PROPIEDAD Y RIQUEZA EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO

Aspectos de una historia social de la Iglesia antigua

MARTÍN HENGEL,

CRISTIANISMO Y SOCIEDAD DESCLÉE DE BROUWER

Título de la edición original:

EIGENTUM UND REICHTUM IN DER FRÜHEN KIRCHE,

publicado por CALWER VERLAG STUTTGART.

Traducción española de José ANTONIO JÁUREGUI.

EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S. A. ‑ 1983 HENAO, 6 ‑ BILBAO‑9

Printed in Spain I. S. B. N. 84 ‑ 330 ‑ 0617 ‑ 7 Depósito Legal: BI ‑ 2‑86 ‑ 83

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PROLOGO

Esta obrita empezó con una conferencia que pronuncié en Tutzing, junio de 1972, ante unos juristas de Baviera sobre el tema “La propiedad en el Nuevo Testamento”. Ya entonces vi clara la necesidad de ampliar a todo él ámbito de la Iglesia antigua mi exposición acerca de la predicación ética del ‑Nuevo Testamento en general. Una versión muy abreviada en forma de tesis apareció en el fascículo de 1973 de los Exegetische Kommentare.

Me parece que la comunidad de bienes y la autocomprensión de la Iglesia antigua en los primeros tiempos deberían impostarse de una manera totalmente nueva en la actual discusión teológico‑ética. Comunidad de bienes y autocomprensión de la Iglesia antigua, aun dentro de un mundo muy cambiado, podrían cobrar una importancia paradigmática para una Cristiandad desconcertada que, reducida a una situación minoritaria, tiene que reflexionar de nuevo sobre su propia tarea espiritual. Sólo de esta reflexión sobre sus propios orígenes sacará plena potencia para dar respuestas convincentes incluso en cuestiones sociales y políticas. La actual situación de los cristianos en “minoría” entraña un doble peligro: ante todo, “cerrarse al mundo” como una secta; o sí no, dejarse manipular por las fuerzas políticas e ideológicas cambiantes para convertirse en un grupo de simpatizantes. Ninguna de las dos posibilidades excluye el peligro de “fariseísmo político”. Lo único que podría preservarnos de ambos peligros es la meditación autocrítica de la propia historia, y en nuestro caso especial, de los propios orígenes. También la “ética social cristiana”, tan de moda hoy día, deberá cuestionar más que nunca las bases de la propia historia social del Cristianismo antiguo si pretende seguir siendo una ética social “cristiana”; y por cierto, no para sacar de ahí programas teóricos, sino para concebir impulsos elementales que lleven a creer y actuar personalmente.

Esta obrita no pretende ser más que una introducción accesible a todas las inteligencias y un estímulo para un estudio ulterior, es decir, un impulso que lleve al encuentro con las fuentes mismas. Cada uno de los capítulos merece un tratamiento monográfico propio. El autor es muy consciente de las limitaciones de su estudio, sobre todo teniendo en cuenta que éste abarca un campo que desborda ampliamente los centros de interés de su propia especialidad. Pero, cabalmente, el intento de ofrecer una visión de conjunto introductoria ha sido para él estimulante e instructivo.

A mi Asistente Klaus W. Müller le agradezco cordialmente su ayuda en la elaboración de la bibliografía y en la revisión del manuscrito.

Tübingen, julio de 1973.

Martín Hengel

LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN LOS (SANTOS) PADRES;

EL DERECHO NATURAL EN LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA Y LA UTOPÍA

1 ‑ 1 La crítica de la propiedad en los Santos Padres del s. IV

Hoy día gusta hablar de la “crisis de la propiedad privada”..La verdad es que esta “crisis” parece ser tan antigua como la humanidad misma. Casi se siente uno tentado a decir que forma parte de la “esencia” del hombre ya que el hombre está siempre “en crisis”. Las Pseudoclementinas (Hom 3, 25), una especie de novela del Cristianismo antiguo, definen el nombre del primer parricida Caín haciéndolo derivar de una raíz hebrea de doble sentido: “posesión” (de qanah = adquirir) y “envidia” (de qana'‑ = ser celoso). De aquí explican que Caín vino a ser “asesino” y “mentiroso”. Y llegan a una conclusión tan lapidarla como radical: “Para todos los hombres la propiedad es pecado” (pási tá ktémata hamartémata 15, 9). Tras la conexión propiedad‑Caín late una vieja tradición palestina que la volvemos a encontrar en Filón, filósofo de la religión, y en el historiador Flavio Josefo. Este recalca que Caín, en su maldad, “andaba siempre en busca de terrenos y fue el primero que aró la tierra”, es decir, fue el primero que adquirió bienes raíces Y violentó la naturaleza (Ant 1, 52, mira Filón, sac. Ab. et C. 1, 2). Está idea de que la propiedad privada es la raíz de la insatisfacción humana recorre como un hilo conductor la exhortación de los Padres de la Iglesia antigua. El afán de posesión individual ‑dicen‑ destruye el orden bueno de los orígenes ya que todos tenían la misma participación en los dones de Dios. Defiende esto, por ejemplo, San Juan Crisóstomo (354‑507), el predicador cristiano más grande de la antigüedad:

“¡Meditemos en la economía de Dios! El hizo de ciertas cosas un patrimonio común para confundir al género humano, por ejemplo, el aire, el sol, el agua, la tierra... todo esto lo reparte Dios equitativamente como entre hermanos... Obsérvese cómo no hay querella alguna en este patrimonio común. Todo procede en paz de Dios. Pero en cuanto uno intenta atraer algo hacia si y hacerlo su propiedad privada, ya surge la discusión como si la naturaleza misma se encrespara contra el hecho de que, mientras Dios desea por todos los medios mantenernos unidos pacíficamente, nosotros tenemos las miras puestas en la mutua separación, en la usurpación de bienes particulares, en pronunciar esas palabras glaciales “mío y tuyo”. Desde ese momento empieza la lucha, desde ese instante, la bajeza. Pero donde no existen esas palabras, no surge lucha ni discusión. Por consiguiente la comunidad de bienes es la forma adecuada de nuestra vida en proporción más alta que la propiedad privada, y es connatural a nosotros”. (12. Homilia in 1. Tim. 4 = Migne PG 62, 563 s.).

Con no menor radicalidad se pronunciaba San Basilio (329-379), el padre del Monaquismo occidental. Procedía de una familia de ricos latifundistas de Asia Menor. Después de acabar sus estudios, por influjo de la ascesis radical del Monaquismo sirio‑egipcio (véase página 67), había repartido todos sus bienes entre los pobres. En su famoso sermón acerca del rico insensato de Lc 12, 18 llama salteador y ladrón al que, pudiendo ayudar al necesitado, prefiere guardar sus bienes para sí. Y al mismo tiempo da una respuesta sin paliativos a la objeción del hombre insensible:, ¿”A quién hago yo injusticia guardando mis bienes?”.

“Dime, ¿qué es, en rigor, tuyo? ¿De dónde lo has recibido y dado a luz? Es como si uno va al teatro, toma su puesto y expulsa a todos los que vienen después convencido de que lo que es de todos le pertenece sólo a él. Así hacen los ricos. Una vez adueñados de lo que es común, lo hacen, por anticipación, posesión suya. Si tomara tanto cuanto necesita para sí, para satisfacer sus necesidades, y dejara lo demás para los otros que necesitan asimismo lo suyo, ¿dónde estarían los ricos y los pobres?” (Migne PG 31, 276 s.).

Este gran Santo Padre de Capadocia asume aquí una imagen que ya la había utilizado Crisipo (ca. 280‑207 a. C.), director de la escuela filosófica de la Stoa, aunque trastocando polémicamente su sentido. Con esta alusión a la plaza del teatro ocupada por el primer llegado, el estoico había querido defender “el derecho a la propiedad privada” dado que “no contradice a la economía universal común a todos los hombres” (Cicerón, fin. 3, 67 = v. Arnim SVF 111, 90). San Basilio es de la opinión diametralmente opuesta. Siendo obispo de Cesarea en Capadocia intentó poner por obra sus exigencias sociales. Ante las puertas de la ciudad mandó erigir un centro asistencial para pobres, enfermos y ancianos, y un hospicio para peregrinos sin recursos. También en otras ciudades de su diócesis surgieron asilos parecidos.

Su amigo y contemporáneo, San Gregorio Nacianceno, daba una fundamentación histórico‑salvífica y dogmática a esta crítica de la propiedad y la riqueza: la pobreza y la abundancia, la libertad y la esclavitud son una consecuencia del pecado. “Desde el principio no fue así”. Dios creó al hombre libre e independiente. El hombre era rico porque los bienes del paraíso estaban a su entera disposición. “La envidia y el afán pendenciero” de la serpiente destrozaron la armonía original y “desgarraron la nobleza de la naturaleza por medio de la avaricia ayudada de leyes despóticas”. De aquí que las obras de justicia y de misericordia sean un paso esencial para recuperar el estado original perdido (Hom. 14, c. 25; Migne PG 35, 892, véase O. Schilling, Reichtum, 101 ss.). Esta tesis sobre el origen de la propiedad privada como consecuencia de la caída tuvo un gran influjo en la historia de la Iglesia. La encontramos más tarde entre los teólogos franciscanos, y después en Zuinglio y Melancton. En el fondo la desvalorización posterior de la propiedad, es decir, la tesis según la cual la propiedad tiene carácter secundario respecto de la igualdad original, se remonta a la idea de que es consecuencia del “pecado”.

1.2 El derecho natural de la antigüedad clásica y la utopía

Por supuesto, estas teorías de la Iglesia antigua sobre la propiedad no son específicas del Nuevo Testamento. La tesis de San Gregorio Nacianceno, según la cual la propiedad privada, la riqueza y la pobreza son una consecuencia del “pecado”, se puede fundamentar también filosóficamente sobre el derecho natural. Así, por ejemplo, San Ambrosio, obispo de Milán (339‑397), en una discusión crítica con Cicerón (de off. 1, 20 ss.), pero de acuerdo con la doctrina estoica, escribía:

“La naturaleza ha repartido todo en común entre todos. Dios ' mandó que se produjera todo a fin de que el alimento fuera común para todos y la tierra fuera una posesión común. La naturaleza produjo el derecho de la comunidad; sólo la usurpación injusta creó el derecho privado (y con él, la propiedad privada)” (de off. 1, 28 Migne PL 16, 67)

Esta idea básica de que en la “edad de oro”, es decir, en la era primitiva y en la Infancia de la humanidad todo era propiedad común (incluido el consorcio con las mujeres) y la idea de que con la introducción de la propiedad privada empezó la decadencia de la humanidad, dominó el pensamiento histórico‑filosófico de la antigüedad clásica y los Estados utópicos influenciados por este pensamiento. El derecho natural de la antigüedad clásica, la filosofía de la historia y la doctrina cristiana acerca de la situación original de la creación podían darse la mano en este punto. Ya Aristófanes en sus comedias hace que una agitadora proclame este tipo de utopías como expresión de sabiduría femenina. El futuro y el mundo ideal tendrán que concordar entre sí de nuevo:

Pienso que es necesario que todos participen de todas las cosas en común y que vivan de esto. Y no que uno sea rico y el otro pobre; ni que éste cultive un gran campo y el otro no tenga un puñado de tierra para sepultura; ni que uno disponga de muchos esclavos y a otro no le siga ni un lacayo. No, el modo de vida ha de ser para todos común y “moderado”. (Ekklesiazusai 590‑594).

Tras estas exigencias que hoy nos caen simpáticas esta el regreso romántico de la “vuelta a la naturaleza”. Esta consigna jugó un papel maravilloso en el ideario de los intelectuales de la antigüedad clásica. Estaba muy extendido un cierto sentido común, según el cual los primeros hombres, dirigidos por la naturaleza, y no por leyes externas, vivieron en un estado de perfecta inocencia moral:

“la edad de oro brotó la primera, y sin represión, sin leyes, practicaba por sí misma la fidelidad y la virtud. Se ignoraba el castigo y el temor; ningún cartel amenazante se fijaba en las tablas de bronce. La multitud suplicante no temblaba en presencia de su juez. Se sentían seguros sin represión”. (Ovid. met. 1, 89 ss.).

Tal “estado ideal” fue posible únicamente porque la “propiedad privada” era tan desconocida como las artes seductoras de la técnica. El hombre vivía. en la más extraordinaria abundancia de todo lo que la tierra producía profusa y espontáneamente: bellotas, raíces y frutos silvestres:

“No era lícito señalar en el campo lindes ni cotos; era común su goce, y la tierra misma cortés lo daba todo y producía el fruto que nadie le pedía”. (Virg. Georgica 1, 126 ss.),. (Trad. Lorenzo Riber, en: P. Virgillo Maron, Obras Completas, Ed. M. Aguilar, Madrid, 1934, p. 95).

Por supuesto, tampoco había lugar para un dominio del hombre sobre el hombre y, por ende, no había ninguna forma de esclavitud. La introducción de los recursos técnicos, dé la metalurgia, de la agricultura que atentaba contra el suelo, de las distintas industrias manufactureras, de la navegación

y el comercio empezó a deteriorar esta situación paradisíaca. La naturaleza, violentada por el hombre, empezó a fallarle en esto. Surgieron la avaricia, la envidia, ‑la tiranía y las guerras, y empezaron a ensombrecer la convivencia de los hombres.

No obstante, se siguió creyendo en reencontrar todavía en pueblos bárbaros aislados el ideal perdido de aquella época primitiva, pasada hacía ya tiempo. Así por ejemplo, a los escitas, un pueblo tenido por especialmente salvaje, se les atribuía, junto a un modo de vivir casi animal, una altísima perfección moral:

“En su modo de vivir son sobrios y no codiciosos; no sólo son ordenados entre sí dado que poseen todo en común (koiná pantá éjontes, véase Hech 2, 44 y también págs. 17 y 43), mujeres, hijos, parentela y todo lo demás; son también invencibles e inexpugnables para los extranjeros, porque no poseen nada por cuya causa se dejen esclavizar”. (Estrabón, 7, 3, 9 = C 308/9).

Otra posibilidad era contar verdaderas fábulas acerca de lejanas islas encantadas en novelas utópicas, como la famosa novela de Euhemeros acerca de la isla “Pancaia”, en el océano Indico. En esta isla toda la tierra era posesión común. Estaba en vigor la estricta obligación de entregar toda la producción agrícola. En compensación se asignaba una parte equitativa “a cada uno, según sus necesidades”. De este modo no faltaba tampoco el estímulo a una diligencia especial. Fuera de la “casa propia con su huerto” no había propiedad privada. De las leyes justas y de la distribución equitativa se ocupaban los “estamentos intelectuales”, es decir, los sacerdotes sabios: la analogía con el estado de los filósofos de Platón es enorme. (Diod. 5, 45, 3‑5).

Es sorprendente que los griegos y romanos apenas conocieron en sus orígenes la utopía del futuro y de la vuelta a la edad de oro. La agitación en las Ekkiesiazusai de Aristófanes es una excepción. El primero que proclama la próxima irrupción de la salvación futura y por influjo de las Sibilas orientales judías, es decir, de la Apocalíptica básicamente, es Virgilio en su enigmática 4a égloga:

“Toda la tierra dará de todo. No sufrirá rastros el campo, ni la viña la hoz, y ya el robusto labrador soltará el yugo del cuello de los toros” (Virg. Egloga IV, líneas 39 ss. Trad. Lorenzo Riber, o. c., p. 54).

Cuando la tierra vuelva a dar sus frutos en abundancia y sin ser explotada por la técnica, ya no habrá necesidad de ninguna propiedad privada. Habrá irrumpido el tiempo de la gran paz.

Estos ideales, desde luego, avivaban más las ansias románticas que la esperanza realista. Al mismo tiempo, servían además de inspiración a la predicación moralizante de los filósofos. El estoico romano Séneca, maestro de Nerón, pudo expresarse de modo muy parecido al Padre posterior de la Iglesia, Gregorio Nacianceno (véase página 12):

Esta (la filosofía) nos enseñó el culto de los dioses, el amor a los hombres, que el imperio reside en los dioses, y entre los hombres la solidaridad, la cual durante algún tiempo permaneció inviolada, antes que la avaricia despedazase la sociedad y fuese causa de pobreza aun para aquellos a quienes hizo ricos sobremanera; puesto que dejaron de poseerlo todo desde que quisieron tener cosas propias. Mas los primeros mortales y quienes de ellos nacieron, seguían la naturaleza sin corrupción”. (Epist. 90, 3 s.). (Trad. Lorenzo Riber, en: Lucio Anneo Séneca, Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1966', pp. 652 s.).

“En esta venturosa situación irrumpió la avaricia, que, queriendo separar alguna parte y apropiársela, todo lo enajenó, y de la opulencia se redujo a la estrechez. La avaricia introdujo la pobreza, y codiciando mucho, lo perdió todo” (90, 38). (Trad. Lorenzo Riber, 1. c., p. 658).

Esto quiere decir que la utopía, reproyectada al tiempo original, la doctrina acerca de la situación paradisíaca original y del pecado subsiguiente ‑que no tuvo por qué consistir en definitiva en la usurpación de la propiedad privada no es en modo alguno una doctrina específicamente cristiana, sino una especulación mítica de la historia muy extendida en la antigüedad clásica.

Son evidentes las afinidades entre los modernos mitos históricos de sello marxista vulgar y las antiguas teorías acerca de un “comunismo primordial” de altísimo prestigio moral o, si se quiere, de una “catástrofe primitiva” presuntamente provocada por la repartición del trabajo y la propiedad privada. Ni la “vuelta a la naturaleza” propia del espíritu ilustrado de Rousseau, ni la tesis de Proudhon, según la cual “la propiedad es un robo”, representan una idea original. Se remontan a fuentes de la antigüedad clásica. Incluso la concepción hoy en boga acerca de la inocencia económica y sexual de algunos pueblos en las islas del mar del Sur, en la selva virgen brasileña, o la tesis que defiende la situación social de los “cazadores y recolectores” con su comunismo primordial están de acuerdo con un mito extendido en la antigüedad acerca de las leyes justas de los bárbaros (véase por ejemplo: F. Engels, Der Ursprung der Famille, des Privateigentums und des Staats, 4.a ed. 1891). Según este mito debió de regir al principio el estado natural moralmente perfecto. En el fondo de estas filosofías primordiales comunes en la antigüedad y comprobables también con diversas variaciones en los mitos iranios, babilónicos, indios y hasta chinos (véase B. Gatz, Wettalter, 208 ss.), late un anhelo primordial ‑fundamentalmente religioso‑ por la “buena edad antigua”, por el mundo feliz. Por supuesto, históricamente hablando, este mundo feliz no es comprobable de ningún modo ni es más “racional”, desde luego, que la esperanza en una vida eterna en los Campos Elíseos o en las islas de los bienaventurados.

Estos mitos acerca del estado primordial fueron raras veces aprovechados políticamente. A lo sumo podía encontrarse en ellos una instancia crítica para la estructuración utópica del presente y del futuro donde se puede suponer la existencia de una conexión con la Apocalíptica judío oriental, como, por ejemplo, en la sublevación de Aristónico en el Reino de Pérgamo (133‑130 a. C.). Después de la rendición del país a Roma, “congregó rápidamente una multitud de pobres y esclavos que estaban llamados a la libertad (y) a los que llamó Heliopolitas”. Se supone que intentó formar un “estado proletario” utópico al que dio el nombre de “Estado del Sol” (Estrabón 14, 1, 38; J. Vogt, Sklaverei u ' Humanitát, 31 ss. 41 ss.). En el oráculo nacional egipcio que tuvo sus orígenes en el siglo 11 a. C y tiene muchos rasgos afines con las Apocalipsis judías, juntamente con la expulsión de los griegos de Egipto y la destrucción de Alejandría, se predijo la liberación de los esclavos, “cuyos señores”, después de que dieran la vuelta las cosas “iban a suplicar que se les perdonara la vida” (L'Koenen, ZPapEp 21 1968, 205, 1.44). Los esfuerzos de los antiguos reformadores difícilmente sobrepasaban la exigencia de liberar a los esclavos, conseguir la remisión de las deudas y un nuevo reparto del suelo. Los conatos sociales más fuertes procedieron del patrimonio judío (véase página 24 y sigs.). En cambio, la utopía filosófica produjo efectos relativamente pequeños en la vida política. La novela del Estado, de cuño filosófico‑utópico, que estaba en boga, apenas tuvo consecuencias concretas. Fueron excepciones, por ejemplo, el estoico Esfairos cuando apoyó al rey espartano Agis IV en su radical reforma social (W. W. Tarn, CAH VI], 741 ss.)  o el filósofo Blossius, enemigo de Roma, cuando huyó a Pérgamo y se acogió a Aristónico. Precisamente a las grandes sublevaciones de los esclavos de la época helenística, entre los siglos III y 1 a. C., les faltó base “Ideológica”.

1.3. ¿Influjo griego en el Cristianismo primitivo?

Estas teorías y utopías que habían de acuñar la doctrina cristiana tardía en torno al derecho natural a la propiedad, tocaron sólo marginalmente al Cristianismo primitivo y al Nuevo Testamento, “documento primordial de la predicación fundadora de la Iglesia (Káhier) y fuente más antigua de la historia cristiana. A lo sumo surgió una cierta conexión entre el “ethos” cristiano primitivo y el ideal comunitario de la antigüedad clásica cuando un autor del Nuevo Testamento como San Lucas, literato de profesión, redactó ciertos fenómenos del Cristianismo primitivo de conformidad con su propia formación retórica griega.

Esto puede decirse, por ejemplo, de la descripción lucana de la Comunidad de bienes en la Iglesia primitiva de Jerusalén:

Y todos los que creían estaban juntos, y lo tenían todo en común (2, 44)... Y la muchedumbre de los creyentes era una en corazón y alma, y nadie llamaba suyo a nada de sus propiedades, sino que entre ellos todo era común (pantá koiná)” (Hch 4, 32).

Aquí se diseña el cuadro familiar de la restauración del ‑estado original “perfecto. Este cuadro tiene analogías, hasta en la formulación, con la comunidad de bienes de los escitas (véase antes pág. 14), de la doctrina platónica del Estado (poi. 462 passim) o de la comunidad primera de los Pitagóricos en el sur de Italia (E. Plümacher, Lukas ais hellenistiecher Schriftsteller, 17 s.). Los Proverbios de Sextus, que ya eran cristianos pero se nutrían de fuentes de filosofía pitagórica popular (véase página 71), dan a este ideal una fundamentación teológica que podían aceptarla tanto los cristianos como los paganos:

Los que tienen en común a un Dios que es Padre pero no tienen en común sus posesiones no obran religiosamente” (N.O 228, Chadwick).

Los descubrimientos de Qumran han proporcionado textos paralelos todavía más próximos al relato de Lucas: “la comunidad de bienes” de los grupos esenios en Palestina, principalmente en su centro de Qumran. Pero también aquí cabe preguntarse si este “comunismo grupal” de sello escatológico, que tan vivamente impresionó al mundo grecoromano fuera de Palestina, no se formó por influjos procedentes del ideal espiritual helenístico de la época tanto como por ideas veterotestamentarias. Los esenios quisieron realizar aquí en la tierra, por medio del ideal de la comunidad de bienes, una especie de sociedad perfecta, por no decir casi, “angélica” o “celestial”. Vivían la conciencia de estar siempre unidos con los ángeles de Dios. Su meta era recuperar la dignidad y gloria originales del primer hombre antes del pecado (1 OS 4, 23; 1 QH 17, 15). El reverso de esta autoexaltación era considerar a todo el resto de la humanidad, a sus paisanos judíos y, muy especialmente, a los paganos como “massa perditionis”, como hijos de las tinieblas abocados a la aniquilación. Les tenían jurado odio eterno hasta la aniquilación “en el último combate” (1 OS 1, 10; 9, 21).

En el ámbito de la sabiduría de los refranes populares se hallan puntos de contacto mucho más fuertes entre la crítica neotestamentaria y greco‑romana de la propiedad y la riqueza. Así por ejemplo, en la 1 a carta a Timoteo, de composición tardía, y en un contexto de exigencia de autarquía religiosa, “la virtud favorita de los cínicos‑estoicos” (Dibelius, Pastoralbriefe 64, ver también pág. 69 y sigs.), nos topamos con un refrán muy extendido: “ porque la raíz de todo mal es la codicia” (6, 10). Este proverbio influyó a su vez en la Tradición cristiana posterior (Policarpo 4; Tertul. de pat,. 7, 5; Clem. Alex., paed. 2, 39, 3, véase 38, 5). Esta máxima es una paráfrasis dé un tema capital en la predicación filosófica popular y está citado en las fuentes de la antigüedad clásica con variaciones sin cuento. Una versión especialmente feliz se encuentra de modo idéntico en el sabio Demócrito y en Diógenes, el despreciador de la cultura y de la propiedad: “la codicia es la patria chica de todos los males” (véase C. Spicq, les Epitres Pastorales 1, 564 y W. Bauer, Wörterbuch zum N. T., 1968', 1698). Tampoco podía faltar este refrán en la literatura judío‑helenística (Pseudofoquílides, 41; Sib 3, 235 s. 641 s.; 8, 17 s. y en distintas formas en Filón). Aquí tenemos un bello ejemplo de cómo pudieron ir unidas, en el ámbito de la exhortación ética, la crítica filosófica popular de la codicia y !a “crítica social” judío‑cristiana.

Citemos finalmente un ejemplo que remite a la predicación de Jesús:

En el “Díscolo” del comediógrafo ático Menandro (nacido en 342/1 a. C.), el joven Sóstrato dirige a su padre una recia perorata moral cuando éste, irritado, se resiste a emparentar a su rica familia con dos hermanos pobres:

“¡Esto es demasiado!

Yo no quiero ser de pronto el suegro de dos mendigos. Ya me basta con uno”.

El hijo contesta:

“Sólo te importa el dinero. No puede uno fiarse de él. Si supones que tu fortuna va a ser algo tan duradero, ¡entonces, no sueltes nada!

Pero si sabes que la has de entregar a la ciega Tije (la diosa de la Fortuna), ¿por qué, padre, la guardas tan receloso? Puede ser que la Fortuna te arrebate todo y se lo dé a otro que no lo merece.

Por eso deberías usarla generosamente mientras puedas, creo yo, y ayudar a los hombres. En la medida de lo posible deberías impartir bendiciones por todas partes. Así no se pierde nunca.

Porque si tú mismo caes en necesidad se te restituirá todo. Mucho mejor es un amigo vivo que un tesoro enterrado entre dinero muerto”.

H. Hommel, el traductor de estos versos en la edición original alemana de esta obra, hizo observar una serie de textos paralelos en los Evangelios Sinópticos y en la predicación de Jesús (Homenaje a Walter Mönch en sus 65 años, 20 ss.). En lugar de los bienes inseguros, amenazados y efímeros se debe uno granjear amigos duraderos que en la futura emergencia premien la buena obra. He aquí un motivo que se encuentra, por ejemplo, en el material especial de San Lucas (Lc 16. 9) donde interpreta la difícil parábola del administrador infiel: “Yo os digo, haceos amigos con la riqueza injusta para que, cuando ésta llegue a su fin, los amigos os reciban en las moradas eternas”. También tiene un paralelismo con el motivo, citado arriba, de la “riqueza caduca” la sentencia del sermón de la montaña (Mt 6, 20 ‑Lc 12, 35): “Rejuntad, más bien¡ tesoros en el Cielo, donde no hay polilla ni gusano que devoren, ni ladrones que hagan agujeros y roben”. Por otra parte, no se puede pasar por alto la referencia escatológica de las sentencias evangélicas. Esta difiere substancialmente de la ingenua sabiduría empirista de las máximas griegas. Además, todo el ropaje literario, en concreto, la fórmula del “injusto Mammon” remite claramente a un origen judío‑palestino. Estos ejemplos más o menos casuales pueden indicarnos, no obstante, hasta qué punto se acoplaban recíprocamente la crítica judío‑cristiana de la riqueza y la crítica filosófica popular griega.

2.1 A propósito de la crítica contra la riqueza y su expresión en la Torá

Antes de plantearnos la actitud de Jesús y de la Comunidad primitiva frente a la propiedad y la riqueza, lancemos una ojeada a la tradición veterotestamentarla judía de la que surgió el Cristianismo primitivo. De la predicación profética y de la legislación social de la Torá habían brotado desde siempre fuertes impulsos críticos contra la propiedad. El derecho a la propiedad estaba fundamentalmente subordinado a la obligación de defender a los socialmente débiles. Ya el testimonio de Amós (s. VIII a. C.) no dejaba nada que desear en punto a claridad. Con un vigor insuperable ataca la opresión y explotación de la población pobre por parte de los ricos latifundistas y de los empleados regios en el Reino del Norte:

“En las puertas detestan al censor y aborrecen al que habla rectamente. Pues, Porque pisoteáis al pobre y le exigís la carga del trigo, las casas que de piedra tallada os habéis construido no las habitaréis; de las deleitosas viñas que habéis plantado no beberéis el vino. Porque yo sé que son muchas vuestras prevaricaciones y cuán grandes son vuestros pecados, opresores del justo, que aceptáis soborno y en las puertas hacéis perder al pobre su causa” (Am 5, 10‑12).

“Escuchad esto los que aplastáis al pobre y aniquiláis a los desgraciados del país, diciendo: ¿Cuándo pasará el novilunio para que vendamos el trigo, y el sábado para que podamos abrir los graneros, achicar el efá, y agrandar el siclo, y falsear fraudulentamente las balanzas, comprar por dinero a los débiles, y a los pobres por un par de sandalias, y vender hasta las ahechaduras del trigo? Yavé ha jurado por el orgullo de Jacob: ¡No olvidaré jamás vuestras obras! ¿No ha de estremecerse por esto la tierra? En duelo quedarán cuantos la habitan” (Am 8, 4‑8).

Los vaticinios sociales de Amós tienen una continuación poco después en el Reino del Sur en la obra de Isaías. También Isaías se dirige de manera abrupta contra los “cortijos” de los terratenientes, la venalidad de los jueces, y la inmisericordia y parcialidad de los funcionarios:

“ ¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos y campos, hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra! A mis oídos ha llegado, de parte de Yavé de los ejércitos, que las muchas casas serán asoladas, las grandes y magníficas quedarán sin moradores, y diez yugadas de viña producirán un bath, y un idmer de simiente sólo dará un efáh... “ (ls 5, 8‑10).

“Ay de los que dan leyes inicuas y de los escribas que escriben prescripciones tiránicas para apartar del tribunal a los pobres y conculcar el derecho de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a las viudas y robar a los huérfanos!

¿Qué haréis el día de la visitación, del huracán que viene de lejos? ¿A quién os acogeréis para que os proteja? ¿Qué será de vuestros tesoros?... “ (ls 10, 1‑3).

O. Kaiser (ls 1‑12, ATD, 55) hace referencia, a este propósito, a la tercera elegía de Solón, en la que el gran legislador y reformador social se debate con una situación parecida a la de Isaías, pero 100 años más tarde, en su ciudad natal:

“Pero sus propios ciudadanos, con actos de locura, quieren destruir esta gran ciudad por buscar sus provechos, y la injusta codicia de los jefes del pueblo, a los que aguardan numerosos dolores que sufrir por sus grandes abusos. Porque no saben dominar el hartazgo, ni poner orden a sus actuales triunfos en una fiesta de paz. ... Se hacen ricos cediendo a manejos injustos .... Ni de los tesoros sagrados ni de los bienes públicos se abstienen en sus hurtos, cada uno por un lado al pillaje, ni respetan siquiera los augustos cimientos de Dike (la diosa de la Justicia)” (Solón, Eunomia 3teD” (Trad. Carlos García Gual, en: Antología de la poesía lírica griega, Alianza Editorial, Madrid, 1980, pp. 42 s.).

La predicación social de los profetas encontró su expresión, al menos parcialmente, en la Torá que, más tarde, se atribuyó a Moisés, y muy particularmente en el Deuteronomio, libro que jugó un papel decisivo en la reforma del rey Josías y en la renovación espiritual de Israel durante la época del destierro. Ejemplos de esto son las numerosas normas sociales contenidas en la Torá para proteger a los socialmente débiles y menos privilegiados. En Deut 15, 1 ss. la ley que mandaba celebrar la remisión cada 7 años, ordenaba una condonación de las deudas y la manumisión de todos los esclavos comprados. Ya el profeta Jeremías polemizaba contra la infracción de esta costumbre (34, 8 s.). Después del séptimo año sabático de remisión, se celebraba cada 50 años un “año jubilar”. En él había que devolver a los propietarios originales todos los bienes raíces vendidos entretanto (Lev 25,: 8 ss.). Esta “redistribución de los bienes raíces se fundamentaba en el hecho de que Yavé es el dueño verdadero de la tierra santa: “porque la tierra es mía y vosotros sois en lo mío peregrinos y extranjeros” (lev 25, 23). “En este año jubilar volverá cada uno a su posesión” (Lev 25, 13). “Lo que se llama venta no lo es en realidad, sino un traspaso provisional de la propiedad; porque el dueño de la tierra es solo Yavé. Y los israelitas son solamente enfiteutas o terrazgueros de la propiedad de Yavé, a los que no compete en definitiva ningún poder para disponer del suelo que se les ha encomendado, lo mismo que a un peregrino o extranjero que uno adoptara en su casa” (K. Elliger, Leviticus, 356).

En numerosos proyectos de reforma social del mundo antiguo encontramos las tres exigencias: condonación de deudas manumisión de esclavos y redistribución del suelo. Pero la ley judía intenta institucional izar estas exigencias básicas de “reformas sociales”, periódicamente repetidas en la antigüedad. Queda por saber hasta qué punto se realizaban siempre de verdad estas exigencias. El “año jubilar” se reinterpretó más tarde significativamente como símbolo de la liberación escatológica de Israel.

Por otra parte, la posesión justa y moderada estaba también bajo la protección del Decálogo. Este prohibía la codicia envidiosa de la propiedad del prójimo (Ex 20, 15.17 =: Dt 5, 19.21). la imagen de la paz regla en tiempos de Salomón, cuando “Judá e Israel habitaron en pacífica seguridad, cada uno entre sus viñedos e higueras” (1 Re 5, 5), vino a ser símbolo de la visión profética del tiempo mesiánico (Miq 4, 4; Zac 3, 10; véase también 2 Re 18, 31).

2.2 Tensiones sociales en el Judaísmo antiguo

La oposición entre latifundistas y pequeños campesinos o inquilinos sin tierras llegó a considerables tensiones sociales en la época tardía de la Monarquía (1 Re 21; Is 5, 8 ss”; Miq 2, 2) y, después, en la época de los persas bajo Nehemías (5, 1 ss.). Esta situación se agudizó muy considerablemente en la época helenística, después de Alejandro Magno, cuando los señores de la colonia griega de Macedonia, con su característica racionalización, pasaron, de la explotación extensiva usual hasta entonces en el Oriente, a la explotación intensiva de las regiones sometidas por su intervención. Los romanos y los reyes instaurados por ellos ‑como Herodes y sus secuaces‑ prosiguieron esta forma de explotación extraordinaria del país. Las grandes posesiones sofocaron al pequeño campesinado libre. El número de inquilinos sin tierra aumentó fuertemente, sobre todo después de Herodes. Las parábolas de Jesús con sus latifundistas, inquilinos, jornaleros y esclavos, con sus administradores fieles e infieles, sus condonaciones de deudas y sus esclavos deudores ofrecen un cuadro muy vivo de este ambiente social marcado de feudalismo. Así se entiende que las luchas judías por la liberación ‑primero, la de los Macabeos contra los Seléucidas macedonios y, después, la de los “celotas” contra Roma‑ eran siempre, a la vez, reyertas sociales. Cuando los insurrectos judíos el año 66 d. C., saliendo del templo, conquistaron Jerusalén, lo primero que hicieron fue incendiar el archivo municipal con los libros y los títulos hipotecarios (Jos. be¡¡. 2, 427). Más tarde el jefe de los celotas, Simón bar Giora, dispuso una liberación general de esclavos (4, 508). Josefo recalca expresamente que la sublevación la apoyaron sobre todo las capas sociales sencillas de la sociedad y los jóvenes; entretanto, las clases distinguidas¡ intentaron entablar la paz con Roma (véase M. Hengel, Gewalt und Gewaltlosigkeit, CH 118, 30; Zeloten, 341 s.).

1 ‑ El Judaísmo palestino y también una buena parte de la diáspora en Egipto y en Cirenaica estaban divididos política y socialmente. Esta escisión intestina se extendió también a amplios sectores de la tradición religiosa. Así, por ejemplo, en vísperas de la reforma helenista, que más tarde había de desencadenar la sublevación macabea, Ben Sirá, él maestro de la sabiduría, polemiza contra ciertos bribones y contra el afán febril de riquezas:

“Hijo mío, no te metas en muchos negocios porque quien los multiplica, no quedará sin reproche” (Ecclo. 11, 10).

“El que ama el oro no vivirá en justicia, y el que va tras el dinero, pecará por conseguirlo” (Ecclo. 31, S).

El rico y el pobre se comportan como el lobo y el cordero, el abismo entre ambos es infranqueable:

 “El rico hace injusticias y se gloria de ello, el pobre recibe una injusticia y todavía pide excusas. Mientras le seas útil se servirá de ti, cuando no valgas nada, te abandonará” (Ecclo. 13, 4 s.).

“El asno salvaje es presa del león en el desierto; así también los pobres son pasto de los ricos.  Abominable es para el soberbio la humildad, lo mismo que el pobre para el rico. El rico, si vacila, es sostenido por los amigos; pero el pobre, si cae, es rechazado aun por los amigos” (Ecclo. 13, 23 ss.). 

La polémica de Ben Sira contra la injusticia social alcanza a veces la aspereza de la predicación profética:

Como quien inmola al hijo a la vista de los padres, así el que ofrece sacrificios de lo robado a los pobres. Su escasez es la vida de los indigentes y quien se la quita es un asesino. Mata al prójimo quien le priva de la subsistencia. Y derrama sangre el que retiene el salario al jornalero” (Ecclo. 34, 24‑27).

Pero esto es, sólo, una cara de la medalla. Por el otro lado y sin solución de continuidad hallamos también en Ben Sira la tradicional estima sapiencia¡ de la riqueza que, adquirida con el trabajo honrado y la bendición de Dios, garantiza una vida segura y libre de preocupaciones. la pobreza y la mendicidad por culpa propia son odiosas para Ben Sira (véase M. Hengel, Judentum und Hellenismus, 248 ss.). A decir verdad, no es casual que en el libro del Eclesiástico sean alabados los ricos justos y no los pobres:

“Venturoso el varón irreprensible que no corre tras el oro (Mammon)” (Ecclo. 31, 8).

Es inútil buscar en la literatura judía una alabanza directa de los pobres o de la pobreza. Tal cosa se encuentra por vez primera en el Evangelio (LC 6, 20, véase también pág. 35). la amenaza apocalíptica de un juicio contra los ricos injustos es mucho más severa. Así por ejemplo en las exhortaciones de Henoc etiópico:

 “¡Ay de aquellos que implantan la injusticia y el atropello y hacen del fraude su basamento!; Pues de repente serán exterminados y no tendrán paz ninguna; (véase ¡s 48, 22 y 57, 21). ¡Ay de aquellos que construyen sus casas a golpe de pecados porque serán arrancados de todo su acomodo y caerán a filo de espada, y los que se hacen con oro y plata morirán de repente en el juicio! ¡Ay de vosotros, los ricos! pues os habéis abandonado a vuestras riquezas y tendréis que salir fuera de vuestros tesoros; pues en los días de vuestra riqueza no habéis pensado en el Altísimo. Habéis cometido ultrajes e injusticias y merecido el día de la matanza y del gran juicio. Esto os anuncio y os lo hago saber: que vuestro Creador os aniquilará por completo. De vuestra caída no habrá compasión y vuestro Creador se alegrará de vuestra ruina” (94, 6‑10, véase 96, 4 ss.).

“¡Ay de vosotros, que adquirís plata y oro de manera injusta y decís: nos hemos hecho muy ricos; hemos poseído y adquirido bienes y todo lo que queremos lo ejecutamos pues hemos acumulado plata en nuestras arcas y mucha fortuna en nuestras casas... Os engañáis pues vuestra riqueza no permanece, más bien se os va rápidamente de las manos porque la habéis conseguido de manera injusta” (97, 8‑10, véase 100, 6).

El juicio final de Dios trae la gran subversión: los ricos, poderosos y explotadores se hacen reos de eterna condenación (102, 9 ss., véase 63, 10), mientras los fieles pobres y justos, que han sido “aporreados” de por vida (103, g), reciben vida eterna. No se puede pasar por alto que, tras la amenaza y la descripción del juicio, se aprecia una gruesa petición de venganza para los fieles oprimidos hasta el momento. Según las Similitudines de Henoch etiópico (63, 10), “los poderosos y los reyes que poseen la tierra” tienen que confesar: “Nuestra alma está saciada de riqueza injusta (véase Lc 16, 9.11), pero esto no impide que bajemos a las llamas del tormento infernal”. Allí “representarán una escena para los justos y... los elegidos”. Estos se divertirán a costa de los ricos porque la cólera del Señor de los espíritus reposa sobre ellos” (62, 12). La tradición que aflora en la descripción de los castigos del infierno para deleite de los ojos de los fieles se perpetúa a través de la Apocalíptica cristiana tardía hasta el infierno del Dante (véase también pp 62 y ss). Tras estas amenazas de juicio late una antigua tradición judía que aparece ya en los salmos canónicos y se prolonga a lo largo de los textos esenios de Qumran y los salmos fariseos de Salomón.

El concepto “pobre” ('ani o su afín 'anaw = humilde y 'ebyón) casi se identifica con “fiel” y “justo”. En este sentido un comentario esenio al salmo 37, 10 (“pero los humildes ‑'anawim‑ heredarán la tierra y se recrearán con la plenitud de la salvación”) lo aplica a la “comunidad de los pobres ('ebyonim) que cargaron con el tiempo del trabajo y son liberados de todas las trampas de Belial ... “: es decir, la comunidad de los esenios se entiende a sí misma aquí como “los pobres” (4 Q ipps 37 li, 9 ss.) = Lohse, Die Texte aus Oumran, 270; véase Mt 5, 5).

Según el documento de la Guerra, las naciones enemigas son vencidas “por los pobres”: porque Dios mismo “entrega... a los enemigos de todas las naciones en manos de los pobres” (1 QM 11, 8 S. 13, M. Jiménez ‑ F. Bonhomme, los Documentos de Qumran, Cristiandad, Madrid, 1976 pp, 156 s.). Aquí se identifica básicamente al verdadero Israel de los últimos tiempos con “ los pobres “. El concepto ha pasado de ser una designación de carácter social a otra de grupo religioso. Más tarde, el Cristianismo primitivo de Palestina se autodesignará con el concepto “pobres” ('ebyonim), con un sentido muy parecido (véase también pág. 46).

2.3 Pobreza y riqueza en el Rabinismo

La religiosidad judía" marcada por el mensaje de los profetas y los mandamientos sociales de la Torá, se empeñó con todas sus fuerzas en equilibrar o al menos, mitigar las diferencias entre ricos y pobres, especialmente hirientes en la época helenístico‑romana. Según una regla básica atribuida a Simón el Justo (a. 200 a. e.), sumo sacerdote judío, “ el mundo se asienta sobre tres cosas: la Torá, el culto (en el templo) y la práctica de la caridad” (Abot 1, 2). El Rabinismo tardío distinguió propiamente entre las “obras de misericordia” (como visitar enfermos, dar posada a forasteros, equipar a novios pobres, consolar a los tristes, etc.) y la asistencia organizada a los pobres. Pero todo este conjunto se podía resumir (Billerbeck 4, 536.559) bajo el epígrafe “buenas obras” (cfr. Mt 5, 16). Había que añadir a este conjunto de “buenas obras” la libre compra de esclavos judíos, de especial importancia en la diáspora. Una antigua sentencia rabínica pone de relieve el alto aprecio de estas obras de misericordia que mitigaban eficazmente la penuria social:

“La beneficencia (es decir, la asistencia a los pobres) y las obras de misericordia valen por todos los mandamientos de la Torá; sólo que la beneficencia se ejercita con los vivos y las obras de misericordia, con los vivos y con (os difuntos; la beneficencia con los pobres; la obra de misericordia con los pobres y los ricos; la beneficencia con dinero, la obra de misericordia con la propia entrega y con el dinero” (Tosefta Pea 4, 19, Sukka 49b, Billerbeck 4, 537, cfr. 541).

La fundamentación religiosa de la generosidad recalcaba “la imitación de la bondad de Dios”, idea en boga entre los filósofos estoicos y los rabinos; pero también recalcaba el argumento veterotestamentario de que todos los dones buenos proceden de Dios mismo,. una idea que reaparecerá en la parénesis cristiana. Así se expresaba E. Eleazar ben Yehuda hacia el año 100 d. C.:

“Dale (a Dios) de lo suyo porque tú y tus cosas le pertenecéis. Y así dice (la Escritura) por medio de David: porque de ti viene todo y lo que te ofrecemos, de tu mano lo hemos recibido” (2Cron 29, 14) (Abot 3, 7, Billerbeek 4, 541).

Las comunidades judías organizaron por esta razón una asistencia excepcional a los pobres y extraordinariamente eficiente para la antigüedad, antes del nacimiento del Cristianismo. La base jurídica la constituía el segundo diezmo, llamado de los pobres, de acuerdo con Deut 14, 29 y 26, 12. Aquí se mostraban, por cierto, los límites de ésta institución. La crítica radical de la riqueza y la renuncia a los propios bienes estaban mal vistas entre )os rabinos. Las contribuciones de los pobres se habían reducido para librar la propia fortuna de la miseria. El 20 % de los ingresos totales se estipulaba como tasa máxima; como tasa mínima el 2‑3 % . Una tradición rabínica cuenta que una vez “quiso uno regalar sus bienes. Pero su socio no se lo consintió” (bab. Keth 50a, Billerbeck 4, 550 s.). En el fondo estaba la experiencia práctica de la vida: el rigorista resultaba después una carga para la comunidad, y los bienes del pueblo de Israel no se podían dilapidar. En general volvió a abrirse paso cada vez más en el Rabinismo el antiguo aprecio sapiencia¡ por la riqueza y el desprecio hacia la pobreza. El amor apocalíptico a la pobreza, propio de los Hasidim, siguió aún influyendo modestamente. Apelando a Prov 19, 15: “los días del pobre son malos”, se pudo ver en la pobreza una maldición (Keth 110 b; Sanh 100 b, cfr. Bammel ThW VI, 901) y se formuló esta sentencia:

“No hay nada en este mundo más pesado que la pobreza. Porque es más pesada que todos los sufrimientos de este mundo”. Por eso pidió Job a Dios: “Señor, prefiero todos los sufrimientos que hay en este mundo, menos la pobreza” (ExR 31, 12, Billerbeck 1, 818).

A esta actitud respondía una amplia alabanza de la riqueza.

Se atribuye al famoso maestro Rabbi Yohanan en el s. III d. C. esta sentencia:

“Dios deja reposar su Shekina (es decir, su presencia) solamente sobre un fuerte, un rico, un sabio y un humilde... “.

Y al mismo Rabbi se le atribuye también esta especie de fundamentación bíblica:

“Todos los profetas han sido ricos. ¿De dónde sabemos esto? Por Moisés, Samuel, Amós (!) y Jonás” (Ned. 38a, Bel. 1, 826).

La antigua Apocalíptica, en cambio, había esperado como algo sobreentendido la supresión de la pobreza en el tiempo venidero:

“Y los que murieron en tristeza, resucitarán en alegría. Los que murieron en pobreza, por causa del Señor, serán ricos. Los que murieron en la miseria, quedarán saciados. Y los que murieron en debilidad, se harán fuertes” (Test. Juda 25, 4).

Mar Samuel, director de la escuela babilónica, hombre especialmente reservado en su espera Deut 15, 1: (“Nunca dejará de haber pobres en la tierra santa), pudo afirmar:

 “No hay ninguna otra diferencia entre este mundo y los días mesiánicos más que (el cese) de la servidumbre ante los que detentan el poder, es decir, incluso entonces habrán pobreza y ocasión para practicar obras buenas. la frecuente repetición de esta sentencia indica hasta qué punto estaba en boga” (Ber. 34 b passim, Billerbeck 1, 74).

Se podrá apreciar en la postura judía frente a la riqueza un cambio que coincide con la recesión de la piedad para con los pobres, propia de la Apocalíptica judía que después del año 70 se hizo cada vez más sospechosa de herejía. la tradición rabínica primitiva habla de la gran pobreza de varios maestros entre el s. 1 a. C. y el 11 d. C. Cuenta que Hillel vino de Babilonia a Jerusalén de pobre jornalero y pagó el ingreso en la escuela con la mitad de su precario sueldo. También el Rabbí Aquiba procedía de ambientes pobres y fue al principio simple pastor. Lo curioso, no obstante, es que la tradición rabínica acentúa no sólo que lograron una gran fama, sino también un bienestar económico.

Más tarde, a partir del siglo II d. C., se hizo proverbial la riqueza de la familia del patriarca, de los descendientes de Hillel. Cuando el Rabbi Aquiba explicaba aquello de: “Bien le va la pobreza a la hija de Jacob, como un collar rojo al cuello de un caballo blanco” (Pes. R. Kah 1, 241 s. ed. Mandelbaum; Chag 9 b passim), esto no significaba una alabanza de la pobreza por la pobreza. Lo traía sólo para expresar que Israel iba a ser conducido a la conversión a través de una extraordinaria miseria.

Las terribles catástrofes de la guerra judía y de la sublevación de Bar‑Kojba (66‑74 y 132‑135 d. C.), que entrañaban, por supuesto, causas sociales revolucionarias, habían acarreado sobre el pueblo una miseria económica tan profunda que estaba amenazada su existencia religiosa, nacional y económica. la pobreza no aparecía ya como un ideal al que había que aspirar. Era exclusivamente un castigo de Dios. La creciente sobreestima de la riqueza y el desprecio por la pobreza entre los maestros posteriores coincide plenamente con la superación de esta crisis y el refortalecimiento del Judaísmo a fines del s. II y a lo largo del III d. C. El Rabinisrno se había consolidado en el Judaísmo corno la indiscutible capa social dirigente de la sociedad en lo religioso y en lo político. Los rabinos, jefes reconocidos del pueblo, tenían incluso la posibilidad y la voluntad de llegar a ser ricos. En una cierta oposición a ellos estaban algunos carismáticos y taumaturgos aislados cuya pobreza y extraordinaria sobriedad se había ponderado hasta límites legendarios. Así por ejemplo, el Rabbi Janina ben Dosa y Abba Jilkia en el siglo 11 y el Rabbi Fineés ben Yair, adversario del plutócrata patriarca Vehuda Hannasi, a fines del siglo II. Pero eran excepciones que confirman la regla.

3.- LA PREDICACIÓN DE JESÚS

Está claro que Palestina en el siglo I, en esa época en que se desarrolla la actividad de Jesús y el nacimiento de la Iglesia primitiva, estaba repleta de fuertes contrastes políticos, sociales y religiosos. No son los últimos testigos de ellos Flavio Josefo y Filón. Estos hablan de varios enfrentamientos entre, los judíos y el procurador Poncio Pilato (véase además Lc 13, 1 s.). Pilato pasaba por ser especialmente codicioso y cruel. La sangrienta represión de las agitaciones mesiánicas en Samaría condujo finalmente a su destitución el año 37 d. C. (Fl. Jos. Ant. 18, 55‑64, 85‑87; Filón, Leg. ad C. 299 ss.). Completan este cuadro negativo las noticias rabínicas acerca de la codicia y arbitrariedad de las familias dirigentes de los sumos sacerdotes, y sobre todo, de la casa de Anás. Estas familias aprovecharon su posición privilegiada para sacar “hasta las costillas” a los peregrinos de las fiestas de Jerusalén y para oprimir al clero sencillo del templo. Las más de las veces trabajaron de consuno con los procuradores romanos.

3.1 Crítica radical de Jesús contra la propiedad

Fijémonos, ante todo, en los Evangelios Sinópticos: Marcos, Lucas y Mateo, que son nuestras principales fuentes acerca de Jesús. En lo sucesivo no puedo distinguir exactamente entre la tradición supuestamente auténtica de Jesús y sus secuelas en la tradición de la Iglesia en los decenios subsiguientes. Causas y efectos se fusionan entre sí con frecuencia de manera inseparable.

La predicación de Jesús, al revés de la erudición escriturística de los fariseos, tenía un carácter absolutamente profético‑religioso. La erudición farisea, dentro de la interpretación casuística de la Torá, se ocupaba intensamente también del derecho privado sobre las cosas, un derecho que a nosotros nos parece profano. Jesús, en cambio, aparece “como el predicador y sujeto portador del Reino próximo de Dios” (Kümmel, Eigentum 272). Su irrupción se agolpa inmediatamente a la puerta; más aún, está ya presente de modo oculto en la actividad de Jesús. Por eso, para entender su actitud frente a los bienes terrenos es fundamental el reto del sermón de la montaña (Mt 6, 33):

“Buscad primero el Reino de Dios y la justicia de Dios y todo lo demás se os dará por añadidura”.

Por esta razón rechaza también ‑en contraposición con los maestros de la ley‑ el ruego de decidir en cuestiones hereditarias:

“Hombre, ¿quién me ha erigido en juez y repartidor entre vosotros?” (Lc 12, 13).

Por el contrario: la proximidad del Reino de Dios está exigiendo la libertad frente a los bienes, la renuncia a todas las preocupaciones, la confianza total en la bondad y solicitud del Padre celestial (Mt 6, 25‑34 = le 12, 22‑32). Servir a Dios y a “Mammon” se excluyen radicalmente:

“Ningún esclavo puede servir a dos señores... No podéis servir a Dios y a Mammon” (Lc 16, 13 = Mt 6, 24).

La palabra arameo‑fenicia para indicar posesión, propiedad (Mammon) se está usando aquí en sentido negativo. La comunidad primitiva, apoyada en el vocabulario judío de la época, podía hablar directamente del “Mammon injusto” (Lc 16, 11, véase también pp. 19 y 20). Clemente de Alejandría dedujo de este pasaje que la propiedad privada es por principio “adikía”, injusticia (quis dives 31 GCS 17 180) , El hecho de que la iglesia antiguo dejara esta palabra sin traducir se debe, quizá, a que se la consideraba casi como una especie de nombre de un ídolo. La posesión conserva aquí un carácter demoníaco porque ata al hombre y lo hace sordo a la llamada del Reino de Dios. La encarecida advertencia de Jesús contra el peligro de las riquezas está en consonancia con esta crítica radical. Hay que entenderla sobre el telón de fondo de su proclamación mesiánica de la proximidad de Dios. Jesús desarrolló esta proclamación conectándola con la predicación profética de ls 61, 1 ss.:

 “El espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí, pues Yavé me ha ungido, me ha enviado para predicar la buena nueva a los abatidos y sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad de los cautivos, y la liberación a los encarcelados. Para publicar el año de gracia de Yavé, y un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los tristes, y dar a los afligidos de Sin, en vez de ceniza, una corona”.

San Lucas pone en boca de Jesús estas palabras durante su primer sermón en Nazareth, su patria chica (4, 16 ss.), y vuelven a aparecer en la respuesta de Jesús al Bautista (le 7, 22 = Mt 11, 5): “A los pobres se les anuncia la Buena Noticia” y, sobre todo, en las Bienaventuranzas (Lc 6. 20 ss., cfr. Policarpo 2, 3):

“ Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”.

A la Bienaventuranza de los pobres corresponden los “ayes” contra los ricos y los saciados (6, 24):

“Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, Porque habéis recibido ya vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados, porque pasaréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis!”.

Con esta antítesis entre la Bienaventuranza de los pobres y la lamentación sobre los ricos está en consonancia la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19‑31). No es menos crítica la narración del rico insensato (Lc 12, 16‑21):

“¡Insensato! Esta misma noche vendrán por tu alma. ¿Para quién va a ser todo lo que has acumulado?”.

El fraude de la riqueza forma parte de las espinas que ahogan la semilla en germen de la palabra e impiden que dé fruto (Mc 4, 9). La sentencia del camello y el ojo dé la aguja suena más radical aún:

“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el Reino de Dios” (Me 10, 24 par.).

Sólo un milagro de Dios puede salvarlo porque “para Dios todas las cosas son posibles” (Mc 10, 27). Es significativo que desde muy pronto empezó a mitigarse la rudeza de esta sentencia en los manuscritos. Además formaba parte de este contexto la afirmación de que Jesús no tenía posesiones: “El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 7, 20 = Lc 9, 58). A los que llama a seguirle les pide romper con la familia (Lc 9, 59 ss.; 14, 26) y repartir los bienes (Me 1, 16 ss. par.; 10, 17 ss. 28 ss, par.). Cuando envía a sus discípulos les exige la pobreza más extrema (Lc 9, 3; 10, 4, véase Mc 6, 8 s.), y les promete que su renuncia a los bienes hallará la recompensa de Dios (Mc 10, 28 ss.). En la misma dirección va la polémica de Jesús contra todas las preocupaciones por el sustento de cada día (Mt 6, 25‑34), la exigencia de renuncia a la violencia y al derecho, es decir, la exigencia de generosidad sin condiciones:

“ Da a todo el que te pide; y a quien te quite lo tuyo no se lo exijas” (Lc 6, 30, cfr. Bern 19, 11; Did 1, 5).

Se comprende que más tarde San Jerónimo, padre de la Iglesia y asceta tan crítico respecto de la riqueza, diera lugar a esta objeción contra la exigencia de Jesús en Mt 19, 29: “Difficile est, durum est et contra naturam”. Responde él mismo a esta objeción con las palabras del Señor en Mt 19, 12: “El que pueda entender, que entienda” (epist. 120, 1.11 Migne PL 22, 985; mira v. Pöhlmann Geschichte II, 470).

3.2 Actitud libre de Jesús frente a la propiedad

Esta crítica radical de la propiedad y, en especial, de la riqueza no es más que una cara de la actividad y de la predicación de Jesús. Convendría no olvidar aquí que Jesús no procedía del proletariado de jornaleros e inquilinos sin tierras. Jesús era de la “clase media artesanal” de Galilea. Era, lo mismo que José, un trabajador del ramo de la construcción, es decir, albañil, carpintero, carrero y ebanista, todo a la vez (Me 6, 3). Según el mártir San Justino, Jesús personalmente “había hecho yugos y arados” (día¡. 88, 8). Dos de sus sobrinos nietos, un par de generaciones más tarde, en tiempos de Domiciano, debieron de administrar una pequeña finca (véase también pág. 78). los discípulos que Jesús llamó en su seguimiento venían, en cuanto podemos saberlo, de un ambiente social parecido. Zebedeo, el padre de Santiago y de Juan, junto con sus hijos daba ocupación también a algunos jornaleros (Mc 1, 20). Otro discípulo, Leví, fue llamado desde la mesa de cobrador de impuestos (Mc 2, 14 s.); el primer evangelista lo identifica con San Mateo (Mt 9, 9 s.; 10, 3). El comportamiento de Jesús, en oposición con el de Juan Bautista (Mt 11, 18; Mc 1, 6 s.), tampoco era el de un riguroso asceta:

Personalmente aceptaba como algo connatural en su ambiente próximo la existencia de la propiedad privada. Algunas adeptas distinguidas apoyaban a Jesús y a sus discípulos con sus bienes (Lc 8, 2 s.; véase 10, 38 s.). En Cafarnaúm visitó la casa de su discípulo Pedro y curó a su suegra (Me 1, 29 par.). Es posible que esta casa fuera para él una especie de refugio en su vida de predicador itinerante. Excavaciones realizadas hacen suponer que más tarde se convirtió en capilla sobre la que más tarde se erigió una iglesia bizantina. En la discusión con la casuística farisea acerca de las ofrendas Jesús exige, apelando al cuarto mandamiento, sustentar a los padres con los propios bienes (Mc 7, 9 s. par.) y ayudar así del mismo modo a los necesitados (Mc 12, 41 SS.; Mt 6, 2; 25, 40; Lc 10, 30‑37). Cuando lanza el reto a prestar el dinero sin esperanza de poderlo recuperar (Mt 5, 42 = Le 6, 30; 6, 34), está suponiendo la existencia de los bienes para poderlos prestar. Zaqueo, el jefe de publicanos, quiere dar a los pobres la mitad de sus bienes y devolver el cuádruplo a los estafados: no se exige aquí la entrega de todos los bienes (Lc 10, 8 s.). Jesús no puso nunca obstáculos a contactar con los ricos y distinguidos. Estos le invitaron a comer con ellos (Lc 7, 36 ss.; 11, 37; 14, 1.12; Mc 14, 3), especialmente los más despreciados de entre ellos, los cobradores de aduanas y de impuestos, colaboracionistas de los opresores extranjeros (Mc 2, 13‑17). Jesús no era ningún asceta. Disfrutaba en los banquetes (Jn 2, 1 ss.). Esto le granjeó el estribillo de los sectores piadosos:

“Ahí va el comedor y bebedor, el compinche de publicanos y pecadores” (Mt 11, 19 = Lc 7, 34).

El que gusta de fiestas y rechaza el ayuno porque no viene a cuento en las bodas mesiánicas (Mc 2, 18 ss.), no contempla las posesiones con los ojos críticos y fanáticos de un asceta riguroso.

Con sus discípulos celebraba banquetes y, para ello, como lo demuestra la última cena, no podían prescindir del apoyo de distinguidos propietarios de casas (Mc 14, 14 s.). Finalmente, en sus parábolas, llama la atención la frecuencia con que describe el ambiente social de Galilea, con sus terratenientes, colonos, administradores y esclavos, sin sacar a relucir ‑excepción hecha de las dos parábolas arriba mencionadas‑ una polémica específicamente social. También le sirven de comparación para presentar las exigencias de Dios la esclavitud infligida por deudas contraídas y la utilización de esclavos como contratistas y banqueros con ánimo de multiplicar la fortuna (Mt 25, 14 ss. = Lc 19, 12 ss., véase también pág. 87). En la parábola de los jornaleros de la viña, los que han trabajado todo el día se quejan de haber cobrado poco en proporción con los que llegaron más tarde y cobraron lo mismo. El patrono les responde con una definición de la propiedad que aun hoy día se considera clásica:

“¿No me está permitido hacer lo que quiero con lo que es mío?” (Mt 20, 15).

Es verdad que Jesús escogía con predilección situaciones inusitadas y drásticas en sus parábolas y, a veces, situaciones típicamente injustas. Pero no las utilizaba para esa “contestación social” tan en boga hoy día, sino para poner de manifiesto en términos positivos la voluntad de Dios de cara a su Reino inminente.

3.3 La proximidad del Reino de Dios y el amor del Padre

¿Cómo explicar esta contradicción? En modo alguno se la puede simplificar o atenuar precipitadamente alegando, por ejemplo, que Jesús legitimó la propiedad por ser un bien encomendado por Dios para exigir cabalmente su fiel administración o que Jesús luchó sólo contra el mal uso de la propiedad. Esta benigna interpretación de la propiedad entendida como un “feudo” encomendado por Dios ha desempeñado un papel importante incluso en la moderna discusión en torno al sentido cristiano de la propiedad y tiene una resonancia en la predicación de Jesús y de la Iglesia primitiva “Lc 16, 13, véase 16, 9 y 1 Cor 4, 7 s. en sentido traslaticio), pero no tiene allí una importancia central. Tampoco es una idea específicamente cristiana. La encontramos en el Antiguo Testamento y en el Judaísmo, más aún, incluso entre los griegos. Así, por ejemplo, en los bellos versos de Eurípides (Fenicias, 553 ss.):

“Pues, ¿qué significa rico? ¡Nada más que una palabra! Al que es prudente le basta con lo más imprescindible. Los bienes no son propiedad de los hombres, son tan sólo propiedad de los dioses que nosotros la administramos y nos la vuelven a quitar cuando gustan”.

Para entender la actitud de Jesús frente a la propiedad, debemos retornar a su predicación mesiánica sobre el Reino próximo de Dios. En contraposición con la de su precursor, Juan el Bautista, la predicación de Jesús ya no está bajo el signo del juicio, sino del amor de Dios que lo domina todo. Los hombres se pueden perdonar porque experimentan personalmente el perdón de sus culpas. Los hombres ya no tienen que preocuparse de su sustento diario porque tienen la certeza de que la bondad de Dios los sostiene, y alimenta. Por eso pueden rezar como los niños.‑ “El pan nuestro de cada día dánosle hoy (Le 11, 3 = Mt 6, 11). Ya no tienen que replegarse medrosos en torno a su propia seguridad, pueden aventurarse a la audacia de amar incluso a su enemigo y de renunciar a la sugestión de la violencia porque han topado con el amor ¡limitado del Padre celestial (Mt 5, 38‑48; véase Le 6, 27‑36). El que está pendiente de sus bienes y, además, olvida a su prójimo vive en esa seguridad medrosa y egoísta de sí mismo. Por causa del ídolo “Mammon” rechaza la invitación amorosa de Dios, el Padre bueno que está cerca de los pobres, despreciados, enfermos que se presentan con las manos vacías como el hijo pródigo. Jesús no quiso aportar nuevas teorías sobre el derecho a la propiedad, sobre su origen, ni siquiera sobre su mejor distribución. Fundamentalmente se sitúa ante ella con la misma escandalosa libertad e imparcialidad que ostenta ante los poderes estatales, la dominación extranjera romana y sus cómplices judíos.

Todas estas cosas han quedado de facto sin vigor en virtud de la proximidad del Reino de Dios en el que “muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros” (Mc 10, 31 = Mt 19, 30; 20, 16; Lc 13, 30). Es verdad que Jesús se lanza con extraordinaria severidad contra Mammon cuando éste aprisiona los corazones de los hombres, llegando así a adquirir un carácter diabólico y oscureciendo la visión clara de la voluntad de Dios, es decir, de la necesidad del prójimo. Mammon es adorado dondequiera que los hombres aspiran a la riqueza, quedan atados por ella, multiplican sin cesar sus posesiones y quieren dominar por su medio. No pocos gustan de suprimir esta crítica radical de la riqueza, lo mismo que la exigencia de renunciar a la violencia y de amar al enemigo, pero precisamente hoy, cuando se habla tanto de “utopía concreta”, cabría preguntar si no será más necesario que nunca para la Iglesia y para la humanidad entera este estímulo que brota del mensaje de Jesús.

Personalidades tan distintas como León Tolstoi, Albert Schweitzer, Mahatma Ghandi, Toyohito Kagawa y Martín Lutero King pueden ser ejemplo de ello.

El ejemplo del mismo Jesús y de sus más allegados discípulos llamados por él a seguirle demuestra que el mensaje de Jesús había sido llevado a la práctica. Les había exigido romper con la familia y renunciar a los propios bienes con el fin de que estuvieran ‑lo mismo que él- dispuestos a servir a la causa del Reino de Dios. Una denuncia de los jefes del pueblo judío desencadenó la condenación y ejecución de Jesús por parte de los romanos como presunto agitador mesiánico. Condenación y ejecución estuvieron también claramente condicionadas por la predicación “social” escandalosa, aunque Jesús no había pretendido, como los celotas, la “transformación violenta del sistema”: La fuerza que salía de él era más fuerte que cualquier violencia humana.

4.- EL “COMUNISMO DE AMOR” DE LA IGLESIA PRIMITIVA

Los comienzos de la Iglesia primitiva en Jerusalén después de las apariciones pascuales demuestran que siguió operante el mensaje de Jesús.

Ya he dicho (véase también pp. 17 y 18) que Lucas redactó la imagen de la Iglesia primitiva con un vocabulario filosófico‑popular de su época. Cuando, por ejemplo, aparecen en Hch 2, 44 y 4, 32 las fórmulas: “tenían todo en común”, “todo era común entre ellos” (pantá koiná), éstas evocan la formulación proverbial de Aristóteles (eth. Nicom. 1168b): “entre amigos todo es común” (koiná tá filón). También la expresión “un alma”, utilizada por San Lucas (Hch 4, 32), es citada en idéntico contexto por Aristóteles. Queda, no obstante, por esclarecer la pregunta tal como la plantea la exégesis crítica radical: Esa comunidad de bienes del Cristianismo primitivo ‑la que Troeltsch designa “comunismo de amor”‑ ¿es una simple creación idealizante del autor o posee un trasfondo histórico? La “crítica radical” puede apoyarse en que Lucas tiene expresiones aparentemente contradictorias. Primero habla de una comunidad total de bienes (Hch 2, 44; 4, 32); luego, cuenta casos particulares: Bernabé (Hch 4, 36) y el matrimonio Ananías y Safira vendieron campos y entregaron el producto a los apóstoles. Ahora bien, Ananías y Safira defraudaron la mitad del importe y fueron por ello súbitamente castigados (5, 1‑11). llama la atención que Ernst Bloch, filósofo ateo, da más fe a la comunidad de bienes de la Iglesia primitiva de Jerusalén que la denominada Crítica radical:

“Esta comunidad, construida sobre la base de un comunismo de amor, no quiere a ningún rico, pero tampoco quiere pobres en el sentido de carecer forzosamente de todo. “ Nadie decía de sus bienes que eran suyos, sino que todo era común a todos” (Hch 4, 32) y los bienes se rejuntaban a base de donaciones en la cantidad suficiente para el corto plazo que Jesús había concedido al viejo mundo. La sentencia acerca de los lirios del campo, de los pájaros del cielo no es una ingenuidad económica, sino una idea entusiasta. Porque cuando los pies de aquellos que han enterrado al mundo y sus preocupaciones están ahí a la puerta, resulta estúpida la preocupación económica por el mañana” (Das Prinzip Hoffnung fil, 1488).

Ernst Bloch contempla aquí la realidad histórica con más perspicacia que algún exégeta denominado crítico; en concreto en tres puntos:

1.   Bloch fundamenta la “comunidad de bienes” en la fuerte afirmación escatológica de la Iglesia primitiva. Esta vivía de la espera próxima desde las apariciones del Resucitado. Esta perspectiva retrocede en el relato lucano y, por eso, su descripción se entiende malamente.

2.   Bloch recalca la libertad de este “comunismo de amor”. No estaba organizado, no sometido a una presión exterior. Lo decisivo era la “koinonía” (comunidad de vida) y no la organización.

En oposición con ella, la comunidad de bienes de los Esenios está rigurosamente organizada y fijada con leyes. Tuvo su origen antes y durante la sublevación de los Macabeos (1 Op Hab 8, 10 ss.). El motivo fundacional fue la protesta contra el afán desmedido de lucro de la aristocracia judía. Este movimiento se nutrió de motivos escatológicos‑utópicos. Pero pronto se convirtió en una rígida organización jurídica. Era, en cierta medida, la piedad judía para con los pobres convertida en ley. Según la regla de Qumran, todo novicio que entraba en la comunidad tenía que poner a disposición del presidente toda su fortuna, y cuando un año más tarde, era admitido en la comunidad, entregaba esa fortuna a la comunidad (1 OS 1, 11 ss.; Jos. Bell 2, 122). Todas las necesidades de los miembros de la comunidad tenían que quedar cubiertas con dicha fortuna unida al trabajo del campo y los oficios manuales. Parece ser que la comunidad hizo acopio de cuantiosos bienes. Por eso, cuando Flavio Josefo llama a los esenios “despreciadores de la riqueza”, se refiere exclusivamente a la propiedad privada del individuo. la propiedad comunitaria estaba llamada a hacer imposible la “pobreza degradante” y la “riqueza exagerada”. Las normas eran estrictas: El que falseaba los datos de sus propiedades era excluido de la comunidad durante un año, y su ración de comida recortada en un cuarto. Este tipo de “comunidad de bienes” organizada y, a la vez, represiva, no lo tenía la Iglesia primitiva”.

3. Bloch hace referencia atinadamente a la predicación de Jesús con su crítica contra el “injusto Mammon” y contra las preocupaciones. El mensaje y la actitud de Jesús estaban todavía en el recuerdo inmediato y tenían que seguir influyendo. La Iglesia primitiva de Jerusalén era una continuación de la actitud libre de Jesús frente a los bienes de este mundo. Las barreras de la propiedad que durante milenios habían separado a los hombres como ninguna otra potencia habían caído ante la presencia de la proximidad del Hijo del Hombre que se identificaba con Jesús: lo que poseía cada uno lo ponía a disposición de la Comunidad con absoluta libertad en la medida que se necesitaba. La presunta contradicción entre estas dos frases “nadie llamaba suyo a lo que poseía” y “todo propietario vendía sus campos y casas y lo ponía a disposición de la comunidad” es sólo aparente. La mención del levita Bernabé de Chipre no es un caso excepcional. Se conservó en la memoria de la iglesia de Antioquía donde Bernabé era conocido. Se hacía referencia orgullosamente a él por ser una autoridad que había tomado parte personalmente en aquel “comunismo de amor” de la Iglesia de Jerusalén. Probablemente es una alusión a la fuente antioquena utilizada por Lucas. Se .estaba formando una comunidad carismático‑entusiasta; asistían a la liturgia diaria; comían juntos (Hch 2, 42); echaba marcha atrás la preocupación por la propiedad y el futuro; vivían al día; el Señor estaba cerca y había ordenado no preocuparse. la única preocupación era la predicación misionera entre los paisanos judíos, entre los que se incluían también los judíos de la Diáspora de habla griega, residentes en Jerusalén. El sustento diario de la comunidad se costeaba mediante la venta de posesiones de los propietarios; así se eliminaban prácticamente las diferencias sociales; ya no había pobres en la comunidad (4, 34). Otros ponían su casa a disposición de la comunidad para reuniones. Así, por ejemplo, María, la madre de Juan Marcos (Heb 12, 12). Es difícil que se preocuparan por problemas jurídicos anejos a la propiedad (catastros, registros de la propiedad). la organización se había reducido al mínimo. Esperando la vuelta del Señor desaparecía la preocupación por las cosas de este mundo. Cuando la comunidad creció, surgieron problemas en la distribución. Hch 6, 1 ss. cuenta que las viudas de los Helenistas eran preteridas en el reparto, diario y llegaron a discusiones. Mientras se vivía de la espera próxima y del entusiasmo del Espíritu no se interesaban por una producción económica organizada en común, como entre los esenios de Qumran. La presión del medio ambiente judío y el hambre bajo Claudio (años 40) (véase Hch 11, 28) hicieron que la comunidad cayera en grandes dificultades económicas. Antioquía y otras iglesias del helenismo tuvieron que acudir en su ayuda. Es fácil que la colecta de Pablo y Bernabé (ea. 48) tuviera relación con esa situación. Cuando Pablo les llama dos veces “los Pobres” (Gal 2, 10 y Rom 15, 26) se trato, es verdad, de un título religioso, pero también apunta a una situación de pobreza real de la Comunidad. Más tarde los judío‑cristianos separados de la Iglesia‑Madre asumieron en Palestina y Siria la designación “Ebionitas”, es decir, “pobres”.

5

PABLO Y LAS IGLESIAS ÉTNICO‑CRISTIANAS DE LA MISIÓN.

5.1 La nueva situación

En las iglesias paulinas de la misión y en el desarrollo posterior del Cristianismo primitivo ya no nos topamos con esta forma escatológico‑entusiasta de “comunidad de bienes”, tal como la hemos recibido a través de las noticias de Hechos de los Apóstoles, referentes a la Iglesia primitiva de Jerusalén. Esta situación coincide, ante todo, con el hecho de que la tensión de la espera próxima inmediata fue relajándose en aras de una tarea misionera de alcance universal y, luego, con la realidad de que la forma de “comunismo de amor”, ejercitada en Jerusalén, resultó a la larga sencillamente impracticable. Una “comunidad de bienes” no podía sustentarse por libre, sin aquella organización fija y producción colectiva que encontramos, por ejemplo, en Qumran. Para ello era imprescindible una cierta coacción exterior y, cabalmente, ésta no quisieron ejercitarla. lo típico del Cristianismo primitivo no es una idea de disciplina legal, sino la sociedad libre, carismática. Las iglesias paulinas tampoco poseían una organización clara con una dirección rígida de la comunidad. Algo de esto empieza a surgir en el siglo II d.C. El problema del sustento diario de la propiedad siguió influyendo en la zona paulina de la misión, unido, en parte, a la espera próxima de la Parusía. Lo demuestra la exhortación del Apóstol a los fieles de la iglesia de Tesalónica. Pablo les exhorta a ganarse el sustento con el trabajo de sus manos, con el fin de no escandalizar a los de fuera y no tener que pasar necesidad (1Tes 4, 12; véase 5, 14). Probablemente algunos se habían cruzado de brazos dejándose cuidar por los demás. La 2.a carta a los Tesalonicenses agudiza esta exhortación (3, 7 ss.) y culmina en el aforismo asumido por la concepción ruso‑soviética: “el que no quiere trabajar, que no coma” (3, 10).

Al menos en las cartas auténticas de Pablo queda en conjunto marginado el problema de la riqueza y la pobreza, de la posesión y la entrega de los bienes. El concepto de “rico” (plousios) aparece sólo una vez en el Apóstol y, por cierto, aplicado al Cristo preexistente, o sea, en ningún contexto social (2 Cor 8, g). La palabra “pobre” la refiere una vez a sí mismo en un pasaje (2 Cor 6. 10). La antinomia de su propia existencia la expresa así:

“Como un pobre que hace ricos a muchos, como quienes nada poseen y todo lo tienen”.

Pablo personalmente no tenía bienes de fortuna. Se ganaba su sustento durante sus viajes misioneros con un trabajo duro. Era fabricante de tiendas (Hch 18, 3); no pedía a las iglesias que cuidaran de él (1 Cor g), si bien aceptaba agradecido ser aliviado con ayudas voluntarias (Fil 2, 25; 4,15 ss.). Acostumbrado a pasar extrema indigencia, se veía contento cuando alguna vez era medianamente atendido (Fil 4, 11 ss.).

5.2 Estructura social de las iglesias étnico‑cristianas

Las Iglesias fundadas por San Pablo tampoco eran ricas. A los cristianos de Corinto les escribía:

“Mirad, pues, vuestra vocación, hermanos, porque no hay muchos poderosos, ni muchos sabios según la carne, ni muchos nobles” (1 Cor 1, 26).

Es cierto que estas palabras tan traídas y llevadas pueden malinterpretarse. San Pablo no dice: “absolutamente ninguno”, sino “no muchos”. De este giro no se puede deducir que las iglesias paulinas de la misión estaban compuestas exclusivamente de proletarios y esclavos. Tampoco es lícito hacer de San Pablo un abogado de la espiritualidad judía de la pobreza. Básicamente puede decirse de las fundaciones misioneras del Apóstol de las gentes lo que, dos generaciones más tarde, escribirá Plinio el Joven, prefecto de Bitinia, al emperador Trajano: “muchos... de todos los estamentos sociales se sienten y se sentirán llamados al peligro” (por la nueva “superstición”) (“multi... omnis ordinis... vocantur in periculum et vocabuntur).

Esto indica que había miembros de las iglesias cristianas en todas las capas de la sociedad, desde esclavos y libertos hasta aristócratas locales, decuriones, más aún, hasta senadores nobles a veces. Todavía está sin esclarecerse (véase P. Kereszetes, VigChrist 27, 1973, 7 ss.) la vieja discusión acerca de si el sobrino del emperador Domiciano, Flavio Clemente, y su mujer Domitila fueron ejecutados o exiliados por orden del emperador a causa de sus tendencias judaizantes (así Dión Casslo 67, 14, 1 s.) o si, más bien, sufrió dicha pena la sobrina, del mismo nombre, de Flavio Clemente por haberse convertido al Cristianismo (así Eus., Hist. ecci. 3, 18.4). Esta discusión demuestra, cuando menos, que debe contarse con la posibilidad de que la nueva fe, en algunos casos aislados, se encaramaba de pronto hasta las más altas cimas de la sociedad. En la segunda mitad del siglo 11 se multiplican sobre manera los testimonios en este sentido (véase también p. 79 y ss.). La mayor parte de los antiguos cristianos debieron de pertenecer a la pequeña burguesía clásica. De esta clase social se reclutaron también los “temerosos de Dios” de la misión judía (cfr. Hch 13, 43.50; 16, 14; 17, 4.17; 18, 7). Puede ser que se ganaran ahí también miembros de las capas sociales más altas, sobre todo mujeres. Hay que tener en cuenta, además, que la misión paulina era una típica misión interurbana que apenas llegaba a la población del campo. Las capas sociales de las antiguas ciudades tenían también entonces una posición social más alta que los colonos incultos y explotados, y que los campesinos medio esclavizados de los pueblos. Para Plinio una señal de la peligrosa agresividad de la nueva secta era que “la epidemia de esta superstición se extendía no sólo por las ciudades, sino también por los pueblos y el campo” (ep. 10, 96, 9). Pero hasta bien entrado el siglo 111 esto era la excepción. Siguiendo las huellas de Pablo, la fe cristiana ‑como todas las religiones misioneras de la antigüedad‑ fue al principio, prevalentemente, una religión de ciudades. Es verdad que al relato apasionado de Plinio se le podría oponer el juicio de Aenius Aristides, escrito una generación más tarde. Comparando a los cristianos con los cínicos recalca (A. Aristides) “que ni adoran a los dioses ni se sientan en el consejo de las ciudades” (or. 46 li, 404 Dindorf); pero esto dice escuetamente que ‑hasta entrado el siglo 111‑ no podían asumir este tipo de tareas a causa de los compromisos religiosos anejos a los cargos municipales. Si nos fijamos bien, los Hechos de los Apóstoles de San Lucas (véase también pág. 79) aluden a cristianos aislados procedentes de la capa social superior. Formaban parte de ella, por ejemplo, en Corinto: Erastos, el tesorero municipal (Rom 16, 23), Crispo, el jefe de la sinagoga (Hch 18, 8), Estéfanas con su familia (1 Cor 1, 16; 16, 15.17), Prisca y Aquila, propietarios de un taller industrial con filiales que no sólo dieron trabajo a Pablo, sino que además se lo abonaron (Hch 18, 2.18.26; Rom 16, 3); en Colosas: Filemón, quien tenía un esclavo llamado Onésimo y dirigía una “iglesia familiar”; y en Laodicea: Nimfas (Fim 2; Col 4, 15). Se podría prolongar esta lista y en ella no debería omitirse la importancia de distinguidas señoras. Por regla general, a una con el “padre de familia”, se bautizaba toda la “casa” dependiente de él, incluidos los esclavos. Estos nombres se mencionan porque esta clase de cristianos distinguidos constituían con sus “casas” puntos de apoyo para la misión; aunque, a decir verdad, también porque, en conjunto, constituían unas excepciones relativamente raras.

No tenemos ninguna razón para no creer a Pablo cuando nos dice que las iglesias eran prevalentemente pobres. Así, por ejemplo, habla de la “extrema pobreza de las iglesias de Macedonia” (2 Cor 8, 2). Pero no les impidió dedicarse con gran entrega a la colecta destinada a la Iglesia madre de Jerusalén. Sin embargo, los abusos cometidos en la cena del Señor en Corinto (1 Cor 11, 20 ss.) demuestran que, al menos al principio, puede ser que persistieran crasas diferencias entre los relativamente bien acomodados y los pobres. Algunos miembros de la comunidad confundían abiertamente la cena del Señor con un festín dionisíaco y se comportaban en consonancia. Otros, entre tanto, “pasaban hambre”. Los cristianos helenistas recién ganados de la gentilidad que venían de aquella metrópoli y ciudad portuaria griega tenían que aprender ante todo la responsabilidad social para con sus hermanos más pobres. Las religiones helenísticas, fuertemente orientadas hacia la separación de clases sociales, desconocían esa responsabilidad. El abogado Apuleyo, precisamente en Corinto, tuvo que pagar cara la consagración de lsis y, más tarde, en Roma se metió también en algunos gastos con las consagraciones suplementarias de Osiris. Esto le llevó al borde de la ruina económica (Apul. met. 11, 22, 2; 23, 1; 24, 6; 28, 1 ss.). Este tipo de prácticas era una razón y no pequeña por la que se hacía sospechosa la expansión misionera de una nueva religión. Contra Pablo también se formularon las correspondientes sospechas (2 Cor 2, 17; 4, 2; 11, 13). Esa era una de las razones por las que el Apóstol, al revés que los misioneros de Jerusalén, renunció a ser mantenido por la comunidad eclesial y se alimentaba con su propio trabajo manual (1 Cor 9, 6.13 ss.; véase también p. 48). Es verdad que en sus exhortaciones éticas no exigía la total supresión de las diferencias en cuestión de propiedades, sino más bien el amor fraterno activo y eficiente (2 Cor 8, 13 ss.), es decir, que “los bienes superfluos” de los unos ayudaran a eliminar la “penuria” de los hermanos ‑por ejemplo, en Jerusalén‑ para establecer la equidad (isotés). En consecuencia, en las secciones parenéticas de sus epístolas y, también, en otros pasajes, aparece la invitación, ya tradicional en el Judaísmo, a la generosidad y a la hospitalidad “Rom 12, 13) “porque quien siembra mezquinamente, cosechará mezquindades” y “el que da con alegría le cae bien a Dios” (2 Cor 9, 6 s.). Los dones del amor no sólo eliminan la necesidad de los hermanos, inducen además a quienes los reciben a alabar agradecidos a Dios (2 Cor 9, 12). Por el contrario, en la lista de vicios pone San Pablo en guardia contra la codicia y la avaricia (Rom 1, 29; 1 Cor 5, 10 s.; 6, 10; 2 Cor 9, 5 s.). La carta tardía a los Colosenses identifica sin ambages este vicio con la idolatría (3, S).

5.3 La relativización escatológica de la propiedad

Pablo, lo mismo que Jesús y la Iglesia primitiva de Jerusalén, defiende por medio de la proximidad de la Parusía la relativización de la propiedad, característica del final de los tiempos: “El plazo es breve” (1 Cor 7, 29). Aun cuando intercala en este breve plazo entre el presente y la Parusía la tarea de la misión que abarca a todo el mundo de, entonces hasta España, el final sigue estando cerca:

“La noche va muy avanzada y el día se acerca, Desvistámonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz” (Rom 13, 12).

Su invitación a obedecer a los poderes estatales, que culmina en la exhortación a estar dispuestos a pagar los impuestos (13, 7), hay que verla también con esa reserva escatológica. Por supuesto, todos los creyentes han sido liberados por Cristo y reconciliados con Dios y con sus prójimos. Ya no valen las barreras de nación, raza, clase social y ‑podríamos añadir‑ de la propiedad: en la Iglesia recupera el creyente la categoría perdida de imagen de Dios. Por eso aquí:

“ya no hay judío ni griego, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro, escita (presunto aborigen de la antigüedad, véase también pág. 14), esclavo, libre, sino Cristo todo en todos” (Col 3, 11; véase también Gal 3, 28).

Resulta casi imposible censurar la fuerza revolucionaria de estas frases en la antigüedad clásica, fuerza capaz de instaurar una nueva sociedad. Se habían superado barreras que hasta entonces se habían considerado infranqueables en la sociedad antigua. Pero cabalmente por esa razón, porque ya son libres de verdad, no deben los esclavos apresurarse por lograr su manumisión, tampoco deben convertirse los paganos al Judaísmo ni viceversa. Con ello no harían sino reconocer los viejos poderes de este mundo, los cuales están depotenciados porque su fin está ya a la puerta. San Pablo exhorta: “¡No os hagáis esclavos de los hombres! Que cada uno, hermanos, siga ante Dios en el estado en el que fue llamado” (1. Cor 7, 23 s.).. Este principio está en vigor en la cuestión de la propiedad:

“Sólo queda que... los que compran como si no poseyeran, y los que disfrutan del mundo como si no disfrutaran porque la apariencia de este mundo se pasa” (1 Cor 7, 29 ss.).

Aquí acontece una transmutación de los valores que hasta entonces se habían considerado evidentes. Se logra la libertad en virtud de una “distancia” provocada por la fe, motivada ésta por la proximidad del Señor y del fin del mundo. La realidad que prevalece aquí y ahora no es el sentido último propiamente dicho, ni el poder que marca el destino del hombre. Aquí tenemos, en cierto modo, la enseñanza paulina correspondiente al mandato de Jesús: “No os preocupéis ... “ (véase 1 Cor 7, 32 ss. y Mt 6, 25 ss. = Lc 12, 22 s.). Después de la promesa “el Señor está cerca”, San Pablo pone a continuación, como un sobreentendido, la exhortación: “Nov os preocupéis” (Fil 4, 5 s.).

Esta libertad adquirida en virtud de la “distancia” de la fe seguía conservándose incluso cuando se debilitó la espera próxima de la Parusía y empezó a contarse con una ‑relativa‑ prolongación de la historia. Dicha libertad dio a la pequeña “secta” de los cristianos la fuerza para soportar y resistir la difamación, opresión y persecución de la autoridad estatal romana durante los tres primeros siglos y, también, para conquistar el imperio romano sin violencia exterior, únicamente con la fuerza interior de la palabra y la realidad del amor.

Pablo pudo fundamentar esta distancia desde la presencia de la salvación: “porque nuestro derecho de ciudadanía está en los Cielos” (Fil 3, 20)... si bien no se manifestará hasta la Parusía: “desde la que estamos esperando a Nuestro Señor Jesucristo como Salvador ... “. Igualmente en Col 3, 4: “Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vida nuestra, también vosotros os manifestaréis con él en gloria”. Esto significaba, en concreto, que el problema que tanto nos afecta a nosotros acerca de “cómo habrá de configurarse mejor en el futuro nuestro amenazado mundo”, formulado de esta manera, no tenía consistencia para los primeros cristianos. Estos no pueden proporcionarnos un programa ético‑social útil para resolver el problema de la propiedad, tan acuciante hoy día a causa, especialmente, de la industrialización. Prescindamos de que nuestra sociedad industrial izada, por la técnica a nivel mundial sólo con muchas restricciones es comparable con la estructura prevalentemente feudal de la antigüedad clásica tardía. Lo cierto es que los primeros cristianos eran una minoría insignificante y, para colmo, políticamente sospechosa. Su comportamiento ético no podía aspirar a la reforma social de aquel imperio romano. En medio de un ambiente recalcitrante y aun hostil, lo más que podía pretender era plasmar una ética eclesial animada por el verdadero amor y humanidad... pero, al mismo tiempo, totalmente provisional (1Cor 13, 10). En el mejor de los casos esperaba del poder político una tolerancia que, por cierto, no le fue otorgada hasta el año 311 d. C. Por lo regular se creía que el poder caería en manos del Anticristo. Este se alzaría en un último intento contra la Iglesia. La Parusía de Cristo le pondría fin.

6

INTENTOS DE SOLUCIÓN DEL PROBLEMA

DE LA PROPIEDAD EN LA ÉTICA ECLESIAL DEL CRISTIANISMO ANTIGUO

Este subtítulo significa que la ética de la Iglesia antigua fue exclusivamente una ética eclesial, vinculante para la comunidad de los creyentes. Esto puede decirse también respecto del problema de la propiedad. Este problema ‑de modo análogo al de la esclavitud‑ se presentó resuelto en gran parte en el seno de la comunidad cristiana. Es dad que Pablo remite a Onésimo, el esclavo fugado, a Filemón, su señor cristiano. Pero pide a éste que acoja al prófugo como a un hermano en igualdad de derechos. La Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles (comienzos del siglo 11) ordena lisa y llanamente:

“No rechaces a ningún necesitado. Usa, más bien, todo en común con tu hermano y no digas de nada que es tuyo” (Did 4, 8).

Esta actitud creó una nueva estructura dentro de las iglesias cristianas que era inaudita en la antigüedad. Los caminantes encontraban una acogida hospitalaria (Heb 13, 2; 1 Clem 10‑12). Los hábiles para trabajar tenían un derecho al trabajo; a los que no lo eran, se les mantenía decorosamente. Arístides, el “filósofo” cristiano, que dirigió al emperador Adriano la primera apología que conservamos (ca. 125 d. C.), resume en pocas y conmovedoras palabras este nuevo comportamiento social de los cristianos:

“Proceden con toda humildad y amabilidad. Entre ellos no se da la mentira. Se aman mutuamente. No desprecian a las viudas. Liberan a los huérfanos de quienes los maltratan. Cuando ven a un forastero, lo llevan a su casa y se alegran con él como con un verdadero hermano. Porque no se llaman hermanos según la carne, sino en el Espíritu y en Dios. Cuando uno de sus hermanos se despide de este mundo, se encargan, dentro de sus posibilidades, de enterrarle. En cuanto oyen que uno de ellos está preso o en apuros por causa del nombre de su Cristo, todos se preocupan de darle lo necesario y, si pueden, de liberarlo. Y si hay entre, ellos algún pobre o necesitado, y ellos no tienen ninguna necesidad superflua, ayunan dos o tres días para cubrir la necesidad de alimento del necesitado” (15, 7 s.).

Las Pseudoclementinas, esa especie de novela citada antes (pág. 9) (ep. Clem. 8, 6 GCS 42, 12), formula algo así como un programa social para la Iglesia:

“Dad a los necesitados la ocasión de adquirir el sustento vital necesario, a los trabajadores expertos dadles trabajo, a los inhábiles para el trabajo, una pensión caritativa”.

Para San Cipriano, obispo y mártir en Cartago (+ 258 d. C.) era una cosa natural que la Iglesia sustentara a sus expensas en caso de necesidad a un actor de teatro quien, al hacerse cristiano, había abandonado su trabajo y tenía prohibido ganarse su sustento como maestro de arte dramático, oficio tan vinculado siempre con la mitología pagana. Pero con una acotación significativa:

 “tiene que contentarse, por supuesto, con una comida modesta y sencilla. No se imagine que se le va a pagar todavía una prima por haber dejado sus pecados pues esto le beneficia a él más que a nosotros. Por grande que fuera la ganancia que lograra con su trabajo, ¿qué ganancia es esa que arranca a los hombres de la mesa de Abraham, lsaac y Jacob y los ceba en el mundo para su condenación y perdición ... ?”. En caso de que la iglesia a la que escribe fuera demasiado pobre “entonces, puede dirigirse a nosotros (en Cartago) y recibir aquí lo que necesita para alimentarse y vestirse” (ep. 2, 2).

La iglesia de Roma, hacia el año 200 d. C., mantenía habitualmente 1.500 desamparados. En contraste con este dato contaba sólo con 100 clérigos (Eus., hist, ecci. 6, 43, 11). Unos 80 años antes, Dionisio, el obispo de Corinto, confirmaba ya que esta generosidad de la iglesia de Roma no se limitaba a sus propios pobres; desbordaba ampliamente los límites de Roma:

“Desde el principio teníais la costumbre de ayudar a todos los hermanos de muchas maneras y de enviar pensiones a muchas iglesias en todas las ciudades. Por medio de estas donaciones que habéis enviado desde tiempo inmemorial, habéis aliviado la pobreza de los necesitados y ayudado a los hermanos que viven en las minas (como trabajadores forzados del Estado)” (Eus., hist. ecci. 4, 23, 10).

Probablemente alude a esta costumbre romana San Ignacio de Antioquía (ca. 116 d, C.) cuando llama a la iglesia romana “presidente en el amor” (Rom. proem.). Este tradicional altruismo tan variado y eficaz de los cristianos romanos de los siglos 11 y 111 no podría explicarse simplemente Por motivos políticos de autoridad eclesiástica. Ahí late la auténtica solidaridad de la fe cristiana. A este altruismo respondía la sencillez de espíritu de los clérigos. Orígenes, citando 1 Cor 9, 14, podía recalcar el derecho de los clérigos al sustento, pero añadiendo, al mismo tiempo, que no podían exigir más de lo estrictamente necesario, es decir, no más de lo que recibían los pobres para que a éstos no les fuera sustraído nada (Harnack, Mission 1, 182 s.).

En casos catastrofales el altruismo no tenía límites. Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y secuestraron a muchos cristianos el año 253 d. C., San Cipriano sólo en Cartago ‑una iglesia no demasiado numerosa en la que San Cipriano podía afirmar que conocía todavía a todos sus miembros‑ recaudó espontáneamente 100.000 sextercios para los afectados (ep. 62). Resultados parecidos en generosidad ‑Incluso para los paganos‑ se nos cuentan también en casos de epidemias de peste en Cartago, Alejandría y otros lugares (Harnack, Mission 1, 195). Esta solicitud altruista y magnánima se hizo más eficiente cuando el imperio romano, en la segunda mitad del siglo li, cayó en una especie de crisis cada vez más grave y que alcanzó su punto culminante a mitades del siglo III. Todavía en el siglo IV, Juliano el Apóstata (361‑363), emperador hostil al Cristianismo, recuerda a Arsaquio, sumo sacerdote pagano de Galicia, “que los ateos galifeos, además de los suyos, alimentan también a nuestros pobres”, mientras los cultos paganos cuya renovación tanto incumbe a los gobernantes, fallan por completo en la asistencia a los pobres (ep. 84; p. 430 d. Bidez). Así eliminaban las iglesias cristianas antiguas la falta total de recursos dentro de la propia comunidad y hacían, al mismo tiempo, sobre los de fuera una labor de captación ya que este tipo de asistencia indiscriminada era extraña al mundo pagano.

Ahora bien, la verdadera comunidad de bienes ya no desempeñaba ninguna función decisiva en las iglesias. Como ya hemos dicho, resultaba imposible sin una organización coercitiva. Sólo algunos foráneos ensalzaban la exigencia radical de comunidad de bienes. Así, por ejemplo, el gnóstico Epífanes, hijo de Carpócrates, el fundador de la secta, apelando a la vez a la doctrina filosófica de derecho natural y a la libertad paulina, exigía una total equidad de posesiones, pues:

“la justicia de Dios es una especie de consorcio basado en la equidad... Ya que no hace diferencia entre ricos y pobres”. En cambio las leyes humanas particulares contradicen al mandato divino: “como las leyes no podían castigar la ignorancia humana, enseñaron a transgredir la ley (de Dios)”; una tesis que el autor la fundamenta en Rom 7, 7 (Ciem. Alex., strom. 111, 6, l).

Fiel a la utopía clásica defendía también el uso comunitario de las mujeres: la propiedad vino a ser un robo, el consorcio matrimonial exclusivo, un adulterio. Pero este paulinismo gnóstico propio de un intelectual alejandrino, muerto presumiblemente a sus 17 años, quedó totalmente estéril. Resultó interesante solamente para los Padres antignósticos. Sobre fundamentos totalmente distintos resurge entonces la comunidad de bienes en el monaquismo cenobítico de Egipto, durante la primera mitad del siglo I. Aquí recobra nueva vida la crítica radical contra el “Mammon injusto” de los Evangelios. Sigue siendo cuestionable si, junto a los Evangelios, tuvieron importancia otros influjos, como el recuerdo de la secta judía de los Terapeutas, un equivalente egipcio de los esenios de Palestina. La nota característica de estos cenobios es que no fueron posibles más que cuando los individuos se sometían con perfecta obediencia al Abad o al convento.

Aun cuando las iglesias cristianas trataron así de resolver en la propia jurisdicción el “problema social” de una manera excepcional y única para la antigüedad, quedó sin respuesta la pregunta en torno a la justicia o injusticia de la propiedad que excede lo estrictamente necesario, es decir, el problema acerca de la posibilidad de conciliar la riqueza con la existencia cristiana.

La respuesta no iba en una, sino en diversas direcciones. Nos ceñiremos seguidamente a tres aspectos: La crítica radical de la propiedad, el motivo ascético‑filosófico de la autarquía y el compromiso de la compensación efectiva.

7

LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN EL CRISTIANISMO APOCALÍPTICO Y EN SU TRADICIÓN

7.1 El influjo de la polémica estrictamente apocalíptica

Ante todo, aquellas iglesias que mantuvieron la tradición del judeo‑cristianismo palestino de carácter apocalíptico condenaron la riqueza de una forma un tanto severa. Así, la carta de Santiago denuncia enérgicamente el hecho de que el rico distinguido reciba en la asamblea de la Iglesia un puesto de preferencia por delante del pobre, pues:

“ ¿No escogió Dios a los pobres del mundo para hacerles ricos en la fe y en la herencia del Reino ... ? ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los que ultrajan al excelso Nombre que ha sido invocado sobre vosotros?” (Sant 2, 5‑7).

En consonancia con esto lanza el autor una lamentación contra los ricos que evoca la polémica de los profetas y apocalípticos judíos:

Y vosotros, los ricos, llorad a gritos por las calamidades que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos apolillados; vuestro oro y vuestra plata están comidos por la herrumbre; y su herrumbre servirá de testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego...

Mirad, el salario que habéis escatimado a los obreros que segaron vuestros campos clama contra vosotros, y los gritos de los segadores han llegado hasta los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido regaladamente en la tierra, os habéis entregado a los placeres; habéis cebado vuestros corazones... ¡en el día de la matanza! Habéis condenado y habéis matado al justo, sin que él os opusiera resistencia” (Sant 5, 1‑6).

Estos versículos expresan de la misma manera la represión y la sublevación del pueblo sencillo del campesinado palestino. Esto demuestra que el Cristianismo primitivo era también entre otras cosas, un movimiento crítico social... si bien ¿o acudió a la autodefensa revolucionaria, sino que emplazaba a los opresores al juicio de Dios.

Encontramos también tonos parecidos en el Apocalipsis de Juan. El vidente desterrado a Patmos “por causa del testimonio sobre Jesús” (1, 9) contempla la última escalada de irreligiosidad del imperio romano en el dominio del Anticristo, el cual persigue implacablemente a la Iglesia hasta el boicot económico (13, 16 s.). Con ardiente colorido describe la caída de la prostituta Babilonia, que asienta su trono sobre las siete colinas, o sea, Roma, la capital del mundo. Su caída significa, al mismo tiempo, el final de un Reino inconcebible. En ella se puede percibir claramente el desprecio por el “consumo ostentoso”:

“y los comerciantes de la tierra llorarán y harán duelo sobre ella, porque ya nadie compra su mercancía, su mercancía de oro , plata, piedras preciosas, perlas, lino, púrpura, seda escarlata, toda clase de maderas olorosas, toda clase de objetos de marfil, de madera preciosa, de bronce, de hierro y de mármol; canela, aromas, perfumes, mirra, incienso, vino, aceite, harina, trigo, bestias de carga, ovejas, caballos, carros, esclavos... (Apoc 18, 10 ss.).

“Los comerciantes de estas cosas, los que se enriquecieron con ella, se detendrán a lo lejos, por miedo a tu tormento: llorarán y se lamentarán diciendo: ¡ay, ay de la gran ciudad, la que vestía de lino... ! ¡En una hora ha quedado arruinada tanta riqueza!” (Apoc 18, 15‑17).

El juicio de Dios trae la aniquilación de la civilización glotona de esta metrópoli dominadora del mundo:

“ Porque tus comerciantes eran los magnates de la tierra. Porque con tu embrujo se extraviaron todas las naciones. Y en ella se halló sangre de profetas y de santos y de todos los sacrificados sobre la tierra” (Apoc 18, 23 s.).

La enconada repulsa de la riqueza y del lujo se une en estos textos a la inflexible postura frontal contra el poder del mundo empeñado, por medio de la persecución cruenta, en forzar a los cristianos a reconocer su ideología pseudo religiosa de dominio: “Se pronunciará pena de muerte contra el mundo del capitalismo romano y contra su Estado” (v. Pohimann, Geschichte 1', 492). No se puede pasar por alto el tono agresivo que late en estos textos, la alegría ante la esperada aniquilación del enemigo. En este punto estaba íntimamente unida todavía la esperanza popular del Cristianismo antiguo con las expectativas de la Apocalíptica judía. Esta esperaba la caída de la “ soberanía irreligiosa” hasta en las oraciones oficiales judías. Las descripciones apocalípticas de los infiernos se deleitaban también en el tormento de los ricos inmisericordes e impíos (Apoc. Petr. 30; Act. Thom. 56; 2 Sib 252 ss.; véase Le 16, 23 ss.). La c contrarréplica “ de la propia esperanza presentaba rasgos plenamente realistas y paradisíacos. En la Sibila judío cristiana, por ejemplo, se juntaban motivos apocalípticos con el sueño de la edad de oro (véase también p. 13 y ss.):

“Brotan fuentes de vino y de leche y fluida miel. La tierra es igual para todos, y no dividida en compartimentos con muros y barreras; entonces produce frutos en mayor abundancia aún, y sólo por sí misma. La vida es común en un reino sin amos. Pues allí ya no habrá mendigos, ni siervos, ni amos. Tampoco habrá ningún poderoso y grande, ni ningún pequeño. No habrá allí ni reyes ni jefes. Todos viven en común” (Sib 2, 318‑324).

Soñar con “Iiberarse de los amos” tampoco es un invento humano.

7.2 La crítica radical de la riqueza en la Iglesia

También en el seno de la iglesia siguió siendo una piedra de escándalo la propiedad en cantidad superior al término medio. En el Apocalipsis de Hermas (vis. 111, 6, 5‑7). compuesto durante la primera mitad del siglo 11 en Roma, el autor compara a los ricos de la Iglesia con cantos rodados, que no valen para la edificación de la Iglesia:

“Cuando llega la contrariedad, niegan a su Señor por causa de su riqueza y de sus negocios”. A la pregunta de Hermas: “Pues, ¿cuándo serán útiles para, la construcción?”, responde: “Cuando su riqueza, que es su alegría, les sea “arrancada”... entonces serán útiles para Dios. Pues del mismo modo que el canto rodado no puede ser de forma cúbica s ni es desbastado y pierde algo de su redondez, así también los ricos de este mundo no pueden resultar útiles para su Señor, si no se les arranca su riqueza”.

El autor en persona, que era un pequeño comerciante en Roma y llamaba suyos a algunos bienes, es considerado en este escrito como “rico”; sus negocios le apartaban de Dios (vis. 11 3, 1, véase 111 6, 7). Pues “la riqueza hace ciego y romo para la verdad”, si bien no induce necesariamente a la apostasía total: de aquí que deba “ser cortada” (sim IX 30, 4‑31, 2).

En el escrito apócrifo “Los Hechos de Pedro y de los Doce Apóstoles”, hallado en Nag Hammadi y publicados por vez primera recentísimamente (M. Krause y P. Labib, Gnost. u. Hermet. Schriften aus Cod. 11 und Cod. VI, 107 ss. mira THLZ 98, 1973, 13 ss.), son enviados Pedro y los, Doce para salvar a los hombres; pero no deben entablar contacto “con los ricos de la ciudad”, los cuales no preguntan por Cristo “sino que se recrean en su riqueza y en el desprecio de los hombres” . Porque la preferencia de los ricos: en la iglesia sólo produjo pecado y seducción (pp. 11 s.).

Tales declaraciones críticas se podrían multiplicar a discreción leyendo, por ejemplo, al rigorista Tertuliano quien no dudó en llamar a Dios “despreciador de los ricos y abogado de los pobres” (adv. Marc. 4, 15). Cristo fue personalmente muy pobre y “declara siempre inocentes a los pobres y condena a priori a los ricos” (de pat. 7, 2 s.). A las matronas ricas, esclavas del lujo, las iglesias les parecen despreciables y pequeñas: “Es difícil encontrar a una rica en la casa de Dios”. No es que Tertuliano niegue que la hubiera (ad ux. 2, 8, 3, véase también p. 78). La crítica social está en consonancia con la conciencia cristiana del apologeta Tertuliano:

“Mientras entre las familias paganas, se acabó por lo regular la fraternidad” en cuanto anda de por medio el patrimonio familiar, “nosotros no tenemos ningún reparo en hacernos mutuamente partícipes de nuestros bienes porque somos uno en corazón y alma. Todo es común entre nosotros... menos las mujeres” (apol. 39, 10 s., véase la carta de Diognetes 5, 7).

Sin embargo, las colectas litúrgicas descritas más adelante (pág. 84) demuestran que ni siquiera en el caso de Tertuliano puede ya suponerse una auténtica “comunidad de bienes”. La severidad con que fustiga el lujo y el afán de placer y de cosmética demuestra bien a las claras que estos vicios hacían ya acto de presencia en la Iglesia cristiana de Cartago hacia el año 200.

Poco más tarde el apologeta Minutius Felix fundamenta el desprecio de los cristianos por la riqueza casi del mismo modo que un filósofo cínico (36, 5 s.):

“Poseemos todo cuando no codiciamos nada. Del mismo modo que es más feliz el que alivia el peso de su viaje con la pobreza y no tiene que jadear bajo el peso de la riqueza”. Es verdad que podríamos pedir riquezas a Díos, si las consideráramos útiles. Aquel, en cuyas manos está todo, podría hacer fácilmente que nos tocara un poco. Pero nosotros preferimos despreciar que acumular los tesoros, nosotros aspiramos más a la inocencia, nos esforzamos más por la paciencia, preferimos ser buenos que ricos”.

7.3 El motivo ascético

En el desarrollo ulterior de la Iglesia había de adquirir una importancia siempre creciente el motivo ascético en la renuncia a la riqueza. A propósito del mismísimo Orígenes, el mayor teólogo de la Iglesia antigua, cuenta Eusebio que, hasta bastante entrado en años, vivió en la más extrema pobreza personal (hist. eccl. 6, 3). Ya en el siglo 11 d. C. había en Siria ascetas itinerantes sin bienes de fortuna. Los encontramos mencionados en la Didajé de los Apóstoles (11, 5 ss.). Con mayor fuerza aún aparece el ideal de pobreza de carácter ascético en las Actas apócrifas de Tomás, procedentes de la iglesia de Siria a comienzos del siglo III.

Tomás, el hermano (gemelo) de Jesús, “come sólo pan con sal, su bebida es agua, y lleva (solo) un vestido... no acepta nada de nadie y lo que tiene lo da a los demás” (c. 20, Hennecke‑Schneemelcher, p. 316 véase cc. 62, 96, 136, pp. 334, 345, 360). Dios lo introdujo “en la pobreza del mundo y le invitó (así) a la verdadera riqueza”. Por mandato de Dios, se hace “pobre, necesitado, forastero, esclavo, despreciado, encarcelado, hambriento, sediento, desnudo y fatigado” (e. 114 s., p. 164). El motivo de la radical imitatio Christi se toca aquí con las manos. Pues ya Cristo engañó a los demonios gracias a “su horrible figura y a su pobreza y necesidad “ (c. 45, p. 327, véase c. 47, p. 328). El sermón de Tomás contra la codicia, la riqueza y la gula está totalmente orientado hacia la predicación de Jesús en la que prohibía, por ejemplo, preocuparse. Pero, al mismo tiempo, contiene un rasgo que no está en el mensaje de Jesús. “La riqueza que se deja aquí y las posesiones que (proceden de la tierra y) envejecen sirven para mantenimiento exclusivo del cuerpo”, es decir, atan al hombre a la materia perecedera (c. 37, p. 324, véase c. 117, p. 354).

Por eso la continencia sexual aparece más en el primer plano de la predicación del apóstol. En realidad no exige radicalmente la renuncia total a‑ los bienes (c. 60.100, pp. 33, 347, sino obras de misericordia; c. 66, pp. 335 s., véase cc. 83‑85, pp. 342 s.). .Sólo el apóstol personalmente está desprovisto de bienes. En las iglesias recién fundadas organiza, entre otras cosas, una asistencia social para los pobres, administrada por los diáconos (c. 59, p. 333). Se recalca expresamente que “muchos encontrarán la fe, incluso entre las gentes más distinguidas” (c. 164, p. 371). No es casual que pudiera llegar a ser presbítero y dirigente de una iglesia el funcionario de más alto rango una vez convertido o el militar de altísima graduación que puso su casa a disposición del apóstol (cc. 131, 170, pp. 359, 372).

Esta extraña obra revela una situación de escisión en las iglesias. La renuncia radical a las posesiones va dirigida a los predicadores o a unos pocos perfectos que viven la imitatio Christi. En cambio, la iglesia a la que pertenecen también muchos adinerados está invitada al menosprecio de la riqueza y a la generosidad con los pobres. Así demuestran que no forman parte del mundo material perecedero, sino de la soberanía invisible de Cristo. La exigencia de Cristo se entendía radicalmente y se interpretaba dualísticamente. Pero ya no se aplicaba a todos los cristianos, sino a algunos ascetas prominentes.

Desde fines del siglo III nos encontramos en Egipto con el fenómeno de los eremitas cristianos. Pocos años después, en gran parte por influjo de San Pacomio, nacen las primeras comunidades de monjes conventuales. Como resultado, surgieron nuevas posibilidades de hacer realidad la renuncia y la comunidad de bienes. Junto al viejo ideal ascético de “imitar la vida angélica”, que tuvo ya modelos esenios, seguía surtiendo efectos de formas variadas el motivo social de ayudar a los pobres y enfermos (Nagel, Askeses, 34 ss.; 75 ss.). Casi por el mismo tiempo, y debido probablemente a una cierta necesidad histórica no siempre beneficiosa para la Cristiandad, el imperio y la Iglesia se aliaron entre sí más y más. Entonces el monaquismo creó una nueva forma de vida con el fin de hacer realidad en la Iglesia del imperio y a veces contra ella aquella distancia crítica respecto del mundo y, particularmente, respecto de la propiedad que exige la fe. La predicación, socialmente crítica de los santos Padres de la Iglesia, Basilio, Gregorio de Nazianzo, Juan Crisóstomo y Ambrosio de Milán y su énfasis en la responsabilidad social de la propiedad habrían sido inconcebibles sin este nuevo ideal ascético del monaquismo.

8.1 Pablo y el influjo de la filosofía popular

Aludiendo a la ascesis ya hemos introducido un motivo ulterior de la crítica contra la propiedad privada en el antiguo Cristianismo. Se trata de la exigencia de la libertad interior. Ya Pablo defendía esta tesis:

“Todo me está permitido; pero no todo me conviene Todo me está permitido; pero no me tengo que dejar dominar por nada” (1 Cor 6, 12).

Por eso justamente recalca ‑casi como un filósofo cínico peripatético‑ su autarquía:

“Ya he aprendido a tener bastante con lo que tengo (autárkes einai). Sé vivir pobremente y sé vivir holgadamente. Estoy entrenado a todo y en todo: a estar saciado y a pasar hambre, a tener abundancia y a tener necesidad” (Fil 4, 11 s.).

Probablemente esta acentuación de la “autarquía” (autarkeía, véase página 19) sirve de lazo de unión entre el Ideal sapiencia¡ judío y la idea de la filosofía popular griega. Simeón ben Zoma (ca. 100 d. C.) daba las siguientes definiciones según Pirqe Abot 4, 1:

“¿Quién es fuerte? El que domina sus pasiones (yezer)... ¿Quién es rico? El que se contenta con su porción. Como está dicho (Ps 128, 2): “Si vives del producto del trabajo de tus manos, serás dichoso y te irá bien”. La literatura legendaria rabínica ponía estas palabras en boca de los ancianos de las tierras del Sur en su diálogo con Alejandro Magno (Tamid 32a). Es comparable a la famosa respuesta de Diógenes el Cínico a la oferta del mismo monarca: “¡Pídeme lo que quieras! ‑¡No me quites el sol!” (Diog Laert. 6, 38).

Sin embargo, entre Pablo y el ideal filosófico media una diferencia esencial. El primero que formuló la frase: “el sabio que sea autárquico” fue Antístenes, discípulo de Sócrates y maestro de Diógenes (Diog Laert. 6, 1 l). Siguiendo sus pisadas, había de ser el cínico Crates quien, más tarde, recitando la fórmula de manumisión de esclavos, se liberó de la esclavitud que le ataba a su propia fortuna y la regaló toda (M. Hengel, Seguimiento y Carisma, Sal Terrae, p. 28).

Este ideal ascético de la autarquía total se atribuía a Sócrates. Jenofonte, hombre conservador y bien situado entre la nobleza campesina, elogia en su maestro que “vivía en plena autarquía (autarkéstata) con los recursos más modestos y era sumamente recatado (enkratéstaton) frente a todos los placeres (hedonai)” (Mem. 1, 2, 14). Por eso pone en boca de Sócrates esta confesión: “Yo creo que es algo divino no codiciar nada, y que cuando más cerca está uno de la divinidad es cuando uno necesita de menos cosas” (1, 6, 10). Tal sentencia bien pudiera proceder de un monje del siglo IV d. C. La ruptura radical con todos los bienes palpable en esta sentencia sirvió para que el filósofo, guiado exclusivamente por su razón, se autorrealizara de modo autónomo. Ahora bien, el logro de la libertad no era para Pablo y el Cristianismo antiguo una meta en sí misma. La libertad era para servir a la causa de Dios, a la predicación del Evangelio y también para servir al prójimo.

Es muy posible francamente que el “verdadero Sócrates, el histórico” estuviera más cerca de la consigna paulina “libertad para servir” que el ideal filosófico. En su Apología, escrita por Platón, confiesa el mismo Sócrates que el Dios de Delfos le había ordenado llevar a los hombres al conocimiento de que no son sabios. “Y por esta ocupación no he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro en gran pobreza a causa del servicio del dios” (Trad. J. Calonge, en: Bibi. Clásica Gredos, Madrid, 1981, p. 157 s.).

Taciano, apologeta cristiano y asceta discutible, es del todo consecuente desde su punto de vista cuando niega a los filósofos paganos el derecho a la “autarquía”.

“¿Cuál de vuestros importantísimos filósofos ha podido evitar la charlatanería? Diógenes, famoso por su tonel, se jactaba de su autarquía. Por su gula murió de un doloroso cólico miserere después de comer un pulpo crudo. Arístipo, el filósofo del manto de púrpura, era un libertino santurrón. Platón, con toda su sabiduría del mundo, fue vendido por Dionisio (11 de Siracusa) a causa de su lujuria” (or. ad Graec. 2, 1 ss.). “Ya que vosotros sois predicadores del desprecio a la muerte y de la práctica de la autarquía y no tenéis ni idea de estas cosas, dejaos instruir por nosotros que somos expertos. Porque vuestros filósofos saben tan poca cosa de ascética que algunos cobran del emperador romano 600 monedas de oro al año por una nadería, para no necesitar luego ni siquiera dejarse crecer gratis su flamante barba” (19, 1 s.).

Hasta el gran Aristóteles “quien en su ignorancia define la felicidad como aquello en lo que él encuentra placer” y, consecuentemente, niega la “felicidad a quienes les falla la belleza, la riqueza, la fuerza corporal y la sangre noble”, no pudo menos de antojársele estúpido: “y estos tipos se ponen a filosofar!”. En su armonía de los cuatro Evangelios -el Diatessaron‑ introdujo probablemente una sentencia apócrifa de Jesús que estaba en boga en la iglesia siria:

“No toméis nada de nadie y no adquiráis nada en el mundo” (Resch, Apraphal. No 171, págs. 198 s., véase pág. 66).

Pero, precisamente en el terreno de la ética, no se podía mantener el vínculo con la filosofía tradicional. Hacía tiempo que se habían echado ya las bases para ello. Nos ofrecen un bello ejemplo los Proverbios de Sextus, compuestos, a fines del siglo II. Su intención fue “acoger la sabiduría moral de los filósofos griegos bajo las alas de la Iglesia, a la que compete toda verdad” (H. Chadwick, The Sentences of Sextus, 160). Aquí tenemos la exhortación lapidaria: “Ejercita la autarquía” (autárkeian áskei).

Otro proverbio trae la fundamentación: “El sabio desprendido de todo es semejante a Dios” porque “Dios no necesita de ninguna cosa, y el creyente sólo necesita de Dios” (Prov. 98.18.49). “Venir a ser igual a Dios” es el ideal fundamental socrático‑p latón¡ co que aquí aflora y tiene su correspondiente en un proverbio de sabiduría presumiblemente pitagórico:

“El que se basta a sí mismo, el que es sabio y desprendido de todo vive realmente de modo semejante a Dios. Ese tal sostiene también que la mayor riqueza es no necesitar nada de nada, incluso de las cosas más necesarias a la naturaleza. Porque la adquisición de bienes no deja nunca descansar el apetito en paz. Para llevar una vida buena basta con renunciar a obrar el mal” (30, Chadwick, p. 87).

Aquí se une la idea de “venir a ser semejante a Dios” con algunas exigencias del sermón de la montaña (véase Mt 5, 48), como, por ejemplo, con aquello de: “al que te pida, dale” (5, 42). Sextus dice a este propósito:

“Si uno te toma de los bienes que tienes de este mundo, ¡no te enfades! “Déjaselo todo al que te lo lleva, menos la libertad” (Prov. 15, p. 17).

8.2 El aburguesamiento del ideal

En las cartas deuteropaulinas llamadas pastorales, compuestas a fines del siglo ¡,también aparece este motivo de la autarquía, aunque revestido de una forma no‑ascética. Y por cierto, en la discusión con las falsas doctrinas gnósticas. Estas:

“se han desviado de la verdad y creen que la espiritualidad es un negocio lucrativo”.

El autor prosigue entonces:

 “Y sí es un negocio la espiritualidad,‑ pero para el que se contenta con lo que tiene (metá autarkeías). Nada trajimos a este mundo, y nada podremos llevarnos de él. Contentémonos, pues, con tener qué comer y con qué vestirnos. Los que quieren enriquecerse caen en tentaciones, en lazos, en muchas codicias insensatas y perniciosas que hunden a los hombres en la catástrofe y en la perdición” (1Tim 6, 6‑9).

También aquí se toca con las manos el trasfondo filosófico‑popular. la libertad frente a las posesiones, manifestada en la autarquía, no está tanto al servicio de una meta positiva ‑como podía ser el Evangelio‑ cuanto para defenderse de los deseos nocivos. Lo mismo puede hallarse entre los adversarios gnósticos del autor a Timoteo. En la terminología estoico‑cínica se hablaría aquí de las “pasiones”. Pero se echa de menos toda clase de rigorismo ascético. Al individuo le compete una medida moderada de propiedad privada, la necesaria para la vida. Esto implica el rechazo consciente de una ascesis radical y apunta a un cierto aburguesamiento ‑históricamente inevitable‑ en la Iglesia cristiana antigua. Este concepto al que gusta hoy día apostillar con connotaciones negativas, no debemos usarlo aquí en sentido despectivo. Más aún, cabría preguntarse hoy día si la fase “burguesa” de nuestra historia no habrá aportado el “mayor proceso de aprendizaje” en lo que afecta a una mayor “tolerancia” y “humanidad” e incluso a una compensación entre las clases sociales. El Cristianismo antiguo fue básicamente desde el principio un movimiento “pequeño burgués”. Ahí radicaba justamente su fuerza, Porque en la forma histórica lograda en aquel entonces la Iglesia cristiana cobró una estabilidad interna especial, así como fuerza misionera, responsabilidad social hasta más allá de sus fronteras y coraje para resistir a la persecución oficial del Estado. No es nada casual que en el Pastor de Hermas, aún en muchos detalles a las cartas pastorales, vuelva a aflorar asimismo la exigencia de tener que contentarse, como peregrinos en este mundo, con los “ingresos suficientes” (autarkeía) (Sim. 1, 6, véase mand. VI, 2, 3). En cambio, Dios ha dado la riqueza para usarla en servicio de los pobres (Sim. 1, 6, 8 ss.). Así se realiza a la vez un justo intercambio. El rico es un pobre a los ojos de Dios. Su oración no tiene ninguna eficacia. Pero apoya al pobre con todo lo que posee. El pobre, por su parte, reza por él:

“Así tienen parte los dos en la obra justa... Bienaventurados los que tienen bienes y llegan a comprender que su riqueza viene de Dios. Porque el que llega a comprender esto, está en situación de rendir un servicio” (Sim. li, 5‑10).

Estas explicaciones tan llanas sugieren la solución que debió de encontrar el problema de la pobreza y de la riqueza en la Iglesia del siglo ¡l. Era una solución de compromiso. Por una parte, se mantiene la rígida condenación tradicional de los ricos, pero dándoles la oportunidad de tomar parte en la salvación si vivían con autarquía y distribuían generosamente sus bienes entre los pobres de la Iglesia. En esta dirección va también la solución que anhelaba Clemente de Alejandría, formado desigualmente en filosofía y en teología, en su escrito “¿Qué rico puede salvarse?”. También Clemente sabe estimar en mucho la “autarquía” como “arma de la justicia”, pues la autarquía es:

“una conducta que se contenta con lo necesario y consigue por su propia virtud lo que ayuda a alcanzar la vida feliz” (paed. 2, 128, 2, véase 1, 98, 4; Strom. 3, 89; 6, 24, 8 y véase también pág. 87 y sigs.).

Lo que acabamos de exponer prueba que el camino que apuntaba al futuro no era una condena por principio de la propiedad, sobre todo siendo como eran muy difusos los límites entre pobreza, posesión autárquica de lo necesario y “riqueza” relativa. Pero ese camino tampoco llevaba a la “autarquía” individualista del sabio, sino a un intento de compensación efectiva constante. Al que no quería abordar esta solución de compromiso con el “Mammon injusto” le quedaba siempre la posibilidad de elegir el camino de la ascesis rigurosa. Hay aquí tres puntos de vista a considerar:

9.1 La valoración positiva del trabajo manual y de la adquisición moderada de bienes

El Cristianismo, al menos prevalentemente, no reclutaba sus adeptos entre el “proletariado harapiento” de la antigüedad clásica que vivía en paro o de jornales ocasionales. Tampoco lo hacía entre los esclavos, una clase social coartada legalmente. El Cristianismo no era una religión de esclavos. Los sacaba de la “pequeña burguesía” compuesta de trabajadores manuales, pequeños Industriales y campesinos que tenían a gala el trabajo manual honrado (véase también pág. 48 y sigs.). Celso, en su polémica, habla despectivamente de los “trabajadores de la lana, zapateros, bataneros... hombres totalmente incultos y rústicos” que pretenden enseñar a los demás (e. Cels. 3, 55); ahí está al habla la soberbia de los antiguos intelectuales que despreciaban el trabajo manual. El riguroso Tertuliano que, personalmente, hubiera prohibido con sumo gusto los oficios mínimamente relacionados con cultos paganos apologiza solemnemente:

“Somos hombres que convivimos con vosotros; nos servimos de la misma alimentación, vestido, habitación; tenemos las mismas necesidades vitales. No, no somos brahmanes o gimnosofistas indios, ni habitantes de los bosques ni desertores de la vida. Pensamos que debemos dar gracias a Dios nuestro Señor y Creador; no rechazamos el uso de ninguno de sus dones. Con todo, ejercitamos la moderación para no aprovecharnos en exceso o de manera equivocada. Así se explica que no convivimos con vosotros en este mundo sin vuestro foro, vuestro mercado, vuestros baños, bazares, talleres, posadas, ferias y demás centros comerciales. También vamos con vosotros al mar, somos como vuestros soldados y campesinos, y promovemos el comercio como vosotros; nuestras capacidades, nuestros productos los ponemos a vuestra entera disposición” (Apol 43).

En su escrito sobre la idolatría enumera los oficios que, en su opinión, no son apropiados para un cristiano. Forman parte de ellos los artistas de toda clase que construyen ídolos y templos, los magos y astrólogos, pero también los maestros y científicos, puesto que transmiten de alguna manera el conocimiento de la mitología pagana. Más aún, incluso el comerciante es sospechoso que maneja accesorios del culto idolátrico y se entrega al dinero engañoso” (de idol. 8‑1 l). Se puede observar aquí un poquito de aquella “gran renuncia” característica del antiguo Cristianismo. Pero, a la vez, está pidiendo también la palabra el sobrio sentido práctico del abogado de Cartago. A la objeción de que también los artistas tienen que ganarse de algún modo su sustento, contesta así:

 “El estucador entiende también de arreglar techos, llevar a cabo trabajos de revoque, pulir cisternas, construir arcos de medio punto y cornisas y, dejados de lado los ídolos, tapizar las paredes con muchos otros adornos. También los pintores, escultores en mármol y bronce y grabadores saben muy bien dar una aplicación mucho más amplia a sus habilidades artísticas. El que dibuja un ídolo, puede más fácilmente pintar una mesa. El que talla un Marte de madera de tilo, mucho más fácilmente ensamblará un armario... la única diferencia está en el precio y en los honorarios. Pero la pérdida sufrida en la menor ganancia quedará indemnizada por la más frecuente repetición de los mismos actos. Son raras las veces en que se encargan figuras de dioses para las paredes o se construyen templos y casas de oración para los ídolos. En cambio ¡con cuánta frecuencia se hacen casas, edificios públicos, baños y viviendas de alquiler ... ! “ (de ido]. 8, 2‑4, véase de cultu fem. 1, 6, l).

Esto significa ni más ni menos que el trabajador manual honrado encuentra también su salario merecido cuando no se ocupa de ídolos ni de sus templos. El mismo sentido de sobrio cálculo de cuentas nos sale al paso en el consejo dirigido a las hijas de cristianos hacendados: a saber, que prefieran casarse con un miembro pobre de la Iglesia antes que con un pagano de su misma posición social. Aquí está pidiendo la palabra el motivo del intercambio anotado anteriormente:

“Pues si el Reino de los Cielos pertenece a los pobres porque no es de los ricos, entonces la doncella rica hallará más en el pobre. Recibirá una dote más grande de los bienes de aquel que es rico ante Dios. Que ella se haga en la tierra igual a su marido porque en el Cielo, quizás, no lo será” (Tert. ad aux. 2, 8, 4 s.).

Hasta un Tertuliano sabía adaptarse a su modo a la realidad social de la Iglesia. En una ruda polémica contra la riqueza acentúa el mismo Tertuliano que también Dios tiene el derecho de “proporcionar riquezas” porque “con ellas pueden realizarse muchas obras de justicia y de buen gusto” (Adv. Marc. 4, 15, 8).

La actitud positiva ante el trabajo manual bien hecho estaba en vigor ya en el antiguo Cristianismo. San Pablo ‑de acuerdo con el buen modelo rabínico‑ se alimentaba con el trabajo de sus manos y mandaba, asimismo, a los Tesalonicenses ser buenos trabajadores (véase también pág. 47 y sigs.). No podía uno sustraerse a la “ley del trabajo”, tan inseparablemente vinculada a la existencia humana, ni siquiera dirigiendo la mirada de lleno al Reino próximo de Dios. Por eso, las Iglesias no aguantaban a la larga a los holgazanes. La Didajé, que de suyo simpatiza con los pobres, en virtud de algunas malas experiencias, ordena, sí, dar albergue a quien llega “en el Nombre del Señor”, pero al mismo tiempo manda que se someta a prueba:

“Si el que llega es un caminante, ayudadle en cuanto podáis, sin embargo, no permanecerá entre vosotros más que dos días, o, si hubiera necesidad, tres. Mas sí quiere establecerse entre vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se alimente. Mas si no tiene oficio, proveed conforme a vuestra prudencia, de modo que no viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso que no quisiere hacerlo, es un traficante de Cristo. ¡Estad alerta contra los tales!” (Did 12).

El satírico Luciano de Samosata describe prolijamente cómo se dejaban engañar y explotar los cristianos sirios por Peregrinus Proteus, un filósofo itinerante y bribón que se hacía pasar por escriba y se confesaba cristiano:

“Cuando se acercaba a ellos un impostor o charlatán que conocía su negocio, se hacía rico en un abrir y cerrar de ojos, abriendo desmesuradamente la boca ante aquellos hombres sencillos (para que se la llenaran)” (Per. 13).

El satírico pagano exagera aquí de una manera descarada. Con esta alusión a un problema acuciante y no específico de las iglesias sirias, deja entrever aquella desconfianza de la Didajé ante los profetas itinerantes que se hacían cuidar por las iglesias. La Didascalia apostolorum (c. 13; véase Harnack, Mission 1, 199) sigue las huellas de la Didajé:

 “Vosotros, los creyentes todos, mientras no estáis en la iglesia, debéis ser diligentes en vuestro trabajo cada día y en todo tiempo. De manera que todo el tiempo de vuestra vida perseveréis en las obras consagradas a Dios o trabajéis en vuestra profesión sin estar nunca ociosos... Por lo tanto, estad siempre ocupados, porque la ociosidad es un escándalo que no debe volverse a dar. Así que, si alguno entre vosotros no trabaja, que no coma (véase página 47), pues al perezoso también lo odia Dios, el Señor: Un perezoso no puede llegar a ser un creyente”.

Personas sobrias y diligentes, que, además, se apoyaban mutuamente, llegaban con el tiempo a tener una fortuna modesta, lo intentaran conscientemente o no. Hegesipo cuenta de dos sobrinos nietos de Jesús que eran propietarios en Galilea de una pequeña finca de 39 fanegas, con una declaración de renta mínima de 9.000 denarios. Llevados ante el emperador Domiciano a causa de ascendencia davídica:

“le mostraron sus manos y la dureza de su piel y los callos formados en sus manos a consecuencia de su penoso trabajo, y así demostraron que eran trabajadores manuales”.

Y cuentan que el emperador, lleno de desprecio, los envió a casa como a “gente común”. Desde entonces fueron tenidos allí en gran honor como “confesores” (Eus., hist. ecci. 4, 20). Asimismo del tiempo de Domiciano, cuenta la carta a los Hebreos que los cristianos de la iglesia respectiva ‑probablemente de Roma‑ no sólo “socorrieron a los santos” (es decir, a las iglesias de Palestina) (6, 10). También “soportaron con alegría el embargo (estatal) de sus fortunas” (10, 34). No podían ser, por lo tanto, gente sin ningún recurso económico.

9.2 La fuerte infiltración de parientes de capas sociales distinguidas en las iglesias

Con el tiempo se fueron abriendo paso más y más en la Iglesia los parientes de las capas sociales distinguidas y ‑no se les quiso ni se les pudo excluir. Al contrario. Hasta qué punto llegaba la escisión en la nueva situación lo indica ya con toda claridad San Lucas. Por una parte, defiende en su Evangelio una “teología declarada de la pobreza”. De forma que, en la interpretación redaccional de la parábola (Lc 14, 33), pone en boca de Jesús está exigencia: “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”. Esto no obstante, no siente caer en contradicción cuando dedica al “egregio” (krátistos 1, 3) Teófilo su doble obra y enumera con especial predilección algunas personas distinguidas que se adhirieron a Jesús y a su Iglesia. La lista de estas personas está encabezada por Juana, la mujer de Cuza, administrador de la fortuna de Herodes Antipes y, pasando por el centurión Cornelio, por Dionisio, asesor jurídico de Atenas, por Menahem, amigo de juventud de Herodes Antipes, llega hasta el gobernador de Chipre, Sergio Paulo. También entraban en la joven Iglesia miembros de la capa social superior, en especial del sector de los “temerosos de Dios”, fuertemente afectado por la misión étnico‑cristiana (véase también pág. 49); quizás el mismo San Lucas procedía de este ambiente. Este desarrollo de una infiltración del mensaje cristiano en las capas distinguidas, sugerido con un cierto orgullo por el autor ad TheoFilum, se prolongó a lo largo del siglo li, si bien la mayoría dominante de los cristianos siguió procediendo del pueblo sencillo. En tiempo de Cómmodo (180‑192), según Eusebio, debieron de:

“echar por el camino de la salvación varios de los que gozaban en Roma de mayor prestigio por su riqueza y linaje, con toda su casa y parentela”.

La misma amiga del emperador, Marcia, simpatizaba con el Cristianismo. Recibió (en audiencia) a Víctor, obispo de Roma, y obtuvo la manumisión de los cristianos castigados a trabajos forzados en las minas de Cerdeña (véase también p. 87). Por aquel mismo tiempo se, convirtió al Cristianismo el rey de la clientela Abgar IX de Abladene (174214 d. C.), en la frontera parta. Las Actas de Tomás, de línea ascética estricta (véase pág. 66 y sigs.), reflejan bien estos acontecimientos. En dichas Actas, se convierten reyes, miembros de la familia real, altos funcionarios, sin omitir, señoras distinguidas. Por la misma época oímos a Tertuliano, que se pasaban al Cristianismo paganos “de toda clase social” (omnem dignitatem: ad nat. 1, 1, 2; apol 1, 7); más aún, nos habla incluso de la infiltración de los cristianos en el estamento senatorial (apol 37, 4; véase ad Scap. 4, 5 s.). Se había abierto camino un desarrollo que ya era incontenible. Unos abordaban en la misión a todas las capas sociales sistemáticamente; otros se encapsulaban ,como ascetas enemigos del mundo o como sectas revolucionarias. La opción por la universalidad social se había tomado ‑básicamente ya en torno a Pablo. Resulta curioso que los adversarios paganos ‑desde Celso hasta Juliano el Apóstata‑ interpretaban, sin embargo, el Cristianismo como una secta subversiva hostil al mundo, por más que no se había lanzado por este camino de la regresión negativa.

9.3 La asistencia general a los pobres y sus presupuestos

Ya hemos hecho alusión de la asistencia a los pobres en las antiguas iglesias cristianas. Este hecho inusitado en la antigüedad clásica persiguió una relativa compensación de diferencias entre pobres y ricos (véase también pág. 55 y sigs.). Este esfuerzo requería recursos considerables, que los debían procurar las iglesias. Procedían de donaciones libros, recolectadas en las asambleas litúrgicas o sacadas, también, de fundaciones especiales. Esta costumbre empezó ya en las iglesias paulinas y se siguió practicando continuamente. Pero una asistencia a los pobres y una caridad intensas presuponían una “situación de rentas estables” en la mayor parte de los miembros de la Iglesia.

En este sentido hay que entender la exhortación sacada de la instrucción de los neoconversos de la carta a los Efesios, escrita por un discípulo de Pablo (4, 28, véase Act. Thom. 58)

“El ladrón, que no robe más, que se esfuerce más bien en trabajar con sus manos para lograr algo bueno, a fin de tener algo que poder dar a los que sufren necesidad”.

la disposición a la asistencia personal es posible solamente a base de la posesión personal de bienes. lo que se le dice al que en otro tiempo fue ladrón, puede decirse igualmente de los ricos. No deben esperar orgullosamente en la riqueza insegura:

 “sino en Dios, que nos otorga todo abundantemente para disfrutarlo; deben obrar el bien, ser ricos en buenas obras; generosos, comunicativos; que vayan atesorando para sí un buen capital para el más allá, a fin de que consigan la vida eterna” (1Tim 6, 17 ss.).

El juicio sobre la riqueza, que en otras ocasiones es tan severo (véase pág. 61 y sigs.), es aquí relativamente suave. Los ricos tienen la oportunidad de las buenas obras. Tampoco puede faltar la Idea del mérito procedente de la tradición judía. En una dirección parecida va la primera carta de Clemente cuando introduce el motivo de la unidad del cuerpo de Cristo:

“Consérvese íntegro vuestro cuerpo (es decir, la Iglesia) en Cristo Jesús, y sométase cada uno a su prójimo, conforme al puesto en que fue colocado por su gracia. El fuerte cuide del débil y el débil respete al fuerte; el rico suministre al pobre y el pobre dé gracias a Dios, que le deparó quien remedie su necesidad” (38, 1 s.).

En los tres testimonios es evidente la afinidad con las ideas sapienciales judías que influyeron mucho en la praxis eclesial del antiguo Cristianismo. Tampoco queda lejos el camino que lleva al intercambio recíproco entre ricos y pobres, que encontrábamos en Hermas (véase también pág. 74). Es posible que se susciten en nosotros reparos teológicos ante este tipo de declaraciones. Pero mirando a la situación de la Iglesia a comienzos del siglo II eran eficientes y aptas para la praxis.

Ya San Pablo, refiriéndose a la colecta para los “pobres” de Jerusalén, podía argüir de modo parecido:

“A siembra mezquina, cosecha mezquina, a siembra generosa, cosecha generosa... que Dios se lo agradece al que da de buena gana” (2Cor 9, 6 s.).

Con gran sentido práctico da esta Instrucción: que cada cristiano en Corinto, el primer día de la semana, es decir, el domingo, ahorre algo según su propio criterio y fortuna (1 Cor 16, 2). San Justino (ca. 150) y Tertuliano (ca. 200) describen de manera parecida la usanza litúrgica de las iglesias de Roma y Cartago respectivamente:

 “Los que tienen y quieren, cada uno según su libre determinación, dan lo que bien les parece, y lo recogido se entrega al presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso y, en una palabra, él se constituye provisor de cuantos se hallan en necesidad” (Just., apol. 67, 6; trad. D. Ruiz Bueno, BAC, 106, pp. 258 s.).

Si bien hay una especie de arca, no se congrega el dinero a base de deudas del tesoro público (al estilo de vuestros ediles y decuriones), como si la religión estuviera en venta. Cada uno aporta una módica limosna un día determinado del mes o cuando quiere, si es que quiere y puede. Pues nadie da por fuerza, sino espontáneamente. Se trata de una especie de prestaciones a la piedad ya que de esa arca no se entrega nada para banquetes, ni bebidas ni estériles bodegones, sino para alimentar y enterrar a los pobres, para muchachos y muchachas huérfanos y desposeídos de bienes de fortuna, para esclavos ancianos y en paro, para náufragos y por si algunos están en las minas, en las islas o en las cárceles sin otro delito que el de confesar la fe de la Iglesia. Esta obra de eximio amor nos marca ante la gente con un carácter. Dicen: “míralos como se aman unos a otros” ‑mientras ellos se odian entre sí‑ “y cómo están dispuestos a morir unos por otros”, mientras ellos lo están más a matarse unos a otros” (Tert, apol. 39, 5‑7).

En todo este altruismo estaba operante también, al mismo tiempo, la idea común en la antigüedad clásica, según la cual Dios es el dueño y dispensador de todos los dones buenos (véase Sant 1, 17). Por eso podía interpretarse la generosidad como “imitación de Dios”. Pues Dios, en virtud de su “filantropía” concede a todos lo necesario sacándolo de su riqueza inagotable (véase págs. 9 y 10).

Pablo, enfrentado con el apego escrupuloso a las prescripciones rituales en torno a los alimentos, citaba ya un versículo sálmico que podía aplicarse también a todos los demás bienes: “La tierra y su plenitud pertenecen al Señor” (1 Cor 10, 26 = Ps 24, l). En Hermas se encuentra la idea análoga de, que, en definitiva, toda riqueza es posesión y don de Dios (véase página 74). Este motivo se repite constantemente en los Santos Padres posteriores. Unas veces, refiriéndolo al “comunismo primordial” del paraíso, donde todos lo tenían todo en común; otras, con fortísimo énfasis, para deducir de él la idea de los bienes confiados, según la cual Dios se los habría entregado al hombre a título de un feudo del que se le pedirán cuentas (véase página 39 y sigs.). En una compilación de las obras de San Juan Damasceno hallamos una cita sacada de una “Enseñanza de Pedro” apócrifa que es típica del enjuiciamiento del Cristianismo primitivo sobre la riqueza:

“Rico es quien se compadece de muchos e, imitando a Díos, da de lo que tiene. Porque Dios ha dado a todos todo de aquello que ha creado. Comprended, por tanto, vosotros, los ricos, que debéis servir porque habéis recibido más de lo que necesitáis. Aprended que a otros les falta lo que vosotros tenéis de superfluo. Avergonzaos de conservar el bien ajeno. ¡mitad la equidad de Dios, y nadie será pobre” (cita sacada de: Hennecke‑Schneemelcher 2, 60 s.).

Dios, por pura bondad, toma al creyente a su servicio y le estimula a luchar contra la pobreza con la ayuda de sus bienes. Es rico el que puede dar con abundancia (véase Me 12, 41 ss. = Lc 21, 1 ss.). De aquí se desprende claramente el principio fundamental de que el hombre acomodado que cierra su corazón y su mano ante el necesitado se aparta del amor de Dios y, por lo tanto, de la salvación.

“Si alguno tuviere bienes de este mundo y, viendo a su hermano pasar necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo es posible que permanezca en él el amor de Dios?”.

A propósito de estas conocidas palabras de la carta de San Juan, algunos comentarios modernos se complacen en referirlas a paralelos mandeos. En realidad se trata aquí de un motivo fundamental de ética cristiana antiguo que hunde sus raíces en el Judaísmo y alcanzó su cota máxima propia por la asimilación del amor de Dios en la persona y en la obra de Cristo (Jn 3, 16; 17, 26; 1 Jn 4, 17 ss.). También hay que ver, en última instancia, en el Cristianismo antiguo, y en clave de un presagio cristológico la invocación dirigida a Dios como dador de todos los dones buenos y el motivo del “seguimiento de Dios”.

9.4 Tres ejemplos sacados de la iglesia de Roma

Las iglesias de los siglos II y III tenían un servicio generoso y bien organizado a los pobres y una asistencia social que exigía una afluencia continua de recursos, así como una administración circunspecta de los mismos. Pues bien, entre estas iglesias la única salida viable era una solución de “compromiso” que sabía bien no cerrar la puerta a los ricos y mejor aún indicarles la dirección de la caja. La posesión de bienes cobraba así un doble sentido contradictorio. Era considerada como una amenaza peligrosa y, al mismo tiempo, como una excepcional responsabilidad. Esta tensión sólo podía superarse por medio de una obra concreta. La riqueza seguía siendo sospechosa en las iglesias. No obstante, se exigían enjundiosas limosnas y el alto aprecio sentido por ellas redundaba también a veces sobre los donantes.

Tres ejemplos sacados de la iglesia de Roma confirman lo dicho ya que nos informan acerca de esta iglesia con una distancia óptima a lo largo del siglo II y comienzos del III.

1.   Marción, hijo del obispo de Sínope y rico armador de barcos, a su llegada de Asia Menor ingresó en la iglesia de Roma y le donó la fuerte suma de 200.000 sestercios (ca. 139 d. C.). Queda incierto si con esto se afirma que legó a la iglesia toda su fortuna o sólo una parte. Lo cierto es que, a pesar de sus tendencias ascéticas, había adquirido su fortuna siendo ya cristiano, si bien es verdad que había sido excomulgado anteriormente. Cinco años más tarde, después de su expulsión de la iglesia de Roma, le fue devuelta íntegramente esta cuantiosa suma (Harnack, Marción, 24 ss.), Parece ser, por lo tanto, que la iglesia disponía de continuo de considerable capital líquido.

2.   También las Actas apócrifas de los Apóstoles reflejan esta actitud deformada frente a los parientes de la capa social superior y a su riqueza. Sus relatos ingenuamente edificantes, novelescos, salpicados de milagros de tomo y lomo responden a la expectativa de los miembros sencillos de la iglesia. A base de estos se podría esbozar algo así como una historia “ideal” de sociología cristiana.

Las Actas de Pedro más antiguas, compuestas a fines del siglo II, cuentan con especial predilección la conversión de personalidades ricas y distinguidas. Pedro recuperó para la matrona Éubola de manera milagrosa la fortuna que le robara Simón el Mago. Pues bien, esta matrona abrazó la fe y “después de recuperar toda su fortuna, la donó para servicio de los pobres” (e. 18; Hennecke‑Schneemelcher 2, 206). El senador romano Marcelo, engañado por Simón y salvado por Pedro, legó su casa a las viudas y a las vírgenes cristianas: “Pues lo que pasa por ser mi fortuna ¿a quién deberá pertenecer mejor que a vosotras?” (c. 22; 2, 209). Crisa, una rica señora que “desde su nacimiento no había usado un vaso de plata ni de vidrio, sino sólo de oro”, en virtud de una visión, legó a Pedro 10.000 denarios de oro. Pedro los aceptó a pesar de que le objetaron que dicha señora “estaba en las habladurías de toda la ciudad a causa de su prostitución”. El Apóstol responde confiado: “Me lo ha ofrecido en cuanto pecadora de Cristo y lo entrega a los siervos de Cristo. Pues él ha cuidado de ella” (e. 30 = 2, 216). Puede ser que haya influido aquí el modelo de la narración acerca de la pecadora pública de Lc 7, 36‑50. No se debería pasar por alto de paso que al aceptar donaciones con miras a los grandes objetivos sociales de la iglesia no se andaban con chiquitas. Según las cuentas de Harnack la Iglesia de Roma a mediados del siglo III debió de reunir al año para ayudar a los ya mencionados 1.500 necesitados (véase página 56) de 500.000 a 1.000.000 de sestercios (Mission 1, 182 s.). La puesta en marcha de un capital bruto de estas magnitudes sólo es concebible a base de tina afluencia permanente de dinero y de una administración bien llevada.

3.   El tercer ejemplo nos permite echar una ojeada a la evolución de esta administración y a las realizaciones humanas anejas a ella. Los testimonios aducidos hasta ahora tenían más un carácter literario ideal que de biografía concreta. Ponían en primer plano muchas veces la exigencia ideal o incluso la descripción apologética y no siempre necesariamente la realidad humana con sus conflictos. La “Refutación de todas las Herejías” de Hipólito, obra redescubierta en 1842, contiene una sucinta biografía, de clara impostación polémica, de Calixto de Roma, su adversario y obispo contrincante. Esta biografía nos da una idea de las vicisitudes personales de un obispo de la iglesia de Roma, en cuya obra aparecen también en primer plano los problemas sociales (Hip. ref., 9, 12). H. Güizow ha aclarado recentísimamente el trasfondo histórico y social de esta vida de manera ejemplar (ZNW 58, 1967, 102‑121 = Christentum und Sklaverei 142‑172). Calixto era originariamente esclavo de Carpóforo, un “Funcionario” cristiano de la casa del César. A causa de su posición, Carpóforo gozaba de un especial prestigio en el estamento de los esclavos y de los libertos. Calixto fue educado en cristiano. Carpóforo le encomendó la gestión por propia cuenta de asuntos económicos arriesgados. “Con el tiempo le confiaron en nombre del buen Carpóforo no poco dinero de viudas y hermanos” (12, l). Calixto cayó en dificultades con sus negocios, posiblemente debido a la continua devaluación de la moneda, e intentó huir. Esto fracasó y su señor le metió en una cárcel de esclavos. Pero fue puesto en libertad bajo fianza de algunos cristianos. En el fuero interno de Carpóforo estaban en pugna los propios intereses de hombre sin escrúpulos y sus obligaciones de cristiano. Puesto de nuevo en libertad, Calixto fue sin demora el sábado a la sinagoga donde esperaba encontrar a algunos de sus deudores con el fin de cobrar sus cuentas atrasadas. Pero se organizó un tumulto. los judíos lo arrastraron hasta Fusciano, prefecto de la ciudad, y lo acusaron de perturbar el culto divino y de ser cristiano.

Fusciano lo mandó azotar y deportar a las minas de plomo de Cerdeña (188 d. C.), donde trabajaba ya un gran número de cristianos como esclavos. Poco tiempo después, el obispo Víctor por intercesión de Marcia, la concubina del emperador Cómmodo, lograba la liberación de los cristianos presos en Cerdeña (véase antes p. 80). Un eunuco imperial y presbítero cristiano llamado Jacinto trasmitía el edicto de manumisión al prefecto de Cerdeña. Calixto se contaba entre los libertados. Fue aceptado en el clero en calidad de “confessor”, por haber sido deportado a causa de su fe. Su antiguo señor ya no tenía ningún derecho sobre el liberto.

Posiblemente para evitar conflictos el obispo Víctor asignó al nuevo clérigo su lugar de Residencia en Anzio y le pagó una cantidad mensual para su manutención. Se podrá apreciar de paso en este tratamiento dado al antiguo esclavo una reprobación de su antiguo señor. Deferino, sucesor de Víctor en el episcopado, hizo a Calixto su más íntimo “colaborador en la organización del clero” y “te delegó la dirección del cementerio” (12, 14), es decir, le encomendó la dirección de los cementerios de Roma. El cuidado por una honrosa sepultura era en la antigüedad entre la gente sencilla, sin exclusión de los esclavos, un problema muy especial que indujo a la creación de numerosas sociedades funerarias. Como demuestra el testimonio de Arístides, estas atribuciones, de acuerdo con la tradición judía, formaban parte también desde el principio de la asistencia cristiana a los pobres. Es verdad que los primeros cementerios de la iglesia de Roma dependían de fundaciones de cristianos ricos. Pero parece ser que Calixto, el esclavo de otros tiempos, realizó en este campo un excelente trabajo haciendo de la erección de cementerios una tarea inmediata de la iglesia:

“Si... tienen razón los arqueólogos que nos hablan unánimemente de la propagación de cementerios justamente en la época que va de Caracalla (211‑217) hasta Severo Alejandro (225‑235), todavía hoy podemos tocar con las manos los éxitos de Calixto, responsable en esa época, durante más de veinte años, de los cementerios” (Gülzow, ZNW 1967, 117 = Christentum 165).

El antiguo esclavo ocupaba entonces el cargo más influyente de todos los que estaban a disposición del obispo; toda la administración de las finanzas de la iglesia, incluida la asistencia a los pobres, estaba en sus manos. Desempeñó esta difícil tarea con tanto beneplácito de la Iglesia que, después de la muerte de Ceferino (217 d.c.), las elecciones del nuevo obispo optaron por Calixto, a pesar de su humilde cuna. Hipólito, el culto y eminente teólogo, salió de aquellas elecciones con las manos vacías, elegido por una minoría. La iglesia de los “intelectuales”, congregada en torno a él, quedó degradada muy pronto al rango de una escuela. Apareció como más merecedor de confianza el hombre del pueblo sencillo, el antiguo esclavo que defendiera eficazmente los intereses de los sectores más amplios de la Iglesia. Calixto demostró su sano sentido no sólo cuando rechazó aquel rigorismo en el problema de la penitencia, sino también legitimando como matrimonios plenamente válidos los vínculos de mujeres cristianas distinguidas con esclavos o libertos cristianos ‑contra el derecho tradicional romano y suprimiendo así una situación ética precaria (Hip. refut. 9, 12, 24). Según Gülzow (121 ‑ 172), desde la época del Nuevo Testamento esta fue la primera declaración tajante de igualdad de derechos de los esclavos, fuera incluso del ámbito del culto divino y del circo”.

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CLEMENTE DE ALEJANDRÍA: ¿QUE RICO PUEDE SALVARSE?

La evolución esbozada hasta ahora encontró también en este momento su expresión teológica y literaria. El escrito ya mencionado de Clemente de Alejandría (+ antes del 215) sobre el debatido tema ¿Qué rico puede salvarse?, pretendió dar un fundamento teológico a la solución de compromiso, ya en uso, pero en plena tensión todavía. Clemente lleva a cabo su trabajo con un verdadero alarde de erudición filosófica y siguiendo la forma de un sermón sobre el joven rico y Jesús (Mc 10, 17‑31). Rechaza la concepción literal defendida por la ascesis radical e intenta “internalizar” la exigencia de Jesús: El corazón debe purificarse del apetito de, riquezas. La pobreza voluntaria no llega a ser necesariamente idéntica con esa libertad de carácter querida por Jesús y liberadora de las pasiones nocivas. El influjo estoico es evidente: “El que ha arrojado de sí la riqueza mundana, puede todavía ser rico en pasiones... Por consiguiente hay que arrojar fuera de sí lo nocivo que se posee, no lo que puede ser útil cuando se sabe actualizar rectamente (15, 2, 4). Esto tiene un doble sentido: en primer lugar, que la riqueza no es mala “en sí misma”; es un adiaphoron, algo “indiferente”, todo depende del recto uso que se haga de ella. Este sentido es de clara formulación estoica. Por otra parte, el rico no está “de suyo” excluido del Reino de Dios, sino el pecador que rechaza la conversión. La miseria extrema “humilla la razón y la aparta de las cosas divinas (12, 5, véase 18, 5); la propiedad moderada, por el contrario, no sólo desecha la preocupación; da también la posibilidad de hacer obras de misericordia (13, l). Aquí se contempla el lado positivo de la propiedad. Este puede dar lugar a la libertad del hombre, usando la propiedad con moderación y sentido responsable. Para lo cual se ha de incluir a la vez la libertad de los demás. Por eso, la riqueza, bien entendida, es un instrumento dado por Dios (14, 1 ss.); más aún, un regalo de Dios que lo recibimos no por nosotros mismos sino por nuestros hermanos (16, 3). Todo depende del uso de la riqueza para subvenir a la necesidad de los hombres.

“Pues quien... posee riquezas y casas como dones de Dios y con ellas sirve a Dios que se las ha dado para bien de los hombres y es consciente de que posee todo eso más por causa de sus hermanos que suya propia, y es señor de su fortuna y no un esclavo de sus posesiones y no las lleva en su corazón ni hace de ellas la meta y el objetivo de su vida, sino que intenta siempre realizar una obra noble y divina; y, si alguna vez le roban sus bienes, es capaz de sobrellevar su pérdida con la misma tranquilidad que su abundancia: el que posee todas estas características es declarado solemnemente bienaventurado y pobre de espíritu por el Señor y digno de ser heredero del Reino de los Cielos (Mt 5, 3) y no es un rico incapaz de ganar la vida eterna” (16, 3).

La riqueza que resulta injusta es la que quiere uno poseer egoístamente para sí solo (31, 6). Como en 1Tim y en Hermas aparece también aquí el motivo del intercambio: “entregando los bienes perecederos de este mundo, se recibe a cambio una morada eterna en el Cielo” (32, l).

Clemente se toma el trabajo de dar con una vida media “liberal” entre la ascesis radical y una justificación precipitada de la riqueza. Su solución, comparada con la predicación de Jesús, sigue siendo insatisfactoria a todas luces porque soslaya en parte las exigencias evangélicas. Pero hay que valorar positivamente la energía con que recalca la absoluta responsabilidad religioso‑social de la propiedad:

 “Por ser un don de Dios tiene siempre también la función de socorrer la necesidad de los demás”.

Esta especie de sermoncito marca una revolución en la mentalidad y en la situación sociológica de la Iglesia. Alejandría era entonces la ciudad más grande del Oriente de habla griega. No sólo esto; era también la ciudad más rica de todo el imperio, el emporio comercial en las rutas de la ,India, del Oriente y del Mediterráneo. Una ciudad que disfrutaba de tradición cultura¡ extraordinaria y de un insuperable confort de vida lujosa. Una carta falsificada de Adriano, aunque ciertamente procede del siglo IV (hist. Aug. 29, 85 s. = Fi. Vopiscus, vita Sat.), nos da de ella esta descripción satírica:

“La ciudad es acaudalada, rica, opulenta; nadie está en ella inactivo. Unos son sopladores de vidrio, otros fabrican papel, otros son tejedores de lienzos; en cualquier caso, todos están ocupados de alguna manera... El único Dios que tienen es el dinero (unus illis deus nummus est); esta divinidad la adoran los cristianos, los judíos, así como también los paganos”.

Si se prescinde de la última frase, que forma parte de la polémica anticristiana de la época postconstantiniana, tampoco deja de hacer justicia esta descripción a la época anterior. Es evidente que Clemente con este escrito sobre el “joven rico” quiso dirigir la palabra a sectores cultos y acomodados. A ellos se dirige también en su obra más amplia “El Pedagogo”. En los libros 2.0 y 3.0 ataca con implacable aspereza el lujo desmedido de la alta sociedad de Alejandría. Al final del libro 2º, por ejemplo, apostrofa a las mujeres distinguidas por su afán de adornarse con oro y piedras preciosas. Se ve que hacia el año 200 había en Alejandría matronas cristianas de las clases distinguidas que argumentaban del modo siguiente:

“Lo que Dios ha creado ¿por qué no lo vamos a usar? Si está a mi disposición ¿por qué no me he de deleitar con ello? ¿Para quién, pues, ha sido creado, si no es para nosotros?”.

1 Las personas que afirman esto no conocen, según Clemente, la voluntad de Dios.

 “Ante todo Dios otorga lo necesario: ‑el agua, el aire a todos sin medida‑ pero todo lo que no es necesario lo ha escondido bajo tierra y agua... Mira, todo el cielo está ahí arriba, y vosotras no buscáis a Dios.; en cambio ante nuestros ojos abren fosas los malhechores condenados a muerte en busca de oro y de piedras preciosas escondidas”.

Detrás de la argumentación de derecho natural, sigue la fundamentación propiamente teológica, más aún, la primicia de una argumentación cristológica:

“Pero, aun cuando se os haya regalado todo... aun cuando “todo nos está permitido”, como dice al Apóstol, 'no todo es conveniente' (1 Cor 10, 23). Dios ha creado nuestra especie ordenada hacia una estrecha comunicación, habiendo dado él el primero parte a los suyos y enviado a su propio logos para ayudar comunitariamente a todos los hombres después de haber creado todo para todos” (Jn 1, 1 ss.). Por lo tanto, todas las cosas son propiedad común, y los ricos no deben reclamar para sí mismos más que los demás. De donde se sigue que la frase: “Esto está a mi disposición y tengo de sobra ¿por qué no lo voy a disfrutar?, no es digna de un hombre ni signo de una estrecha comunicación, revelaría sentimientos más entrañables esta otra frase: “Esto está a mi disposición. ¿Por qué no repartirlo entre los que lo necesitan?”... Este es el placer verdadero. Esta es la riqueza guardada como un tesoro. Lo que se gasta para satisfacer los propios apetitos hay que considerarlo pérdida y uso indebido. Pues Dios nos ha dado... el derecho de utilizar lo que tenemos, pero tanto cuanto es necesario; y su voluntad es que su aprovechamiento sea común para todos. Es un error que uno viva en la abundancia y muchos estén en necesidad” (paed. 2, 119, 2‑120, 5, véase protrept. 122, 3).

Así que Clemente no contrapone a la prodigalidad de los sectores distinguidos ni los espectros amenazantes de la Apocalíptica judío‑cristiana, ni el riguroso ideal ascético de los monjes egipcios posteriores, sino la templanza razonable y respetuosa que pueda deducirse por medio del Logos de Jn 1, 1 y otorga una plena participación al prójimo necesitado. La meta de esta propedéutica que pasa por el Logos no es huir del mundo, sino usar de los bienes del mundo razonable y moderadamente y, a la vez, con generosidad.

Este uso cuenta con un dominio inalterable de sí mismo y, al mismo tiempo, con una distancia interna respecto de los bienes. La riqueza es como una serpiente que muerde de muerte a los insensatos, “ ¡qué bueno sería, pues, que cada uno estuviera interiormente por encima de ella, independiente de ella, y la utilizara de manera sensata, a fin de que, coincidiendo con el canto de conjura del Logos, dome a la bestia y permanezca invulnerable” (paed. 3, 35, l). El que a través del Logos percibe este dominio sobre sus apetitos sabe que, en realidad, “sólo los cristianos son ricos”, pues, al margen de su situación interna, ellos disponen de aquellos “bienes que son lo mejor para sus dueños y hacen felices de verdad a los hombres” (3, 36, 1.12).

De esta manera se ensamblan en Clemente tradiciones de la sabiduría judía, de la ética estoica y de la predicación neotestamentaria con la situación concreta de la iglesia de Alejandría para formar una nueva síntesis que sirvió de norma orientadora a la iglesia posterior. La crítica general, radical y rigurosa de la propiedad se fue mitigando e internalizando, si bien quedó siempre abierta la posibilidad de la renuncia radical a la propiedad, Es verdad que la riqueza siguió siendo juzgada críticamente, pero nunca más volvió a ser excluida por principio. Más bien se recalcó su función estrictamente comunitaria y su recta utilización. La libertad interna, expresada en la distancia de la fe, hubo de acreditarse concretamente en la generosidad y en la renuncia a la avaricia y al lujo.

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SAN CIPRIANO DE CARTAGO: LAS BUENAS OBRAS Y LAS LIMOSNAS

El tratado de San Cipriano, obispo de Cartago “Sobre las buenas obras y las limosnas”, escrito entre 253 y 256 y procedente de la Iglesia latina, podría considerarse la réplica occidental del escrito de Clemente. San Cipriano escribió esta obra unos 50 6 60 años después de Clemente. San Cipriano procedía de una familia aristocrática, integrada probablemente en la nobleza ciudadana. Su biógrafo Pontius nos cuenta que, ya de catecúmeno, vendió “sus posesiones y repartió su producto para procurar el sustento a los numerosos necesitados” (vita 2). Esto parece indicar que repartíó sus bienes muebles, legando los bienes inmuebles en herencia a la Iglesia. Cuando se acercaba la persecución, recobró estos últimos para su fortuna privada o familiar. con el fin de evitar que la autoridad imperial los incautara por tratarse de bienes eclesiásticos (véase Vita 15, y también H. Kraft, Die Kirchenváter, 362 s.). Esta actitud rigurosamente ascética y, a la vez, de gran altura de miras es característica del autor del opúsculo, Al revés que en Clemente de Alejandría, los rasgos filosóficos se repliegan a posiciones, muy secundarias respecto de los rasgos veterotestamentarios judíos. En cambio se desarrolla con mucha mayor fuerza el motivo del mérito. la perspectiva del autor se concentra especialmente en el fallo definitivo del juicio final (ec. 23 y 26).

El desprendimiento se contempla totalmente bajo el ideal de la lucha; y la blanca corona de las buenas obras, accesible a todos, se contrapone a la corona purpúrea del martirio, que no toca en suerte a todos. Lo mismo que Tertuliano y Clemente de Alejandría, se remite San Cipriano al “comunismo de amor” de la época apostólica,”cuando ... en los comienzos el corazón se mostraba todavía vivo en grandes virtudes, cuando la fe de los creyentes ardía aún con el calor refrigerante de la fe”. Con su “comunidad de bienes” los primeros cristianos imitaban:

“el comportamiento equitativo de Dios Padre. Pues todo lo que viene de Dios es de nuestro uso común (quodcumque enim Dei est in nostra usurpatione commune est; véase Ambrosio y Cicerón págs. 12 y 13), y nadie está excluido de sus favores y dones; al contrario, todo el género humano tiene que disfrutar del mismo modo de la bondad y generosidad divinas... Por lo tanto, el que posee, el que divide con sus hermanos sus ingresos y beneficios de acuerdo con este modelo equitativo imita a Dios Padre, protegiendo la equidad con sus limosnas y ejercitando la justicia” (de op. et el. 25).

Ya san Pablo había inculcado el ideal de la “equidad” (véase antes p. 52). San Cipriano lo fundamenta por medio del comportamiento de Dios e invita a imitar a Dios. Esta idea, inspirada en fuentes filosóficas y también en fuentes bíblicas, había de cobrar una importancia central entre los Santos Padres del siglo IV (véase página 84). San Cipriano, lo mismo que Clemente y los Santos Padres posteriores, no discute la legitimidad de la propiedad privada. Pero se lanza de manera abrupta contra su abuso generalizado. Recién bautizado, imitando el estilo de la sátira romana y de su maestro Tertuliano, describe así a los grandes propietarios africanos insaciables en su riqueza:

“los que acumulan campos y más campos, y desplazan a los pobres colindantes para expandir sin cesar sus inmensas tierras, los que poseen oro y plata en abundancia y apilan enormes sumas en montones o las entierran en cantidades masivas, también ellos tiemblan en medio de sus riquezas. les atormenta la idea de la inseguridad y del miedo ante la posibilidad de que les asalte un ladrón, les ataque un asesino o les intranquilice la envidia hostil de otro más rico con sus intrigantes pleitos... Ahí no se regala nada a los clientes, ni se reparte nada a los pobres. Y llaman dinero propio a lo que encierran en su casa como si fuera una propiedad ajena y lo vigilan con medroso cuidado... lo poseen todo con la única finalidad de que no lo posea ningún otro y llaman con lenguaje abusivo “bienes” a lo que no les sirve más que para el mal” (ad Donat. 12).

Esta polémica contra el miedo y la preocupación que inducen al hombre a acumular riquezas y a esperarlo todo de sus posesiones es también un motivo fundamental que se repite constantemente en su escrito posterior acerca de las buenas obras:

“Pero tú te preocupas y temes que, si empiezas a hacer favores profusamente, podrías caer en la pobreza en cuanto tu fortuna se agote a base de generosos donativos. En este sentido ¡no tengas miedo! ¡No te preocupes en absoluto! No se puede agotar una cosa que se utiliza solamente para proveer a las necesidades de Cristo, una cosa puesta al servicio de una obra celestial. Te lo aseguro no sólo por una convicción personal. Te lo prometo en virtud de la garantía de las Sagradas Escrituras y de la credibilidad de la promesa divina” (de op. et el. g).

Quien por miedo al sustento no se fía de esta promesa, según la cual “quien da de comer a Cristo, será alimentado a su vez por Cristo”, se parece a aquellos fariseos avarientos que se burlaban (e. 12) de la parábola de Jesús acerca del mayordomo injusto (Le 16, 1 ss. 14). Ni la presunta atención a los hijos y a la familia, ni a su herencia, son razones decisivas contra la generosidad. Al contrario:

“la fortuna que se confía Dios, no la arrebata para sí el Estado, ni la malversa el fisco ni la arruinan los picapleitos con sus enredos. la herencia mejor invertida es la que reposa bajo la protección de Dios... Cometes un doble crimen, primero, porque no procuras para tus hijos la ayuda de Dios Padre, y luego, porque enseñas a tus hilos a amar la fortuna más que a Cristo” (c. 19, véase 10, 16‑18).

Más tarde, con San Basilio el Grande (véase también pág. lo y ss.), cunde la idea, rica en consecuencias, de repartir la fortuna privada por vía de herencia. San Basilio ya había inculcado de modo muy especial la función responsable de la propiedad, ordenada a remediar los abusos sociales. Personalmente había entregado su propia fortuna con este fin. El testador o el heredero tenía que transferir una parte fija para los pobres. San Basilio, basándose en Lc 19, 8, habla de la mitad. “Tomada en sentido estricto esta concepción del 'dimidium animae' lleva a una especie de diezmos eclesiásticos, unos impuestos sociales para la lucha contra la pobreza” (W. D. Hauseblid, ZEE 16, 1972, 45). También aquí subyace la idea fundamental de que Dios es el señor y dueño por antonomasia de todos los bienes.

Llegamos a la conclusión. La discusión en torno al problema de la propiedad irrumpió ya con radicalidad en la predicación de Jesús, y nunca reposó tranquila en la antigua Iglesia, ni encontró una solución clara y pacífica. El reto social que iba anejo a ella envió al mundo clásico nuevos impulsos, que pueden calificarse sin exageración de revolucionarios. Es verdad que la posibilidad de evolución de esta nueva ética social del ágape y, a su vez, de la compensación recíproca quedó reducida primordialmente a las iglesias cristianas. El Estado quedaba fuera de su radio de acción. Las fuentes eran, de una parte, la idea griega del derecho natural y el ideal ascético de la “autarquía”, y de otra parte, la tradición profética del Antiguo Testamento y la tradición sapiencia¡ judía. Pero, sobre todo, el estímulo del mensaje cristiano primitivo. Incluso cuando se llegó históricamente a soluciones inevitables de compromiso, siguió actuando de fermento la intención crítico‑social del Cristianismo primitivo. Su fundamentación era expresamente teocéntrica. Incluso la argumentación sacada del derecho natural quedó incluida en este “teocentrismo” de carácter cristológico y transformada así en esta fórmula: la bondad de Dios que Cobra forma en la obra de Cristo libera a los creyentes para hacer el bien a mansalva, superar las barreras sociales y procurar un equilibrio social justo.

Es cierto que en la idea del mérito ‑recalcada sobre todo en Hermas, Tertuliano y Cipriano, y sacada del Antiguo Testamento‑ se puede apreciar un retroceso teológico. Pero precisamente esta idea creó una fuerte motivación ordenada a un comportamiento social y humanitario concreto. Aun cuando nuestra crítica haya de centrarse en torno a este punto, no podemos pasar por alto la seriedad de sus exigencias. Los Santos Padres ‑en contraste con algunas antropologías modernas‑ no tenían una imagen utópica ideal del hombre. Sabían que el hombre, por ser criatura caída, era por naturaleza egoísta y pecador.

Hoy día nos separa indudablemente un gran abismo en muchos puntos de la antigua Iglesia. Pero cabalmente por eso deberíamos esforzarnos en ver lo que nos une, con el fin de hacer fecunda su vida espiritual y social en nuestro tiempo sacudido por tantas crisis.

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CONCLUSIONES EN FORMA DE DIEZ TESIS

Para lanzar este puente hasta nuestros días voy a intentar sugerir algunas posibilidades en forma de diez tesis:

1.   No podemos deducir del Nuevo Testamento, ni de la historia de la Iglesia antigua, una “doctrina cristiana sistemática acerca de la propiedad”. Lo que se ha ofrecido como tal hasta épocas recentísimas lleva más un carácter de derecho natural que de doctrina específicamente cristiana. Cuando surgían en la Iglesia antigua apuntes incipientes para teorías de derecho natural ‑unas veces con el fin de hacer una crítica radical, otras, para una justificación relativa de la propiedad‑ se echaba mano comúnmente de las discusiones de escuelas filosóficas greco‑romanas. Tales apuntes estaban íntimamente unidos con la fe bíblica en la creación.

2.   En cambio, en el Cristianismo primitivo, la crítica radical contra la riqueza, la exigencia de distancia respecto de los bienes de este mundo ‑lo mismo que la superación de las barreras entre ricos y pobres por medio de una comunidad de amor‑ estaban bajo el signo escatológico de la proximidad del Reino de Dios. Gracias a él queda depotenciado el “Mammon injusto”. En el curso ulterior de la historia del Cristianismo antiguo esta motivación lleva a una discusión tensa acerca de la injusticia, los límites y la relativa necesidad de la propiedad.

3.   En virtud del cambio de situación, los distintos principios del Cristianismo primitivo no se pueden aplicar más que con condiciones a nuestra sociedad industrializada y a la acuciante problemática de nuestros días en torno a la propiedad. Sus rasgos característicos son la acumulación progresiva de capital productivo y la aglomeración de poderío científico en manos de relativamente pocos ‑entre los que se incluye el Estado‑ y la inevitable concesión de funciones de vigilancia y de seguridad, anejas hasta ahora a la propiedad, a las corporaciones públicas. Con independencia de los diversos sistemas sociales aparentemente opuestos, encontramos hoy por todo el mundo el poder económico disponible concentrado en manos de unos pocos “funcionarlos” o grupos de élite.

4.   Por el contrario, entre los primeros cristianos, la cuestión de la propiedad era un problema de ética individual o de grupos relativamente pequeños. Su ética era una ética eclesial teónoma, nacida de la “fe que opera por el amor. (Gal 5, 6). la posibilidad de mejorar la legislación social del Estado estaba tan lejos de su alcance como la reducción del poderío económico del Estado. La “teocracia”, capaz de imponer el ideal de una voluntad presuntamente divina en el ámbito estatal con los recursos del poder político, está tan lejos de ser específicamente cristiana como el “estado totalitario de los filósofos”, el cual pretende justificarse por la “hegemonía” de la “razón”.

5.   La antigua ética cristiana no puede ni pretende legarnos un sistema de normas vinculantes en general para la situación actual. Pero de ella se pueden desprender ciertas evidencias que, desbordando los límites de la Cristiandad, podrían hoy esperar una acogida, máxime teniendo en cuenta que se encuentran ideas análogas en la antigüedad clásica, así como también en parte fuera del Cristianismo. Así, por ejemplo, la idea de que la propiedad, en determinadas circunstancias, seduce al hombre, lo pone en peligro y le puede inducir al abuso del poder. Más aún, la idea de que justamente por eso, los controles públicos deben impedir el abuso de la propiedad y obligar al propietario a usar la propiedad para beneficio de los demás hombres. Asimismo, la idea también de que la dignidad y el valor de un hombre no dependen en modo alguno de su capacidad de acumular bienes de fortuna. También puede estar motivada desde la tradición cristiana la disposición a rechazar el consumismo y a renunciar al lujo en un mundo en el que coexisten frecuentemente demasiado cerca el derroche ostentoso y la pobreza.

6.   Estos rasgos fundamentales contienen indudablemente motivaciones esenciales para el comportamiento ético de individuos o grupos. Hasta el más perspicaz reconocerá gustoso su autenticidad. Pero su eficacia ético‑social respecto de la colectividad no basta para resolver los problemas que arrastramos hoy. Pues el cap. 14, 2 de la ley fundamental ‑“La propiedad obliga. Su uso debe servir, a su vez, para el bien de la generalidad”‑ expresa más un deseo que una norma observada prácticamente por el ciudadano del Estado. El comportamiento a nivel institucional en la Alemania Federal, por cualquier lado que se te mire, está subdesarrollado. En parte viene a ser un delito contra la caballerosidad la detracción de impuestos; el desarrollo de la capacidad productiva de los obreros hace unos progresos demasiado lentos y el prestigio público sigue cada vez más vinculado a la propiedad. Un interés privado egoísta, orientado unilateralmente al consumo y al incremento de la propiedad privada elimina toda comprensión para las tareas acuciantes que arrastra la sociedad en política educativa, protección del ambiente, mejora de la estructura social en favor de los seres humanos que vegetan al margen de nuestra sociedad acomodada y, sobre todo, en favor de los problemas del tercer mundo y de la pobreza tendente allí a crecer más que a menguar. Este “interés privado egoísta” es aplicable no sólo al individuo, sino también a los grupos, asociaciones, partidos, sindicatos y estados, a cuyas “esferas de poder” apenas puede sustraerse el individuo.

7.   Aquí se manifiesta una aporía que, en parte, nos salía ya al paso en la polémica del antiguo Cristianismo, aunque en forma algo distinta: la crisis de la propiedad da pruebas de ser la crisis del hombre en cuanto tal, de su voluntad egoísta de autoafirmación, de su ansia de poder y de su falta de entrañas. En este punto se pone de manifiesto lo que los Santos Padres llamaban pecado original, que no por ser hoy día menos moderno, deja de ser más real que entonces.

8.   El conocimiento del corazón egoísta del hombre prohíbe cabalmente al cristiano creer acrítica y utópicamente en la posibilidad de una sociedad final perfecta, en una “ortopraxis” política infalible, en un reino factible de libertad ideal que habría de introducirse aun por la violencia en determinadas circunstancias y cuya meta fuera la igualdad entre todos los individuos y el fin del “dominio del hombre sobre el hombre”. Semejante igualdad sólo se puede alcanzar por medio de una total manipulación y un extraordinario empleo de la violencia. Tal igualdad conduce ‑como casi todas las utopías filosóficas del Estado a las inmediaciones del Estado‑colmena. Para colmo, en lugar de las antiguas estructuras de poder, se crean por lo regular jerarquías de dominio más represivas aún. Los hombres no son verdaderamente iguales ni en talento y cualidades, ni en sus aspiraciones y necesidades. De aquí que haya de entenderse por igualdad, ante todo, una verdadera igualdad de “ oportunidades “, de derechos y de satisfacción de las necesidades fundamentales del hombre. Es indudable que esta igualdad va progresando en muchos Estados de derecho democráticos, liberales y sociales; pero en otras partes del mundo están todavía muy lejos de su realización. El ideal sería procurar a cada individuo un desarrollo personal acorde con sus cualidades y deseos para beneficio de toda la sociedad y con sentido de responsabilidad frente a ella. La vieja oposición entre libertad y justicia no puede nunca resolverse más que por medio de una voluntad de compromiso.

9.   Por eso, este conocimiento del corazón egoísta del hombre no puede conducir a la resignada conformación y fijación de las situaciones sociales vigentes. Precisamente porque el hombre individual y colectivo está enredado en su “desmesurado” egoísmo, se nos ha confiado la audaz empresa de la reforma constante, de buscar un progreso mayor y mejor. Eberhard Jüngel define el llamado “progreso” en historia como “progresos en la disminución de una serie indefinida de males” (Unterwegs zur Sache, 272). Esto puede decirse también del problema de la propiedad: tiene que encontrar de manera especial nuevas soluciones cabalmente porque ya no se pueden producir a discreción tierras y bienes raíces, aire puro, agua, energía y crudos, y porque cualquier crecimiento industrial tiene un límite. Se comprende que para resolver esto no necesitamos nuevas teorías dualísticas de sociedad. Necesitamos estar dispuestos a dar pruebas de nosotros mismos en la realidad de la sociedad y de la economía, que nos exige en determinadas circunstancias, verdaderos compromisos. De estos compromisos “progresistas” forman parte, y no en último lugar, el asentamiento a la reducción de los “derechos” y “Privilegios” unilaterales de individuos y colectividades en beneficio de los “Subprivilegiados” y del bien común.

10.                    Finalmente, podemos tener presente, como un vivo ejemplo de fe, aquel intento que realizaron las primeras iglesias por resolver la tensión, destructora de la sociedad, entre ricos y pobres, libres y esclavos, para compensar los antagonismos. Este intento basculaba entre el “comunismo de amor” de la comunidad primitiva ‑irreal a nuestros ojos‑ y la solución de compromiso de las iglesias de la época posterior, más efectivo y, a la vez, no siempre menos arriesgado. Esta compensación creó una distancia saludable respecto de los bienes externos. Quedaron superadas, al mismo tiempo, las barreras de estamentos y clases sociales. También hoy podría volver a ser la Iglesia, de modo paradigmático, el lugar donde se superaran desconfianzas y viejos prejuicios y se crearan nuevas formas de vida comunitaria sobre bases de fe, amor y esperanza. Supuesta la disposición a la ofrenda de sí mismo y la urgencia de una legislación mejor, nuestro objetivo de cristianos y ciudadanos de este Estado ha de ser, en adelante, derribar las barreras sociales, forjar el derecho de las minorías, someter a controles democráticos mejores la compleja maquinaria del poder legal y “depotenciar” así al “demonio” de la propiedad.