“JESÚS Y POBRES”

Lo Meta-Paradigmático De Las Cristologías

 

 

Jon SOBRINO

 

 

 

 

Actualmente en teología -y buena prueba de ello es este mismo número de Selecciones- resulta corriente hablar de «cambio de paradigma», para expresar el nuevo modelo de pensamiento teológico que, surgido de una experiencia profunda de fe, pretende responder a la situación creada por unos hechos nuevos -nuevas culturas emergentes y viejas culturas resurgentes, globalización a todo nivel y aumento de las desigualdades también a todo nivel, entre otros-. Ante la proliferación tanto de cambios como de paradigmas, el autor del presente artículo quiere ir a la raíz de todo cambio de paradigma. Más allá de lo paradigmático está lo «meta-paradigmático»: aquello que ofrece su razón última y sin lo cual lo paradigmático perdería todo su sentido. Esto sucedería con todo paradigma cristológico que, por perfecto que pareciese a primera vista, no contase con la buena noticia de Jesús. De aquí que resulte decisivo preguntarse :¿Qué es realmente lo «meta-paradigmático» en cristología?

 

«Jesús y pobres». Lo meta-paradigmático de las cristologías. Misiones extranjeras (1997) 499-511.

 

 

 

En América Latina se ensaya hacer teología desde las culturas aborígenes y afroamericanas. Y lo mismo sucede en Asia con sus culturas milenarias. De ahí surgen nuevas imágenes de Cristo (Véase A. PIERIS, ¿Hay sitio para Cristo en Asia? ST No.129 (1994) 25-32; PC. PHAN, Jesucristo con rostro asiático ST No.147 (1998) 181-195; nota de la redacción). Y también queda de manifiesto cuán urgente es la inculturación.

Este hecho fuerza a la teología de la liberación a confrontarse no sólo con la opresión, sino también con la alteridad. En otras palabras: esto supone la superación de una forma de opresión -la del monolitismo de la tradición cristológica- y también la superación del uniformismo cristológico que obliga a elevar a verdad una sola cristología, sin contar con épocas y culturas.

Sin embargo, aquí no nos vamos a fijar en los contenidos de las nuevas cristologías, sino en lo que ha de estar en el fondo de todas ellas: la relación «Jesús y pobres». Es a partir de ese principio y fundamento como pueden converger las teologías de la liberación de los últimos años y las culturas. Pues sentirse solidario de la realidad de pobreza, dignidad y esperanza de vida de los pobres no sólo facilita, sino que exige la inculturación. Y ésta, a su vez, facilita y exige la esperanza de vida de los pobres.

Lo que, a diferencia de las culturas, que pueden potenciar la fe, la anula, es la configuración socio-económica y pseudo-cultural de un sistema que produce excluidos -seres humanos despojados de la vida- y consumidores-seres humanos despojados de dignidad y de sentido. Y esto es lo que -directa o indirectamente genera imágenes alienantes de Cristo. Pero ¿existe algo capaz de impedir la manipulación de Cristo y la alienación de los creyentes?

 

¿Existe algo meta-paradigmático?

Hoy se insiste en los cambios y en cambio de paradigma. Ante esa insistencia me viene a la memoria que I. Ellacuría, preguntándose por el signo de los tiempos, afirmaba que ese signo es siempre el pueblo crucificado, despojado de vida, aunque la forma de su crucifixión varíe. ¿Es esto así o se trata sólo de una formulación comprensible a comienzos de los años ochenta, en que la cruz era absolutamente clamorosa?

Cierto que el socialismo real ha sucumbido y que, en América Latina, las revoluciones no han tenido éxito y que se ha impuesto la globalización e incluso que hoy es teóricamente posible hacer desaparecer la pobreza. Eclesialmente, esto equivale a decir que no estamos ya en Medellín. Pero de ahí no se sigue que no haya que tomar las cosas con la seriedad con que las tomó Medellín. «Las cosas han cambiado» -se dice en lenguaje corriente-. «Vivimos en un nuevo paradigma» -se añade en lenguaje sofisticado-. Pero esto no responde a la pregunta de si existe algo más allá de todo paradigma, algo que, teniendo que ajustarse a los cambios de paradigma, sea también capaz de potenciar cualquier paradigma, sea capaz de «descubrir» pecado y también bondad en cualquier paradigma.

Desde esta perspectiva, experimento un cierto temor a que ideologicemos el «cambio de paradigma», para que lo obvio deje de serlo y lo grave pierda su peso específico. El hecho es que «la levedad del ser» no ha cambiado «el peso de lo real». Y ese «peso» es el que hace que la realidad se hunda. De ahí el peligro de apelar, precipitadamente, al cambio de paradigma. ¿No será para enterrar de una vez Medellín?

El cristiano ve que hay algo que no ha cambiado: el pecado del mundo. El NT lo formula de diversas formas: «servir no a Dios, sino al dinero», «poner cargas intolerables» (Jesús); «oprimir la verdad», «hybris (orgullo) ante Dios» (Pablo); «mentira y asesinato» (Juan). El contenido fundamental no ha cambiado: la hybris de querer vencer a Dios, la opresión, la muerte del otro -ese «otro» que es privado de la vida en todas sus formas: niveles básicos de subsistencia, dignidad, identidad, cultura-.

Hemos de ser honrados con lo real. Lo dicen innumerables informes de Naciones Unidas, de Iglesias, de organizaciones de derechos humanos. Cierto que hay cambios en la conciencia colectiva: nuevos valores ambientales, nuevas perspectivas. Pero en la realidad de las cosas no hay cambios sustanciales. Hace medio siglo Auschwitz fue la vergüenza de la humanidad. Pero desde entonces ¿cuántos Auschwitz ha habido? Los Grandes Lagos, la muerte de hambre, la exclusión de la fiesta de la vida de millones de seres humanos. Auschwitz no es cosa sólo del pasado. Seguimos en Auschwitz. Y desde ahí tenemos que hacer teología, teniendo presentes los auschwitz de los setenta, de los ochenta y de los noventa, aunque esto nos sonroje. Y sin olvidar tampoco los anhelos y las esperanzas de los pobres de hoy.

 

Lo meta-paradigmático: Jesús, la buena noticia de Dios

En los paradigmas hay que estar, pues, atentos a lo que tienen de pecado y de gracia, para cambiar lo que tienen de pecado y conservar lo que tienen de gracia.

Desde esta perspectiva, en la cristología lo meta-paradigmático no es llegar a una formulación concreta -narrativa, mitológico, cultural, conceptual- de la figura de Jesús. Esto viene después. Lo fundamental es la afirmación de que Dios -la realidad última- se manifiesta en la historia. Y que se manifiesta en directo como una buena noticia para los seres humanos. En este mundo de limitaciones -a lo griego-, de pecado y fracaso - a lo bíblico-, de indiferencia y encubrimiento -a lo actual- hay futuro para la humanidad. Y esto sin ingenuidad.

En los orígenes del cristianismo hay todo menos ingenuidad. ¿Es ingenuidad la cruz de Jesús? Pues Dios es allí el inactivo y el silente, el que está a merced de los seres humanos. Dios causa escándalo por aparecer en la cruz (Pablo). Y sin embargo, sin ingenuidad, Dios es buena noticia -y esto es decisivo para averiguar lo paradigmático- para los pobres, para las víctimas de este mundo. Es buena noticia para los oprimidos según los paradigmas de la época: los griegos, oprimidos por una historia que es propiedad de los judíos; las mujeres oprimidas por una historia que es propiedad de los varones, y los esclavos por una historia que es propiedad de los amos (Pablo). Y, para Santiago, la buena noticia se colige desde abajo, desde lo que es la verdadera religión: visitar huérfanos y viudas. El que en la realidad haya esta buena noticia constituye lo paradigmático del cristianismo: Dios está a favor de aquellos contra quienes está la historia.

Esta buena noticia tiene una expresión cristológica: el Hijo. Y ese Hijo es Jesús de Nazaret. Esto suscita preguntas dentro de la misma tradición cristiana y en el ámbito del diálogo interreligioso. Por esto no habrá que hablar sólo de Jesús de Nazaret.

Sin embargo, lo fundamental no es el Hijo sin más, sino el Hijo que fue Jesús de Nazaret. Si buscamos lo universal con un criterio cuantitativo, será más universal el Cristo que mejor exprese y comunique la buena noticia de Dios a todos los pobres de este mundo. Si lo buscamos con un criterio cualitativo, será más universal el Cristo que mejor sepa qué hacer con esa pobreza globalizante y cómo ser fiel a los pobres hasta el final.

Pues bien, ese Cristo más universal que buscamos no es otro que Jesús de Nazaret, pues, pese a la inexactitud de todo lenguaje, no se encuentra una palabra mejor para expresar lo que buscamos y lo que queremos decir. ¿Cómo expresan otros teólogos el sentido de esa universalidad?

Un ejemplo: el teólogo indio Aloysius Pieris, cristiano de tradición budista. Para él, en Asia, «el único rostro que tiene Cristo es el de Jesús». Y añade: «el fundamento del diálogo entre las distintas religiones es, sin duda alguna, las bienaventuranzas». Y la razón no es sólo «cultural»: Jesús fue un asiático, no un ilustrado helenista. La razón es más honda: «Jesús es la contradicción entre Mammón (el Dinero) y Yahvé: Jesús encarna la alianza entre los oprimidos y Yahvé». Y concluye: «La afirmación de fe de que Jesús encarna el pacto defensor entre Yahvé y los oprimidos constituye una cristología que puede traducirse en una praxis en Asia, y de hecho también en cualquier parte del mundo. Sólo esta praxis convierte el cristianismo en una religión universal».

Aquí se dicen dos cosas importantes: 1) en la realidad de nuestro mundo lo parcial que permitirá expresar lo religioso universal es el conflicto entre riqueza/ídolos y pobreza/oprimidos; 2) ese Cristo puede ser llevado a la práctica. Un Cristo traducido como radical rechazo de lo primero -riqueza/ídolos- y radical defensa de lo segundo –pobreza/oprimidos, puede ser comprendido teologalmente como voluntad de Dios y puede ser comprendido por todos, tanto en Asia como en cualquier parte del mundo. Esto es exactamente lo meta-paradigmático.

También en América Latina la teología de la liberación ha afirmado «la alianza entre Dios y los pobres». También, para ella, Jesús de Nazaret es el centro de la teología y, a la vez, el desencadenante y la expresión de una constelación de realidades centrales: el Reino de Dios, la opción por los pobres, las bienaventuranzas, los mártires.

Aun respetando la visión que otros tengan del cristianismo, la teología de la liberación se ha desarrollado como poseída por una fuerza de evidencia interna que se le ha impuesto por sí misma. Es una teología centrada en lo central en la misión de Jesucristo, en su causa, en su pasión y en su utopía, ¡el Reino!

 

El referente de Jesús: el mundo de los pobres

En cualquier paradigma es fundamental que el ser humano sea cosa real y no ficticia, sea algo que pertenezca a la realidad de nuestro mundo. Esto es lo que en el NT se expresa de Jesús cuando, a propósito de su encarnación, se dice que «plantó su tienda entre nosotros» (Jn 1, 14) y que es sarx (carne), o sea, que asumió nuestra condición débil y «se abajó» (Flp 2,8). Aquí no hay ni mitología ni ascética, sino voluntad de realidad. La Buena Noticia se proclama desde la realidad. Y la realidad es lo que está abajo. Hoy el mundo más real -el signo de los tiempos- es lo que está abajo. Lo que está arriba es la excepción.

El autor de la carta a los Hebreos lo dice a su manera: Cristo no es un ángel, sino «algo inferior a los ángeles» (Hb 2,9). 0 sea: no guía a la salvación desde arriba, sino desde abajo. «No se avergüenza de llamarnos hermanos» (Hb 2,1l). «No es insensible a nuestra debilidad, ya que, como nosotros, ha sido probado en todo, excepto el pecado» (Hb 4,15). Pero, estando más abajo que los ángeles, es más poderoso mediador (Hb 9,15).

En forma narrativa presentan los Sinópticos el ser real de Jesús desde la realidad de los pobres. Poco importa si fue artesano o campesino. Lo decisivo es que su referente vital, lo que hacía real su trabajo, era el mundo de los pobres. Las tradiciones de milagros se refieren a gente pobre. La expulsión de demonios expresa la liberación del miedo. Jesús no perdonaba pecados cúlticamente, sino que acogía a los privados de dignidad -los que no cumplían la ley- y compartía la mesa con ellos. Su referente vital es el mundo de los pobres.

Estos gestos de Jesús son signos de su utopía: el Reino, cuyo contenido fundamental es la vida y la dignidad de los pobres. Ellos son los destinatarios fundamentales del Reino. El referente vital de Jesús es la utopía de los pobres.

Eso le llevó al conflicto con «el mundo de los opresores», que se convierte en referente negativo para Jesús, no porque sean «malos», sino porque son opresores de los pobres. Este mundo es presentado (sobre todo por Lucas) como realidad escandalosa cuando se yuxtapone a la de los pobres: Lázaro y Epulón -pobres bendecidos y ricos maldecidos-. Es el mundo de la riqueza injusta. Escribas, fariseos, gobernantes son el mundo «que pone cargas intolerables» que pesan sobre las espaldas de los pobres. Su referente vital negativo es el mundo de los opresores.

Ambos mundos están en conflicto. Y ese conflicto, en el que se introduce para defender al pobre, se le convierte en referente vital. Cada evangelista presenta ese conflicto como una reacción a la actitud de Jesús con los pobres: un pobre hombre que tenía la mano atrofiada (Mc 3,16); su misión de evangelizar a los pobres, proclamada en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,14-30). La persecución fue el clima de su vida (I.Ellacuría) y la tentación fue su clima interno (O.Cullmann). La razón: la defensa del pobre. Para Jesús, «ser real» es cargar con lo real, con lo oneroso de la realidad. Su referente vital es la amenaza (a muerte) de una sociedad que da muerte lenta a los pobres.

La «pobreza» no hay por qué entenderla restrictivamente como pobreza económica, aunque ésta es la central. Se trata del «mundo de la pobreza» que tiene rostros concretos, como describió Puebla en 1979 y Santo Domingo en 1992. En el análisis social se podrá discutir cuál es la dimensión de la pobreza más originante. Pero, para la cristología, lo fundamental es mantener que el referente esencial de Jesús -lo que explica cómo vivió y por qué le fue dada la muerte- es el mundo de los pobres.

Esa referencia esencial de Jesús al mundo de los pobres es lo meta-paradigmático. Es lo que hace real a Jesús en su tiempo y lo que le mantiene como real en el nuestro. Afirmar esa referencia no es opcional en la evangelización. De esa referencia puede y debe estar transida la inculturación.

 

Vivir como resucitados: la resurrección de Jesús desde las víctimas

El referente al mundo de los pobres no desaparece con la resurrección, que pone a Jesús en relación intrínseca con la realidad última. Con esto se inicia un proceso de universalización de Jesús que pone el fundamento para la inculturación. Pero sin olvidar nunca a «Jesús y los pobres».

Los Hechos de los Apóstoles describen la resurrección de Jesús como un drama en dos actos. El primer acto desarrolla el tema «Ustedes mataron al inocente, al justo». Referencia explícita al mundo de los opresores. El segundo acto proclama: «Pero Dios lo resucitó de entre los muertos». Dios no resucita un cadáver, sino a una víctima.

La resurrección, hace referencia esencial a las víctimas, al pobre por excelencia. Dios hace lo que Jesús hizo: ponerse de parte de lo débil de este mundo.

¿Cómo vivir como resucitados en la historia? No se trata de vivir en condiciones lo más inmateriales que sea posible -tentación desde los corintios hasta nuestros días-, sino de vivir el seguimiento de Jesús con el mayor amor posible. Hay que bajar de la cruz a los pueblos crucificados. Esta es la gran tarea. Pero juntamente hemos de preguntarnos qué añade la resurrección, como triunfo sobre la muerte, al seguimiento de Jesús. Estas tres cosas: esperanza, libertad y gozo.

 

1. La esperanza de las víctimas. No se trata sólo de una esperanza más allá de la muerte. Es una esperanza contra la muerte de las víctimas, de una esperanza des-centrada, no centrada en la propia supervivencia. La esperanza cristiana en la propia resurrección vive de la esperanza de la resurrección de las víctimas.

Lo que des-centra nuestra esperanza es la captación de la muerte actual de los crucificados como lo absolutamente escandaloso. Con esa muerte no se puede pactar. La esperanza de la propia resurrección va ligada a la esperanza en la resurrección de las víctimas. Esto es lo cristiano. De otro modo, la resurrección de Jesús y la nuestra es intercambiable con otros símbolos de esperanza de vida más allá de la muerte que proliferan en religiones y filosofías: liberación de la cárcel del cuerpo, integración en el Absoluto, reencarnación, etc.

Las víctimas de este mundo suelen tener esperanza en la resurrección, aunque casi nunca hablen de ella. Hay que entroncarse en esa esperanza. Y así podremos rehacer el proceso de la fe de Israel en un Dios de la resurrección. Al ir descubriendo a un Dios que está a favor de las víctimas, podremos corresponder con un amor radical en favor de ellas. Pero también podremos «esperar» que el verdugo no triunfe sobre ellas y que uno mismo pueda entregarse a una esperanza final.

Esta esperanza exige hacer nuestra la esperanza y, con ello, la realidad de las víctimas. Pero no deja de ser una esperanza «real», un don que nos hacen las víctimas. Esto significa que también nosotros, como Jesús tenemos que cargar con la realidad, la realidad -aquí- de las víctimas. Pero significa también que la realidad cargo con nosotros, ya que en ella no sólo hay pecado y exigencia de erradicarlo, sino también gracia y audacia para la esperanza.

 

2. Libertad como triunfo sobre el egocentrismo. Cristianamente, el hombre libre es el que ama, y ama sin que ninguna otra perspectiva le desvíe del amor. La libertad consiste en atarse a la historia para salvarla, de tal manera que nada en la historia ate y esclavice para poder amar.

En un mundo de pobres y víctimas hay quien puede afirmar sinceramente que ha dedicado su vida a ellos. Pero puede que ese amor quede mitigado y/o condicionado por las ataduras de otros amores. En este caso puede decirse que, aunque haya amor real no hay amor total, porque persisten las «ataduras», comprensibles y legítimas algunas de ellas en sí mismas. Pero hay otros, como Mons. Romero, que amó a los pobres y no amó nada por encima de ellos ni con la misma radicalidad que a ellos, sin que los temores -persecución, asesinatos, amenazas de muerte- ni otros amores legítimos le desviaran de ese amor fundamental y sin que los riesgos que se corren por ese amor le aconsejaran prudencia.

Es sobre todo en ese tipo de amor en el que se hace presente la libertad. La libertad cristiana es libertad para amar. Es la libertad de Jesús cuando afirma: «La vida nadie me la quita, sino que la doy» (Jn 10, 1 8). Es la libertad de Pablo cuando escribe: «Siendo del todo libre, me hice esclavo de todos» (1 Co 9,19). La libertad que expresa el triunfo del Resucitado nada tiene que ver con salirse de la historia, sino que consiste justamente en no estar atado a la historia en lo que ésta tiene de esclavizante -miedo, prudencia paralizante-, consiste en la máxima libertad del amor para servir, sin que nada ponga límites a ese amor.

 

3. El gozo como triunfo sobre la tristeza. La otra dimensión de lo que de triunfo hay en la resurrección es el gozo. Y el gozo se experimenta cuando hay algo que celebrar. Vivir con gozo significa celebrarla vida. ¿Existe tal celebración en situaciones de terrible sufrimiento como el de los pueblos crucificados? Cuenta Gustavo Gutiérrez que, en un taller sobre espiritualidad popular en Lima, los participantes -pobres y sufridos- decían: «Lo que se opone a la alegría es la tristeza, no el sufrimiento». Ellos son expertos en sufrimiento, no en tristeza. Por esto pueden tener gozo.

Que la vida pueda ser celebrada es fundamental para poder vivir la resurrección de Jesús. No se trata de diversión, sino de honradez con la realidad. Y la realidad es que, a pesar de los pesares, podemos reconocer, junto con otros, lo bueno y lo positivo en cosas pequeñas y grandes. Y esto es lo que celebramos. Esa honradez con lo bueno de la realidad es la de Jesús cuando se alegra de que el Padre haya revelado los misterios del Reino, no a los sabios y prudentes, sino a «los pequeños» y cuando celebra la vida dando de comer y prometiendo el «pan de vida».

Ese gozo es posible también hoy. Es el gozo de las comunidades que, pese a todo, se reúnen para cantar, para mostrar que están contentos y que, por esto, celebran la eucaristía. Para ser honrados con su propia vida sienten que también tienen que celebrarla. Fue también el gozo de Mons. Romero que, pese a estar acosado por todos lados, se llenaba de gozo visitando las comunidades y exclamaba: «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor». Le costó la vida. Pero el pueblo le otorgó un gozo que nadie le pudo quitar. Y en ese gozo se le hizo históricamente presente el triunfo de la resurrección.

 

 

Conclusión

1. Lo que mantiene la originalidad del cristianismo es la relación Dios-pobres. Esa relación constituye la buena noticia. Cristológicamente, el referente de Jesús es el mundo de los pobres. Esa referencia, que con la resurrección cobra nuevas dimensiones, es esencial a lo meta-paradigmático.

2. Desde esta perspectiva se comprende la universalización de Jesús. Su fundamento consiste en que Jesús, para ser buena noticia, sólo necesita hacerse sarx, asumir la condición débil del ser humano. Dios asume la humanidad de Jesús para expresarse y, al expresarse, al decir su Palabra, crea esa humanidad. «Lo humano sin añadidos» es lo que hace presente a Dios, y no el pertenecer a una u otra tribu de Israel, ni el ser varón o mujer, ni el ser judío, griego o maya. Pero, aunque los «añadidos» no son necesarios, sí lo son las «concreciones»: misericordia, fidelidad, entrega, solidaridad.

3. En lo cósmico -lo universal de lo humano, ensanchado más allá de lo humano- puede participar cualquier hombre o mujer de cualquier religión. El diálogo interreligioso debiera, pues, ser lo evidente. Y sin embargo, en ese «Cristo cósmico», si integra centralmente a Jesús de Nazaret, hay algo específico: su referencia esencial a los pobres y las consiguientes «concreciones». Universalidad y cosmicidad sin referencia a los pobres no puede llevarse a cabo en nombre de la fe cristiana.

4. Para la evangelización esto supone la voluntad de ser real en un mundo de pobres, de anunciar a Jesús como la buena noticia de Dios a ellos. Sólo desde ahí es posible abordar otras dimensiones de la evangelización y, en especial, la inculturación.

 

Condensó: JORDI CASTILLERO