Discurso desde la Suma de Santo Tomás
(Segunda Entrega Capítulo X)
LA VIRTUD TEOLOGAL DE LA ESPERANZA
Por Jesús Martí Ballester

Entre las virtudes teologales ocupa el segundo lugar la esperanza, virtud infusa que capacita al hombre para tener confianza y plena certeza de conseguir la vida eterna y los medios, tanto sobrenaturales como naturales, necesarios para alcanzarla, apoyado en el auxilio omnipotente de Dios. Aunque el motivo propio de la esperanza es Dios, por voluntad del mismo Dios, también se puede poner en la Humanidad de Cristo, en la Virgen, esperanza nuestra, Corredentora y Mediadora de todas las gracias, que no abandona a los hermanos de su Hijo peregrinos en la tierra, y en los santos, que nos ayudan con su intercesión. Es por tanto la esperanza cristiana una virtud teologal infundida por Dios. Teologal, porque tiene por objeto directo e inmediato al mismo Dios, como la fe y la caridad. La esperanza, como hábito, reside en la voluntad, ya que su acto propio es un movimiento del apetito racional hacia el bien, que es el objeto de la voluntad.

POR LA ESPERANZA CONFIAMOS CON PLENA CERTEZA.

Calvino, Bayo, los jansenistas y algunos otros, dijeron que  practicar el bien con la esperanza del premio de la bienaventuranza, era inmoral y egoísta. Esta doctrina fue condenada en el Concilio de Trento. Su posición había sido desautorizada por San Pablo a los Corintios: "El atleta se impone en todo una disciplina para ganar una corona que se marchita; nosotros, una que no se marchita" (1 Cor 9, 25). "Nuestros padecimientos momentáneos y ligeros nos producen una riqueza eterna" (2 Cor 4, 17).  El fondo de la dificultad de los opositores a esta virtud, era que consideraban que tenemos esperanza en Dios como si fuera un medio para el fin, es decir, lo utilizamos. Pero no es así, pues por la esperanza esperamos de Dios porque sin él no podemos alcanzar su posesión y su amor. Por la esperanza el cristiano se ordena y se subordina a Dios, no subordina él a Dios.

FUNESTAS FILOSOFIAS MODERNAS

El corazón del hombre contemporáneo late en una azorante situación de ansiedad y angustia. El hombre apartado de Dios se encuentra en un callejón sin salida. Desconectado de su origen y su fin, no es extraño que la angustia se apodere de su alma al verse «arrojado» sin rumbo en el torbellino del vivir. Este íntimo desasosiego se acrecienta por la tremenda realidad actual; guerras, miseria, pobreza, inquietudes de todo orden. El mismo creyente siente, a veces, el zarpazo del pesimismo que producen estas circunstancias adversas. Pero no entra en los planes de Dios dejar al hombre abandonado al sufrimiento. Si bien el pecado introdujo el dolor en la tierra como inevitable compañero del hombre, la divina Providencia puso en su humano vivir un elemento de compensación que es necesario revalorizar hoy: la esperanza, cuyo fundamento es la indefectible promesa divina del Redentor universal. La angustia del mundo tiene una solución; Cristo redentor. Fuera de El no hay que buscar la salvación en ningún otro, pues no se ha dado a los hombres otro nombre debajo del cielo por el cual podamos ser salvados (He 4,12).

EL EXISTENCIALISMO

Esta clima de pesimismo ideológico y práctico y de angustia desesperanzada ha sido creado por la filosofía existencialista, que ha acentuado de manera aguda la idea de «nihilidad radical» de la existencia humana. El hombre, según Heidegger, es «un ser amenazado de ruina, sin apoyo en el pasado, porque fue arrojado a la existencia desde la nada; ni en el presente ni en el futuro, porque rueda al abismo de la muerte». Desde entonces, «la cuestión acerca de la nada no sólo es una pregunta metafísica, sino abraza y comprende la metafísica entera. El ser hunde sus raíces en la nada, vive transcendiendo o sobrenadando a esa nada y está abocado a un fatal anonadamiento. De ahí que la muerte acecha la vida humana, que ha sido arrojada al mundo para en él morir y que en él vive muriendo, pues ser es morir. Y la angustia nos pone delante de nuestro propio destino, que es el de ser para morir. Es lo que ha expresado Heidegger con la fatídica frase, radical oposición al dogma cristiano: Ex nihilo omne ens qua ens fit. En el plano antropológico y ético, esta metafísica heideggeriana de la existencia se traduce en una filosofía de la angustia y de la desesperación. No cabe actitud alguna esperanzada y optimista ante la vida si la experiencia humana, la que descubre la dimensión de radical finitud y temporalidad de nuestra existencia y nos da la conciencia de nuestro verdadero ser, fuera esta radical nihilidad, de un ser-arrojado que emerge de la nada y se pierde en la nada de su origen. A tal filosofía de la angustia y la desesperación, empeñada en cerrar la existencia humana en sí: misma, sin apertura a Dios, fuente del ser y de la esperanza, se había ya opuesto Santo Tomás desde el mismo plano metafísico: «No es verdad que el movimiento propio de un ser que procede de la nada se dirige a la nada. La dirección hacia la nada no es el movimiento propio de la naturaleza, la cual siempre se dirige al bien, que es el ser; la dirección hacia la nada se presenta precisamente por la falta de ese movimiento propio»  Ser criatura significa, sin duda, «estar sosteniéndose dentro de la naturaleza», como Heidegger dice, puesto que el ser creado ya no «es» su esencia, sino que «se hace» entre los límites del ser y la nada; pero ser criatura significa, además, estar fundamentándose en el ser absoluto y estar orientándose naturalmente hacia el ser divino al mismo tiempo». Desde entonces, «el camino del hombre en camino», no es un desorientado ir y venir desde el ser y la nada; lleva al ser y se aparta de la nada, lleva a la realización y no al aniquilamiento, aunque la realización «aún no» se cumple... Para el hombre, que en su estado de hombre en camino experimenta ser criatura, el «ser que aún no es», sólo hay una respuesta a esa experiencia, que no puede ser la desesperación, pues el sentido de la existencia creada no es la nada, sino el ser...La única respuesta que corresponde a la situación real de la existencia humana es la esperanza. La esperanza es justamente la virtud primaria correspondiente al estado de hombre en camino, es la auténtica virtud del aún no. Surge así, toda una filosofía de la esperanza, capaz de contrarrestar la marcha trágica del existencialismo o vitalismo ateos hacia la angustia y la desesperación de Heidegger, Nietzsche, Hegel y Sartre. Nietzsche, llama a la esperanza la «virtud de los débiles» que hace del cristiano un ser inútil, un segregado, un resignado, un extraño al progreso del mundo. Otros hablan de «alienación», que mantendría a los cristianos al margen de la lucha por la promoción humana. Pero «el mensaje cristiano -ha dicho el Concilio-, lejos de apartar a los hombres de la tarea de edificar el mundo..., les compromete más bien a ello con una obligación más exigente» (Gaudium et spes núm. 34, 39 y 57, así como el Mensaje al mundo de los Padres Conciliares, del 20 octubre 1962).

LA ESPERANZA Y EL DON DE TEMOR

Como el cristiano puede poner obstáculos a la ayuda de Dios mediante su gracia, Santo Tomás relaciona la esperanza con el don de temor. Según él, el temor puede ser mundano; que para evitar un mal temporal no duda en ofender a Dios; servil, que obedece a Dios por temor a su castigo, con castigos temporales o castigo eterno; y filial que no quiere ofender a Dios porque le ama y teme su separación. Este temor filial es el relacionado con el Don de temor.

EXCESOS EN LA ESPERANZA

A la esperanza se opone por defecto la desesperación y por exceso la presunción, como los pelagianos, que esperan conseguir la bienaventuranza por las propias fuerzas naturales humanas. Lutero espera salvarse por la fe sin las buenas obras, por eso él no admite más virtud teologal que la fe. Ni esperanza ni caridad. Calvino la espera por la predestinación absoluta de Dios, con buenas obras o a pesar de las malas. Sin llegar a estos extremos heréticos, es pecado de presunción contra la esperanza esperar con temeridad la bienaventuranza por medios no ordenados por Dios. El que espera o pide la ayuda de Dios para pecar, peca gravísimamente. Pecar por esperar en la misericordia de Dios, es abusar gravemente de la misma; si se peca por fragilidad, confiando en la misericordia de Dios, no hay presunción, porque el motivo del pecado es la pasión y la debilidad humana; no la esperanza de la misericordia y del perdón. Aunque es un pecado grave contra la caridad para sí mismo. Esta es la doctrina de Santo Tomás (II-II, 21, 2) que acepta san Alfonso de Ligorio. También, y este es muy corriente, es pecado esperar la ayuda de Dios, cuando se ruega a Dios sin dar con el mazo. El que no se prepara esperando que el Espíritu Santo le ayude, espera temerariamente, porque Dios no auxilia la pereza. Santa Teresa escribe que "tenga esperanza el que haya practicado grandes virtudes". Y aconseja "esperar en la misericordia de Dios, que nunca falta a los que en El esperan". Y San Juan de la Cruz: "Esperanza de cielo tanto alcanza cuanto espera".

SIMBOLOS, EMBLEMAS Y METAFORAS de LA esperanza EN LA LITURGIA

Jesús había dicho a los Apóstoles: “Vuestra aflicción se convertirá en alegría”. La Liturgia visualiza el cambio de la aflicción por la alegría en primer lugar y de modo antonomástico, con la brillantez del Cordero Vivo, pero como inmolado, que es Cristo crucificado. En él se contempla la eterna providencia de Dios y su benignidad, que no es indiferencia ni debilidad, sino suprema fuerza. Cuando admiramos la creación percibimos como el canto de los ángeles, y nos unimos al canto del Aleluya Pascual. Viendo al Cordero, comprendemos lo que significa la adoración. Todas las palabras del Resucitado rebosan alegría, la alegría de la liberación, por la que nos dice: ¡Si vierais lo que yo he visto y veo!... Cuando lo veáis, no lloraréis, sino reiréis. Antiguamente, el risus paschalis, la risa pascual, formaba parte de la liturgia y la homilía pascual contenía una historia con vocación de suscitar la risa, para provocar que la iglesia retumbase en carcajadas. Era una forma superficial y exterior de alegría cristiana, pero en realidad era algo muy bello convertir la risa se hubiese un símbolo litúrgico. Y hoy escuchamos todavía el juego de los ornamentos, la risa de las campanas, de la música, de las luces. Cuando Haydn dijo, que cuando componía su música pensando en Dios sentía alegría, estaba cantando la esperanza: «Yo, apenas quería expresar palabras de súplica, no podía contener mi alegría, y hacía lugar a mi ánimo alegre y escribía allegro sobre el Miserere». La claridad y la alegría, unidas al pensamiento de la Pascua, evocan necesariamente la Esperanza, que siendo inconcebible, pues nos es conocida sólo a través de la Palabra y no a través de los sentidos y ahora pensamos con los sentidos, necesitamos ver esa Palabra representada por símbolos. Por eso la esperanza es  traducida desde siempre por símbolos que hacen presagiar lo que nos dice la Palabra.

LA LUZ Y EL FUEGO. EL AGUA

El símbolo de la luz y el del fuego; el saludo al cirio pascual, que en la iglesia oscura pasa a ser el signo de la vida, es para el vencedor de la muerte. El acontecimiento de entonces se traduce en nuestro presente: donde la luz vence la oscuridad, acontece algo de la resurrección. También la bendición del agua pone de relieve otro elemento de la creación como símbolo de la resurrección. El agua viva de la fuente representa la fecundidad que, en el desierto, hace brotar oasis de vida. El canto del Aleluya, el canto solemne de la liturgia pascual, pone de relieve que la voz humana no sólo sabe gritar, gemir, llorar, hablar, sino también cantar. Que, además, el hombre sea capaz de evocar las voces de la creación y transformarlas en armonía, nos permite presagiar, de modo maravilloso, de qué transformaciones somos capaces nosotros mismos y la creación. Todo se convierte en un signo admirable de esperanza, y nos hace podemos presagiar el futuro y acogerlo como posibilidad y como presencia. En las grandes solemnidades de la Iglesia, la creación participa en la fiesta; la Iglesia entra en el ritmo de la tierra y de las estrellas. La visión de los cielos del Apocalipsis dice lo que nosotros vemos por la fe: el Cordero muerto vive, y si vive, termina nuestro llanto que se convierte en sonrisa.

EL CORDERO NUESTRA ESPERANZA

Con la visión del Cordero vemos los cielos abiertos de par en par. Dios nos ve y actúa, aunque de forma diversa a como pensamos. Desde él podemos pronunciar de un modo completo el primer artículo de fe: yo creo en Dios, Padre omnipotente. Sólo a partir del Cordero sabemos que Dios es realmente el Padre y es realmente omnipotente. Quien lo ha entendido no puede estar ya verdaderamente triste y desesperado. Quien lo ha comprendido no experimentará la angustia extrema cuando él mismo esté en la condición del Cordero. La esperanza nos invita, no sólo a escuchar a Jesús, sino a ver desde el interior. La esperanza nos anima, mirando  al que ha muerto y ha resucitado y  a descubrir los cielos abiertos. Algo de la luz de Dios penetra en nuestra vida. Y surge en nosotros la alegría. Cada persona en la que ha penetrado algo de esta alegría puede ser una apertura por la que el cielo mira a la tierra y nos alcanza. Es lo que prevé la revelación de Juan: todas las criaturas del cielo y de la tierra, bajo la tierra y en el mar, están colmadas de la alegría de los salvados. Y se cumple la palabra que Jesús dirige en la despedida: «Vuestra aflicción se convertirá en alegría». Y, como Sara, los hombres que creen, dicen: «¡ Dios me ha dado motivo de alegre sonrisa. Quien lo sepa, sonreirá conmigo!», escribe Ratzinger en Imágenes de esperanza.

NOS SACO DE LA ESCLAVITUD

Un obispo del siglo II, Melitón de Sardes, ciudad de Asia Menor, se expresa así: «Cristo bajó del cielo a la tierra por amor a la humanidad sufriente, se revistió de nuestra humanidad en el seno de la Virgen y nació como hombre... Lo apresaron como un cordero y como un cordero fue degollado, y de este modo nos rescató de la esclavitud del mundo... Él nos sacó de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la opresión a una realeza eterna; e hizo de nosotros un nuevo sacerdocio y un pueblo elegido para siempre... Él es el cordero mudo, el cordero degollado, el hijo de María, cordera sin mancha. Él fue tomado de la grey, conducido a la muerte, inmolado hacia el atardecer, sepultado en la noche». Al final, el mismo Cristo, el Cordero inmolado, dirige su llamamiento a todos los pueblos: «Venid, por tanto, vosotros que sois estirpe de hombres manchados por los pecados, y recibid el perdón de los pecados. Yo soy, de hecho, vuestro perdón, yo soy la Pascua de salvación, yo soy el cordero inmolado por vosotros, yo soy vuestro rescate, yo soy vuestro camino, yo soy vuestra resurrección, yo soy vuestra luz, yo soy vuestra salvación, yo soy vuestro rey. Yo soy quien os conduce a las alturas de los cielos, yo os mostraré al Padre que vive desde la eternidad, yo soy quien os resucitará con mi diestra».

DANTE Y EL SALMISTA

Para el Beato Papa Juan XXIII, la segunda entre las siete «lámparas de la santificación» era la esperanza. Dante, en su Paraíso (cantos 24, 25 y 26) imaginó que se presentaba a un examen de cristianismo. El tribunal era de altos vuelos. «¿Tienes fe?», le pregunta, en primer lugar, San Pedro. « ¿Tienes esperanza? », continúa Santiago. «¿Tienes caridad?», termina San Juan. « Sí, responde Dante, tengo fe, esperanza y caridad». Lo demuestra y pasa el examen con la máxima calificación. El que vive la esperanza viaja en un clima de confianza y abandono, pudiendo decir con el salmista: «Señor, tú eres mi roca, mi escudo, mi fortaleza, mi refugio, mi lámpara, mi pastor, mi salvación. Aunque se enfrentara a mí todo un ejército, no temerá mi corazón; y si se levanta contra mí una batalla, aun entonces estaré confiado». Al salmista no le han salido siempre bien todas las cosas. Sabe también, y lo dice, que los malos son muchas veces afortunados y los buenos oprimidos. Incluso se lamentó de ello alguna vez al Señor. Hasta llegó a decir:  «¿Por qué duermes, Señor? ¿Por qué callas? Despiértate, escúchame, Señor». Pero conservó la esperanza, firme e inquebrantable. A él y a todos los que esperan, se puede aplicar lo que de Abrahán dijo San Pablo: «Creyó esperando contra toda esperanza» (Rom 4, 18). Lo que sucede, es que se agarró a tres verdades: Dios es omnipotente, Dios me ama inmensamente, Dios es fiel a las promesas. Y es Él, el Dios de la misericordia, quien enciende en mí la confianza; gracias a Él no me siento solo, ni inútil, ni abandonado, sino comprometido en un destino de salvación, que desembocará un día en el Paraíso.

El aleluyA

San Agustín un día de Pascua predicaba sobre el Aleluya. El verdadero Aleluya, dice, lo cantaremos en el Paraíso. Aquel será el Aleluya del amor pleno; éste de acá abajo, es el Aleluya del amor hambriento, esto es, de la esperanza. Una señora desconocida fue a confesarse con el Padre Luciani, después Papa Juan Pablo I, el de la sonrisa. Estaba desalentada, porque -decía- había tenido una vida moralmente borrascosa. ¿Puedo preguntarle cuántos años tiene? -Treinta y cinco. -¡Treinta y cinco! Pero usted puede vivir todavía otros cuarenta o cincuenta años y hacer un montón de cosas buenas. Entonces, arrepentida como está, en vez de pensar en el pasado, piense en el porvenir y renueve, con la ayuda de Dios, su vida. Y le hablé de San Francisco de Sales, que habla de «nuestras queridos defectos». Y expliqué: Dios detesta las faltas, porque son faltas. Pero, por otra parte, ama, en cierto sentido, las faltas en cuanto que le dan ocasión a Él de mostrar su misericordia y a nosotros de permanecer humildes y de comprender también y compadecer las faltas del prójimo.

LOS SANTOS DE LA ESPERANZA

Una pléyade de Santos alegres y activos, el humanismo cristiano, los maestros ascéticos a quienes Saint-Beuve llamó « les doux », los dulces, y una teología comprensiva han dado su mentís optimista a los profetas de la nada. Santo Tomás incluye entre las virtudes la jucunditas, que es la capacidad de convertir en una alegre sonrisa  las cosas oídas y vistas (II-II, q. 168 a. 2). Gracioso, en este sentido  era aquel albañil irlandés, que se cayó del andamio y se rompió las piernas. Conducido al hospital, acudieron el doctor y la religiosa enfermera. «Pobrecito -dijo ésta - te has hecho daño al caer? ». A lo que respondió el herido: « No Madre; no ha sido al caer, ha sido al llegar a tierra cuando me he hecho daño». Declarando virtud al bromear y hacer sonreír, Santo Tomás se colocaba en la línea de la «alegre nueva» predicada por Cristo, de la hilaritas recomendada por San Agustín; derrotaba al pesimismo, vestía de gozo la vida cristiana, nos invitaba a animarnos con las alegrías sanas y puras que encontramos en nuestro camino.

LA ESPERANZA PARA EL MUNDO

En el Concilio, los Padres Conciliares dirigieron  un «Mensaje al mundo» que decía: la tarea principal de divinizar no exime a la Iglesia de la tarea de humanizar. La Gaudium et spes y la Populorum Progressio, presentando y recomendando las soluciones de los grandes problemas de la libertad, de la justicia, de la paz, del desarrollo. Pero es un error afirmar que la liberación política, económica y social coincide con la salvación en Jesucristo; que el Regnum Dei se identifica con el Regnum hominis; que Ubi Lenin, ibi Jerusalem. En Friburgo, durante la 85 reunión del Katholikentag, se habló sobre «el futuro de la esperanza ». Se hablaba del «mundo» que había de mejorarse y la palabra «futuro» encajaba bien. Pero si de la esperanza para el « mundo » se pasa a la que afecta a cada una de las almas, entonces hay que hablar también de « eternidad ». En Ostia, a la orilla del mar, en una famosa conversación, Agustín y su madre Mónica, « olvidados del pasado y mirando hacia el porvenir, se preguntaban lo que sería la vida eterna » (Confes IX, 10). Esta es la esperanza cristiana; a esa esperanza se refería el Beato Papa Juan XXIII y a ella nos referimos nosotros cuando rezamos: « Dios mío, espero en vuestra bondad la vida eterna y las gracias necesarias para merecerla con las buenas obras que debo y quiero hacer. Dios mío, que no quede yo confundido por toda la eternidad ».