LA IGLESIA QUE NACE DEL ESPÍRITU SANTO

José Ignacio González Faus

Nacer

Cuando Juan XXIII convocó el concilio Vaticano II, se parecía al ángel Gabriel, enviado a la Iglesia para anunciarle: el Espíritu Santo descenderá sobre ti, concebirás en tu seno, y lo que darás a luz será llamado «Yavé salva».

Quizá por esto, el capítulo 12 del Apocalipsis compara a la Iglesia con una mujer embarazada. El embarazo perturba la belleza de una línea femenina. Pero esa fealdad es promesa de vida futura.

También después del Vaticano I, mucha gente encontró fea a la Iglesia; otros dudaban de ella o la acusaban de infiel. Ella misma ha sufrido mareos y vómitos. Pero todo eso no es anuncio de muerte, sino promesa de la vida que lleva dentro y que, si nace , se llamará «Dios salva».

Hay que tener comprensión con el cambio de la Iglesia y con el hecho de que le cueste tanto gestar una vida que no es una simple vida humana, sino la Vida de Dios para los hombres. El cambio que Dios le pide es muy grande: debe pasar de ser una «multin acional de servicios religiosos» a ser «señal y servidora» (= sacramento) de la salvación de Dios.

Iglesia

La primera Iglesia es el Espíritu Santo. Él universaliza el cuerpo del Resucitado, y crea después esas células de vida divina que son señal de la cristificación del mundo, y servicio a esa cristificación. Pero una multinacional de servicios religiosos es más cómodo, sobre todo para los dirigentes (los «ejecutivos») de esa multinacional. Pero una transnacional nunca será católica; y si está en todo el mundo no será por catolicidad sino por imperio.

La transnacional vende el producto que hay que vender a Dios: el «sacrificio». Pero, si en lugar de eso, se quiere ser transparencia de Dios, a Dios sólo se le transparenta en aquellas palabras tan típicas de la tradición bíblica y del propio Jesús: «m isericordia quiero y no sacrificio» (cf Mt 9, 13 y 12, 7). Por eso, una Iglesia sacramento habrá de ser necesariamente una Iglesia de la misericordia.

Pero la tentación de todos lo hombres religiosos es decirle a Dios: «conténtate con nuestros sacrificios y déjanos en paz con tus exigencias de misericordia». Es decir: comprar a Dios, manejarle, mantener a raya a Dios para que no entre en nuestras vid as y nos pida lo único que Dios nos pide: la misericordia «que cumple toda la ley» (Rm 13, 10).

La obra del Espíritu

Una Iglesia «multinacional» tomará su condición divina como algo de lo que «hacer alarde» (cf Fil 2, 6) para obtener sumisión y privilegios. Una Iglesia de la misericordia «se vaciará de su imagen divina» (Fil 2, 7), presentándose como un [grupo de] ho mbre(s) cualquiera (Fil 2, 7) y asumiendo la imagen del Servidor del cap. 53 de Isaías.

Una Iglesia servidora tendrá naturalmente sus dirigentes, porque ésta es una tarea necesaria a toda la comunidad de hombres. No será pues una Iglesia «paralela» pero sí una Iglesia «convertida»: porque esos dirigentes apenas se tratarán con las autorid ades de este mundo, dado que, en realidad, son lo más opuesto a ellas. Estarán mucho más en contacto con los condenados de la tierra que con los «grandes» de la tierra.

En una Iglesia servidora el sucesor de Pedro no será un jefe de Estado porque -como ya le decía san Bernardo al papa Eugenio III- entonces parecería no el sucesor de Pedro, sino de Constantino o de Caifás. En una Iglesia servidora, los enlaces de Pedr o con las iglesias locales, no pertenecerán al cuerpo diplomático: muchas veces ni siquiera vendrán de Roma, sino que podrán ser designados por las mismas conferencias episcopales. En una Iglesia servidora no existirá eso que se llamó «príncipes de la Igl esia» y que es una expresión blasfema que la «figura de este mundo» (Rm 12, 2) nos coló en el lenguaje sin darnos cuenta.

En una Iglesia servidora, los dirigentes no se llamarán «jerarquía» sino «doularquía»: porque jerarquía es una palabra que significa «poder sagrado» y, para el cristiano, esto es una contradicción: para un cristiano sólo es sagrado el amor, no el poder . Doularquía en cambio significa servicio sagrado, y es una palabra mucho más verdadera porque el servicio es la mayor impronta de Dios (por eso nos sobrepasa tanto). Y por eso esta «doularquía» no se estructurará de arriba abajo, como una pirámide que pr etendiera llegar al cielo con su punta, reproduciendo así la obsesión de la torre de Babel. Se estructurará más bien como una «Iglesia de Iglesias» (René Tillard), o como una comunidad de comunidades. Por eso, la elección de dirigentes no se hará desde el vértice de la pirámide sino, como en la Iglesia primitiva, con la participación de las comunidades locales («clero y pueblo», como decían en la Edad Media).

En una Iglesia de la misericordia la principal obsesión será abolir las diferencias que el pecado del mundo consagra siempre en las relaciones humanas: la división entre señores y siervos, entre Norte y Sur, entre varón y mujer. En la Iglesia-sacrament o «no habrá varón ni mujer» (Gá 3, 28), ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, ni occidental u oriental, sino sólo personas nuevas. Y esa Iglesia buscará hacer todo lo posible para no dar ocasión de pensar que ella mantiene esas diferencias abolidas por Cr isto.

Una Iglesia de la misericordia procurará no «colar el mosquito» de la rúbrica y la ortodoxia para «tragarse el camello de la injusticia y la crueldad, sino que recordará la importante advertencia de Jesús: «esto es lo que habría que hacer, sin olvidar lo otro» (Mt 23, 23). Por eso, una Iglesia de la misericordia hará también todo lo posible por desidentificarse del Occidente, para poder -con san Pablo- «hacerse todo a todos»: será una Iglesia negra con los negros, aymara con los aymaras, quechua con lo s quechuas, afroamericana y caribeña con los afromericanos y caribeños... Y en ella suscitará el Señor más de un apóstol Pablo que, cuando se quiera imponer algún tipo de «circuncisión» occidental, gritará en seguida que eso es buscar una «justificación p or los méritos propios» y hacer inútil a Cristo y que -por tanto- «aunque un ángel o yo mismo os anuncie otro evangelio, sea anatema» (Gál 1, 8).

¿Existirá alguna vez esa Iglesia? ¿Es sólo una utopía o un sueño bonito? En contra de lo que podría pensarse, la respuesta a esta pregunta importa poco: lo importante no es que exista esa Iglesia, sino que haya en todo el mundo comunidades que caminen en esa dirección. Hasta qué altura podemos llegar en ese caminar, sólo Dios lo sabe. Pero lo que Dios nos pregunta no es si hemos llegado a esa meta, sino si caminamos en esa dirección o en la dirección contraria. La visión del Apocalipsis que citábamos a l comienzo, no deja contemplar en esta tierra al hijo de la mujer que iba a dar a luz: pero avisa contra el Dragón que quiere impedir su parto (Ap 12, 4).

Si caminamos en la dirección del Evangelio, la Iglesia será efectivamente señal y gestante de la salvación de Dios (sacramento). Si caminamos en la dirección contraria, se podrá decir de nosotros lo que Pablo recriminaba a los judíos: «por vuestra causa el nombre de Dios es blasfemado entre los hombres» (Rm 2, 24).

Y hoy mismo ya es posible comenzar a dar pasos importantes en esta dirección, y volverse (=convertirse) de la dirección contraria.