguntaba Pedro, mientras se acercaban al otro margen. No tardó mucho en tener la respuesta. Perplejo quedó al ver que Jesús, a espaldas del botero, se afanaba en abrir un boquete  en el casco. Pedro miró para otro lado. “¿Qué pensar del estado mental de su Maestro y amigo”...? Desembarcaron, y dando la espalda al bote, Jesús comenzó a alejarse. De pronto sintió los gritos del hombre que, a punto de ahogarse, pedía auxilio.. Pedro estaba atónito... era demasiado. Alcanzó al Señor que seguía impasible su marcha y le preguntó: “¿Qué locura es ésta? A todo lo que vi hasta aquí, se añade ahora la muerte de un hombre que nos favoreció gratuitamente...”.

Con toda calma respondió Jesús: “Pedro, voy a explicarte lo sucedido, desde el principio al fin.”.

“En el primer caso permití que el granjero perdiera la cosecha porque si su hijo ingresaba a la Universidad, terminaría perdiéndose.

En el segundo caso hice desaparecer la copa de oro porque el propietario, esclavo de sus riquezas, seguiría el mismo camino del anterior.

Enseguida entregué la copa de oro al que maldecía, porque sabía que no lo hacía de corazón, sino enceguecido por la miseria y los sufrimientos.

En cuanto al barquero, debo decirte que se trataba de un peligroso delincuente. Simulaba ser un hombre bueno y solidario para robar a los desprevenidos pasajeros. Cuando se encontraban en medio del río los atacaba y los arrojaba al agua. Ellos morían ahogados y él se quedaba con sus pertenencias”.

“Desde aquel día -concluía fray Marcelino- Pedro no dudó ya de la Providencia de Dios”.

El acto puro de amor de Dios

Juan Pablo II dirigiéndose a los peregrinos llegados para la beatificación del p. Pío de Pietralcina, hizo esta antológica semblanza del capuchino de Foggia, aplicable a nuestro Marcelino:

“Quiso ser sencillamente un pobre fraile que ora”.

  La célebre distinción de la vida religiosa en activa y contemplativa, encontró tanto en el p. Pío de Pietralcina, como en fray Marcelino de Endine, un armonioso punto de encuentro. Decía monseñor Barbieri:

 “Si me dicen que fray Marcelino realizó un  milagro, no me llamaría  la atención. El es   un    verdadero amigo de Dios”. 

Una vez le preguntaron cuál era la mayor aspiración de su vida. Sin titubear declaró lo que hubiera expresado la más encumbrada de las  almas contemplativas:

“Mi mayor deseo es poder realizar un acto puro de amor de Dios”.

 El acto puro de amor de Dios lo hacía en su entrega, como instrumento dócil y siervo fiel. Manifestaba dolor y preocupación por la miseria espiritual y material en que vivían tantos hijos de Dios. Como la enclaustrada  Teresa de Lisieux, misionaba en comunión espiritual con los sacerdotes, rezaba por ellos, se dolía de la indiferencia religiosa y de la superficialidad de la fe de muchos. El p. Urbano Salort que durante muchos años dio misiones rurales entre indígenas en el sur argentino, cuando venía a Montevideo se hospedaba en el convento. Marcelino gustaba escuchar sus relatos matizados de interesantes anécdotas y reconfortantes historias. Cuando se despedía para volver a sus correrías apostólicas, le decía:

“Te acompañaré con oraciones para que el Señor te dé muchos frutos de conversión”.

Los sacerdotes se encomendaban a su ministerio de oración. El p. José López García, médico y misionero jesuíta que había vivido sus primeros años de actividad en China, de regreso en Montevideo residía en el colegio mayor de la Compañía. Allí, continuó desplegando el mismo celo apostólico de sus años jóvenes. Se le encontraba de continuo a la cabecera de los enfermos, aun de aquellos cuyos familiares no querían saber de la presencia del cura. Por ésta y otras causas recurría a los consejos de  Marcelino que, según él, era su “guía, director espiritual  y teólogo de consulta”. A este propósito el historiador argentino, p. Guillermo Furlong, escuchó decir al p. López, no sin sorpresa:

“Me aconsejaron que viera al obispo por un problema que tengo, voy a ir, pero antes voy a consultar a fray Marcelino y haré lo que él me diga”.

En las citadas cartas a familiares de Italia, insistentemente pide oraciones “para que el Señor me haga santo”, “para que el Señor me conceda el Divino Amor”. Quiere alcanzar la perfecta caridad, objetivo de la perfección a que aspira. El suyo no era fervor de altibajos, tibio, era una propuesta firme, recia.  Por eso también el temor a perder el gratuito amor de Dios. “El temor nos hace humildes”, decía a los suyos. Lo preocupaba que mucha gente viviera sin importarle su salud eterna, dedicando toda su atención a los cuidados del cuerpo. “¡A cuantos ha sorprendido la muerte repentina!”. E insistía:

“Cuidemos de estar siempre en gracia de Dios porque la muerte nos puede tomar de improviso, no nos acostemos sin un verdadero acto de contricción (...) Seamos humildes y amemos mucho al Señor”.  

Marcelino fue uno de esos frailes que de ingenuos y transparentes “parecían no haber pecado en Adán”, como señalaban muchos religiosos. Vivía el temor de Dios que animó la lucha de los santos, fue sumamente delicado en la guarda de sus sentidos, pensamientos y palabras.

Nada particular hemos podido saber sobre “especiales” penitencias que practicara, sin embargo no se deben descartar, sea por la afinidad espiritual que tenía con sus protectores, los santos y beatos capuchinos, sea porque las lecturas ascéticas que frecuentó, tenían gran aprecio a una vertiente de la espiritualidad, a la que dedicaban numerosos tratados y hagiografías. En cierta ocasión aconsejó a un joven religioso que, a su arbitrio, había resuelto beber vinagre y dormir sobre el suelo, no practicar  penitencias autoimpuestas, sin consultar con quienes tenían el cuidado de su bien espiritual. Sabía lo que la experiencia, la tradición y la ascética enseñan. El espíritu del mal se vale de algo aparentemente elogiable, para inducir al pecado de orgullo. Es fácil creerse y hacer creer que las mortificaciones son un signo visible de la santidad.

En la lucha por lograr la conversión a Dios con todo el corazón, dominar las pasiones, ganar en humildad y en pureza de corazón, la penitencia tanto interior como exterior, forma parte importante del bagaje espiritual del religioso, Marcelino vivía los actos penitenciales señalados por las normas particulares de la Orden, como el camino señalado para alcanzar la purificación. Se consideraba pecador y, por lo mismo, más necesitado de Dios, capaz de sentirse perdonado por la sangre de Jesús. Semanalmente se acercaba al sacramento de la penitencia y aconsejaba a quienes le confiaban sus dificultades espirituales, que se  reconciliaran con el Señor.  Practicaba la mortificación en actos, en la austeridad de vida, en la conformidad con el querer de Dios. Debido a una severa intervención quirúrgica, ofreció el sacrificio de su propia estimación . Así menoscabado, sometido al cuidado de terceros, no emitió nunca una queja. Soportaba el sufrimiento físico y moral en conformidad de ánimo, sereno y lúcido. Se dejaba hacer, desnudo como el Crucificado, contento por encontrarse en la misma situación.

“Aquí estoy clavado en la cruz”, respondía a quien se interesaba por su salud.

 

 

 

 

LAS CUENTAS

DEL PORTERO

 

 

El diccionario atribuye más de un significado al vocablo “cuenta”. Elegimos entre ellas dos: una, pliego o papel en que está escrita alguna razón compuesta de varias partidas, que al fin se suman o restan; otra, cada una de las bolitas ensartadas que componen el rosario y sirven para llevar la cuenta de las oraciones que se rezan... Ambas “cuentas” tuvieron que ver en la vida de nuestro portero. Las primeras, de  sumas y restas, terminaron en una papelera, mientras que las de “bolitas ensartadas”, se hicieron oración en las manos y el corazón de muchos.

Las cuentas liberadas

Al principio de su oficio de portero, Marcelino llevaba el “movimiento” de las limosnas según aquel encolumnamiento tradicional de entradas, salidas y saldo, escrupulosamente registrados. Los viernes se reunía la  Conferencia Vicentina de San Antonio para la junta semanal de oración, balance de la actividad asignada y programación de visita a los hogares más necesitados. Marcelino asistía como un vicentino más, siendo considerado el más diligente de los cofrades, siempre atento al problema del necesitado y de su familia. Un hermano vicentino, el doctor Pedro Fascioli, evocaba a este propósito el que el hermano era para ellos miembro de honor, “pero más activo que honorífico”.  

Una vez aconteció lo que fray Marcelino denominó “aviso del cielo”, para que dejara el sistema mercantilista de “sus cuentas”, por otro más providencialista.

“Ese día -dice- me entregaron una importante donación en dinero que debía llevar a la reunión de los vicentinos. Me presenté en el local de la conferencia muy contento llevando el dinero y comencé a contarlo peso a peso. A un cierto punto ví que no era la misma cantidad que había anotado antes sino bastante menos. Repetí la cuenta con el mismo resultado. Entonces lo tomé como una señal del cielo... Meditando después sobre lo que para mí no tenía explicación, me hice una pregunta:  -Marcelino, Dios te mantiene y mantiene el ‘pan de los pobres’ ¿no es cierto?...  ¿Dios te pidió alguna vez un recibo por todo lo que te da?... Entonces. ¿por qué si El mantiene ‘el pan de los pobres’ y no te pide recibo,  vos tenés que llevarle cuentas de lo que gratuitamente te manda? A El no le gusta que lo traten como un almacenero...”.

Tras esta reflexión creyó que debía hablar con el padre guardián, exponerle lo sucedido y escuchar su opinión. El superior que lo conocía de sobra, le dio permiso para administrar las limosnas “sin hacer contabilidad”. De esta forma Marcelino dejó de lado los registros y dio paso a la inabarcable acción de la providencia. La singular “metodología-de-cuentas-no-llevadas”, pero siempre en orden, se practicó aún como una “santa costumbre”, hasta el fallecimiento del último hermano que ocupó ese puesto.

Marcelino hacia el  final de su vida legó esta lección de confiado abandono a fray Celso, su sucesor. De tiempo atrás el hermano Celso venía cumpliendo las  tareas de Marcelino, imposibilitado éste por su estado de salud. Las décadas que había pasado en la portería, hacía imposible pensar en un sustituto con su carisma, que recibiera el beneplácito de todos, en especial de quienes  lo querían como a un padre. Se pensaba que la memorable presencia de fray Marcelino, eclipsaría a cualquiera que tomara su lugar, por mejor voluntad que en ello pusiera. Estábamos realmente desconcertados ante la ausencia de quien hasta entonces había sido providencia, misericordia, padre y madre de todos. Fray Celso, desde el fondo de su humildad, temía no estar “a la altura de los antecedentes”. Era un desconocido sin experiencia. Con él en la portería, ¿seguirían llegando donativos como “en tiempos de fray Marcelino”? ¿Sabría ser él, fiel instrumento del amor del Padre?  Con estas dudas visitó a fray Marcelino en la enfermería del convento, manifestándole sus temores  y pidiéndole  que cuando estuviera junto a Dios, intercediera para que supiera cumplir y que nunca faltaran los recursos. Marcelino le respondió:

“Celso... no te preocupés... confía en Dios... te prometo... que nunca te faltará nada...”.

En los casi 30 años que Celso pasó junto a los necesitados, jamás careció de recursos para el “pan de Fray Marcelino”, según comenzó a llamarse el célebre “pan de los pobres”. Lo acompañó siempre el convencimiento de que junto a él, según promesa, alentaba la presencia espiritual de fray Marcelino. Así se lo escuchamos en más de una dificultad económica:

“Cuando estoy apretado le rezo a fray Marcelino y él me escucha”.

Podía suceder que la misma providencia “ordenara” a Marcelino desviar parte de las limosnas hacia otro destino. Nos referimos a una emergencia a “escala intercontinental”. Fue durante la segunda guerra mundial, cuando recibió desde Italia una carta estremecedora. Unas pobres monjas que lo conocían, le solicitaban ayuda urgente. El monasterio había sido  destruido en un ataque aéreo. La carta denotaba tragedia, miedo, penuria. En Uruguay se vivía bastante bien; en Europa muy mal. Eran frecuentes los pedidos de ayuda que, por causa de la guerra generalizada, llegaban del otro lado del océano. Marcelino, que contaba con una importante suma de dinero para el pago de los gastos del mes, se encomendó al Señor, lo remitió a su nuevo lejano destino y, nuevamente, vio compensada la donación con limosnas recibidas en la misma jornada. El p. Benito de Rosario, a quien fray Marcelino había pedido consejo, creyó notar en el hermano un momento de vacilación, sin embargo se había encomendado al Señor, reafirmando la conciencia de lo que debía hacer.

Fray Marcelino fue un ejemplo vivo de la confianza en la divina providencia. Tenía presente a otros hermanos de hábito que cumplían idéntica misión. Cuando se encontraba con ellos, se edificaban mutuamente como suele suceder con quienes hacen el mismo ejercicio de amor evangélico.

Las cuentas encadenadas

En su “Diccionario de las Religiones” el cardenal del Franz König explica:

“Las religiones más importantes conocen las prácticas de repetir oraciones con el fin de ahondar en su contenido. Para llevar la cuenta de las repeticiones se usaron desde antiguo sartas de bolitas (...) viene también a cuento aquí mencionar los loores de Alah, en sus 99 cualidades, recitados por los mahometanos. El salterio o rosario, con sus 15 misterios, es la oración reiterativa que más amplia difusión ha alcanzado dentro de la Iglesia católica. Nació del deseo de suministrar a los seglares un sustitutivo de los 150 salmos (latinos) (...) Más tarde, a cada avemaría se le añadieron enunciados acerca de la vidas de Jesús y de María, de lo que resultó un salterio de 150 misterios. El rosario de 15 misterios se remonta al libro titulado ‘Salterio de Nuestra Señora’, publicado en Ulm por los dominicos y reeditado infinidad de veces”.

El rosario de la Virgen, la devoción a María, están indisolublemente unidos a la figura de Marcelino. Su perfil espiritual quedaría desdibujado sin estos trazos imprescindibles. Es el otro sistema de cuentas que llevaba  a lo largo del día. Desde sus primeros años de portero se especializó -empecemos por acá- en el enhebrado de rosarios o coronas. Esta actividad se convirtió en un auténtico don para él y para muchos. Hacer rosarios era una de sus formas de honrar a María en los ratos libres que le dejaba su oficio. Pronto fue conocido “el cuartito de fray Marcelino” como taller de los rosarios. Las enormes manos del otrora agricultor, guardabosque, minero, albañil, realizaban delicado trabajo  en el engarzado de cuentas de distintas procedencias.  El enlace se hacía con “alambre de alpaca”, un metal blanquecino, fuerte y maleable, traído de Buenos Aires o desde Italia. Marcelino tenía anotados los lugares donde podía el voluntarioso viajero comprarle rollos del preciado alambre.

 Poseer un rosario “encadenado” por Marcelino era motivo de orgullo. (“Este rosario me lo encadenó fray Marcelino...”, se podía escuchar en algún corrillo de personas devotas).  Duraban por tiempo indeterminado. En cierta época los rosarios “brotaron” de una planta. Pues sí, los elaboraba con semillas  cultivadas, recogidas y secadas por él mismo. En el claustro del convento había plantado  “coco de la India”, unas cuentas parduscas, fáciles de perforar y sumamente resistentes. Otra especie frecuentada era la semilla del algarrobo, preferida por su color amarronado. También se servía de otras especies de igual rendimiento que trabajaba con igual maestría. Sus rosarios no pretendían ser ornamentales, llamativos sino instrumentos de oración (aunque a veces podían parecer collares de perlas, por el símil de las cuentas que le traían para encadenar). 

El “carisma” de los rosarios residía, primero, en el artífice que los había trabajado “para la Virgen” y luego en la justeza de la pieza terminada. Sobre la pequeña mesa de trabajo se veían, por un lado, alicates, pinzas, punzones, taladros y, por otro, cuentas y más cuentas que conservaba en distintos bollones según su clase y tamaño. El enhebramiento era realizado guardando la constante del correspondiente distanciamiento entre una cuenta y otra, entre decenas y padrenuestros, entre la “verónica”, como llamaba a la medalla a la que convergen las cinco decenas y las tres “ave” finales y el crucifijo. Para los cambios de “misterio” realizaba un engarce especial, de ingeniosa estructura circular, muy compacto, que semejaba un nudo marinero. Había artesanía y devoción. Los preciados rosarios no tenían tarifa y la colaboración era voluntaria y siempre generosa.

Marcelino no era sólo un hábil encadenador; lo suyo era una invitación a meditar los   gozos, las glorias y los dolores de Jesús y de María, se podría afirmar que enhebraba las plegarias de muchos hasta hacerlos llegar al Hijo y a la Madre.

 Sobre su devoción al rosario se cuenta que viéndosele contrariado, alguien le preguntó qué le ocurría a lo que él respondió dolido:

 “¿Cómo querés que me sienta? Hoy sólo  pude rezar diez rosarios”.

No debemos pensar, por esto, en una suerte de carrera contra el tiempo, vocalizando o sobrevolando más de quinientas avemarías y una respetable suma de padrenuestros y glorias. Es posible, por supuesto, que fray Marcelino  haya rezado en una jornada tantas y más veces el rosario,  pero no nos detengamos tanto en la suma cuanto en el espíritu que animaba su devoción.  Cuando un alma alcanza algún grado de encuentro con el Creador, la cantidad y permanencia de la oración pasan a un segundo plano. El diálogo se hace vínculo de amor, de confiada actitud, de entrega a la voluntad de Dios. Los creyentes llegamos a vislumbrar esta gracia de la oración, aun en medio de la  tiniebla que nos rodea. Ojalá pudiéramos vivirla en la cima (y sima) del amor que animó a los siervos de Dios

En su devoción mariana recordamos el frecuente rezo del “oficio parvo”, particularmente en las festividades de María. Los hermanos legos, cuando podían hacerlo, recitaban los salmos, responsorios e himnos propios. Marcelino los había memorizado en el latín original, desde su postulantado en Génova.

 

 

 

 

 

LOS SANTOS

NOS MIRAN

 

 

Cuando no lo reclamaban, Marcelino permanecía habitualmente en el pequeño refugio  conocido, que servía como taller de rosarios, pausa en el trabajo y locutorio.  Estaba situado en la clausura, por lo que solamente los hombres acudían allí para encontrarse con el hermano portero. Era una especie de desván en planta baja, cuyo techo en declive y las paredes irregulares, se convirtieron, por obra de fray Marcelino, en muestrario permanente de la “santidad”. Allí había numerosísimas estampas adosadas a los muros, cubriéndolos casi por completo. Se veían conmemoraciones, recordatorios y, sobre todo, imágenes de santos, beatos, siervos de Dios. Marcelino conocía la vida y obra de casi todos ellos: mártires de la fe, servidores de los pobres, misioneros de talla apostólica, monjas de clausura, encumbrados doctores de la Iglesia... y humildes hermanos  capuchinos que habían merecido el honor de los altares.

Estaban más cerca de su corazón los santos legos de la Orden. Ellos le hacían presente el compromiso de seguir al Señor formulado en su vestición religiosa. Eran “camaradas” y modelos, testimonios de que siendo el camino el mismo, los medios y la meta también lo eran. ¿Por qué no ser como ellos? Conocía ejemplos y virtudes de “mis protectores, los hermanos mayores”, como los llamaba.  “Son de los míos”, expresó alguna vez, embanderándose más expresamente con la familia capuchina. El talante espiritual era el mismo, pese a las diferencias de época. Estaban allí, entre otras, las imágenes y los ejemplos de estos santos: 

 

San Francisco María de Camporosso (1804-1866), conocido como  “Padre Santo”, hacia quien fray Marcelino mostraba especial predilección. Hijo de la misma provincia de Génova, era un santo muy cercano por lugar y tiempo. El oficio principal de Camporosso había sido el de limosnero. Fue también un hombre de consejo,  amigo de todos, de gran prestigio moral. Murió víctima de la peste que asoló la Liguria, luego de ofrecerse en holocausto por su amada ciudad. La epidemia cesó cuatro días después de su muerte. Cuando Marcelino ingresó al noviciado, en Génova se conservaba viva la memoria del santo limosnero. Francisco había vivido en el mismo convento que él.

San Félix de Cantalice (1515-1587), recordado limosnero de la ciudad de Roma, siempre elevado a Dios y, sin embargo,  siempre muy cerca de los hombres: un cascabel de alegría que irradiaba por calles y plazas. Consignan los historiadores de la Orden, que su santa vida constituyó uno de los argumentos para apoyar la sobrevivencia de la reforma capuchina, en un momento crítico de sus inicios. Como limosnero, pudo considerarse poco eficiente, si se piensa que con frecuencia volvía al convento con las alforjas vacías. Nunca pudo entender que los beneficios comprendían también a los frailes y no sólo a los pobres que encontraba por la ciudad.  Su lema era múltiple:  oración, trabajo, humildad, pobreza y el alma y la sonrisa siempre abiertas al prójimo. Entre serio y en broma decía a los predicadores:

“No se olviden de predicar para convertir a los pecadores, y no para ganar fama”.

San Serafín de Montegranario (1540-1604), limosnero, de gran corazón con los menesterosos y de gran tacto como pacificador de partidos y facciones. Escaso de sabiduría humana, pero sabio en contemplación y válido en obras que se consideraron milagrosas. Dicen que los testimonios de quienes recibieron milagros, llenaron más de 2.000 páginas. Pasaba gran parte de la noche de rodillas ante el Santísimo. El obispo de Ascoli, cardenal Bernerio, como su colega cardenal Bandini, le enviaban cartas o venían al convento para consultarlo y pedirle oraciones.

Beato Bernardo de Corleone (1605-1667), había sido espadachín y pendenciero, transformándose, a su ingreso en la Orden, en el más humilde, servicial y pacífico de los hombres. Su devoción a la Pasión de Cristo y la vida de penitencia que practicó, causaban asombro. De gran espíritu de oración, practicaba la compasión acudiendo allí donde reinaba la miseria. Tenía el don de consejo que compartía humildemente con las personas que se acercaban en busca de consejo.

Beato Crispín de Viterbo (1668-1750), durante cuarenta años recaudó limosnas, se hizo célebre por su amabilidad y sentido del humor. Un cardenal de la Iglesia, amigo suyo, lo llamaba risueñamente “ermitaño de la ciudad”. “Rezar y trabajar” fue su lema, el rosario y la devoción a María, la característica de su espiritualidad. Su fama de “curador” atraía a numerosos enfermos a los cuales daba un remedio casero que fabricaba con castaño, higos y otros ingredientes. Otras veces el proceso de curación era más simple, sólo impartía la bendición con la medalla de su rosario. En uno y otro caso los resultados podían ser sorprendentes.

 San Ignacio de Láconi (1701-1781), fue beatificado y canonizado por Pío XII (1940/1951). En el proceso canónico previo a este reconocimiento se documentaron 121 páginas de milagros. Fue también por cuarenta años, limosnero incansable en Cagliari y otros poblados de Cerdeña. Quería ser mártir, por amor y para la gloria de Dios, como san Fidel de Sigmaringa. Tenía extraordinaria devoción a la Inmaculada Concepción de María. El escritor sardo G. Deledda, premio Nobel de literatura, contemplando la figura de san Ignacio comenta:

“Ya viejo, casi ciego, con el rosario en la mano, con bastón, la barba espinosa, con su rostro moreno y chato, no tenía nada de seráfico, sin embargo, es el pastor antiguo de Cerdeña; en su mochila está escondido el tesoro de la sabiduría y la bondad”.

San Conrado de Parzham (1818-1894). Como fray Marcelino, transcurrió más de cuarenta años en la portería del convento de Altötting (Baviera). Conrado fue amable, gentil, lleno de piedad y compasión, sereno y paciente. Atendía a los pobres que venían cada día por un plato de sopa y un pedazo de pan, lo mismo que a los peregrinos hambrientos a quienes ofrecía pan y cerveza. Pío XII dijo de él:

“El siervo de Dios se hizo servidor de los hombres, de sus hermanos y del pueblo”. Y Juan Pablo II, en visita a Altötting en 1980 expresó: “San Conrado, el humilde, el alegre portero del convento de Santa Ana, le miro de rodillas, frente a la pequeña ventana que hizo en la pared, para poder ver siempre el altar de la iglesia. Y nosotros, vamos a abrir cada día la pared de lo visible, para estar siempre en la presencia de Dios”.

Beato Bernardo de Offida (1604-1694), religioso de señalada oración, fue requerido por su don de consejo y conocido por la proverbial caridad con que atendía al pobre que se le cruzaba en el camino. Durante su larga vida trabajó allí donde podía ser útil: cocinero, limosnero, portero, enfermero, siempre dispuesto a la solidaridad y el servicio. Vivía en constante oración, pero ello nunca fue obstáculo para el cumplimiento de sus tareas. En la provincia natal la gente lo conoció por sus virtudes y su gran amor a los pobres y débiles. Fue conocido también como taumaturgo.

Beato Félix de Nicosia (1715-1787), limosnero a lo largo de cuatro décadas. Fue discípulo de su santo patrono Félix de Cantalicio, a quien se había propuesto imitar. Las similitudes entre ambos es sorprendente. Como él, combinó la labor de limosnero con el apostolado de difundir la doctrina, confortar a los afligidos y aconsejar a los que dudaban. Cuando no tenía más que dar a los pobres, pedía permiso para darles su propia comida. Todos reconocían en Félix de Nicosia a un hombre de Dios. Obediente hasta la muerte, pidió permiso al superior para entregar su alma a Dios.

Beato Pío de Pietralcina (1887-1968). No podíamos dejar de lado la “comunión espiritual” y la admiración que Marcelino tuvo hacia el estigmatizado de Foggia,  declarado beato el 2 de mayo de 1999. En su “cuartito”, entre las imágenes fijadas a las paredes, estaba también la reproducción de la foto del entonces viviente Padre Pío. El amor de Dios lo llenaba totalmente, colmando todas sus esperanzas; la caridad era el principio inspirador de su jornada: amar a Dios y hacerlo amar. Su preocupación particular era crecer y hacer  crecer en caridad. Vivió asediado por muchísimas personas que acudían a él en busca de gracia y de consuelo. Y él se entregaba a todos. El hermano portero solía encomendar al carismático capuchino, a las personas que le pedían ayuda espiritual. 

 El santoral de aquella “ermita” se constituyó en un libro abierto de catequesis popular. Quien ingresaba por vez primera se sorprendía al ver tantas estampas de santos. La curiosidad lo llevaba a mirarlas y a indagar. Marcelino tenía siempre pronta alguna moraleja y, a veces, un “sermón” más fuerte.  A quien  objetaba la “exagerada” muestra,  replicaba:

- “¿A vos te molestan los santos?...”

- “No, claro”.

- “Entonces pedíles que te acompañen”, y con esto acallaba al censor .

 

 

LA EXQUISITA

CARIDAD

 

 

“Un santo triste es un triste santo”, reza un adagio acuñado por san Francisco de Sales y divulgado por san Juan Bosco. El pueblo siempre desconfió de los santos taciturnos, quejosos, doloridos. Fray Marcelino era cordial con todos. Con sus hermanos de religión era solícito, cariñoso. Cuando alguno estaba enfermo lo visitaba con frecuencia, lo alentaba y oraba con él.

El doctor Pedro Fascioli, a quien ya nos referimos, frecuentaba la compañía de fray Marcelino y  lo atendió un tiempo en su consultorio odontológico. Solía recordarlo en una faceta de su personalidad, que habitualmente no se menciona como característica del carácter del hermano:

 “Desde que yo me conozco tuve la suerte de ir conociendo siempre más al mismo queridísimo fray Marcelino y nunca lo vi solo en el mundo. Fue un ser sociable que convivió dialogando, en su lenguaje tan peculiar, todas sus horas con el Señor, con las legiones de sus hermanos predilectos, los pobres, los desheredados y con muchos ricos que dejaban la limosna en sus manos”.

Sociable y dialogante así era Marcelino. Tenía una muy leve dificultad en la locución que no llegaba al tartamudeo y, en todo caso, aumentaba atractivo a su conversación. Alternaba con todas las personas por igual, familiarmente.  Dueño absoluto del “che”, ni el arzobispo fray Antonio María Barbieri, el joven que conociera como terciario, viera ingresar en la Orden Capuchina, apoyara en el viaje de estudios a Italia, y a quien todos tributaban callada sumisión, se salvaba del antiguo tuteo familiar: “che, Antonio” (ni siquiera “che Barbieri”).

Por su modo de ser Marcelino convocaba a la llaneza del trato, a practicar la  pura simplicidad, esa cualidad del alma franciscana que, en palabras del Pobre de Asís, es “hija de la gracia, hermana de la sabiduría, madre de la justicia”; “no sabe hacer ni decir nada malo (...) se conoce a sí y no condena a nadie”. (2C 189) Marcelino generaba el deseo de ser mejores, más fraternos, menos severos de rostro y de juicio. Un periódico de Montevideo a cuatro años de su desaparición física, recordaba la siembra que  realizara por décadas:

“Fueron 45 años que las puertas del convento de San Antonio estuvieron confiadas a la caridad de fray Marcelino, a su consejo iluminado, a su paternidad espiritual. 45 años durante los cuales gente de todos los estratos sociales se acercaron a ‘los capuchinos’ como una meta de reencuentro entre hermanos”. (“El Bien Público”, julio 1958)

La fama de sus virtudes y cualidades humanas era conocida en toda la provincia. Estaba siempre dispuesto a compartir con la fraternidad los momentos de expansión. La austeridad personal se compadecía perfectamente con su bonhomía. Conocedores del valor de sus oraciones, la usual despedida de quienes pasaban por el convento de San Antonio, centro de acogida,  era un confiado: “Marcelino, rece por mí”

Se llevaba admirablemente con los seminaristas y religiosos jóvenes. Pudimos apreciarlo de muchas maneras, algunas hechas de pequeños gestos o palabras para nosotros memorables. Así, por ejemplo, la ternura en el tono de voz cuando nos anunciaba la llegada de una visita siempre esperada: “Vino tu máma, apuráte”. Percibíamos en estas palabras, la solidaridad del anciano fraile con la alegría que el anuncio transmitía al niño que éramos. Recordamos asimismo las palabras de afecto y de franciscana admiración que sentía hacia nuestro padre a quien invariablemente “canonizaba” (“tu padre era un santo”), sin fiscal, por supuesto, que alegara en contrario. Lo consideraba hermano, por ser hijo de san Francisco en la Orden Tercera, y  amigo con quien sintonizaba en espíritu y vida. Retenemos el “Ramoncito” con el que nos llamaba siendo ya estudiantes avanzados, obsequiándonos el nombre de ese progenitor tempranamente fallecido. El hermano Luis Alberto De León, nos cuenta que también él tiene presente la dulzura con que trataba a las personas modestas y más aún si eran familiares de los religiosos. Lo comprobó de cerca durante sus años de estudio:

“Recuerdo cuando venía mi madre una vez al mes, el día de visita que era el  primer domingo. El “viejo” la recibía siempre y la trataba con esa deferencia que tenía para la gente pobre,  para la  gente que se acercaba a la antigua portería de los frailes, allí en Canelones 1660”.

En su prolongada enfermedad, no pudiéndose valer, pedía disculpas y perdones por las supuestas molestias que creía producir.  Agradecía la más pequeña atención que se le hacía y siempre tenía a flor de labios la hermosa expresión de agradecimiento: “Sea por amor de Dios”. Sufría en silencio cuanto le era posible para no “incomodar”. Si debía despertar al estudiante de teología que lo acompañaba por la noche, recién pulsaba la campanilla a último momento, deshaciéndose en excusas.

Uno de los jóvenes que lo cuidaron largo tiempo, el arriba mencionado hermano Luis Alberto, debía rendir exámenes escritos de teología dogmática y de moral  y la ocupación de enfermero le quitaba tiempo para prepararse. Le comunicó su preocupación al enfermo ante la inminencia de la prueba. Marcelino, cuenta, no sólo lo tranquilizó:

“Pasé mucho tiempo cuidándolo en la época del teologado en San Antonio, por los  años 47-48. Recuerdo bien que en la misma enfermería di algunos exámenes y él me repetía que fuera tranquilo, que iba a salvar el examen. Y así fue. No pasé  más angustia y el resultado fue mejor de lo que esperaba”.

El caso de “Antonio, el rengo”

El caso “Antonio” es otro marcado rasgo de ternura de fray Marcelino. El apelativo, es obvio, se debía a la desgraciada circunstancia que caracterizó a Antonio Talín. Este señor no era un pobre común, tampoco un “creyente práctico”, en el vulgar sentido de la palabra. Había sido obrero y militante socialista. Pertenecía a una  generación caracterizada por el culto a la solidaridad obrera y la búsqueda de caminos nuevos para una más justa convivencia de los humanos. Por ese motivo había sustentado ideales anarquistas, pero ajenos a cualquier tipo de violencia. Era hombre amante de la paz, voluntarioso, sociable, dolido por su propia situación e igualmente por la de tantos compatriotas. Un accidente de trabajo y el error quirúrgico posterior, lo había dejado con la notoria cojera que le procuraba dificultades de desplazamiento. Los últimos años de vida debió recorrerlos en silla de ruedas.

Pese a su impedimento, Antonio aspiraba a ganarse la vida sin apelar a la compasión. Por la década del 30 habitaba el altillo de una casa de inquilinos vecina al seminario seráfico. La finca había sido adquirida para una eventual ampliación de dicho colegio. A instancias de fray Marcelino que lo asistía de diversas maneras, los frailes cedieron una habitación a Talín. Cuando la casa fue enajenada y demolida, Marcelino lo trajo al convento como su ayudante en la portería. Antonio vivió y murió en el convento a los 92 años en paz con Dios, sobreviviendo largamente a su bienhechor. Fue siempre celoso de su religiosidad, no la transparentaba pero daba indicios de vivirla. Conocía al detalle la disciplina, horarios, costumbres, liturgias, solemnidades y retiros. Reservado y confiable, devolvía con fidelidad el vínculo de familia que los frailes habían establecido al acogerlo. La misma actitud guardaba con respecto a visitantes, bienhechores y a sus antiguos compañeros  “los pobres”,   aun  cuando  algunos insistieran, a toda hora del día, por la presencia “contante y sonante” del  hermano.

La mención de Antonio en esta historia, se debe a estar entre quienes vivieron más estrechamente vinculados con Marcelino, en sus últimos veinte años de convivencia. Lo conocía en profundidad, conocía su ternura para con los necesitados, lo quería, lo admiraba. Talín fue valioso como testigo y transmisor oral de “hechos y dichos” del hermano portero. Mucho de lo que hoy conocemos a él se debe.

Cuando el “reparto del pan” se convulsionaba, Antonio aplicaba enseñanzas y palabras de su “maestro”. Ahora ayudaba a fray Celso, a quien Marcelino prometiera recordarlo y asistirlo en el trabajo con los necesitados. En alusiones que uno y otro hacían, no faltaba la evocación a la fuente: “Fray Marcelino decía...”; “Fray Marcelino acostumbraba...”; “Fray Marcelino  conocía...”; “Fray Marcelino visitaba...”.  Así sabíamos de las visitas realizadas al enfermo a quien pagaba el alquiler... a la anciana en soledad para acercarle medicamentos... a la familia numerosa que vivía en la mayor estrechez... a la bondad de algún bienhechor que lo sacaba de apuros... a la dulzura y paciencia que usaba con todos. Antonio, como fray Celso y los demás religiosos, tenían la seguridad de haber vivido con un santo.

Marcelino no se conformó con proteger al discapacitado Antonio Talín. Sagaz conocedor de la sensibilidad del carenciado, sabía cómo tratarlo sin herirlo. Y así aplicó, en versión franciscana, el aforismo de la antigua sabiduría oriental. No sólo le proporcionó el pez para saciar su hambre, también le enseñó a pescar. Primero lo hizo su lugarteniente como portero del convento y  después lo adiestró en el “arte” de confeccionar rosarios. Al principio el trabajo no resultaba satisfactorio, en ocasiones era rechazado por quien lo encargara. Marcelino lo animaba a proseguir sin desanimarse. A este propósito, tenía grabada en el recuerdo la manera discreta de enseñar y alentar que había ensayado Marcelino... Por su formación política, valoraba la delicadeza y sicología de su maestro. Sabía que su lugar en el convento se debía a él, para hacerlo sentir un ser humano útil, realizado, y no en la inferiorizante condición de quien suscita lástima.

Cuando fray Marcelino, en los principios del aprendizaje de Antonio debía rehacer algunos “errores” en el enhebrado de los rosarios,  le decía con humor:

“Antonio, aunque las cuentas están y sirven para rezar el rosario, vamos a arreglar algunos de estos alambres para que queden mejor, porque el cliente siempre tiene razón... como dicen en las tiendas”.

 Durante el aprendizaje, una de estas “clientas” se mostró particularmente quejosa. No era para menos. El artefacto perpetrado, no supervisado por Marcelino, estaba lejos de los cánones enseñados... era impresentable. La interesada le manifestó su disgusto: “El rosario que hizo  ‘el empleado’... Hasta cuentas le faltan...”. Marcelino rápidamente imaginó la forma de exculpar a Antonio atribuyéndose la autoría del rosario. La mujer, que conocía la idoneidad del hermano, no dudó que se trataba de una mentira “piadosa” para cubrir al “empleado”. Avergonzada por su reacción, se sumó al equívoco, disculpándose.

A propósito de los reclamos impertinentes que se presentaban en la portería, Antonio, evocaba otro ejemplo recibido. Había aprendido a disimular impertinencias o evitarlas con el talante de un buen fraile. Fray Marcelino lo había interiorizado del entramado de informaciones que debía transmitir, lo instruyó en lo que podría llamarse “psicología o perfil” del que acude a las puertas de un convento capuchino, sea por asistencia espiritual, visita a un enfermo, consultas personales, instrucción religiosa, mendicación, etc. Recordamos de aquella charla, la narración de un hecho simple, que muestra el temple y ecuanimidad de fray Marcelino. Palabras más o menos , éste fue el testimonio de Antonio:

Una mañana se distribuía como siempre el pan. De pronto Marcelino recordó que había olvidado comprar la caja de galletitas que distribuía a los niños. Llamó a uno de los presentes y le pidió que fuera a comprarlas, para lo cual le dio dinero suficiente. Por más que esperó su vuelta, ni él ni las galletitas se hicieron ver. Tiempo después reapareció seguro de que Marcelino lo  había olvidado. Cuando le llegó el turno de recibir su parte, lo miro a los ojos detenidamente. El hombre no sabía donde esconderse. -‘El dinero que te di aquella vez, dijo el hermano, no era mío ni tuyo, era comida  de los niños’. Dicho esto le entregó su porción como a los demás, sin decir otra cosa. Sabía que aquella persona recapacitaría. Y así fue. Al día siguiente volvió arrepentido a pedirle perdón. Marcelino le respondió sereno:  ‘Está bien, pero no lo hagás más’ ”.

 

“ADIÓS,

ME VOY...”

 

 

Fray Marcelino había cumplido 89 años y hacia tiempo que la hermana enfermedad se había posesionado del hermano cuerpo. El sufrimiento no se hizo queja en sus labios, la única respuesta fue conformidad y oración. El p. Filomeno cuyo principal ministerio fueron los enfermos y las confesiones, dejó gruesos cuadernos en que apuntó meticulosamente, mientras vivió, los datos personales de cada uno de los frailes (una carilla por persona), desde el primero al último, entre 1865 y 1995. Sentía gran admiración por fray Marcelino, a quien atendía espiritualmente. Tal vez éste es el motivo para dedicarle más de una página. Sobre la prolongada enfermedad del hermano, dice:

“Los últimos cinco años de su vida los pasó sufriendo, siempre con mucha paciencia. Señor, decía, no te pido que me quites los dolores, pero sí que me des las fuerzas para sobrellevarlos”. (APCU)

La enfermedad tuvo varias alternativas. Desde los primeros amagues, favorecidos por la avanzada edad, hasta la mayor gravedad de los últimos tiempos. Algunos años transcurrieron en que estuvo necesitado de tratamiento y asistencia cada vez más frecuente. Un largo tramo, el último, lo pasó recluido primero en una habitación de la planta baja del convento y luego en lo que había sido enfermería del seminario seráfico. No obstante, en 1951 escribía a su sobrina Marcelina:

(...) Estoy bastante bien gracias al Señor...”.  Luego añadía, atenuando la confianza inicial: “Si vivo hasta el 20 de octubre, cumpliré 86 años y entraré en los 87. Recen por mí para que pueda santificar mi alma”.

Marcelino no quería alarmar a sus familiares hablándoles de sus achaques; tampoco los creía importantes para estar participando dolores a quienes cargaban la propia cruz. Su único pensamiento era el objetivo que perseguía desde siempre: “santificar mi alma”. Entretanto costaba acostumbrarse a no ver aparecer en la puerta conventual la figura de fray Marcelino, pese a que hacía tiempo que estaba recluido. Recordaba el mismo p. Filomeno que tanto se había escuchado el religioso saludo del portero, que un necesitado lo había adoptado como introducción a su pedido: “Alabado sea Jesucristo... ¿No tiene una limosnita...?”.

Todos querían saber de su estado, dejaban limosnas para el “pan de los pobres” a su nombre, anotaban misas por su salud. Querían verlo, visitarlo, lo cual estaba contraindicado. No se resignaban a su ausencia. Venían sacerdotes del clero diocesano a pedirle la bendición, se encomendaban a sus oraciones, veían en él al hijo fiel de san Francisco, ejemplo de caridad, entregado por entero al querer de Dios. Su viejo amigo y hermano de hábito, monseñor Barbieri, se interesaba, lo visitaba y alentaba.  Solía repetir lo que tantas veces dijera de Marcelino: “Es un hombre admirable. No me extrañaría que algún día se le atribuyeran milagros”.

Entre otros enfermeros que lo asistieron en su última enfermedad, fray Félix de Artegna estuvo varios meses a su lado, hasta el momento en que debió retornar a Italia en los primeros meses de 1953. Al despedirse definitivamente del enfermo no pudo contener la emoción. Con la voz quebrada y alguna lágrima tras sus lentes oscuros, le pidió que lo tuviera presente ante el Señor. Marcelino abrazó a su amigo, le agradeció todo lo que había hecho por él, la caridad y paciencia con que lo había atendido. Félix le tapó con la mano los labios, usando el tono falsamente brusco que ponía en estos casos: “No diga bobadas. Ya volveremos a vernos”. Como si no lo hubiera escuchado, Marcelino prosiguió:

“¡Qué el Señor te acompañe! Cuando estés en Italia, yo espero estar con Dios. Rezá para que muera santamente. Te recomiendo que lleves a Endine la noticia de mi muerte, especialmente a mi sobrinita Marcelina. Decíles que vivan siempre en gracia de Dios”.

Tenía plena conciencia de su fin. Sereno y conforme, decía  estar como Jesús clavado en la cruz. Sufría mucho, presentaba su cuerpo a médicos y enfermeros sin queja. Se dejaba controlar y ayudar en todas las funciones a las que su organismo desgastado no daba respuesta.

“¿Cómo estás, Marcelino?”, era la consabida pregunta que le hacían.   En la  respuesta reaparecían simpáticos italianismos o palabras de su propia cosecha, más gráficas que las correctas: -“Acá estoy ‘rumbado’ en esta cama haciendo la voluntad de Dios. ‘Soy’ a las  puertas de la eternidad”. El p. Livio una vez más aporta el siguiente testimonio:

        “Un día lo encontré sumamente pálido, desmejorado. Marcelino salía de su celda para dirigirse a la portería, entonces le aconsejé que tomara algún reconstituyente antes de bajar. ‘Mirá Livio –me contestó- soy a las puertas de la eternidad. Mal no hice y bien, el que Dios me permitió realizar”.

El rosario entre sus manos, repasado cuenta a cuenta, era interrumpido sólo en las pausas de lo imprescindible. Rezaba en latín, lo hacía musitando: “Ave, Maria, Mater Dei... ora pro nobis peccatoribus nunc et in hora mortis nostrae, Amen”. No dejaba de rezar. Mantenía la absoluta seguridad de que sería conducido por María a la presencia de su Hijo. La Madre del cielo fue para él realidad de amparo y  consuelo. Esa certidumbre y la conciencia de su muerte le hacían decir:

“Yo nunca me olvidé de Ella. ¿Cómo me iba a olvidar? Sé que no me abandonará en esta hora”.

El 11 de julio de 1954, año mariano, conmemoración de san Benito de Nurcia, fue un día invernal particularmente riguroso. Nada fuera de lo común se avizoraba. A las 6 de la mañana el p. Filomeno le había administrado el santo viático. Era domingo, día de misas, capellanías, muchos fieles, confesiones, oficios vespertinos. La rutina conventual padecía algunos quiebres en los horarios, por las obligaciones multiplicadas. El p. Filomeno se acababa de retirar del lado de Marcelino requerido en el confesonario. Al hacerlo, declaró posteriormente, el enfermo parecía sumido en apacible sueño, no se daban signos de inminente final. Pero la hermana muerte se acercaba. Marcelino, como quien sale al encuentro de un mensajero, anunció sereno su partida con un italianísimo: “Arrivederci, me ne vado”, (“Me voy, hasta la vista”). Fueron sus últimas palabras antes de entrar en serena agonía. Eran las 17 horas. Poco después, el arzobispo de Montevideo, que había expresado su deseo de estar junto al lecho del enfermo en caso de agravarse, concurrió para bendecirlo y rogar por su amigo. Minutos después, a las 19 y 30, Juan Bautista Zoppetti, en religión fray Marcelino de Endine, se volvió al Padre serenamente. Estaban presentes su enfermero fray Juan Bautista de Carmelo y el señor Ramón Frascoglia, que lo asistía diariamente en atención médico primaria.

La señorita Aída Bruzzone, recuerda particularmente ese día ya que se había realizado la peregrinación del Taller y Policlínica “San Antonio”, al santuario de la Virgen del Santander en Maldonado.  La había presidido el p. Andrés, superior del convento. Al llegar se encontraron con la triste nueva, recogiéndose todos en oración. Hacía muy poco que el hermano había entregado su alma a Dios.

Desde lo alto de la torre, las poderosas campanas del templo doblaron a luto anunciando al barrio la triste noticia. El teléfono del convento comenzó a sonar. Todos estaban consternados. Se sabía de la gravedad de su estado, pero costaba dar crédito a la desaparición física. Fray Marcelino era el sello más identificatorio de la presencia franciscana en Montevideo. Se podían reunir todas las características típicas del fraile capuchino en cualquiera de los buenos frailes de entonces, pero no se había visto hasta ahora una tan armónica conjunción de las virtudes típicas, como las había vivido el “hermano mayor de los pobres”.

Suele haber estas reacciones cuando fallece alguien muy querido, a quien la sociedad reconoce por su entrega. El p. Filomeno, destacaba en sus recuerdos, la conmoción que había causado en el pueblo la desaparición de Marcelino, añadiendo que estaba habituado a tratar con los enfermos, pero que no había vivido dolor igual ante la muerte de un sacerdote o de un hermano lego. Lo decía en términos que aventaran cualquier odiosa comparación con otros religiosos desaparecidos: “Y eso  que los hubo muy santos...  y   muy  llorados  ...”

A la hora en que Marcelino comenzaba su pascua definitiva, integraban la comunidad religiosa del convento los padres Ambrosio, comisario provincial, Andrés, guardián, Buenaventura, vicario, Urbano, Pascual, Vito, Nicolás, Juan Bautista, Ildefonso, Filomeno, Ramón, los hermanos legos Félix, Patricio, Juan Bautista, Celso, Agustín, y algunos seglares agregados al convento. Todos rodearon de inmediato el lecho mortuorio, iniciando una cadena de misas y sufragios ininterrumpida, por todo el tiempo que estuvo expuesto ante el altar mayor. Muchos invocaban al hermano como válido intercesor ante el Señor.  En lo íntimo de cada uno existía la certeza de que fray Marcelino ya gozaba  la visión de Dios.

El velatorio, que se prolongó durante dos jornadas, se realizó en el templo de San Antonio. Fue continuo el desfilar de gente de toda condición: ricos y pobres, clérigos, religiosos y obispos, representantes laicos de instituciones arquidiocesanas, conocidas figuras de la política, amigos de la comunidad, profesionales, etc. “Murió fray Marcelino, el padre de los pobres, el hombre de Dios”, una y otra expresión manifestaron el sentimiento común.

Sus pobres reclamaron el derecho de llevar en hombros el féretro hasta el cementerio Central. El arzobispo, monseñor Antonio María Barbieri, acompañado de sacerdotes, religiosos y religiosas, hermandades de la Tercera Orden y numerosa concurrencia, presidió la marcha de quince largas cuadras. Ya entonces se suponía que el cementerio Central sería la provisoria morada del querido Marcelino, porque si bien la Orden Capuchina en el Uruguay tiene su panteón propio en el cementerio del Paso Molino, existían razones para esta excepción. En primer lugar, la provisoria inhumación hasta que se cumplieran el tiempo y los trámites para el  traslado de sus restos al santuario de San Antonio. Había un deseo generalizado de que el hermano de todos volviera para siempre a la iglesia que fuera escenario de su amor a Dios y a los hombres. Una segunda razón era la de cumplir el deseo del vecindario que deseaba darle el último adiós y expresar, desde las puertas de sus casas, el cariño y el pesar por su pérdida. Esas mismas veredas lo habían visto por décadas multiplicarse para aliviar la pobreza y la enfermedad. Bien estaba que ahora lo vieran pasar hacia el descanso eterno.

La revista oficial del comisariato (fasc. 3º, 1954), describía con cierto triunfalismo los momentos vividos:

La noticia de su muerte cundió por toda la ciudad. La prensa y las radios difundieron la noticia con muestras de sincero  pesar y copiosos en elogios al “Portero de los Capuchinos”, como hombre de acendrada virtud que, en su larga jornada había beneficiado a tantos seres humanos, acompañándolos de corazón, en el dolor y la miseria.

 Dos noches y un día quedaron expuestos sus despojos, para satisfacer a los miles de personas que se acercaron a rendirle tributo cariñoso de gratitud, afecto y lágrimas. Objetos religiosos a millares tocaron su mano bienhechora, para ser recuerdo y reliquia de alma privilegiada; su frente recibió el ósculo fraterno de caridad antes que el ataúd fuera sellado.

Los funerales tocaron la apoteosis para este religioso que todos recordaban porque en la vida, se había olvidado de sí mismo. El santuario de S. Antonio, cuyo esplendor había procurado con esmero, se vio desbordante para la Misa de Requiem, a la cual asistió el señor arzobispo de Montevideo que ofició el Responso, rodeado por los religiosos y amigos de Fray Marcelino, crecido número de sacerdotes de todas las comunidades y religiosas.

Se inició luego el cortejo fúnebre. Multitud  a pie desde el convento hasta el Cementerio Central, acompañaba el féretro. El cortejo encabezado por el señor Arzobispo  parecía más de triunfo que de luto.

Antes de dar término a los ritos sagrados, hicieron uso de la palabra personalidades de nuestro ambiente. Para alabar una vez más  a nuestro hermano, y presentarlo en la pura luz del evangelio y de las virtudes franciscanas. La despedida era acompañada por la seguridad de protección desde lo alto.

En el archivo de Montevideo se conservan algunos pensamientos estampados en el “álbum de firmas” del velatorio. Hemos elegido sólo tres que se corresponden con los sentimientos de la multitud que acompañó el dolor del pueblo.

“Un santo voló al cielo en el año Mariano...

¡Es el homenaje de la patria a María!

                  Pbro. José Raúl Porto, s.d.b.

“Santo Hermano Marcelino,

Vos que tantas veces me disteis de comer

a mí y a mis hijitos,

Y hasta te escondisteis para hacer la caridad

 Hoy que estás en la gloria

Rogad por mí y por mis hijitos.

      Eusebio Casanova”.

Feliz de ti que llegaste junto a Dios.

Haz que junto a ti lleguemos tus pobres.

      José N. Figueroa

 

 

SIGNOS DE LA PRESENCIA

Y EL PODER DE DIOS

 

 

El conocido  biblista  francés X. León-Dufour, aclara oportunamente:

“No es raro que hoy día algunos cristianos consideren como caducada la noción misma de milagro y que, inversamente, otros se muestren ávidos de falsas maravillas. Estos excesos opuestos tienen una fuente común, alimentada por cierta apologética durante mucho tiempo en vigor: en los milagros se veía únicamente un desafío a las leyes naturales, olvidando su carácter de signos ‘adaptados’ a la inteligencia de todos”.

En relación a favores atribuidos al venerado hermano portero, ya señalamos la casi nula documentación existente al respecto, no por falta de testigos, sino por la poca atención en conservar declaraciones y testimonios. Sirvan de muestra dos ejemplos: el primero publicado años después de su muerte  en la revista “San Antonio” (Año XLVI, nros. 82-83, abril-mayo 1959), en que se declara lo que sigue:

Fray Marcelino

Repetidas veces tenemos la oportunidad de escuchar relatos de gracias recibidas por intercesión de quien fue inolvidable portero del convento de San Antonio durante casi 50 años y gran amigo de Dios. Hoy a petición de una suscriptora publicamos el hecho siguiente atribuido a su valimiento ante el Señor”:

“Paysandú, 29 de marzo de 1959

Reverendo Padre:

Comunico a V. R. Que después de sufrir por más de 8 años un pertinaz mal a la garganta, que se mostró rebelde frente al tratamiento de tres especialistas y habiéndome despertado una noche muy dolorida, recurrí a Fray Marcelino logrando así conciliar el sueño. Al despertarme por la mañana constaté la desaparición del mal que me aquejaba. De esto hace unos seis meses, no sintiendo desde entonces, molestias en la garganta. En acción de gracias le envío $ 100,00 para la obra que lleva su nombre y $ 50.00, para “el pan de los pobres”.

Ana P. de Masseilot, Paysandú

El segundo ejemplo se refiere a otra curación, en este caso de una bebita de nombre Mariela, atribuida a la intercesión de fray Marcelino. El testimonio se conserva en la grabación realizada a su padre Angel Langus y a Dora Grinspan, su esposa, hoy (noviembre del año 2000) difunta, cuyo nombre no aparece en la cinta magnetofónica. La “señorita Isabel” fue la persona que sugirió al matrimonio recurrir a fray Marcelino. La grabación fue realizada por el desaparecido p. Conrado Ripoll, curador de la “Ermita de fray Marcelino”, en el año 1966. Digamos, por último, que esta historia se divide en dos capítulos: el primero es el que acabamos de presentar y el segundo se tuvo el año 2000, treinta y cuatro años después que el anterior. Las sociedades médicas a las que se hace alusión son el Sanatorio Americano y el desaparecido Sanatorio Uruguay.

Primer capítulo

“Padre Conrado: Cuénteme lo que ha sucedido con la chiquita y lo que tuvo que ver fray Marcelino, según la señorita Isabel. ¿Su nombre?

Angel Langus: Angel Langus y Mariela (es la hija, no dice el nombre de la esposa) Lo sucedido fue que tuvo un resfrío a los tres meses que le afectó los oídos, infección al cerebro. El médico le daba antibióticos, la veían especialistas de oído y no daban con lo que tenía. La señorita Isabel nos dijo que fuéramos a hablar con el padre... fray Marcelino y nos dio una estampa de él y tuvimos una fe... El médico de cabecera nos dijo que teníamos que cambiar de médico porque no podía ser. Nos daba en la leche antibióticos hasta que mejorara. Cambiamos de médico, vino la operación por la fe de la estampita de fray Marcelino y la operaron y salió bien pero sucedió otro problema, se le hizo en el pulmón un globo de aire. La vio otro médico y dijo esto es increíble, caso único, globo de aire aumentaba... Hasta que llegó la acción de Dios, de fray Marcelino: “Tengan fe que esto va a curarse, va a solucionarse”, y a los dos meses y medio (de edad) y desapareció el globo del pulmón, sacaron placas, consultaron, hicieron reuniones (los médicos) y no podían creerlo. Se había curado...

Dora Grinspan: (Toma la palabra y explicita lo declarado por su esposo)... dijeron que era un milagro increíble, no podía desaparecer (el globo) tan de golpe... dura años y años... a veces toda la vida... Entonces el doctor al ver la placa completamente normal dijo: “Sólo un milagro justo tres meses después de haberse declarado este problema en el pulmón”. Nunca más volvió, desapareció, controlaban semanalmente y desapareció de una semana a otra. Era como una bomba que ella tenía ahí, podía explotarle y perforarle el pulmón. Se hacían placas semanalmente para controlar el globo que no se agrandase. De una semana a otra desapareció el globo.

P.C.: ¿Eso desapareció instantáneamente, de una semana a la otra, de una placa a la otra desapareció? 

Isabel: Para el médico era un milagro. Dijo que se lo mostraría a todos los médicos que la habían tratado, al doctor Mendoza que la había operado (del oído), a otro médico, al doctor profesor Negro especialista del pulmón, al que diagnóstico que no era infección en la cabeza sino que era un globo de aire, porque así había diagnosticado el primer médico que era infección... Vigilarla continuamente para ver que las uñitas o ella no se ponía violeta, sería un síntoma de asfixia... tres semanas internada bajo control de enfermera para hacerle punción al pulmón, si tenía problemas, para sacarle el aire. Felizmente no hubo que hacer nada. Desapareció por completo.

P.C.: ¿La operación que le hicieron al oído fue eficaz, oportuna, era peligrosa?

Dora: Sí, era una niña sin vitamina, no era una chiquita normal, a los cuatro meses pesaba cinco kilos, no era normal, sólo tomaba antibióticos con 40º/41º grados de fiebre, entonces la internaron, le hicieron punción lumbar que no pudieron sacarle líquido, le dieron sangre y suero por la cabecita, González Salvia, el médico que la atendía de primera y que no daba con la causa, y siempre con antibióticos. El médico que la atendía era otorrinolaringólogo decía que eran vegetaciones por eso la fiebre  era de las vegetaciones. Una noche lo llaman y dice que no va porque estaba muy cansado. Llaman entonces al doctor Serra López que fue a las 12 de la noche. No había ya qué hacer porque la niña lloraba todo el tiempo, se turnaban para tomarla en brazos, porque cuando apoyaba la cabecita no podía con el dolor por la infección. Fue al sanatorio porque el médico dijo que si lo hacía él les saldría caro y que lo hicieran por la sociedad. Pero dijeron ellos, el médico que la atiende no da con la enfermedad, la atiende por las amígdalas. Le pincharon como 14 veces los oídos y salía una pus espesa. Estaba desnutrida, no se alimentaba, porque no podía chupar. Quería comer pero tomaba la mamadera y soltaba porque no podía. El médico de medicina general venía varias veces al día y no le encontraba lo qué era, buscaba en los libros, estudiaba. Le dijeron qué le parece si vemos a otro médico. El doctor dijo dejemos unos días más, hasta que un día el mismo médico le dijo: Llame a doctor Gabriel Mendoza, yo no me entero de nada (por ética profesional). Ustedes pueden hacer lo que quieran, cambiar de médico. Llaman al médico, le explican el problema y en diez minutos estuvo allí. En cuanto vio a la niña dijo lo qué tenía, enseguida dijo que la infección la tenía en el antro, en el hueso, pero para asegurarse había que hacer placa. Yo dejo indicado y que siga el médico que la atendía. Le dijo: No yo lo dejo en sus manos y lo que hay que hacer hágalo usted. Que me informe el médico lo que ha hecho con ella. Me la trae el miércoles al consultorio. Yo le pongo un líquido de contraste y ese mismo día la llevamos a radiología donde (doctor) Bazzano que le hacen las placas urgentes y el mismo día me traen las placas. Todo se hizo así y al ver las placas se comprobó que era lo que él decía. Al otro día, a la 1 estaba internada y a las 5 ya la había operado, estaba por agarrarle una meningitis que no hubiera aguantado por la debilidad. El pus que tenía si la hubiera tenido que aguantar una persona mayor estaría en un manicomio. Gracias a él, por suerte todo marchó bien. Quedó unos veinte días en tratamiento con drenaje, donde él le inyectaba directamente un antibiótico, cuando la infección estaba dominada, dejó que cerrara. No se le nota nada y nunca más sufrió de oídos...

Segundo capítulo

Creímos oportuno completar, y si fuera posible actualizar, la investigación iniciada por el p. Conrado, muchos años antes. Para ello era necesario ubicar a las personas que habían intervenido y, más  precisamente, a la  beneficiaria. Gracias al apellido Langus, inusual, el camino fue breve. La guía telefónica (directorio), lo registra sólo una vez y quien atiende nuestro llamado resulta ser la persona indicada, Mariela, la bebita cuya curación fuera atribuida a fray Marcelino.   Combinamos una entrevista para dos días después, o sea, el viernes 27 de octubre de 2000, en el domicilio familiar de la calle Salto 1145, apto. 901. Me recibe el joven sobrino de Mariela, Gustavo (12 años), y enseguida se hace ella presente. Me explica que allí vive con su padre, su hermana casada y el sobrino. Mariela tiene 34 años, habiendo nacido el 27 de enero de 1966, es una persona accesible, cordial, dispuesta a colaborar. Es soltera, trabaja y, en ausencia de su hermana por motivos laborales, se hace cargo del sobrino, estudiante de 2º año liceal.

La mamá falleció en 1998 y el señor Langus está trabajando. Sus abuelos hombres eran polacos, las abuelas, en cambio, una era lituana y la otra rumana. En la familia se consideran judíos no prácticos, cumpliendo sólo con algunas tradiciones. Sobre la curación, Mariela afirma que todo lo supo de sus progenitores. La historia de los hechos era narrada por ellos viniera o no viniera al caso. Leo el texto desgrabado de la entrevista que realizara el padre Conrado hace 34 años. Ella asiente una y otra vez y dice que es tal y cual lo que siempre oyó. Le interrogamos a propósito y concuerda en todo, ampliando con algún elemento nuevo. Todo, según ella confirma la “ayuda de Dios y de fray Marcelino”.  Por mayor fidelidad, transcribimos el texto de la toma efectuada en el lugar y fecha señalados:

“J.M.L.: ¿Su mamá se llamaba...?

Mariela: Dora.

J.M.L.: ¿Su papá se llama...?

M.: Angel.

J.M.L.: ¿Y la nenita aquélla curada por fray Mracelino...?

M.: Mariela.

J.M.L.: ¿...qué edad tiene hoy?

M.: Tengo 34 años... me llamo Mariela. Según me contaron mis padres, existió el milagro porque el globo de aire en el pulmón desapareció de una semana para otra. Los médicos asombradísimos mostraban las placas por toda la sociedad (médica) diciendo que era un milagro, un milagro cómo desapareció de una semana a la otra. Yo tenía hasta marcas en el pecho para hacer punciones en el caso que me ahogara... no se explicaban el por qué había desaparecido así y decían que realmente era un milagro... después de todo lo que habíamos pasado con el problema de los oídos y eso, la verdad, que estaban asombrados y decían que era realmente un milagro lo del pulmón... que no podía ser con peligro que me explotara el globo en el pulmón.

J.M.L.: ¿Ustedes, entonces, dónde vivían?

M.: Vivíamos en Soriano y Minas, acá a la vuelta de la iglesia de los Capuchinos.

J.M.L.: ¿Y ahora dónde viven?

M.: En Salto y Soriano (Igualmente muy cerca de la misma iglesia)..

J.M.L.: ¿Cómo se llamaba  la persona que le trajo la reliquia, la estampita de fray Marcelino?

M.: Isabel (Grela), una señora que trabajaba en un local comercial acá en el barrio, conocida de la familia y al ver todo lo que habíamos pasado mis padres conmigo, ella trajo la estampita, y les dijo que tuvieran fe, que era muy milagroso fray Marcelino, que tuviéramos fe y que todo iba a pasar y que iba a seguir bien y así fue. Nosotros agradecidos hasta el día de hoy.

J.M.L.: ¿Su mamá Dora en qué año falleció?

M.: En 1998.

J.M.L.: Así que hace poco. Su mamá le contaba todo esto y su papá también.

M.: A mí me contaban... aparte siempre lo cuentan porque como yo nací... llegué teniendo cosas y siempre me he seguido salvando... Estuve diagnosticada hasta con leucemia y al final era una fiebre tifoidea. El médico me decía que era leucemia porque no tenía defensa ninguna en el cuerpo y no tenía glóbulos rojos, no tenía plaquetas, nada... la sangre era agua y al final terminó siendo fiebre tifoidea... Hasta hoy el hematólogo no se explica cómo sin darme ninguna transfusión yo me sentía tan bien. Porque yo empecé con dolor de cabeza, con vómitos, con diarrea, porque me sacaron eso y yo todo como ahora, lo único que tenía era fiebre, las defensas bajísimas y vino y me dijo que si me habían dado sangre y no y no se explicaban cómo si yo estaba tirada en una cama con las bajas defensas que tenía, no me había dado nada y al final diagnosticaron que era una fiebre tifoidea. Y el hematólogo hasta el día de hoy está convencido que no era una fiebre tifoidea porque viviendo en pleno centro de Montevideo, no haber viajado, nada, no se explican cómo podía agarrarme una fiebre tifoidea...

J.M.L.: ¿Ustedes invocaron a fray Marcelino a raíz de esto último y recordando el primer problema? Usted, concretamente, era mayor...

M.: Sí era, sí. Hace 10 años más o menos... no, un poquito más, 12 años hará.

J.M.L.: Y se acordaba de aquel otro problema (de su infancia).

M.: Sí, me acordaba, sí, de eso sí, de los milagros míos, porque todos los milagros suceden conmigo. Los médicos ya dicen: no hay nada que hacer, es como el ave fénix, usted resurge y no nos obliga a seguir. Pasa todo.

J.M.L.: ¿No se le ocurrió pedirle a fray Marcelino en esos momentos?

M.: Yo lo único que pedía, pedía a Dios, Dios ayúdame porque como él (el sobrino presente) era chiquito y mi hermana trabajaba, yo decía, Dios, que me des vida para cuidarlo a él, yo pedí para cuidarlo a él, después que hiciera conmigo lo que quisiera, pero que él me necesitaba a mí y yo necesitaba vivir  para él. Yo le estoy eternamente agradecido a todos, a Dios, a fray Marcelino, a todos porque primero me salvó del globo de aire del pulmón y porque sin eso yo no hubiera podido cumplir mi misión de criarlo a él y después de haberme salvado de lo que decían los médicos que era leucemia y que no era.

J.M.L.: Usted me decía que son de origen polaco, pero sus padres ¿dónde nacieron?

M.: Acá, en el Uruguay.

J.M.L.: Sus abuelos son polacos.

M.: Sí, mis dos abuelos son polacos. Una de mis abuelas es lituana, la otra rumana.

J.M.L.: ¿Eran religiosos ellos?

M.: No, no, ellos no eran religiosos.

J.M.L.: Ni como judíos... ¿ni tampoco por parte de la fe ortodoxa?

M.: No, por tradición seguían ciertas creencias del judaísmo, pero no, no eran religiosos...eso de rezar, no, no.

J.M.L.: Y a raíz del milagro, de cuando usted era chiquita, de la curación suya... ¿hicieron alguna promesa... cumplieron alguna cosa?

M.: Eso no lo sé, cuando venga mi padre... si hicieron ellos algún agradecimiento no lo sé.

J.M.L.: ¿Dónde trabaja actualmente?

M.: En el supermercado “Lilián”, en Canelones y Ejido, al lado del “Elbio Fernández” (colegio y liceo privado)...  también cobro los créditos del supermercado. Estoy de cajera en el supermercado.

J.M.L.:¿No tiene una imagen de fray Marcelino?

M.: No sé si tenemos, pero  tendríamos que tener”.

 

 

LA SANTIDAD...

 

 

La hagiografía, sobre todo la hagiografía tradicional, utiliza expresiones que buscan destacar las edificantes circunstancias que rodean el nacimiento y primeros años del biografiado, conformando desde el principio, un nimbo admirable de religiosidad. La estirpe espiritual, más que el ámbito en que se da, es importante por la atmósfera que crea, propicia a un desarrollo espiritual firme y sostenido. Debe atenderse a que este argumento  no se imponga sobre el itinerario personal, para que no se interprete como el señalamiento de una predestinación anunciada, o la recepción de la santidad por legado de cuna. La santidad no llega por inercia sobrenatural, es semilla destinada a crecer y dar fruto en un largo proceso de conversión y de ascesis. Lo contrario produce raquitismo espiritual, se pasa de admirar a los santos y rezarles, a pensar que la santidad es un privilegio de pocos y no un precepto común. La Iglesia insiste en proclamarlo, aunque nos resistamos a creer que el mensaje está dirigido a cada uno en particular. Lo hace con fuerza, en sobrecogedoras ceremonias, para proponer ejemplos, contemporáneos o no, de discípulos fieles al evangelio.

¿Qué es un santo? Es común pensar en milagros ante una pregunta de este tipo. Se confunde el signo con el significante. Este, el significante, es una persona que vive o ha vivido la santidad de su estado, conformándose a la imagen de Jesús, el santo de los santos. El “Catecismo de la Iglesia Católica”, respecto a la vocación común a la santidad, enseña:

2013  “Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (LG 40). Todos son llamados a la santidad: ‘Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ ” (Mt 5,48).

2014 “El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama mística, porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos -‘los santos misterios’- y, en Él, en el misterio de la Santísima Trinidad. Dios nos llama a todos  a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos”.

2015 “El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf. 2Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas (...)”.

Lo de nuestro Catecismo, da para mencionar apenas el tema de héroes y heroicidades que se “canonizan” en otro ámbito. El cinematógrafo tiene un siglo largo de existencia. Desde entonces acá, el cine se dedica a crearlos bajo cualquier forma y en la más impensada dimensión, incluso como extraterrestres. Los otros medios de comunicación y el negocio del entretenimiento, los producen  de manera aluvional, bajo el nombre de astros, estrellas, superhombres y mujeres maravilla. Resulta, entonces, paradojal hablar de heroicidad, en una dimensión muy distinta a la que nos tienen acostumbrados. El magisterio de la Iglesia, cuando reconoce la santidad de una vida, declara la vigencia del héroe, para señalar con ejemplos, cual es la medida de la heroicidad cristiana, por la conversión del corazón y la fidelidad a la palabra de Dios. Por esta vía “declaratoria” inculca a sus hijos a seguir el camino de los peregrinos que ya arribaron a la meta. Cada vez que “eleva a los altares” a un hombre o a una mujer, lo recuerda y hace extensivo a todos los estados y condiciones de vida y así, alienta a descubrir a Dios presente en la historia personal, familiar y social. Porque el santo se realiza en medio del pueblo y en comunión con la Iglesia, que es signo de  salvación y de la unión con el Santo de los santos.

 

 

 

... Y LA

“FAMA DE SANTIDAD”

 

 

Un fenómeno característico se consolida a partir de la desaparición física de un ser a quien la admiración (devoción)  popular consagra o denomina “santo”: es la “fama de santidad”. Antiguamente la Iglesia canonizaba a los cristianos que eran supliciados por confesar la fe en Jesucristo, eran considerados héroes de la fe.  Posteriormente, pasado el período de las persecuciones, se entendió que también la vida “santa” era un equivalente del martirio, por su carácter de ofrenda o sacrificio de la propia vida al querer de Dios. En los siglos X-XI, entró en uso pedir al papa el reconocimiento y autorización de cada nuevo culto. Finalmente, en 1636, Urbano VIII prescribió que este reconocimiento quedaba reservado al papa. Actualmente “las causas de canonización de los Siervos de Dios se rigen por una ley pontificia peculiar” (canon 1403, 1).

 ¿En qué punto se encuentra la fama de santidad, fundada por una parte en el hecho objetivo de una vida santa, y por otra en el sentir generalizado de la comunidad?

 El Concilio Vaticano II, habla del sentido de la fe y de los carismas del pueblo de Dios, por medio de  los cuales, “la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo, no puede equivocarse cuando cree...”. (LG12). Salvadas las notorias diferencias, la pequeña comunidad de fe, nucleada en torno a los sacramentos, principalmente la eucaristía,  posee el carisma especial de la presencia de Jesús, según sus mismas palabras: “Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos” (Mt 18,20). La general creencia de que alguien  murió en fama de santidad, acredita de que en vida actuó y se le consideró un fiel discípulo y testigo de Jesús. En la medida que el recuerdo de dicha fama se  divulga,  gana más en fascinación, como esas piedras preciosas que, con el tiempo, adquieren nuevos fulgores.

La “fama de santidad” de fray Marcelino se hizo eco en quienes lo conocieron, en modo particular en sus hermanos, poco propensos, como es natural, a reconocer un profeta perteneciente a su familia... Recordamos que en una conversación “bizantina”, en la que se recordaban virtudes de hermanos legos conocidos, escuchamos decir una vez a fray José de Turín, (presente e incluido en la nómina ...): “Por favor... Marcelino es distinto, él sí que es un santo...”. Las personas con las que pudimos entrevistarnos, todas comenzaron haciendo la misma afirmación: “Fray Marcelino era un santo...” .  Varios conservaban en su casa una reliquia-recordatorio, otros se referían a la veneración que inspiraba todo su ser, alguno se lamentó de que hoy no se le conociera bastante, a pesar de estar siempre presente en la iglesia por descansar allí sus restos desde 1964. Es cierto, hubo muy poca promoción de la figura de fray Marcelino, fuera de recuerdos fragmentados -entre íntimos- en ocasión de algún aniversario. Sin embargo una actividad prolongada como la suya, en el mismo puesto de servicio, no pudo caer en el olvido absoluto. La fama de santidad está viva en el corazón de muchos otros.

A título de ejemplo traemos el vivo recuerdo que guarda de fray Marcelino el hermano Luis Alberto.  Luego de los testimonios que conocemos, finaliza el remitido grabado que nos envía desde Maldonado (setiembre de 2000), con estas palabras:

“... no tengo grandes cosas que contar, fuera de lo que ya conocés. Sí, siempre me quedó una gran devoción por él, y por eso, estas imágenes que tengo aquí, en mi mesa, debajo de este vidrio. Siempre lo invoco y lo recuerdo con mucho cariño, tanto a él como a otro hermano, fray Nazario”. (El hermano Luis Alberto  nos envió sendas fotografías de fray Marcelino en cama (1948), tomadas  en la antigua enfermería, que reproducimos aquí). 

 

 

 

VIRTUDES

PROFUNDAMENTE

HUMANAS

 

 

En las casas de la provincia, en el corazón de los hermanos, se guardó el recuerdo de un Marcelino fraterno, humilde, sufrido, paciente,  disponible, solícito, muy humano y siempre apuntando hacia Dios.  Hubo religiosos que recordaban ciertos rasgos suyos menos difundidos: lo bien que se sentía en la familia que le había regalado el Señor, su preocupación y atención cuando un hermano caía enfermo,  la facilidad que tenía para hacer amigos y reunir a los enemistados, lo bien que se encontraban los jóvenes a su lado, su buen humor, la sabiduría interior que poseía, la memorización de rostros y nombres, el interés que demostraba por las situaciones familiares de su interlocutor, las visitas que realizaba a las casas de sus asistidos, más como amigo que como benefactor providencial. Algunas de estas facetas no encontraban la anécdota oportuna que corroborara el  recuerdo de tales características, pero permanecía indeleble el gesto, la mirada, una sonrisa, el rostro sereno, abierto, amistoso, ciertas expresiones  en su peculiar estilo de decirlas y aplicarlas, el tuteo... El conjunto de virtudes profundamente humanas de este místico, que vivía en habitual actitud contemplativa, fue  creando conciencia de que en Marcelino había un ser especial. Sus valores mucho significaban a nivel religioso y comunitario, lo cual era previsible, pero, por sobre todo, se percibían y tenían particular influencia en quienes se sentían “importantes”, porque así eran considerados por él, sin serlo, ni de lejos, en los parámetros del brillo social.

 Fray Marcelino amaba el claustro, por supuesto, era su casa, su ambiente, allí vivía con su familia capuchina, pero también gustaba visitar a “sus” familias en casas, tugurios y conventillos. A todas partes llevaba un fresco mensaje de amistad y solidaridad. La imagen del fraile ropavejero que cargaba ropas, colchones, bultos, y se dirigía a alguna vivienda del barrio Palermo para solucionar un problema elemental, se hizo proverbial. Si Marcelino pasaba por una calle sin llevar consigo carga alguna, podía significar que llevaba medicamentos para un enfermo, dinero para un alquiler vencido o que estaba tras una ayuda urgente... y providencial, mientras iba rezando el rosario a nuestra señora de la providencia. La presencia habitual de Marcelino  era la de un fraile sereno y apacible que, paradójicamente, vivía las urgencias de lo inmediato y las emergencias de  lo inaplazable.

Me pareció simpático  el “único” recuerdo que de él tiene alguien cuya casa visitaba en razón de la amistad que tenía con la familia. Era muy pequeña en esa época, cuenta la docente María Teresa López Gaito, recuerdo muy poco, pero me quedó grabada su figura en el patio de mi casa. Me parece verlo sentado en un sillón que aún conservamos, mientras hablaba con mis familiares. Lamentablemente, me dice, mi madre por su avanzada edad y el mucho tiempo transcurrido, no lo recuerda, pero antes oí hablar de él con mucho cariño.

José González Iriarte (“Coco”), antiguo amigo de fray Marcelino y asiduo frecuentador del convento capuchino, tantos años después lo recuerda con el mismo cariño de medio siglo atrás. Enterado de que estaba en la búsqueda de informaciones testimoniales, contó algunos de los hechos y peculiaridades que fuimos trazando en estas páginas. González Iriarte se detuvo particularmente en una experiencia personal, de cuando el hermano portero visitaba la  casa en que González vivía con su tía. La señora Catalina realizaba allí labores varias a pedido de particulares. Como experta costurera colaboraba con el hermano portero en la reparación de ropas usadas para los necesitados y, en ocasiones, en el lavado y reparación de paramentos litúrgicos. González  recordaba los buenos momentos que pasaban los tres entre cebaduras de mate, mientras su madre zurcía o planchaba:

“Fray Marcelino parecía uno más en mi familia, hasta en el gesto de compartir el mate con nosotros. Visitaba también otros hogares. Cuando llegaba nos saludaba con el ‘Alabado sea Jesucristo. Paz y Bien’. Lo queríamos como a un familiar más. Cuando iba al convento me preguntaba por mi tía y siempre tenía algo que contarme. Una vez me mostró la planta que cultivaba en el claustro y que producía las semillas para hacer los rosarios”. Besa un rosario que me enseña y dice: “Lo llevo siempre conmigo, me lo encadenó fray Marcelino. En aquel tiempo me llamaba la atención el movimiento de la portería,  y  él que atendía a todos con mucha paciencia, sin hacer distinciones. Tenía la convicción de que se debía a los demás aun a costa de perder momentos de intimidad y descanso. Recuerdo las ´guardias’ de adoración que cumplía ante la eucaristía. Era un santo, siempre lo invoco. Conservo el recordatorio con su imagen y una partícula del hábito que usaba. Había hecho instalar en su celda un llamador para ser avisado desde allí si lo requerían”.  marco

El sistema implementado prescindía del timbre y se remitía a la vieja campanilla conventual. Una cuerda de cáñamo pendiente en un ángulo de la portería se elevaba y desaparecía a través de sendos orificios realizados en el maderamen del cielorraso  y en las tablas del piso de la celda de Marcelino;  allí la cuerda enhebraba a la campanilla que pendía de un soporte adecuado.  El p. Marcos añade al particular, que el hermano portero respondía con una sabrosa reflexión, a quien le observaba por las molestias de estar siempre pendiente de los llamados:

“La campanilla me dice: Marcelino, abajo te necesitan. Las necesidades de la gente no tienen horario, como  tenemos nosotros en el convento”.

 Más allá de la responsabilidad social que supone tal actitud, resalta el gesto cortés de quien respeta el tiempo, las urgencias, las necesidades del otro. En la percepción de la gente, esta forma de querer al prójimo, indica que detrás hay un ser bueno, atrayente, capaz de sacrificio, libre de egoísmos, un modelo que ilumina. Estas realidades de índole espiritual, son muy tangibles, exhalan el “buen olor de Cristo”, del que habla san Pablo (2Cor 2,14-17), hacen que la “fama de santidad” se difunda y atraiga.

Después del fallecimiento de fray Marcelino, los testimonios de ejemplos y de gracias recibidas, fueron numerosos. Muchas personas tenían mucho que contar. Era como si la portería de San Antonio avivara los recuerdos. El célebre templete de mármol de la nave lateral, dedicado también al santo, ha sido siempre meta de limosnas, votos, promesas y acciones de gracias. Sendos cepillos sostenidos por ángeles, están integrados al frontispicio del altar, formando un todo inviolable. En un tiempo había también adosadas a los lados del templete, grandes vitrinas con innumerables exvotos. La apertura del foso bajo el altar, que da acceso a las alcancías, deja ver gran número de cuartillas en que los fieles escriben súplicas y  agradecimientos al santo taumaturgo. Hace dos décadas, en vida de los padres Filomeno y Conrado, se recogían además mensajes a fray Marcelino, en los que su nombre venía antecedido por el “santo hermano”. Los relatos no se conservan, pues el templete es tenido por meta de confidencias entre el cielo y la tierra. Cuitas, alegrías y esperanzas, quedan en el secreto de la intimidad. Y es bueno que así sea. 

 

 

 

 

FRAY MARCELINO,

UN EJEMPLO ACCESIBLE

 

 

Se puede decir de él que fue un “santo de carne y hueso”. Incluso si se trata de rehacer su vida, lo seguimos viendo un fraile más de aquella comunidad numerosa de San Antonio. Muy rezador, muy amable, sencillo y bueno,  compasivo y misericordioso... pero uno más... Entonces nos preguntamos: ¿por qué miramos hacia fray Marcelino como a quien nos dio a conocer “una” imagen de Jesús? Nos atrevemos a responder que es, antes que nada, para que demos gloria a Dios a través de esa imagen viva de su Hijo. Y con el mismo atrevimiento decimos, para revalorizar valores evangélicos que los hombres devaluamos o peor, destruimos. Al fin de cuentas, el Espíritu no ilumina una vida más que a otra sólo por el afán de  deslumbrarnos.

 Y esto nos conduce un paso más adelante: los santos no son todos iguales. Los hay sobresalientes, admirables, diríamos inimitables,  están los que no llevaron a cabo cosas extraordinarias, pero todo lo hicieron con amor, fueron extraordinarios  en vivir con amor. Ese fue el eje de sus vidas, como la cosa más natural. Creemos que fray Marcelino fue uno de éstos.

Nos hemos hecho a la idea de que sólo “imitando a...”, “siendo como...”, se puede lograr este o aquel objetivo, llámese título, dinero, amor, simpatía, quizás belleza, etc. En el lugar de “imitar”, debiéramos poner “adaptar”, “llevar a la propia vida”, el espíritu que animó al modelo. No sólo es más real, también aleja el peligro de crear una copia servil y perder así la originalidad del propio carisma. Marcelino vivió una vida extraordinaria, no por lo espectacular sino por su estilo evangélico, por su alma de franciscano, por su fidelidad a la Palabra. Esto lo hace “memorable” y, al mismo tiempo, accesible. El amor a los más necesitados, la compasión, la dulzura, la santa indignación ante cualquier tipo de ofensa al más débil, la fe en la providencia, constituyen el amor a Dios por sobre todo otro bien.

Fray Marcelino  es imitable también, porque la providencia lo avecindó en esta región del Río de la Plata y, más precisamente, en una tierra con sólo un “santo de altar”: la beata Francisca Rubatto, fundadora de las hermanas capuchinas, beatificada por Juan Pablo II en 1993 y cuyos restos descansan en la capilla de las hermanas de Belvedere. Uruguay tiene además un “siervo de Dios”, el que fuera primer obispo de Montevideo, monseñor Jacinto Vera,  muerto en concepto de santidad en 1881.   Cuando en 1943 se le concedió a la región rioplatense el título de “comisariato provincial”,  consagrando su autonomía y la separación jurídica de la “madre” provincia de Génova, nuestro hermano portero que pertenecía a ésta, pudo elegir seguir en la misma situación, pero expresó su voluntad de incardinarse definitivamente a la nueva entidad, perteneciendo a ella hasta el fin de sus días. Marcelino amó al Uruguay, amó a su gente. Su ejemplo es de ayer, cercano, barrial y hasta criollo. Fue un buen vecino, amigo de Dios y de los hombres. Es un santo accesible que puede enseñarnos el amor a Dios y a nuestros pobres, cada vez más necesitados de entrañas de misericordia.

 

 

 

TRASLADO

DE LOS RESTOS

AL SANTUARIO

DE SAN ANTONIO

 

 

Al cumplirse 100 años del nacimiento de fray Marcelino y coincidiendo asimismo con el centenario de la llegada de los capuchinos al Uruguay (1865-1965), dentro del marco de las conmemoraciones, tuvo especial destaque el traslado de los restos de fray Marcelino, al templo que fuera lugar privilegiado de su unión con Dios.

La ceremonia religiosa, presidida por el cardenal arzobispo de Montevideo, contó con la presencia de numerosos fieles y admiradores del hermano portero. 40 sacerdotes capuchinos concelebraron la misa presidida por el p. Provincial.

Se puntualizó por todos los medios, que la veneración que expresaba esta ceremonia y el homenaje que se le tributaba, no suponían adelantarse al juicio definitivo de la Iglesia, sino proponer a los católicos un ejemplo de amor a Dios y al prójimo. También se invitó a orar pidiendo por el reconocimiento de las virtudes y la manifestación del poder divino por medio de su servidor.

El señor Miguel Angel Revello, terciario franciscano, tuvo a su cargo la recordación de la figura humana, cristiana y religiosa de fray Marcelino, correspondiendo luego al p. Provincial señalar el significado del centenario de la Orden capuchina en el Río de la Plata, destacando la providencial coincidencia de este hecho, con la llegada posterior de Marcelino a Montevideo.

Los restos del hermano portero descansan ahora muy próximos a la puerta del convento, lugar de su actividad por más de cuatro décadas. Una lápida de mármol señala a la derecha del ingreso a la nave principal, el lugar de su reposo definitivo. La inscripción sintetiza bellamente la plenitud de su vida:

 

 

 

  APÉNDICE  1

Cartas que se conservan de fray Marcelino, enviadas a familiares  de Endine (Italia). Fueron rescatadas y publicadas por el p. Dionisio C. Moral, en las “Florecillas...”, págs. 73-80. Nos permitimos retocar la traducción del italiano al castellano, para conservar el tono coloquial que usaba en todo momento.

Montevideo, 18 de setiembre de 1929

Queridísima sobrina:

Supe que estás enferma, aprovecha esta enfermedad para sufrir cualquier cosa por amor de Dios. Mira, queridísima sobrina, que el Señor es tan Bueno con nosotros que todo lo que nos manda es por nuestro bien, sufre todo pacientemente que el Señor te bendecirá. Te envío 100 liras para que compres lo que necesites o si te ves en necesidad tú y Marcelina háganmelo saber porque yo sé lo que debo hacer, mucho más tratándose de enfermos. Ruega por mí para que el Señor me conceda el Santo y Divino Amor. Anímense entre ustedes que el Señor las bendecirá. Cuanto antes comuníquenme si han recibido lo que les mandé.

Nota – No me gustaría que todos se enteraran de lo que les mandé. Sólo Dios sabe que lo hago por su amor. Como saben yo soy el padre de los pobres, por lo tanto, la caridad comienza por mi pobre sobrina. Rueguen por mí y reciban los saludos de este pobre de Cristo.

Fray Marcelino de Endine

Mi dirección: Uruguay – Montevideo – Calle Canelones 1660

Fray Marcelino

Montevideo, 18 de octubre de 1929

Queridísima sobrina:

Recibí tu carta en que me hablas del estado de tu salud, y me dices también que has recibido 100 liras, pero mandé 100 liras para tí y 100 liras a tu hermana. Las tuyas sé que las recibieron pero las de tu hermana no sé nada si las recibieron o no. Se lee en el Santo Evangelio que se presentaron a N. Señor diez leprosos para que los sanase y el Señor les dice: vayan y preséntense a los sacerdotes, en el camino sanaron, uno solo volvió a darle gracias a N. Señor, yo no quiero que me agradezcan, pero al menos saber si se han perdido o si lo han recibido, no tengo necesidad de cumplidos porque lo que hago lo hago por amor de Dios. Pienso que estás casi curada, si el Señor te da la salud y la vocación religiosa, me gustaría si es la voluntad de Dios que te hagas capuchina dado que en Bérgamo tienen una casa las Capuchinas de la Provincia de Génova. Te envío otras 100 liras porque te lo puedo mandar, yo soy el Padre de los pobres, si mis parientes son efectivamente pobres son la porción de Cristo como los otros. Recibid saludos y ruega mucho por mí para que el Señor me haga Santo. Viva Jesús y María. Tu tío Fray Marcelino de Endine.

 

Montevideo, 7 de octubre de 1936

Queridísimo Hermano:

Saludo a toda tu familia y también a todos los parientes. He sentido mucho que murieron todos los tíos y no me han enterado. Trabajen para bien del alma ahora que hay tiempo, piensen en la salvación porque el tiempo se acorta y no sabemos cuanto nos queda, vivamos con rectitud de conciencia y viviremos y moriremos en paz. Les auguro además buena fiesta en la Santa Navidad y que el Señor nazca en nuestros corazones. Este es mi deseo. Los saludo a todos y les ruego que saluden a los demás. Reciban un abrazo de este pobre de Cristo. Fray Marcelino de Endine.

NOTA: Hagan también una visita al cementerio y rueguen por nuestros muertos. Hasta vernos en el cielo.

 

Uruguay, Montevideo 22 de mayo de 1947

Queridísima gente:

Recibí la carta de ustedes del 13 de mayo por la que sé que están bien. Les comunico que recibirán 35 mil liras, y esta es la tercera vez que les mando, quisiera saber si recibieron las dos anteriores, las dos veces mandé 15 mil liras, y ahora con el cambio reciben el doble, repártanlo un poco cada uno según sus necesidades, por amor de Dios, y les recuerdo que recen por mis bienhechores que no me dejan faltar nada para mis pobres. No se confundan: Uruguay es una república y Argentina es otra. La capital de Uruguay es Montevideo, de Argentina la capital es Buenos Aires.

Les recomiendo hacerme saber si con ésta última recibieron tres veces para así poder reclamar. Hasta ahora no me dijeron nada. 

Saluden a todos los parientes y a mi hermana Catalina, reciban todos mis saludos con la bendición de Dios, hagan siempre su voluntad. Acuérdense de mí en sus oraciones para que pueda santificarme.

Saluda el pobre en Cristo

Fray Marcelino de Endine, capuchino y padre de los pobres.

Recuerdo: Vivan cristianamente para que la muerte sea de buenos cristianos. Mi dirección: Uruguay, Montevideo, Calle Canelones 1660. Fray Marcelino.

Sea alabado Jesucristo por todos los siglos de los siglos eternos.

 

Sea alabado Jesucristo

Montevideo, 15 de setiembre de 1948

Queridísima sobrina:

Luego de saludarte con toda la familia. Estarás disgustada porque no te escribo, me dí cuenta y sabrás perdonarme. Te recomiendo que vivas santamente para morir santamente, no hagamos caso al mundo porque el mundo es traidor, el tiempo pasa para todos, bienaventurado quien ha vivido como buen cristiano, estamos en este mundo y no podemos vivir sin tribulaciones, suframos en silencio por amor de Dios y El nos recompensará. Yo estoy por terminar mi carrera en este mundo, recen por mí para que pueda santificar mi alma, tendo 83 años de vida, 56 de religión y me parece ayer cuando entré en el convento en 1892 y han pasado 56 años. Quiero decir que todo pasa pronto, aprovechemos por tanto la vida que nos queda para que con la ayuda de Dios conquistemos la vida eterna por los méritos de N. Señor Jesucristo.

Luis está bien, Giaconda y Ana María también están bien. Luis viene a verme cada 15 días más o menos y está bien acomodado. Giaconda trabaja en una fábrica y gana 1500 liras por día. Para todos deseo la bendición del Señor. Reciban los saludos de este pobre de Cristo.

Fray Marcelino, Capuchino, perdonen lo mal escrito.

 

Montevideo, 15 de octubre de 1948

Queridísima sobrina:

Recibí la postal que me mandaste desde Roma con todos los detalles de tu viaje. Lo que les recomiendo es que piensen en la salud de sus almas y de hacer el bien posible porque el tiempo que tenemos es en el que debemos trabajar por nuestra salvación: el futuro está en manos de Dios por tanto no podemos contar con él para nada. Cuidemos de estar siempre en gracia de Dios porque la muerte puede llegar de pronto y no nos acostemos sin un verdadero acto de contrición. ¡A cuántos les sorprendió la muerte repentina! Seamos humildes y amemos mucho al Señor. Debemos caminar entre el temor y la esperanza; el temor que nos hace humildes y la esperanza por los méritos de N. S. Jesucristo nos da fuerza para esperar nuestra salvación. Saluda a todos los nuestros y recen por los pobres muertos. Salúdame a la tía, todavía no sé si recibió lo que le mandé.

 

1º de Abril (s.a.)

Queridísima sobrina:

Recibí tu carta el 1º de abril y te respondo el 1º de abril. La primero vez he mandado 15 mil liras y me respondieron, la segunda vez no tuve noticia alguna por lo cual me hace pensar. Les envío mis saludos en ocasión de las fiestas a todos los parientes y amigos rogando al Señor por todos su santa bendición. Traten de vivir como si estuvieran  todos los días por morir y así estarán preparados.

Una comisión de personas argentinas contrataron mil familias italianas para que vengan a la Argentina a trabajar, encargándose el gobierno argentino del pago de los viajes; creo que harán fortuna porque es una nación de gran porvenir.

Saluden a todos y yo les deseo a todos la Bendición de N. Señor Jesucristo. Reciban también los saludos de este pobre de Cristo. Fray Marcelino de Endine

Padre de los pobres de Cristo

Saludos particulares a mi hermana Catalina y a toda su familia. Les mando 6 fotografías porque pronto moriré y así se acordarán de rogar por mí que necesito tanto.

 

Año 1951

Uruguay, Montevideo

Fray Marcelino, Calle Canelones 1660

Queridísima sobrina Marcelina:

Hace tiempo quería escribir pero hoy 17 he puesto mano para cumplir el deber.

Estoy bastante bien gracias al Señor como también Luis, José, Gioconda y Ana María, ya habla español, todos trabajan y también José. Yo si vivo hasta el 20 de octubre cumpliré 86 años y entraré en los 87. Recen para que santifique mi alma. Hace 60 años que falto de mi pueblo, soy el padre de los pobres, soy más feliz en dar que en recibir, pero todo sea para la gloria de Dios.

Saludo a todos, rueguen por mí que rogaré por ustedes. Sea alabado Jesucristo por siempre. Amén.

Fray Marcelino Capuchino

Amén

APÉNDICE  2

TODOS HABLABAN DE ÉL  (en vida)

Fueron muchas las notas periodísticas que se publicaron en vida de Marcelino y que, directa o indirectamente lo aludían. No pudimos disponer de todas ellas, otras las excluimos por tratarse de los mismos tópicos, principalmente referidos a su onomástico. La fecha del 20 de octubre, lo mismo que la festividad de su santo, el 2 de junio, se convertían anualmente en pretexto para recordar al numeroso público que lo conocía, la oportunidad de  “regalarle” para “sus” pobres.

Con motivo de las bodas de oro de religioso, la revista “El Terciario Franciscano”, 1943, Año XXX, nro. 176, dedicó una página a la conmemoración, bajo la firma del poeta y escritor Ernesto Pinto.

Fray Marcelino: ejemplar hijo de san Francisco

En el sobrio convento de los Capuchinos, el Hermano Fray Marcelino destaca su presencia lúcida y sencilla.

Todo él es la estampa y la medida del fiel y ejemplar religioso.

En la puerta de aquella santa casa su rostro, siempre afable, sonriente y lleno de interna luz, sale a todos al encuentro. La misma sonrisa y el mismo paternal saludo ofrece a todos, así al poderoso y encumbrado como el humilde y necesitado, que llega con su dolor y su hambre.

Al ver esa figura venerable –rebosante de candor y fervor- se piensa necesariamente, en aquellos frailes, todo humildad, todo sencillez y todo llama, que acompañaron al Padre San Francisco, en su empresa gigantesca de amor y de paz.

Hace cincuenta años que ese Hermano Lego se alistó en la Orden Seráfica.

Desde la mocedad hasta la actual ancianidad coronada de alta serenidad, Fray Marcelino ha sido una constante y enfervorizante predicación.

Ha predicado como deseaba el santo glorioso de Asís, con el ejemplo: un ejemplo de caridad activa, constante y emocionante.

Ha vivido siempre al servicio de los demás: de todos los seres humanos que han cruzado cerca suyo. A unos ha dejado el auxilio económico, reparador o salvador muchas veces de la miseria; a otros, la palabra de consuelo y de paz, palabra que brota de un corazón que ha llegado a la cumbre de la serenidad y sabiduría y que sabe muchos de los secretos del pobre corazón humano.

El ha sido y es el gran limosnero y el gran pacificador social.

¡Cuántas veces le hemos visto apenado hasta la lágrima, por el pan y el abrigo que no podía dar, en la medida que deseaba, a los necesitados que llamaban a la puerta!

Por medio de la limosna que prodiga constantemente sin ruido y sin ostentación, Fray Marcelino asume la concreción de un puente espiritual, que une al rico a quien pide con el pobre a quien da y asiste.

De esta suerte realiza un fecundo apostolado de solidaridad humana, quitando recelos y amarguras del que sufre las injusticias de un brutal régimen capitalista y haciendo entender al poderoso, que su fortuna debe cumplir una misión social, contribuyendo a aliviar situación y destino de las clases desheredadas.

¡Medio siglo de vida consagrado al bien y al servicio del prójimo!

 ¿Será posible medir el paso, por tan anchos días, de un religioso que lleva siempre a Dios en los labios, en los gestos, en el alma pura e infantil?

Todos los atributos del verdadero capuchino se encuentran en este hombre de la fraternidad, de la sencillez, de la paz y del amor.

Durante tanto tiempo él ha sido la caridad desvelada y encendida por mejorar a los seres humanos.

Por eso en este jubileo suyo –y de todos sus amigos y admiradores- vemos que le tejen corona de gloria los pobres innumerables socorridos por sus manos limpias y por su corazón todo puesto en el cielo.

En ocasión de cumplir ochenta y seis años, el 20 de octubre de 1951, el diario “El Bien Público”, publica expresiva nota, de la cual extractamos algunos párrafos:

Al servicio del pobre

Un año más cumple hoy Fray Marcelino, el hermano mayor de los pobres que a él acuden en el convento capuchino de la calle Canelones y Minas. Y él, que no tiene nada, es la Providencia visible de los que no saben ya a donde volver los ojos para pedir auxilio.

Y un año y otro año, día a día el Hermano Marcelino atiende a su clientela que crece en progresión geométrica y que a veces llega a preocuparle por no decir alarmarle. Y no le alarma porque sabe de quien se fía, sabe quien es el Señor a quien sirve, y con semejante apoyo ¿qué podrá temer?

Nosotros que de tantos años conocemos en esta casa, que es la suya, al gran amigo Fray Marcelino; nosotros que palpamos todo lo que hace por sus pobres y todo lo que ellos confiadamente esperan de él, cuando se acercan días como el de hoy (...) quisiéramos que la atención de muchos de nuestros lectores se detuviese unos instantes para valorar lo que es la obra de este religioso dedicado a aliviar la vida a los semejantes que a él acuden. (...) Piensen en este religioso amigo que sin salir a mendigar por las calles tiene que pagar muchos alquileres, muchos kilos de pan, muchos pares de zapatos, mucho de todo y para ello no cuenta más que con la buena voluntad y con la clásica generosidad de los que conocen su obra.

Allí en aquella portería todos los días a las 7.30 de la mañana se distribuye gran cantidad de pan; y durante toda la mañana y durante todo el día, hay siempre quien. Porque se le dio pan, sabe que si algo más necesita y lo hay, también se le dará y va a buscarlo de manos de Fray Marcelino, manos que nunca encuentran vacías y que cuando ya han dado todo lo que tenían, se elevan al cielo en actitud suplicante al mismo tiempo que el buen fraile amigo exclama desde el fondo de su alma: “¡El Señor los bendiga a todos y les dé su Santa Gracia!”

Y tranquilo se va, no a descansar, sino a orar ante el sagrario por los pobres que ha protegido y por aquellos amigos que le han ayudado a mejorar, aunque sea transitoriamente, la situación de los primeros.

¡Obra bien franciscana la de Fray Marcelino! Muchas veces al ver al buen fraile entre sus pobres, quienes le hablan de sus cosas como podrían hablar con un padre, cuando le oímos palabras de consuelo y cuando palpamos el cariño fraternal con que les habla, no podemos menos de pensar: Así quería San Francisco a los pobres!

En su vida hay dos preocupaciones: la oración y los pobres (...) Los pobres, sus pobres, son para él, Jesucristo en persona que le dice que tiene hambre y que tiene frío y que espera en él para aliviar su miseria. (...) Por eso Fray Marcelino en su obra adora, suplica, agradece y ofrece...

TODOS HABLARON DE ÉL  (en el recuerdo)

Una de las radios de mayor escucha entonces y poco dada a temas clericales, se ocupó del fallecimiento de fray Marcelino en el espacio diario titulado “Instantánea montevideana”, en que se enfocaba al personaje más señalado del día (13/VII/1954):

“Allí estaban todos con su hondo dolor... Un dolor que se traducía en lágrimas y en tres palabras... Tan sólo tres palabras que lo decían todo: -Era un santo...

Para valorarlo nunca nos importó su hábito religioso... Pertenecía a la congregación que se fundó al amparo de la bondad sublime de Francisco. Y era como el viejo santo, todo corazón. Palpitaba siempre junto a la miseria o la angustia de sus semejantes.

En Montevideo, gran ciudad ahora, traía siempre a nosotros el recuerdo de Francisco Antonio Maciel, porque cumplía igual que el viejo patriarca una misión de total caridad..

Por eso todos lloraban. Estaban los más pobres y los más ricos. Muchas mujeres rezaban con su rosario, las manos que ya no se extenderían más en la limosna... muchos hombres besaban aquella mano que supo aliviar tanta pena, que entregó pan y monedas a los que nada tenían, que se movió en ademán de toda bondad, mientras la voz decía que siempre se debe esperar una entrega de felicidad, por conducto de lo que él llamaba: ‘la bondad del Señor’...

Fray Marcelino, el portero de los capuchinos, era en esta ciudad la bondad misma... alguien nos ha dicho, que cuando corra el tiempo quedará en la historia de la religión, como San Marcelino de Montevideo.

No lo sabemos, ni nos interesa mucho. Más allá o más acá de su religión, está todo lo otro. Eso que lo distinguió en nuestra ciudad... eso que cuando muere a los 90 años, determina tanto dolor popular... Eso que ha llevado hasta la iglesia en la cual lo velaban, a los más humildes y a los más poderosos, unidos por una lágrima.

Cualquier mediodía los que pasaban por la puerta lateral de la Iglesia de los capuchinos habrán visto una larga y triste fila de menesterosos... Desde hace muchos años concurren allí a recibir diariamente una limosna que nunca les fue negada. Alimentos y monedas les fueron entregados generosamente por Fray Marcelino, junto con una palabra, con un consejo, para que no desmayaran en la lucha por la vida...

La voz popular lo llamaba el portero de los capuchinos, para nosotros tenía algo de aquel Francisco Antonio Maciel, a cuya casa, en la antigua ciudad, acudían los muy pobres a reclamar pan y monedas, luego, consuelo y medicinas...

Ante un hombre así no pensamos en la religión, porque hay algo tremendo y divino, que lo trae como un ejemplo de suprema bondad... y comprendemos perfectamente porque todos repetían mientras lo velaban en la iglesia: ‘Era un santo’...” Y es posible, así se afirma, que santo siga siendo en la historia de la Iglesia a la que supo honrar”.

Los diarios editados en Montevideo, en su casi totalidad, publicaron notas expresivas. El diario “El Bien Público”, (13/VII/1954), titulaba con palabras de Francis Thompson: “Falleció Fray Marcelino, el santo que huía hacia Dios a la manera de Dios”. El sentido artículo destacaba las facetas espirituales del venerado hermano y el dolor de la sociedad frente a su desaparición. Extractamos de ella los siguientes pasajes:

“Sabíamos de su edad: 89 años, sabíamos de su enfermedad que le tenía postrado desde atrás, pero pensábamos que él debía estar siempre ahí, en su puesto de siempre, en la portería del convento capuchino, con su gran canasta de pan, con sus pesos fuertes, con su sopa caliente, con su mano jamás cerrada, con su corazón en ofrenda. (...)

Años y años, muchos años, todos vieron aquel anciano dadivoso, inclinado sobre la miseria, como si él fuera el único responsable de ella (...)

Este portero, como el otro, Conrado de Parzham, tiene la misma vitalidad espiritual. (...). Muchos se han representado a este celeste portero del convento capuchino, como un hombre, parado en la puerta, con sus donaciones siempre a mano. Está bien. Así se le vio siempre. Pero esa era la parte más aparente de este santo hombre de acción. La parte que pocos vieron, el porte ignorado, era el otro: el que ha recordado Fulton Sheen, refiriéndose al modo de Dios mismo, llamado ‘el alado lebrel de los cielos’. Y así hay que saber qué fue Fray Marcelino. Hay quienes le recuerdan durante una enfermedad de hace muchos años. Allí, en un camastro humilde, como él quería, como él amaba estar, sufría los dolores de la enfermedad y la angustia de no poder dar (...)

Fray Marcelino estaba allí, no sufriendo lo suyo, sino el sufrimiento de los demás, el de sus pobres hermanos sin la participación que él deseaba tener en sus angustias. (...)

Sesenta o setenta años así de servicio, en busca de lo que el pobre necesitaba, luchando contra las sombras que se abatían sobre el niño, sobre el anciano, sobre la viuda desvalida, sobre la joven desesperada. Pan y pan, siempre pan. Pan material y pan espiritual; pan para la carne y pan para el alma;  pan-comida y pan-consejo; pan de justicia y pan de caridad. Esas manos que siempre bendijeron con la oración del Pobrecito, se refocilaban en las cosas materiales, para que ellas sirvieran al amor: calmaran un hambre y una sed y dieran testimonio de lo que vale existir y tener algo que se tienda al Infinito (...)

Fue también un gran perturbador. Su caridad perturbaba, porque era silenciosa, precisamente por eso. Quien sintió sobre su rostro aquella mirada llena de ternura y de emoción divinas, no la pudo olvidar jamás. Fray Marcelino hizo sentir la caridad en su valor real, como valor de Dios. Y aquel mirar y aquel dar y aquel unir alma con alma y aquel modo de amparar, han de haber puesto en miles y miles de pobres, la pasión de Dios retratada en aquel humilde portero conventual.

Ahora aquella mano está quieta. Dios le ordenó que se aquietara para el descanso eterno (...) Un gran vacío se ha hecho seguramente en el país y especialmente aquí, en la ciudad, y más especialmente en la ciudad de los pobres. El Padre y el hermano desapareció de esta vida corporal. Un gran dolor se hará presente en el hogar de los desvalidos. No faltarán seguramente ni la sopa, ni el pan, ni el consejo. Pero algo se ha ido profundamente, que estaba como el convidado de todos los instantes: alma de Fray Marcelino dando ánimo para vivir, para luchar contra la injusticia y el dolor, despertadora de esperanzas. Pero esa mano y esa mirada no cejarán fácilmente. La presencia entró tan poderosamente, que es como si se mantuviera intacta. Podemos repetir el verso de Eliot: ‘Aquí las imágenes de piedra se levantan, y las manos de un muerto las implora, bajo el parpadeo de una estrella que se va’.

Esa caridad fue una estrella en cada alma y en cada cuerpo aterido y doliente. La mano de este muerto, más que todos ilustre, implora, seguirá implorando a todas las imágenes de la bondad divina impresas en las cosas que se quieren mirar como son en verdad. Y de ahí ha de venir hacia todos, para que se le imite como el llamador de la Providencia (...)

Que Dios ponga en todos los que te amaron, la vibración de ternura que tuviste para los que lloran aquí abajo y buscarán ahora una imagen como la tuya, intérprete del querer más profundo del cielo.”

El diario “El País” (12/VII/1954):

“A la avanzada edad de 90 años falleció ayer el religioso capuchino Fray Marcelino que durante más de 50 años fuera portero del convento de San Antonio de Padua y, a la vez, figura popular y querida de la zona sur y particularmente del barrio Palermo de nuestra capital.

En ese largo lapso fue, puede decirse con propiedad, la “pequeña Providencia” de los menesterosos a los cuales prodigó constantemente consuelo en sus aflicciones y adecuado socorro en sus necesidades.

Distribuía diariamente “el pan de los pobres” y más de una vez dejó sin él a su propia comunidad para que no faltara a ninguno de sus numerosos protegidos.

Visitaba con  asiduidad a los enfermos pobres proveyéndolos de alimentos, vestidos y medicamentos. A menudo se le veía por las calles portando bultos con ropa, sábanas, frazadas y hasta colchones para entregarlos personalmente a los desamparados.

No es de extrañar por lo tanto que la muerte de tan humilde benefactor haya producido hondo pesar que se exteriorizará en el acto de sepelio a efectuarse mañana a las 8 horas en el Cementerio Central.”

Con similares conceptos expresaron el sentir popular “La Mañana”, “El Plata” (12/VII/1954) y el semanario “Civismo” (16/VII/1954), periódicos todos de alcance nacional.

En el multitudinario acto del sepelio en el Cementerio Central, habló el Dr. Pedro Fascioli en representación de las instituciones del santuario de San Antonio. Estos son algunos de los conceptos expresados:

“En los breves momentos de reflexión previos a la Santa Misa del domingo, día señalado por el Supremo Hacedor para recoger en su seno a Fray Marcelino, estaban impresos estos dos pensamientos que, por providencial coincidencia son la síntesis de la vida de este santo varón: ‘No estás solo en el mundo: el hombre es sociable y sólo en sociedad puede perfeccionarse desde el punto de vista natural y aún sobrenatural (...)

Desde que yo me conozco tuve la suerte de ir conociendo al mismo queridísimo Fray Marcelino y nunca lo vi solo en el mundo. Fue el hombre sociable por excelencia que convivió dialogando en su lenguaje tan peculiar, todas sus horas con el Señor, con las legiones inmensas de sus hermanos predilectos los pobres, los desheredados y con muchos ricos y no potentados, que ponían en sus manos abiertas lo que aguardaban tantos necesitados de la caridad cristiana por su bendita intercesión (...)

Su caridad elevó un inmenso puente que condujo y conducirá seguramente a la Patria Celestial, en fraterno y cristiano abrazo, a unos y otros. Y es que el hermano que lloramos, en su vida de oración y de penitencia, de privaciones y de pobreza franciscana que trasuntaban su inmenso amor a Dios y su filial devoción a su Seráfico Fundador, mereció la aprobación de Jesús, haciendo fructificar su apostolado. (...)

Un venturoso día para quienes vivimos en este País, en enero de 1899, desembarcaba Fray Marcelino en el puerto de Montevideo, vestido de particular por imposición injusta del gobierno de entonces que no permitía la entrada de sacerdotes y religiosos. ¡Qué ironía! El que pertenecía a la Iglesia cuya aglutinante es la caridad; el que venía con todo su afán de cumplir el mandato del Divino Maestro de prodigar su amor, habiendo dejado su patria, su familia y sus amigos, para volcar su caridad entre extraños muy necesitados, iniciaba su gestión en medio de esa persecución que como otras tantas que sufriera la Iglesia, no logran más que aumentar el celo de sus apóstoles y la inmortalidad de legiones de santos.

Llegado así a nuestro medio, cuando todos los que llegaban venían con ambición de riquezas, a elaborar su propio porvenir, Fray Marcelino había venido, no a valerse sino a ofrecerse a todos sus hermanos, pasó a ocupar el puesto de portero del convento de San Antonio. Justo ahí, a las puertas del bendito convento de los Capuchinos, con los brazos y el corazón abiertos a todos los que llegaran.

Adentro, con su lámpara encendida, en la compañía estimulante de su comunidad, guardián celoso del Sagrario, con la Santa Misa, con el Pan de los fuertes, con el Evangelio, con sus oraciones y penitencias, alimentaba su vida interior. Afuera, otro Cristo para derramar toda la santa gracia que poseía en bien de todos los que se acercaban. Es que su mirada profunda y amorosa sabía ver en cada uno de sus atribulados, como él solía decir: la imagen del mismo Cristo. Al cabo de cada día, antes de entregarse al reposo, recibía, sin duda, la bendición de los pobres. Al decir de Federico Ozanam, esa bendición  es la bendición de Dios.

Ciertamente estas largas y numerosísimas jornadas de la caridad de Fray Marcelino, a través de la longevidad que le concedió el Señor, las cumplió el humilde y santo lego porque en su corazón habitó siempre Jesucristo. Por ello supo ser caritativo, por ello supo ser sabio y humilde, justo y bueno, prudente e insinuante, austero y alegre. Por todo ello los que lloramos su ausencia nos sentimos confortados con fe y esperanza, en la eterna bienaventuranza del querido y venerable amigo (...)

No voy a narrar aquí los frecuentes diálogos entablados con nuestra Conferencia de San Vicente de la que Fray Marcelino fue miembro de honor, pero más activo que honorífico. Sí, nuestra Conferencia es deudora de su eficaz colaboración y al rendirle este postrer homenaje en nombre de todos sus miembros, puedo decir con todo conocimiento, que siempre lo echaremos de menos, pero que estamos confiados en la continuidad de su ayuda invisible y sobrenatural.”

A un año de la muerte de Fray Marcelino. Semblanza (Fr. Ildefonso Sansierra de Santa Fe, futuro Arzobispo de San Juan, Argentina. Revista “San Antonio”, Año XLII, nro. 37, julio 1955)

“A ti, Paz y Bien. Vamos  a recordar hoy, un hecho que conmovió a toda la ciudad de Montevideo. Los pobres se sintieron acongojados; congoja que les hizo manifestar enorme dolor y gratitud; y los ricos dieron muestras de profunda admiración por un hombre sencillo y bueno que ha muerto, casi ayer nomás: Fray Marcelino. Este hombre vivió más de 45 años en la portería de un convento recibiendo el dolor de todos los menesterosos que se le acercaban; este religioso de sayal austero, tenía sobre su conciencia enorme peso de responsabilidad, puesto que sufría la miseria y el dolor tan íntimamente que sentíase responsable, eficaz y poderosamente responsable de llevar consuelo a quien lo necesitara.

Este hombre y religioso del convento de los capuchinos, fue haciendo de su vida entrega profunda y total porque ninguno de cuantos recibió un pedazo de pan de las manos de Fray Marcelino, se llevó solamente el pan, se llevó también un pedazo de su corazón (...) El alma acongojada que se acercara a él, encontraba en su mirada y sus palabras, toda la unión de su espíritu para acompañarle en el dolor y sufrimiento. Los que vivimos con él por muchos años, sabemos del alma y corazón de este religioso que pasó la mitad de su existencia, para ser fortaleza, pan y amigo de todos los pobres.

Era el campo de su actividad, limpia como la luz que encendía en sus pupilas todos los días, al rayar del alba, a las 5 de la mañana, a toda hora en oración alada y fervorosa. Conversaba con Dios como lo haría con el más íntimo de los amigos ; en alguna oportunidad se atrevió casi  a reprocharle a Dios, diciéndole: “Oh, Señor, Tú me envías mendigos a quienes debo socorrer pero, si no me proporcionas lo necesario ¿cómo los consolaré?”. Pensando en sus pobrecitos el corazón de Fray Marcelino empezaba a sentir frío mucho antes que llegara el invierno.

Cuando entraba en la casa del pobre donde todo falta, se le veía con semblante angustiado e inquieto... no tenía qué llevar a una casa desprovista, ni qué ofrecer a un niño, o a un huérfano... entonces una lágrima nublaba sus ojos... íbase con la pena delante del sagrario para rogarle a su Señor que el sentimiento y dolor suyos no quedaran sin fruto. Y, poco más tarde, golpeaba a la puerta del convento una persona desconocida: en un sobre le entregaba la limosna. Sentíase “el hermano mayor de los pobres”; por ellos iba a la casa del rico. En una oportunidad hubo quien le entregara la ofrenda con estas palabras: “Tome esto para sus haraganes”. Confiaba después a un amigo suyo muy íntimo: “Aquella palabra resonó muy profundamente y cuánto me amargó, hubiera preferido una bofetada” (...)

La hermana muerte corporal, llegó al lecho de Fray Marcelino que esperó aquel momento con dulce serenidad, como los santos (...) En la mañana que debía partir para la eternidad, saludó cariñosamente a sus hermanos; tuvo para todos una mirada afectuosa. Así esperó a la hermana muerte, con la seguridad de siervo bueno que se ha unido a la cruz para mejor favorecer a los necesitados.

Fray Marcelino es la figura que se presentará a los habitantes de Montevideo como quien tuvo su corazón, para entregarse a todos. Las manos estarán siempre en el pensamiento y corazón de sus pobres, entregando ropa y pan, pronunciando palabras de consejo (...) Vivamos hoy este recuerdo... y mientras pasa por nuestro corazón un sentimiento, levantemos en la fe nuestra gratitud a Dios, porque el hombre que se ha encarnado en la caridad no muere, vivirá eternamente”

 

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APÉNDICE  3

Nota. Lo que sigue fue publicado por la revista “El Terciario Franciscano”,  nros. 118/119  y 121 (enero/febrero y abril de 1939) El título y presentación pertenecen a dicha publicación. El escrito original  comienza con el “Remitido”.

Documento inédito sobre la venida de los primeros capuchinos en el Uruguay.

“Recibimos del Dr. Eustaquio Tomé, inteligente y asiduo investigador de memorias históricas, gran amigo y admirador de la Orden Franciscana y de nuestra Comunidad, la siguiente carta relativa al pasaje de 24 Misioneros Capuchinos por esta ciudad en el 1852, que gustosos publicamos, agradeciendo al Dr. Tomé por su valiosa contribución a la historia de nuestra Orden en el Uruguay”.

(El Noticioso. Año I. Num. 70. Martes 28 de Diciembre de 1852. 3ª Página. 1ª, 2ª y 3ª columnas).

Remitido.- Sentimientos de afectuosa gratitud que los 24 PP. Misioneros Capuchinos Italianos destinados para Chile, manifiestan a los caritativos habitantes de Montevideo”.

“¡Cuán bella y suave es la caridad. Es ella la mayor de las teológicas virtudes, si se refiere a Dios, como lo ha expresado el Apóstol San Pablo: es ella el propio precepto de Jesucristo si se dirige al prójimo; es ella el vínculo de la perfección, y como lo asegura el afectuoso S. Juan: la caridad es una misma cosa que Dios. Deus charitas est. Con este signo, El decía a los primitivos fieles, os haréis conocer verdaderos hijos del Altísimo, y cuando la caridad abunda en nuestros corazones, hallaréis en ellos la Paz, y la Consolación del Paraíso.

Nosotros hemos hallado muy propagada en Montevideo esta celeste virtud. ¿Y quien más que nosotros puede atestiguar esta verdad?

Salidos de Génova el 28 de Setiembre y llegados a ésta el 30 de Noviembre 1852, por circunstancias que no podían preverse, pisado apenas el suelo Americano, fuimos víctimas de profundas afecciones. Faltos enteramente del más mínimo dinero, como corresponde precisamente a los predicadores del Evangelio de aquél que se hizo pobre por la salud de los hombres, nos hubiéramos hallado en la mayor indigencia, y en la imposibilidad de atender a las imperiosas exigencias de la vida, si la generosa índole, y el óptimo corazón de los ciudadanos de Montevideo no hubiese suplido a nuestras necesidades.

En virtud de los paternales empeños del Sr. D. Salvador Ximénes, Cónsul General Pontificio, el Superior Gobierno de la República, nos ha sido cortés proporcionándonos un adecuado y oportuno local para nuestra temporánea habitación. El Revmo. Clero nos ha favorecido con sus auxilios: los Benefactores nos han socorrido con sus limosnas, y todo el pueblo nos hizo ricos de sus cristianas y amorosas simpatías.

Hemos derramado lágrimas de ternura por tan sinceras acogidas, y postrados ante Jesús Sacramentado en la hermosa capilla de la Universidad, frecuentemente dimos gracias a Dios por sus misericordias, y le rogamos remunerase El mismo a estos amables ciudadanos por su tan extraordinaria hospitalidad. Pero esto no basta.

El Angel Rafael dijo a Tobías que narrase a todas las tribus de la tierra los hechos maravillosos del Señor, por los beneficios que había recibido, y nosotros por ese solo motivo aprovechamos de este periódico para que las demás naciones conozcan las buenas obras de los habitantes de Montevideo; y así por este medio sea también glorificado el Padre nuestro que está en los Cielos.

Sea esto, por tanto, Señores Benefactores nuestros, no solamente un título de debida justicia, mas también una prenda ingenua y leal de nuestra profunda gratitud. Repetiremos siempre con júbilo, y en todas partes las espontáneas caridades que nos habéis prodigado. Estas han sido tanto más preciosas para nuestros corazones cuanto hemos visto que los desastres de la guerra pasada han dejado entre vosotros heridas profundas, y de no tan fácil reparación. Vamos a salir para Chile donde Dios nos llama para su mayor gloria, y para salud de los prójimos, mas sabremos llevar vuestros recuerdos hasta el otro lado de las Cordilleras: vosotros haréis siempre parte de nuestras oraciones, y mereceréis los sentimientos de nuestra ternura.

 Quiera el Todopoderoso bendecir vuestros virtuosos conatos por la conservación de vuestra independencia nacional: dígnese proteger vuestra paz civil y doméstica; aumentar las glorias de esta vuestra ciudad con el desarrollo de las ciencias, de las bellas artes, del comercio y oiga los ardientes ruegos que le dirigimos para que os sostenga verdaderos profesantes de la fe cristiana, pues de ella nace aquella desinteresada caridad que usáis con los necesitados, y os conserve bajo la égida de nuestra buena madre la Santa Iglesia, Católica, Apostólica y Romana. Vamos a salir, pero con el ardiente deseo de veros un día en la Beatífica visión de las nupcias del inmaculado cordero por los méritos de cuya sangre todos hemos sido redimidos.

Vamos a salir dando gracias nuevamente al Honorable Superior Gobierno, a todo el óptimo Clero, a todos los ciudadanos que tan caritativos se han mostrado para con nosotros, y muy particularmente al mencionado Sr. Caballero Ximénez, al Sr. Cura Rector de la Iglesia Matriz D. José Benito Lamas, a los muy RR. PP. Jesuítas de esta ciudad, al Sr. Cura del Paso Molino D. José Gabriel García de Zúñiga, al Sr. Cura del Cordón D. Santiago Estrázulas, al Sr. Sacerdote D. Martín Pérez Vice- Cura de la Iglesia Matriz, al Sr. Sacerdote D. Juan Casas, al Sr. Secretario de la Universidad D. José Gabriel Palomeque, y al Sr. Secretario del Consejo de Medicina D. Enrique Muñoz.

Aquí quisiéramos seguir nombrando todos los Benefactores parciales, mas es cosa imposible para nosotros que no tenemos noticias de sus respectivos nombres. Recibid, queridos Montevideanos, un amigable abrazo en el beso del Señor; su bendición descienda sobre vosotros, y vivid felices en la paz y en la gloria”.

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“Ya estaban preparados y, expresados los enunciados sentimientos, cuando el 19 del corriente diciembre, por divina misericordia, ha llegado entre nosotros desde Río Janeiro nuestro amado Superior M. R. P. Angélico Vigilio de Lonigo, Prefecto Apostólico de los Misioneros Capuchinos destinados para la República de Chile.

El también une su agradecimiento a los nuestros y confirma lo expuesto con toda la expansión de su corazón, y con todas las fuerzas de su alma, agregando a los nobles nombres arriba expresados el del Sr. D. Manuel Alves da Cunha y familia de quienes durante su viaje y en los días de Cuarentena ha recibido las pruebas más sinceras de religioso afecto y urbana cordialidad”.

“F. Angélico Vigilio da Lonigo,  Cap. Prefecto de las Misiones de Chile

Copiado en la Biblioteca Nacional. 31 Agosto 1937.Eustaquio Tomé

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

MATERIAL

DE CONSULTA

 

 

APCU, Archivo de la Provincia Capuchina (Uruguay)

ANTONIO MARIA P. de Montevideo., capuchino, Los Capuchinos genoveses en el Río de la Plata. Apuntes históricos, Montevideo, 1933.

ARDAO, Arturo, Racionalismo y Liberalismo en el Uruguay, Montevideo, 1979.

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BLOCH, Marc, Introducción a la Historia, México, 1979.

CAETANO, Gerardo – Geymonat, Roger, Catolicismo y privatización de lo religioso 1. La secularización uruguaya. 1859-1919, Montevideo, 1997.

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Revistas

EL TERCIARIO FRANCISCANO, SAN ANTONIO, ACTA COMMISSARIATUS (colecciones), PERIODICOS (recortes), Biblioteca PP. Capuchinos, Montevideo.