La ética de la tierra

Aldo Leopold

CLAES - Centro Latino Americano de Ecologia Social

Aldo Leopold nació en 1887 en Estados Unidos, y trabajó durante gran parte de su vida como ingeniero forestal y científico en vida silvestre. Desarrolló una visión crítica de la conservación utilitarista. Falleció en 1948, y un año más tarde se publicó su libro póstumo, que con el tiempo se convirtió en referencia obligada en las discusiones sobre ética, política y conservación.

Cuando Odiseo, casi un dios, regresó de las guerras de Troya, ahorcó de una misma cuerda a una docena de jóvenes esclavas que formaban parte de su patrimonio familiar, porque sospechó que se habían comportado mal durante su ausencia.

El colgarlas no involucraba una cuestión de propiedad. Las muchachas eran su propiedad, y entonces, como ahora, se imponía el sentido práctico, no las consideraciones acerca del bien y el mal.

Los conceptos del bien y el mal no eran desconocidos en la Grecia de Odiseo: lo atestigua la fidelidad de su esposa, que lo esperó largos años hasta que por fin las negras proas de sus navíos viraron en los mares color vino tinto rumbo al hogar. La estructura ética de esos días se aplicaba a las esposas, pero todavía no se incluía en ella a los vasallos. Durante los tres mil años que han transcurrido desde entonces, los criterios éticos se han expandido a muchas otros campos de la conducta, con la consecuente contracción de los ámbitos donde el único criterio de juicio es únicamente la conveniencia práctica.

La secuencia ética

Esta ampliación de la ética, que hasta ahora sólo ha sido estudiada por los filósofos, es en realidad un proceso en la evolución ecológica. Sus secuencias se pueden describir tanto en términos ecológicos como filosóficos. Ecológicamente, la ética es una limitación que se le impone a la libertad de acción, en la lucha por la existencia. Filosóficamente, la ética es lo que permite diferenciar la conducta social de la antisocial. Son dos definiciones de la misma cosa. ésta tuvo su origen en la tendencia de los individuos o grupos interdependientes a desarrollar modalidades de cooperación. El ecólogo las llama simbiosis. La política y la economía son simbiosis avanzadas donde la competencia original de libertad para todos, ha sido reemplazada, en parte, por mecanismos de cooperación dotados de un contenido ético.

La complejidad de los mecanismos cooperativos ha aumentado con la densidad de la población y la eficacia de las herramientas. Por ejemplo, era más sencillo definir los usos antisociales de los mazos y piedras, en la época de los mastodontes, que los de las balas y la publicidad en la era de los motores.

Las primeras éticas se ocuparon de la relación entre los individuos; los Mandamientos de Moisés don un ejemplo. Los añadidos posteriores se referían a la relación entre el individuo y la sociedad. La Regla de Oro trata de integrar al individuo a la sociedad; y la democracia intenta integrar la organización social al individuo.

Todavía no existe una ética acerca de la relación del hombre con la tierra y con los animales y las plantas que viven de ella. La tierra, como las esclavas de Odiseo, todavía es una propiedad. La relación con la tierra sigue siendo estrictamente económica, se otorgan privilegios, pero no obligaciones.

La ampliación de la ética a este tercer elemento del medio ambiente humano es, si interpreto debidamente la evidencia, es una posibilidad evolutiva y una necesidad ecológica. Es el tercer paso de una secuencia. Los dos primeros ya ocurrieron. Desde los tiempos de Ezequiel e Isaías, los pensadores han dicho que la devastación de la tierra no sólo es inconveniente sino también equivocada. Sin embargo, la sociedad todavía no ha afirmado esa creencia. Creo que el actual movimiento a favor de la conservación es un embrión de esa afirmación.

La ética se debe considerar como una guía para encarar las situaciones ecológicas tan nuevas o intrincadas, o que implican reacciones tan tardías, que el sendero de la conveniencia social no puede ser percibido por la persona término medio. Los instintos animales son una guía para el individuo cuando se enfrenta a tales situaciones. Las éticas son posiblemente un tipo de instinto comunitario en gestación.

El concepto de comunidad

Toda la ética que ha evolucionado hasta la fecha se basa en una sola premisa: que el individuo es miembro de una comunidad formada por partes independientes. Sus instintos lo inducen a competir por su propio sitio en la comunidad, pero su ética lo induce también a cooperar (tal vez para que pueda existir un lugar por el cual sea pueda competir).

La ética de la tierra simplemente amplia las fronteras de la comunidad para incluir el suelo, agua, plantas y animales, o colectivamente: la tierra.

Esto parece simple: ¿acaso hemos dejado de exaltar nuestro amor y nuestro deber para con la tierra de los libres y el hogar de los valientes? Sí, pero ¿qué y a quiénes amamos? Ciertamente no amamos a los suelos, pues dejamos que se pierdan arrastrados por el agua que baja hacia los ríos. Ciertamente tampoco amamos al agua, ya que no le reconocemos otra función que mover las turbinas, hacer flotar a los barcos y arrastrar nuestros desechos cloacales. Ciertamente no amamos tampoco a las plantas, ya que exterminamos comunidades enteras de ellas sin parpadear. Ciertamente tampoco a los animales, de los cuales ya hemos acabado con muchas de las especies más grandes y hermosas. Una la ética de la tierra por cierto no puede proscribir la modificación, administración y utilización de esos “recursos”, pero sí afirma sus derechos a seguir existiendo y que por lo menos en algunos lugares continúen su existencia en estado natural.

En suma, la ética de la tierra transforma el papel del Homo sapiens, de conquistador de la comunidad de la tierra a miembro y ciudadano común de ella. Eso implica respeto hacia los demás miembros y también a toda la comunidad como tal.

En la historia humana, hemos aprendido (espero que así sea) que en el papel del conquistador está eventualmente su propia derrota. ¿Por qué? Porque en ese papel está implícito el hecho que el conquistador conoce, ex cathedra, cuáles son los mecanismos que hacen funcionar a la comunidad, qué y quién es valioso y qué y quién carece de valor en la vida de la colectividad. Sin embargo, en realidad siempre sucede que él no sabe en verdad ninguna de esas cosas y por eso sus conquistas a la postre se derrotan por sí mismas.

En la comunidad biótica existe una situación paralela. Abraham sabía exactamente para qué servía la tierra: su función era que la leche y miel gotearan dentro de su boca. En el momento actual, la seguridad con que suscribimos esta suposición es inversamente proporcional a nuestro grado de educación académica.

El ciudadano ordinario de hoy supone que la ciencia sabe cuáles son los mecanismos que mueven a la comunidad; en cambio, el científico está igualmente seguro de que no lo sabe. Él está consciente de que el mecanismo biótico es tan complejo, que sus funcionamientos tal vez jamás se llegue a comprender del todo.

El hecho de que el hombre es solamente un miembro más de un equipo biótico se demuestra mediante una interpretación ecológica de la historia. Muchos eventos históricos que hasta hoy sólo se han interpretado en términos de la empresa humana, fueron en realidad interacciones bióticas entre la gente y la tierra. Las características de ésta determinaron los hechos con tanta fuerza como las características de los hombres que vivían en ella.

Recordemos, por ejemplo, la colonización del valle del Mississippi. En los años siguientes a la Guerra de Independencia, tres grupos se disputaban su control: los indios nativos, los comerciantes franceses e ingleses, y los colonizadores norteamericanos. Los historiadores se preguntan qué habría pasado si los ingleses de Detroit le hubieran añadido un poco más de peso al lado de la balanza que correspondía a los indios, para decidir el resultado de la migración colonial hacia los cañaverales de Kentucky. Ha llegado el momento de ponderar el hecho de que cuando los cañaverales fueron sometidos a la mezcla particular de fuerzas constituidas por las vacas, el arado, el fuego y el hacha del pionero, se convierten en pasto azul. ¿Qué habría pasado si la sucesión vegetal espontánea de esa tierra oscura y sangrienta, sometida al impacto de esas fuerzas, nos hubiera dado alguna juncia, arbusto o maleza carente de valor? ¿Se habrían quedado allí Boone y Kenton? ¿Habría habido tanto flujo migratorio hacia Ohio, Indiana, Illinois y Missouri? ¿Se habría realizado la compra de Louisiana? ¿Habría habido una unión transcontinental de nuevos estados? ¿Y una Guerra Civil?

Kentucky fue una frase en el drama de la historia. Usualmente se nos dice qué trataron de hacer los actores humanos de ese drama, pero rara vez nos aclaran que su éxito, o su fracaso, dependió en alto grado de la reacción de esos suelos particulares al impacto de las fuerzas particulares a las que fueron sometidos a causa de la ocupación. En el caso de Kentucky, ni siquiera sabemos de dónde vino el pasto azul -si es una especie nativa o un polizón traído de Europa.

Compare los cañaverales con lo que la visión retrospectiva nos dice acerca del Sudoeste, donde los pioneros eran igualmente valientes, ingeniosos y perseverantes. Allí el impacto de las ocupaciones no trajo consigo ni pasto azul ni ninguna otra planta adecuada para soportar los rigores y el maltrato del uso pesado. Cuando esa región fue utilizada para el pastoreo de ganado, se revertió en una serie de pastos, arbustos y malezas cada vez menos valiosos, hasta alcanzar una situación de equilibrio inestable. Cada recesión a otro tipo de planta ocasionó mayor erosión; cada incremento de la erosión propició una mayor recesión de las plantas. El resultado actual es un deterioro progresivo y mutuo, no sólo de las plantas y los suelos sino también de la comunidad animal que subsiste en ellos. los primeros colonizadores no esperaban esto: algunos incluso excavaron zanjas en las ciénagas de Nuevo México para acelerar su desecación. El proceso ha sido tan sutil que pocos residentes de la región lo han percibido. Es casi invisible para los turistas, que encuentran pintoresco y encantador a ese paisaje devastado (y sin duda lo es, pero tiene muy poca semejanza con lo que fue en 1848).

El paisaje ya había sido "desarrollado" en fecha anterior, pero con resultados muy diferentes. Los Indios Pueblo se asentaron en el Sudoeste en la época precolombina, pero ellos no poseían ganado de pastoreo. Su civilización se extinguió, pero no porque ellos hayan destruido la tierra.

En la India se han ocupado regiones desprovistas de hierba tipo pastizal, aparentemente sin estropear la tierra, con el simple expediente de llevar la pastura hasta la vaca, y no a la inversa. (¿Fue esto el resultado de una profunda sabiduría o sólo se debió a la buena suerte? No lo sé.)

En pocas palabras, la sucesión ecológica de plantas determinó el curso de la historia; el pionero sólo demostró, para bien o para mal, qué sucesiones heredarían la tierra. ¿Se enseña la historia con este espíritu? Así se hará, en cuanto el concepto de la tierra como comunidad penetre verdaderamente en nuestra vida intelectual.

La conciencia ecológica

La conservación es un estado de armonía entre los hombres y la tierra. A pesar de casi un siglo de propaganda la conservación sigue avanzando, a paso de tortuga; el progreso todavía consiste sobre todo en membretes piadosos y oratoria de convención. Todavía en los años 40 dábamos dos pasos hacia atrás por cada uno hacia adelante.

La respuesta usual a este dilema es "más educación para la conservación". Eso nadie lo discute, pero ¿será verdad que sólo se debe aumentar el volumen de educación? ¿No faltará algo también en el contenido?

Es difícil presentar un sumario justo de dicho contenido, pero, según lo entiendo, consiste sustancialmente en esto: obedece la ley, ejerce el derecho de voto afíliate a organizaciones y practica la forma de conservación que sea rentable en tu tierra; el gobierno hará el resto.

¿No será esta fórmula demasiado simple para lograr algo que valga la pena? No se define lo correcto o incorrecto, no se imponen obligaciones, no se llama a sacrificios y no implica cambio alguno en la filosofía de valores vigente. Con respecto al uso de la tierra, apela solamente al interés propio bien informado. ¿Cuán lejos nos podrá llevar ese tipo de educación? Y a la vez con un ejemplo obtengamos una respuesta parcial.

En 1930 toda la gente había llegado a ver con claridad, salvo los ecológicamente ciegos, que la capa superficial del suelo del sudoeste de Wisconsin era arrastrado hacia el mar. En 1933 se dijo a los agricultores que si adoptaban ciertas prácticas correctivas durante cinco años, el público les donaría la mano de obra , además de la maquinaria y los materiales necesarios. La oferta tuvo mucha aceptación, pero las prácticas fueron olvidadas casi por completo cuando terminó el período contratado de cinco años. Los granjeros siguieron aplicando solamente aquellas prácticas que les producían una ganancia visible e inmediata.

Esto condujo a la idea de que tal vez los agricultores aprenderían más pronto si ellos mismos escribían las reglas. Con ese fin, la legislatura de Wisconsin aprobó en 1937 la Ley del Distrito para la Conservación de Suelos. En ella se decía a los agricultores: "Nosotros, el público, les daremos servicio técnico gratuito y les prestaremos maquinaria especializada, si elaboran sus propias reglas para el uso de la tierra. Cada condado podrá redactar sus propias reglas y éstas tendrán fuerza de ley". Casi todos los condados se organizaron con prontitud para aceptar la ayuda propuesta, pero al cabo de una década de operaciones, ningún condado ha redactado aún ni una sola regla. Ha habido progresos visibles en prácticas tales como el cultivo en franjas, la renovación de pastizales y la adición de cal al suelo, pero nada se ha hecho para cercar los bosques a fin de protegerlos del ganado, ni tampoco para evitar que el arado y las vacas entren a las tierras con pendientes pronunciadas. En suma, los granjeros han elegido las prácticas correctivas que les reportan algún tipo de ganancia, e ignoramos las que serían  benéficas para la comunidad, pero no resultan claramente lucrativas para ellos.

Cuando alguien pregunta por qué no se han redactado esas reglas, responden que la comunidad todavía no está preparada para apoyarlas, pues la educación debe preceder a los reglamentos. Sin embargo, la educación que hoy realmente está en marcha no menciona las obligaciones para con la tierra, las que están antes y por encima de las que dicta el interés propio. El resultado neto es que tenemos más educación y menos tierras de cultivo, menos bosques sanos y tantas inundaciones como en 1937.

Lo desconcertante de la situación es que la existencia de obligaciones antes y por encima del interés propio se toma como dado en los proyectos para la comunidad rural, como el mejoramiento de caminos, escuelas, iglesias y equipos de béisbol. En cambio, su existencia no se toma por dada ni se la discute seriamente cuando se trata de mejorar el efecto del agua que cae sobre la tierra o para preservar la belleza y la diversidad del paisaje agrícola. La ética del uso de la tierra sigue estando gobernada íntegramente por el interés individual económico, tal como ocurría hace un siglo con la ética social.

En resumen: le pedimos al agricultor que haga lo que crea más conveniente para salvar sus tierras de cultivo y eso es lo que ha hecho, pero nada más. El granjero que tala un bosque en una pendiente de 75%, lleva luego su ganado a ese claro y provoca que el agua de la lluvia, las rocas y el suelo sean arrastrados por el río de la comunidad, sigue siendo un miembro respetable de la sociedad (si en lo demás es decente). Si agrega cal a sus campos y planta sus cultivos en curvas de nivel, tiene el mismo derecho a recibir todos los privilegios y emolumentos de su Distrito para la Conservación de Suelos. El Distrito es un hermoso motor de la maquinaria social, pero tose avanzando penosamente con sólo dos pistones porque hemos sido demasiado tímidos, y también demasiado impacientes en nuestra ansia de un éxito inmediato, para decirle al granjero la verdadera magnitud de sus obligaciones. Las obligaciones carecen de significado si no hay conciencia social; y el problema que encaramos es cómo ampliar la conciencia social desde las personas hasta la tierra.

Jamás se ha logrado un cambio importante en materia de ética sin un cambio interno en nuestra lealtad, afecto, prioridades y convicciones intelectuales. La prueba de que la conservación no ha logrado tocar esos cimientos de la conducta yace en el hecho de que ni la filosofía ni la religión se han ocupado todavía de ella. En nuestro intento de facilitar la conservación, la hemos vuelto trivial.

Sustitutos de la ética de la tierra

Cuando la lógica de la historia nos pide pan y le damos una piedra, estamos en dificultades para explicar que las piedras se parecen al pan. Ahora describiré algunas de las piedras que empleamos como sustitutos de la ética de la tierra.

Una de las debilidades básicas de un sistema de conservación basado íntegramente en motivos económicos es que la mayoría de los miembros de la comunidad de la tierra no poseen valor económico. Las flores silvestres y los pájaros canoros son ejemplos de esto. De los 22.000 animales y plantas superiores nativos de Wisconsin, es dudoso que más del 5% pueda venderse, usarse como forraje, sea comestible o tenga algún otro uso económico. Sin embargo, esas criaturas también son miembros de la comunidad biótica y si la estabilidad de ésta depende de su integridad (como lo creo yo), tienen derecho a persistir.

Cuando una de esas categorías no económicas está amenazada y nosotros le sentimos afecto, inventamos subterfugios para atribuirle alguna importancia económica. A principios siglo se pensó que las aves canoras estaban desapareciendo. Los ornitólogos salieron al rescate y presentaron pruebas, bastante discutibles, de que los insectos nos devorarían si los pájaros no los controlaban. La evidencia tenía que ser económica para que fuese válida.

Hoy nos resulta penoso leer esos circunloquios. Todavía no tenemos una ética de la tierra, pero por lo menos estamos más cerca de admitir que las aves deberían seguir existiendo por un derecho biótico independientemente de la presencia o ausencia de ventajas económicas para nosotros.

Se presenta una situación paralela en el caso de los mamíferos depredadores, las aves de rapiña y las que se alimentan de peces. Hubo una época en que los biólogos exageraron un poco en cuanto a la evidencia de que esas criaturas protejerían la salud de los animales de caza mediante la supresión de los más débiles, o que controlen a los roedores en beneficios del granjero, o que sólo devoren a especies "sin valor". También en este caso, la evidencia tenía que ser económica para que fuera aceptable. Sólo en los últimos años se ha presentado el argumento, más honesto, de que los depredadores son miembros de la comunidad y que ningún interés particular tiene el derecho de exterminarlos en aras de su propio beneficio real o imaginario. Por desgracia esta opinión ilustrada todavía está en la etapa de la discusión. El exterminio de depredadores en el campo sigue su marcha; esto lo atestigua la inminente erradicación del lobo gris de Norteamérica por decisión conjunta del Congreso, las oficinas de conservación y las legislaturas de muchos estados.

Algunas especies de árboles han sido ‘borradas del mapa’ por forestales obsesionados por la economía y convencidos de que esos árboles crecen demasiado despacio o que su valor de venta no es suficiente para justificar su cultivo; el cedro blanco, el alerce, el ciprés, la haya y el pinabete son algunos ejemplos.

En Europa, donde la silvicultura está más avanzada desde el punto de vista ecológico, se reconoce a las especies de árboles no comerciales como miembros de la comunidad forestal nativa; así resulta razonable conservarlas como tales. Además, se ha descubierto que algunas de ellas (como la haya) cumplen una valiosa función que favorece la fertilidad del suelo. La interdependencia del bosque y las especies de árboles que lo constituyen, la flora del suelo y la fauna, se acepta como un hecho natural.

La ausencia de valor económico a veces es característica no sólo de especies o grupos, sino de comunidades bióticas enteras: los bañados, los pantanos, las dunas y los ‘desiertos’ son otros tantos ejemplos. En esos casos, nuestra fórmula consiste en dejar su conservación en manos del gobierno, ya sea en refugios, monumentos o parques. Las dificultades estriban en que esas comunidades suelen estar salpicadas de tierras privadas con mayor valor comercial y el gobierno posiblemente no puede apropiarse o controlar esas parcelas dispersas. El resultado neto es que hemos condenado grandes extensiones de esas comunidades a la extinción definitiva. Si el propietario privado tuviera mentalidad ecológica, se sentiría orgulloso de ser el custodio de una proporción razonable de esas áreas, que le suman belleza y diversidad a su finca y a su región.

En algunos casos la supuesta falta de rentabilidad de las áreas de ‘páramos’ ha resultado falsa, pero sólo cuando la mayor parte de ellas ya han sido destruidas. Un caso ilustrativo es la campaña actual para restituir el agua a los manglares donde vive la rata almizclera.

El movimiento de conservación estadounidense acusa una clara tendencia en relegar al gobierno las tareas necesarias que los propietarios privados no realizan. La apropiación, operación, subsidio o regulación por el gobierno es hoy muy común en silvicultura, administración de pastizales, manejo de suelos y cuencas, conservación de parques y tierras vírgenes, administración de la pesca y las aves migratorias, y otros rubros por venir. La mayor parte de este incremento de la conservación a cargo del gobierno es apropiada y lógica, y en algunos casos es inevitable. Yo no desapruebo esa tendencia, como puede apreciarse por el hecho de que he dedicado la mayor parte de mi vida a trabajar por ella. Sin embargo, surge esta pregunta: ¿Cuál será la magnitud final de la empresa? ¿Tendrá que financiar el contribuyente todas sus ramificaciones futuras? ¿En qué momento la conservación gubernamental se volverá inválida, como el mastodonte, por sus enormes dimensiones? Tal parece que la respuesta, si la hay, radica en una ética de la tierra o en cualquier otra fuerza que le imponga más obligaciones al propietario de la tierra.

Los propietarios y usuarios industriales de la tierra, sobre todo los madereros y ganaderos, son afectos a quejarse larga y ruidosamente por el grado en que el gobierno es dueño y regulador de tierras, pero (con notables excepciones) están poco dispuestos a aceptar la única alternativa visible: la práctica voluntaria de la conservación en sus propias tierras.

Cuando se le pide al terrateniente privado que realice en bien de la comunidad alguna actividad no lucrativa, él acepta pero con la mano extendida esperando fondos para hacerlo. Si esa actividad le cuesta dinero, su actitud es justa y apropiada, pero cuando el único costo es la previsión, una mentalidad abierta o su tiempo, esa actitud es por lo menos discutible. El crecimiento abrumador de los subsidios por el uso de la tierra en los últimos años se debe atribuir, en gran parte, a las agencias del propio gobierno que están a cargo de impartir educación sobre conservación: las oficinas de tierras, las escuelas de agronomía y los servicios de extensión. Hasta donde me he podido dar cuenta, en esas instituciones no se enseña ninguna obligación ética para con la tierra.

En resumen: un sistema de conservación basado solamente en el interés económico del individuo es irremisiblemente sesgado. Tiende a ignorar y eventualmente eliminar, muchos elementos de la comunidad de la tierra que carecen de valor comercial, pero que son esenciales (hasta donde sabemos) para su sano funcionamiento. Se supone, erróneamente en mi opinión, que las piezas económicas del reloj biótico funcionarán sin el concurso de las partes no económicas. Se tiende a dejar en manos del gobierno muchas funciones que a la postre serán excesivas, por su magnitud, complejidad o dispersión, para que pueda realizarlas.

El único remedio a la vista para esas cuestiones es que el propietario privado asuma una obligación ética.

La pirámide de la tierra

Una ética que sirva de complemento y guía para la relación económica con la tierra presupone la existencia de una imagen mental de ésta  como un mecanismo biótico. Sólo podemos ser éticos en relación con algo que podamos ver, palpar, entender o amar, o en lo cual tengamos fe por alguna otra razón.

La imagen que se suele invocar en la educación para la conservación es la del ‘equilibrio de la naturaleza’. Por razones demasiado largas para detallarlas aquí, esta expresión figurada no describe con precisión lo poco que sabemos sobre el mecanismo de la tierra. Es mucho más veraz la imagen que se emplea en la ecología: la pirámide biótica. Describiré primero la pirámide como símbolo de la tierra y después desarrollaré alguna de sus consecuencias para el uso de la misma.

Las plantas absorben energía del sol. Esta energía fluye en un circuito llamado biota y que se puede representar como una pirámide formada por varios niveles. El nivel de la base es el suelo. En él se apoya el nivel que corresponde a las plantas, el de los insectos se apoya en el de las plantas, la capa de las aves y roedores se asienta en la de los insectos, y así se asciende a través de diversos grupos de animales hasta llegar al nivel superior, constituido por los grandes carnívoros.

Las especies que conforman cada nivel no son similares por su procedencia o su aspecto exterior, sino por lo que comen. Para alimentarse, y a menudo también para otros servicios, cada capa sucesiva depende de las que están más abajo, y cada una aporta, a su vez, alimentos y servicios a las de más arriba. A medida que ascendemos, cada capa presenta menos abundancia numérica. Así pues, por cada carnívoro hay cientos de animales que son sus presas, millares de seres que alimentan a éstos, millones de insectos e incontables plantas. La forma piramidal  del sistema refleja esta progresión numérica desde el vértice hasta la base. el hombre comparte una de las capas intermedias con el oso, el mapache y la ardilla, ya que todos ellos comen carne y también vegetales.

Las líneas de dependencia, para la alimentación y otros servicios, se conocen como cadenas alimenticias. Así, la cadena suelo-roble-venado-indio ha sido remplazada hoy casi en su totalidad por la cadena suelo-maíz-vaca-granjero. Cada especie, incluso la nuestra, es un eslabón de muchas cadenas. El venado come cien plantas además de hojas de roble, y la vaca se alimenta con cien plantas además del maíz. Por lo tanto, ambos son eslabones pertenecientes a cien cadenas. La pirámide es una madeja tan compleja de cadenas que parece desordenada, pero la estabilidad del sistema demuestra que es una estructura altamente organizada. Su funcionamiento depende de la cooperación y la competencia de sus diversas partes.

Al principio la pirámide de la vida era baja y regordeta; las cadenas alimenticias eran cortas y sencillas. La evolución ha añadido nivel tras nivel, eslabón tras eslabón. El hombre es uno de los miles de componentes que se han sumado a la altura y complejidad de la pirámide. La ciencia nos plantea muchas dudas, pero también nos ha dado por lo menos una certidumbre: la tendencia de la evolución consiste en incrementar la complejidad y diversidad de la biota.

Así pues, la tierra no es solamente el suelo, sino una fuente de energía que fluye por un circuito de suelos, plantas y animales. Las cadenas alimenticias son los canales vivientes que llevan la energía hacia arriba; la muerte y la descomposición la devuelven al suelo. El circuito no está cerrado: parte de la energía se disipa en la descomposición, otra se añade por la absorción de energía del aire, y algo más se almacena en los suelos, las turbas y los bosques longevos; sin embargo es un circuito sostenido, como un fondo revolvente de vida que se incrementa poco a poco. Siempre hay una pérdida neta por el deslave cuesta abajo, pero de ordinario es pequeña y se compensa con la desintegración de las rocas. Ese material se deposita en el océano y, en el curso del tiempo geológico, resurge para formar nuevas tierras y nuevas pirámides.

La velocidad y el carácter del flujo ascendente de energía dependen de la compleja estructura de la comunidad de plantas y animales, a semejanza del flujo de savia que sube por un árbol, que depende de la compleja organización celular del mismo. Cabe suponer que sin esa complejidad la circulación normal no se produciría. Por estructura se entiende la población característica, además de los tipos y funciones representativos de la especie en cuestión. Esta interdependencia, entre la compleja estructura de la tierra y su correcto funcionamiento como unidad de energía, es uno de sus atributos básicos.

Cuando se altera una parte del circuito, muchas otras tienen que ajustarse también. El cambio no siempre obstruye o desvía el flujo de la energía; la evolución es una larga serie de cambios autoinducidos cuyo resultado neto ha sido la configuración del mecanismo del flujo y la ampliación del circuito. Sin embargo los cambios de la evolución suelen ser lentos y locales. Con la invención de las herramientas, el hombre se ha capacitado para hacer cambios de una violencia, rapidez uy alcance sin precedente.

Uno de esos cambios es en la composición de la flora y la fauna. Los grandes depredadores han sido expulsados del vértice de la pirámide; por primera vez en la historia, las cadenas alimenticias se vuelven más cortas en lugar de alargarse. Las especies silvestres son sustituidas por especies domésticas de otras latitudes y las primeras son llevadas a nuevos hábitat. En este intercambio mundial de floras y faunas, algunas especies rebasan los límites y se vuelven plagas y enfermedades, mientras que otras se extinguen. Esos efectos rara vez son intencionales o han sido previstos; representan reajustes de la estructura, impredecibles y a menudo imposibles de rastrear. La ciencia de la agronomía es, en gran parte, una carrera entre la aparición de nuevas plagas y el desarrollo de nuevas técnicas para controlarlas.

Otro cambio afecta al flujo de energía a través de plantas y animales, para luego regresar al suelo. La fertilidad es la capacidad del suelo para recibir, almacenar y liberar energía. La agricultura, por el uso excesivo del suelo o por la sustitución demasiado radical de especies nativas domésticas por otras en la superestructura, puede trastornar los conductores del flujo o agotar la energía almacenada. Los suelos que son despojados de esa energía o de la materia orgánica que la sostiene se deslavan antes que se formen nuevas capas. En eso consiste la erosión.

El agua, igual que el suelo, forma parte del circuito de la energía. La industria, al contaminar las aguas u obstruir su flujo por medio de represas, puede llegar a excluir a las plantas y los animales necesarios para mantener la energía en circulación.

El transporte trae consigo otro cambio fundamental: ahora las plantas o animales que crecen en una región son consumidas y regresan al suelo en otra región. El transporte lleva la energía almacenada en las rocas y en el aire a otros lugares; así, fertilizamos el huerto con nitrógeno procedente del guano de aves que se alimentaron de peces en mares que están al otro lado del ecuador. De este modo, los circuitos antes localizados y contenidos en sí mismos son mezclados ahora a escala mundial.

El proceso por el cual se modifica la pirámide por la presencia del hombre libera energía almacenada y con frecuencia, cuando llegan los primeros colonizadores, da lugar a una engañosa exuberancia de vida animal y vegetal, tanto silvestre como doméstica. Esas emisiones de capital biótico tienden a enmascarar o aplazar las tristes consecuencias de tal violencia.

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Este bosquejo práctico de la tierra como un circuito de energía contiene tres ideas básicas:

1)   Que la tierra no es tan sólo el suelo.

2)   Que las plantas y animales nativos mantienen abierto el circuito de la energía, mientras que otros pueden hacerlo o no.

3)   Que los cambios provocados por el hombre son de distinto orden que los cambios de la evolución y tienen efectos más comprehensivos de lo previsto o deseado.

En forma colectiva, esas ideas plantean dos cuestiones básicas: ¿Es posible que la tierra se ajuste por sí misma al nuevo orden? ¿Es posible introducir con menos violencia las modificaciones deseadas?

Las biotas parecen diferir en su capacidad para soportar la conversión violenta. Por ejemplo, Europa occidental sustenta hoy una pirámide muy distinta de la que César conoció en sus tiempos. Se han perdido algunos animales grandes; los bosques pantanosos se han convertido en prados o campos de cultivo; se han introducido muchos nuevos animales y plantas, algunos de los cuales se salen de control y se vuelven plagas. También ha habido grandes cambios en la distribución y la abundancia de la restante flora y fauna nativas. Sin embargo, el suelo sigue estando allí y, con la ayuda de nutrimentos importados, aún es fértil; las aguas fluyen normalmente; la nueva estructura parece funcionar y persistir. No se perciben interrupciones o desajustes visibles en el circuito.

Así pues, Europa occidental tiene una biota resistente. Sus procesos internos son robustos, elásticos y soportan la tensión. No importa cuán violentas sean las alteraciones, la pirámide ha logrado desarrollar, hasta ahora, nuevos modus vivendi que preservan su habitabilidad para el hombre y la mayoría de las plantas y animales nativos.

Según parece, Japón es otro ejemplo de conversión radical sin desorganización.

La mayoría de las demás regiones civilizadas, y también algunas que apenas han sido tocadas por la civilización, exhiben diversos grados de desorganización, desde los síntomas iniciales hasta la devastación avanzada. En Asia Menor y el norte de África, el diagnóstico es confuso en virtud de los cambios climáticos, pues éstos pudieron haber sido la causa o el efecto del alto grado de destrucción. En los Estados Unidos, el grado de desorganización varía según el lugar; es peor en el sudoeste, las montañas Ozark y algunos lugares del sur, y más leve en Nueva Inglaterra y el noroeste. Con un mejor uso de la tierra, todavía es posible contener los daños en las regiones menos estropeadas. En diversas partes de México, América del Sur, Sudáfrica y Australia está en marcha un deterioro violento y cada día más acelerado, cuyas perspectivas no puedo calcular.

Este despliegue de desorganización de la tierra en casi todo el mundo se asemeja a la enfermedad en los animales, salvo que nunca culmina con la desorganización total, o la muerte. La tierra logra recuperarse, pero en un nivel de complejidad más bajo y con una menor capacidad de carga, en términos de personas, plantas y animales. Muchas biotas a las que hoy se considera como ‘tierras de la oportunidad’ subsisten en realidad a base de la agricultura de explotación; esto indica que ya han rebasado su capacidad de sustentación sostenible. La mayor parte de América del Sur está sobrepoblada en este sentido.

En las regiones áridas tratan de compensar el proceso de deterioro mediante la rehabilitación de tierras, pero es evidente que las perspectivas de longevidad de los proyectos en cuestión suelen ser efímeras. Incluso aquí, en Occidente, los mejores de esos planes no durarán quizá ni siquiera un siglo.

La evidencia conjunta de la historia y la ecología parece respaldar una deducción general: cuanto menos violentos son los cambios provocados por el hombre, tanto mayor es la probabilidad de que la pirámide se reajuste con éxito. La violencia, a su vez, varía según la densidad de la población humana; una población densa requiere una conversión más violenta. A este respecto, América del Norte tiene mejores probabilidades de permanencia que Europa, si logra limitar su densidad demográfica.

Esta deducción contradice nuestra filosofía actual, la cual supone que si un pequeño incremento de densidad enriqueció la vida humana, un incremento ilimitado la enriquecerá infinitamente. La ecología no conoce ninguna relación de densidad que pueda sostenerse si los límites son de amplitud indefinida. Todas las ganancias procedentes de la densidad están sometidas a una ley de beneficios decrecientes.

Cualquiera que sea la ecuación empleada para describir al hombre y la tierra, no es probable que conozcamos aún todos sus términos. Descubrimientos recientes acerca de los minerales y las vitaminas en la nutrición revelan dependencias insospechadas en el circuito ascendente: cantidades increíblemente minúsculas de ciertas sustancias determinan el valor de los suelos para las plantas, y el de las plantas para los animales. ¿Qué sucede con el circuito descendente? ¿Y de la desaparición de especies, cuya preservación hoy nos parece sólo un lujo estético? Ellas ayudaron a formar el suelo; ¿en qué formas insospechadas pueden ser esenciales para su mantenimiento? El profesor Weaver propone el uso de flores de pradera para la refloculación de los suelos erosionados de la cuenca del polvo. ¿Quién sabe para qué propósitos se podría utilizar en el futuro a las grullas y los cóndores, las nutrias y los osos grises?

La salud de la tierra y la división AB

La ética de la tierra refleja entonces la existencia de una conciencia ecológica, y ésta, a su vez, denota una convicción de responsabilidad individual por la salud de la tierra. La salud es la capacidad de la tierra para autorrenovarse. La conservación es nuestro esfuerzo por entender y preservar esa capacidad.

Los conservacionistas son notorios por sus discrepancias. En una visión superficial parecería que eso sólo aumenta la confusión, pero un examen más cuidadoso revela un mismo binomio de disidencia, que se extiende a muchos campos especializados. En cada especialidad, un grupo (A) considera que la tierra sólo es el suelo, y su función es la de ser un productor de productos; otro grupo (B) ve a la tierra como una biota y cree que su función es más amplia. Debe admitirse que esa mayor amplitud está todavía en un estado de duda y confusión.

En mi especialidad, la silvicultura, el grupo A está muy satisfecho cultivando árboles como si fueran coles y ve la celulosa como el producto forestal básico. No siente inhibición alguna ante la violencia y su ideología es agronómica. Por otra parte, el grupo B, ve la silvicultura como algo fundamentalmente diferente de la agronomía, porque usa especies naturales y gestiona un medio ambiente natural, en lugar de crear otro artificial. En principio, el grupo B prefiere la reproducción natural. Tanto por razones bióticas como económicas, se preocupa por la pérdida de especies, como el castaño, y por el peligro de que se extinga el pino blanco. Se interesa por toda una serie de funciones forestales secundarias: fauna silvestre, recreación, cuencas acuíferas y tierras silvestres. A mi juicio, el grupo B tiene una incipiente conciencia ecológica.

Existe una división paralela sobre la vida silvestre. Para el grupo A, los productos básicos son el deporte y la carne; las medidas de la producción son el volumen de las capturas de faisanes y truchas. La propagación artificial es aceptable como un recurso temporal que puede ser también permanente -si su costo unitario lo permite. Por otra parte, el grupo B se interesa por una serie de cuestiones bióticas colaterales. ¿Qué costo se debe pagar, en términos de depredadores, para producir una cosecha de animales de caza? ¿Debemos recurrir más a menudo a especies exóticas? ¿Cómo puede lograrse, mediante la administración, que se restituyan las especies disminuidas, como los papagallos de la pradera, que ya se han perdido irremisiblemente para la cacería? ¿Cómo puede la gestión restablecer las especies raras amenazadas, como el cisne trompetero y la grulla blanca? ¿Son aplicables los principios de la administración a las flores silvestres? En esto vuelvo a percibir con claridad la misma división AB que existe en la silvicultura.

Estoy menos capacitado para hablar del ámbito general de la agricultura, pero creo que existe en ella una división más o menos similar. La agricultura científica se desarrolló activamente antes que naciera la ecología, por lo cual cabe esperar que los conceptos ecológicos penetrarán más lentamente en ella. Así mismo el granjero, por el carácter de sus técnicas, debe modificar la biota en forma más radical que el silvicultor o el administrador de la vida silvestre. Sin embargo, en la agricultura hay muchos descontentos que, en conjunto, parecen anunciar una nueva visión de "cultivo biótico".

Lo más importante de eso es quizá la nueva evidencia de que el peso o el volumen no son una medida fiel del valor alimenticio de los cultivos agrícolas; los productos de un suelo fértil pueden ser superiores tanto cualitativa como cuantitativamente. Es posible elevar el peso de las cosechas obtenidas en suelos agotados, agregando fertilizantes importados, pero eso no enriquece necesariamente su valor alimenticio. Las últimas consecuencias posibles de esta idea son tan inmensas, que debo ceder la tarea de describirlas a otros autores más aptos.

El descontento cuya bandera es "el cultivo orgánico", mientras posee ciertos rasgos propios de un culto, tiene sin embargo una orientación biótica, particularmente porque insiste en la importancia de la flora y la fauna en relación con el suelo.

Los fundamentos ecológicos de la agricultura son tan poco conocidos por el público como otros aspectos del uso de la tierra. Por ejemplo, pocas personas instruidas comprenden que los maravillosos adelantos técnicos logrados en las últimas décadas son perfeccionamientos de la bomba, pero no del pozo. Hectárea por hectárea, esos avances apenas han bastado para compensar la caída en el nivel de fertilidad.

En todas estas divisiones vemos que se repiten las mismas paradojas básicas: el hombre como conquistador versus el hombre como ciudadano biótico; la ciencia como afilador para su espada versus la ciencia como faro buscador para explorar su universo; la tierra como esclava y sierva versus la tierra como organismo colectivo. La interdicción de Robinson a Tristram se puede aplicar, en esta coyuntura, al Homo sapiens como una especie en el tiempo geológico:

Te agrade o no,

Eres un rey, Tristam, porque eres uno de los pocos que han

pasado la

Prueba del tiempo y cuando dejan el mundo

Éste ya no es el mismo de antes:

Tú has dejado huella.

La perspectiva

Me parece inconcebible que pueda existir una relación ética con la tierra sin amor, respeto y admiración por ella, y sin un alto aprecio de su valor. Por supuesto, por valor quiero decir algo más amplio que la simple utilidad económica; me refiero al valor en sentido filosófico.

El obstáculo más grave que impide la evolución de la ética de la tierra es quizá el hecho de que nuestro sistema educacional y económico se ha alejado de la conciencia de la tierra, en lugar de acercarse a ella. El ser moderno está separado de la tierra por muchos intermediarios y por una infinidad de dispositivos físicos. No tiene una relación vital con ella; la ve únicamente como el espacio que está entre las ciudades, allí donde crecen las cosechas. Déjelo solo todo un día en la campiña y, si no se trata de un campo de golf o un paisaje "escénico", se aburrirá terriblemente. Si fuera posible obtener cosechas por hidroponia en lugar de la labranza, a él le sentaría muy bien. Los sustitutos sintéticos de la madera, el cuero, la lana y otros productos naturales de la tierra le gustan más que los materiales genuinos. En suma, la tierra es algo que él ‘ya ha dejado atrás’.

Otro obstáculo casi igualmente grave para la ética de la tierra es la actitud del granjero para quien ésta sigue siendo un adversario o un capataz que lo esclaviza. En teoría, la mecanización de la agricultura libera de sus cadenas al agricultor, pero es discutible que lo haya hecho en realidad.

Uno de los requisitos para la comprensión ecológica de la tierra es el conocimiento de la ecología, pero esto no está incluido de ningún modo en la ‘educación’, de hecho, gran parte de la educación superior parece eludir deliberadamente los conceptos ecológicos. El conocimiento de la ecología no siempre obtiene en los cursos que ostentan un título ecológico, pues es igualmente probable que lleve las etiquetas de geografía, botánica, agronomía, historia o economía. Esto no nos debe extrañar, pero cualquiera que sea la etiqueta, la educación ecológica es escasa.

La causa de la ética de la tierra parecería perdida si no fuera por la minoría que se ha levantado en obvia oposición a esas tendencias "modernas".

El "obstáculo clave" que es necesario suprimir para liberar el proceso evolutivo capaz de darnos una ética es simplemente éste: dejar de pensar en el uso apropiado de la tierra como un problema exclusivamente económico. Examinar cada cuestión en términos de lo que es correcto en los aspectos ético y estético, además de que sea económicamente productivo. Una cosa es correcta cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica. Es incorrecta cuando no tiende a esos fines.

Por supuesto, no hace falta decir que la factibilidad económica limita el alcance de lo que se puede o no se puede hacer por la tierra. Siempre ha sido así y siempre lo será. La falacia que los deterministas de la economía nos han atado al cuello de todos nosotros, y que ahora debemos desechar, es la creencia de que a economía determina todos los usos de la tierra. Eso simplemente no es verdad. Un cúmulo infinito de acciones y actitudes, que forman quizá la mayor parte de las relaciones con la tierra, no está determinado por los recursos económicos, sino por los gustos y predilecciones de los usuarios finales. La mayor parte de las relaciones con la tierra se basa en la dedicación de tiempo, previsión, habilidad y fe, más que en la inversión de dinero. Son como el usuario de la tierra las concibe.

Con toda intención he presentado la ética de la tierra como un fruto de la evolución social, porque nunca se ha "escrito" nada tan importante como una ética. Sólo el estudioso más superficial de la historia supone que Moisés "escribió" los Mandamientos; éste evolucionó en la mente de una comunidad pensante y Moisés redactó el resumen provisional de esos conceptos para un ‘seminario’. Digo provisional porque la evolución nunca se detiene.

La evolución de la ética de la tierra es un proceso intelectual y también emocional. El camino de la conservación está empedrado de buenas intenciones que a la postre resultaron inútiles o incluso peligrosas, porque estaban desprovistas del conocimiento crítico acerca de la tierra o su uso económico. Considero una verdad de perogrullo decir que a medida que la frontera ética avanza del individuo a la comunidad, su contenido intelectual se enriquece.

El mecanismo de operación es el mismo en cualquier ética: la aprobación social para las acciones correctas y la desaprobación social para las incorrectas.

En términos generales, nuestro problema actual es de actitudes e implementos. Estamos remodelando la Alhambra con una pala de vapor y nos sentimos orgullosos de la rapidez de nuestro avance. Nos es difícil renunciar a la pala mecánica, que después de todo tiene muchas ventajas, pero necesitamos un criterio más amable y objetivo para utilizarla con éxito.

Las tierras silvestres

Las tierras silvestres son la materia prima con la que el hombre ha construido el artefacto llamado civilización.

Las tierras silvestres nunca fueron una materia prima homogénea. Su diversidad era muy considerable y los artefactos resultantes revelan grandes variaciones. Estos diferencias del producto final las conocemos como culturas. La rica diversidad de las culturas del mundo refleja un grado de variedad análogo en los entornos silvestres que las engendran.

Por primera vez en la historia de la especie humana, ahora hay dos cambios inminentes. Uno es la desaparición de las tierras silvestres en las porciones mas habitables del planeta. El otro es la hibridación mundial de las culturas por obra de los transportes y la industrialización de la era moderna. Ninguno de los dos podrá evitarse, y tal vez así deba ser, pero surge la interrogante sobre si será posible preservar ciertos valores, que de otras maneras se perderían, mediante un leve amortiguamiento de los cambios que se avecinan.

Para el herrero que suda en su fragua, la materia prima del yunque es un adversario que él debe vencer. Para el pionero ese tipo de adversario eran las tierras vírgenes.

Pero para el trabajador que está en reposo y, por el momento, puede contemplar su mundo con mirada filosófica, esa misma materia prima es algo digno de amor y cuidado, porque le da definición y significado a su vida. Esta es una exhortación a la preservación de los últimos vestigios de las tierras silvestres, como piezas de museo, para la edificación de los que algún día podrán desear ver, palpar o estudiar el origen de su legado cultural.

PENSANDO COMO LA NATURALEZA

Eduardo Gudynas

Se celebra el cincuentenario de la publicación de la "ética de la tierra" de Aldo Leopold, un texto pionero que promueve nuevas formas de vinculación con la Naturaleza desde una dimensión ética.

La temática ambiental ha dejado de ser un tema secundario. Hoy resulta claro que los aspectos ambientales preocupan a vastos sectores de la población, tienen una enorme incidencia en las políticas de desarrollo nacionales, y hasta son motivos de discusión en los acuerdos de integración regional como el Mercosur. Esta situación refleja en parte el hecho que los cuestionamientos ambientales se aventuran en terrenos que van más allá de la ecología, como disciplina biológica.

En ese sentido, uno de los temas más discutidos son la cualidad de los vínculos que los seres humanos mantienen con su entorno, y cómo se sienten distintos, o no, de la Naturaleza. Esta discusión encuentra nuevos bríos en 1999 al cumplirse cincuenta años de la publicación de "Sand County Almanac", del estadounidense Aldo Leopold. Este libro se ha convertido con el paso del tiempo en un texto de referencia para el ambientalismo, y corrientes modernas, como la ecología profunda, o incluso otras propias del ámbito universitario, como la biología de la conservación, ven en Leopold una de sus inspiraciones primarias.

Este aporte de Leopold, así como las múltiples facetas de la discusión sobre ambiente y desarrollo se ejemplifican en la reciente edición de la revista "Persona y Sociedad" de la Universidad Alberto Hurtado. En efecto, allí se presenta una sección de "Sand County Almanac" de Leopold, publicado en 1949, un año después de la muerte de su autor. Ese "almanque del desierto" revela un largo itinerario de un ambientalista y conservacionista pionero

De administrador a admirador

Aldo Leopold nació en 1887, y se desempeñó gran parte de su vida como administrador de sitios silvestres, defendiendo una visión utilitarista de la Naturaleza amparada en una fuerte intervención humana. A tono con su época, entendía que la conservación del ambiente requería acciones humanas sobre factores ecológicos, para mantener lo que consideraba un equilibrio ambiental, incluyendo la generación de animales para la caza o la recreación de las personas.

Diversas circunstancias en su vida lo llevaron a cambiar de opinión. Entre ellos un viaje a Alemania, donde observó grados enormes de intervención humana, y otro a México, donde se encontró con una Naturaleza silvestre fuera de la gestión humana. Poco a poco fue cambiando su opinión, dejando una serie de artículos que, junto con otros materiales, se publicó en 1949en el hoy famoso libro, un año después de su muerte, acaecida mientras combatía un incendio forestal.

Leopold llegó a la conclusión que la intervención humana termina creando un ambiente artificial, muy distinto de la verdadera Naturaleza. A su juicio, una aproximación científica basada en unas pocas variables, de tipo reduccionista, no permite asegurar la conservación. También rechazó un uso económico de la Naturaleza, donde el hombre siempre poseía privilegios en su uso del ambiente, pero nunca obligaciones de protección del entorno. Desde críticas de este tipo, este ambientalista pionero, derivó más y más a concebir los problemas de conservación como una cuestión de valores, donde estaba en juego la propia concepción del ser humano y de la Naturaleza. De administrador y gestor ambiental pasó a ser su admirador.

Su más publicitada frase afirma: "Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad biótica; es incorrecta cuando tiene en sentido contrario". De acuerdo a Leopold, la intervención del ser humano sobre el ambiente debía seguir esos principios éticos ante que necesidades económicas, y por lo tanto se imponían obligaciones frente al entorno, expandiendo la ética hacia lo no-humano.

Un vínculo distinto

Las posturas de Leopold tienen antecedentes conocidos. Entre ellos se destaca Henry David Thoreau, cuando a mediados del siglo XIX, a los 37 años de edad, abandonó la vida confortable de la ciudad y se retiró a vivir en el bosque. Durante más de dos años durmió en una choza, caminó entre los árboles, y recorrió las orillas del lago Walden, hasta finalizar su vida robinsoniana en setiembre de 1847.

A pesar de su mirada triste, Thoreau tenía un carácter enérgico. Lejos de practicar la resignación, se decidió a morar en los bosques porque no quería descubrir, al tiempo de su muerte, que no había vivido: "no aspiraba a vivir lo que no era vida". Como producto de esa experiencia, Thoreau dejó un libro simple y hermoso, donde la prosa se acompaña con poesías. Una de ellas hace precisamente al tema que aquí se trata, y surge cuando el naturalista se refiere, con ternura y orgullo, al lago que lo cobijó esos años:

"Yo soy su orilla pedregosa,/ Y la brisa que pasa arriba; / En el hueco de mi mano, / Están su agua y su arena, / Y su profundo propósito / Yace alto en mi pensamiento."

El aspecto notable de esta pieza es la identificación del pensador con el lago: él era el cuerpo de agua y su orilla.

Esta misma identificación es la que proclama Leopold. Es una visión que más allá del acuerdo o el desacuerdo, todos aceptarían como válida al menos en el terreno de las posibilidades. El sentirse parte de la Naturaleza es una postura promovida por el movimiento ambientalista, y está en el centro de los debates ecológicos contemporáneos. Pero imagínese esa discusión en la década de 1940. Una época donde no existía Greenpeace, ni se habían sufrido los desastres petroleros del Exxon Valdez o nucleares de Chernobyl. Un momento donde los países latinoamericanos soñaban con usar todavía más enérgica y eficientemente sus recursos naturales, con lo que esperaban despegar económicamente. Sin duda para ese momento, Leopold fue un adelantado, y ello explica en parte la continua vigencia de su obra.

Ese apego a la Naturaleza no es extraño a nuestra situación actual. Quién no tiene un amigo que recuerda con cariño los paisajes naturales de su niñez y que ya no existen. Cuántos son los que rememoran paseos de fin de semana a lugares verdes que ya han desaparecido bajo el crecimiento de las ciudades. Es precisamente en esos sentimientos que se encuentra el germen de una nueva vinculación con la Naturaleza que pregona Leopold. No en vano durante la niñez es que se desarrolla un vínculo muy fuerte con el entorno. Si bien aquellos paisajes no nos pertenecían, se los consideraba propios en un sentido profundo y vital. No fuimos sus dueños pero sentíamos como si nuestra persona se extendiera por fuera de nuestro cuerpo abrazándolos. Tras reconocer que en la actualidad han desaparecido, surge un sentimiento de melancólica pérdida.

Una nueva sensibilidad vital

La apuesta de Leopold requiere otros entendimientos tanto de los límites como de los vínculos con la Naturaleza. Este pensamiento ecológico requiere, tal como sostuvo Paul Shepard hace 25 años atrás, de una nueva visión de esos límites: "La epidermis de la piel es, ecológicamente, como la superficie de un lago o el suelo del bosque, no como un caparazón, pero sí como una delicada interpenetración. Ella revela el sí mismo ennoblecido y extendido, en vez de amenazado, como parte del paisaje y del ecosistema, porque la belleza y complejidad de la naturaleza son continuas con nosotros mismos".

Shepard y otros pensadores han seguido ese espíritu de Leopold. Entre ellos en los últimos años de destaca la figura del filósofo Noruego Arne Naess, quien también abandonó su cátedra de filosofía en Oslo y se fue a vivir en una cabaña en el bosque. Naess, quien ha visitado los países del Cono Sur en sus escalas hacia la Antártida, es el promotor de la "ecología profunda", la que entre otras cosas apuesta a reconocer valores intrínsecos en la Naturaleza (valores que son independientes de la valoración humana) y generar un "sí-mismo ecológico" (donde el concepto del yo, como persona, incluye al ambiente).

Bajo la perspectiva del sí-mismo ecológico, cada persona es parte de la Naturaleza, y ella es parte nuestra. Aún más, la propia realización de cada uno de nosotros como personas pasa a depender de la integridad y vitalidad del ambiente. Además de concebir a la Naturaleza como parte de nosotros, el vínculo también actúa a la inversa, y tiñe al entorno con algunas de nuestras vivencias. Se siente a la Naturaleza enferma, se sufre por su dolor, y se lloran sus muertes.

La idea del sí-mismo ecológico ha tenido una amplia acogida en algunos sectores del ambientalismo, y ha despertado una viva polémica en el campo de la filosofía y la ética ambiental. El concepto no debe confundirse con una nueva forma de misticismo, por varias razones. La primera porque no alude a una disolución de la identidad de la persona en un todo. La individualidad se mantiene, pero en una diversidad, donde se da una relación de conectividad. La segunda es que el concepto de misticismo se lo ha usado en contextos vagos y confusos, lo que aquí no sucede; y la tercera, es que se refiere a estados de normalidad en la persona, y en su cotidianidad, y no se busca alcanzar este nuevo self por medio de sus alteraciones.

Finalmente, tampoco debe alentarse otra confusión: el sí-mismo ecológico no reniega del sí-mismo individual, ni de la dimensión social que existe en su construcción. Es más, se rechazan aquellas visiones que mantienen un estrecho vínculo con plantas o animales, pero se saltean la solidaridad con otras personas. Ese no es un sí-mismo ecológico en tanto su dimensión social está ausente, sino que más bien expresa una patología contemporánea de retraerse de la sociedad por la incapacidad de vincularse colectivamente. No olvidemos que para el propio Leopold una ética de la tierra era una forma de potenciar la discusión social de una política ambiental.

La intuición del concepto del sí-mismo expandido no es un invento que carezca de antecedentes. En gran medida se han tomado las expresiones de las culturas indígenas, en tanto varias de ellas construyen sus identidades bajo una relación estrecha con la Naturaleza. Para muchas, el "lugar", en su sentido etnológico, es a la vez parte de la identidad personal.

Un ejemplo cercano proviene de los guaraníes. Tal como señalan varios antropólogos, éstos originalmente concebían su identidad, a la que llamaban teko, como un estado de vida, con ciertos hábitos, e insertos en un ecosistema de selva subtropical. La persona, el teko, es inseparable de su contexto ambiental, para el cual hay otra palabra emparentada: teko-ha. El sí-mismo guaraní es un sí-mismo en la Naturaleza. Lamentablemente con la presencia europea, esos significados originales se perdieron.

Estas posturas, incluyendo los tempranos antecedentes de Leopold, son en el fondo un nuevo ataque al programa de la modernidad en su progresivo desencantamiento del mundo y su racionalidad instrumental. El sí-mismo individual es típico de esa tendencia. La Naturaleza es concebida abstractamente, como un conjunto de recursos, separados, a veces interactuantes, que pueden ser manejados y gestionados mecánicamente. Las personas al concebirse distintas del entorno y por encima de la Naturaleza, alimentan una postura instrumental y manipuladora sobre el entorno. Esta actitud no sólo está en la base de muchos de los problemas sociales, donde los vínculos interpersonales languidecen, sino que alienta la destrucción ambiental, al concebirla como una canasta de recursos a ser apropiados y manipulados para mantener procesos de acumulación y expansión. Por lo tanto los aportes de Leopold apuntan al fundamente de problemas actuales, y distan mucho de ser un mero ejercicio de reflexión.

La objetividad de la montaña

En su hoy cincuentarario "Sand county almanac", Leopold propone una visión holística de la Naturaleza, donde el conjunto es más relevante que sus partes. Pero ello no alcanza, y el autor da un paso más, postulando que la conservación se nutre de una preocupación ética, en tanto requiere establecer obligaciones hacia el entorno.

Ese es un viraje de gran importancia para su tiempo, Leopold abandona la condena y persecución a los depredadores y las fieras, como el puma o el lobo. Reconoce que ellos también son parte de ese ambiente, e igualmente merecen ser protegidos. Este cambio, que hoy es fácilmente aceptado en tanto esos carnívoros están en muchos casos al borde de la extinción, implicaba un gran choque en una época donde el propio gobierno alentaba las partidas de caza para liberar a los campos estadounidenses de esos animales.

Leopold avanza así en un terreno donde su prosa casi se hace poesía, y los datos técnicos se convierten en sentimientos y emociones. El vínculo se hace afectivo, y las certezas provienen del ambiente. En un pasaje muy hermoso, "Pensando como una montaña", se comienza con una fuerte vivencia. Leopold recuerda el eco del profundo bramido del lobo, que va por las laderas rocosas, rodando hacia abajo en la montaña, y desvaneciéndose en la lejana oscuridad de la noche: "Es el estallido de un tristeza salvaje desafiante y de la rebeldía por todas las adversidades del mundo. Cada cosa viviente (y tal vez también muchas de las muertas) pone atención a este llamado." El venado, el pino, el coyote, el cazador le prestan atención, y para cada uno tiene un significado, pero sólo la montaña lo comprende.

Una crítica superficial contra esta aseveración apuntaría a que las montañas, en realidad, no piensan. Pero Leopold enseguida advierte que sí, ya que "existe un significado más profundo, conocido únicamente por la propia montaña. Sólo la montaña ha vivido el tiempo suficiente como para escuchar objetivamente al aullido del lobo." Bajo este tipo de reflexiones es que se pone a la "objetividad" de la modernidad en cuestionamiento. Es una estocada a las vertientes instrumentalistas y manipuladoras que obliga a pensar en nuevos modos de relacionarse tanto con la Naturaleza como con las demás personas.

El desafío que deja planteado Leopold es enorme. Nos exige pensarnos también como un lago, como un bosque, como uno de los picos andinos. ¿Cuál es la sabiduría que podemos llegar a encontrar en nuestros paisajes? ¿Cuáles son los mensajes allí escondidos que sólo unos pocos hombres logran comprender? Es tiempo de comenzar a buscarlos.